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Channel: ANALECTA LITERARIA
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Liliana Díaz Mindurry

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El mundo en continua disolución: 
Una lectura sobre «Cazadores en la nieve»
de Liliana Díaz Mindurry
      
Por Enrique Solinas


      
La écfrasis (ἔκφρασιϛ, que en griego antiguo quiere decir, 'explicar hasta el final') es la representación verbal de una representación visual. Umberto Eco considera que “cuando un texto verbal describe una obra de arte visual, la tradición clásica habla de écfrasis”. Por esta razón podemos afirmar que el libro Cazadores en la nieve de Liliana Díaz Mindurry, se enrola en la tradición de la poesía ecfrástica.

Desde la antigüedad existió una relación entre la pintura y la poesía, y en el Renacimiento llegó a ser algo natural entre los intelectuales de la época, que vieron a la poesía y a la pintura como quasi fratelli, al decir de Ludovico Dolce. En esta casi hermandad la poesía es la hermana mayor y la menor es la pintura. Para ganar la equiparación, muchos se apropiaron del dicho de Horacio, “Ut pictura poiesis”, o lo que Plutarco atribuyó a Simónides de Ceos: “la poesía es pintura que habla; y la pintura es poesía muda”. También, Pablo Picasso, ya en el siglo XX afirmó que “la pintura es poesía; siempre se escribe en verso con rimas plásticas”. 



                    

A partir del cuadro “Los cazadores en la nieve” de Pieter Brueghel, Liliana Díaz Mindurry crea este conjunto de poemas que como un rompecabezas va contándonos cómo es esa representación visual, desde una contemplación subjetiva y contemporánea, en contraposición a la edad histórica de la pintura. El cuadro representa al invierno en Holanda. Desde un primer plano elevado podemos contemplar el paisaje que deviene hoya y nuestra mirada acompaña esa caída abrupta. Por la izquierda del cuadro aparecen los cazadores, vueltos de espalda, seguidos por la jauría de perros. Entre ellos, las siluetas negras de los árboles van trazando una diagonal que lleva hacia el amplio paisaje que se abre ante ellos. Esa diagonal domina la pintura El color blanco se instala en todo el cuadro. Sobre dos lagos helados, se practican juegos invernales. El cielo es color plomo, dos cuervos aparecen en la escena como así también una mujer atizando una fogata y otros detalles que hacen de este cuadro una fotografía de la vida cotidiana en Holanda, en ese momento histórico.

El cuadro de Pieter Brueghel es la excusa que toma Liliana Díaz Mindurry para narrar en forma de poesía aquellos tópicos de interés que desarrolla sistemáticamente desde su primer libro de poemas, Sinfonía en llamas, donde también indaga en la poesía ecfrástica, y en su segundo libro de poemas, Paraíso en tinieblas, crea una serie de poemas en torno al mito de Aracné, basándose en los grabados que hizo Gustav Doré sobre el mito. De esta manera se coloca dentro de una tradición para luego romper con la misma y darle preponderancia a la imagen sobre la palabra. En este universo anclado en la posmodernidad, deconstruye a través del dictum toda materia que forma parte de aquello que llamamos realidad, realizando puestas en duda sobre todo lo que existe y comprobando que todo lo que existe está destinado a su disolución, hasta el mismo lenguaje con que enuncia y denuncia este hecho único y real. El resto del mundo son posibilidades que los sentidos no son capaces de comprobar. Por esta razón, la verdad última es la nada, el vacío oscuro hacia donde todos nos dirigimos. Y mientras nos dirigimos hacia ese fin, en el camino soportamos la locura, el miedo, el dolor, que son los verdaderos conceptos que dominan nuestra existencia en el aquí y el ahora, con cierta melancolía. 

Todo muere sin que lo podamos evitar, y para demostrarlo, el mundo de las imágenes es el más propicio para evidenciar el frenesí de la hecatombe, con recursos constantes como el oxímoron, los contrastes fuertes, sinestesias, todo en una de las formas barrocas del decir.

En este quinto libro poemas de Liliana Díaz Mindurry podremos encontrarnos una vez más con una poética vaciada que existe en la medida que puede describir ese vacío constante a los que nos somete la suma de instantes que atravesamos día a día.

Poesía de belleza distante y humana, vertiginosa y oscura, celebremos la aparición de este nuevo libro en la tristeza del existir, en la presencia constante de su simple melancolía. 






                                       







Liliana Díaz Mindurry
Cazadores en la nieve
[Selección poética]






MAL COMIENZO 

Porque no era así
(ni es así):
La luna no alumbraba compasivamente el espectáculo
de los cazadores en la nieve de Brueghel,
como no alumbraba con la misma compasión  el mal aliento del sueño donde un campo blanco
seguía hasta el fin del mundo (si es que eso termina),
ni menos la ecuación que hacía un niño, del otro lado del mundo,  en su clase de matemáticas
bajo alguna mirada descolorida de maestro
tan descolorida y ciega
                                        como un cielo de invierno
                                       descolorido y ciego
con cazadores que van a ninguna parte, abrigados por sus perros flacos
oscuros como ellos
tan oscuros
tan ciegos
tan descoloridos
como ellos.

Dije:
Porque no era así
porque no es así:
hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio,
que unos cazadores pintados
que una tan calma mecánica de lo que se disuelve
de
lo
que
se
 disuelve.




HOMBRE SOLO EN LA NIEVE


Hacía que no estaba,
que la luna no se había hundido en el fondo de las estanques
que  los otros no crecían a su alrededor, extraviados, a zarpazos,
que la espesura de las frases, mis frases, las frases de cualquiera, corrían a gran velocidad hasta perderse,
que guardaba una copia del mundo entre los dientes invisibles
que no había maleficios ni palabras astilladas, dispersas,
que no tenía el amparo de un nombre que pudiera defenderlo
contenerlo,
explicarlo,




HOMBRE DE LA CARRETILLA EN LA NIEVE



Debía ser paciente y esperar
que en la mancha obstinada de las casas,
algún día,
esas bestias dormidas
saldrían al patio de las calles
sin la luz de las vírgenes tontas o el degollador que no conoce pesadillas.

Esperar que se abriría el jardín cerrado de los ojos
y dejarían de vigilar a los muertitos durmiendo entre calas agrias y conversaciones idiotas

O que recordáramos cuando de niños alguien nos tapaba mientras se destapaba la luna,
como retazos de una fiesta olvidada.

A cierta hora una olvida quién es.
Habrá que preguntarse.




NIÑA JUNTO AL FUEGO 


Las horas en un cuadro se tuercen o se doblan,
hay una dulzura huérfana en esos momentos de estar en un cuadro
y ser una niña destinada a desaparecer
como todo.
Fuegos mecánicos,
virtuales,
presuntas palabras de amor que algún día se quedarán sin huella.

Morir es la simpleza,
el completo
aburrimiento.




MUERTO EN EL HIELO 


Alguien me dijo que la muerte es un cuarto lleno de luces
pero yo sé que es el olor disperso,
                                                            estancado
                        del hielo.

Se me hace que esa luz de invierno ha matado al muertito
o que le duele el frío en tanta agua
mansa
dormida
sin sueños.

Sus viejos pensamientos de viviente ya congelados
suben a lo más alto de los techos
y miran a las gentes.
Otros desde las ramas tienen forma de pájaros y tienen hambre:
los hay  que se suben a los perros que olfatean pisadas, presas escondidas,
los hay que señalan a la locura
que delira de tanto blanco:
la locura hunde sus lindas uñas en la escarcha,
patina cerca,
desentendida,
como si nada.
Nada.

El silencio o la locura  son  joyas raras de este mundo
que se deben guardar.


José Garés Crespo

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José Garés Crespo

La Puta Revolucionaria

     
     
-I-

     
Conocí a Juliette un viernes al atardecer en las Escuelas Profesionales que los Jesuitas tenían en las afueras de la ciudad. En aquellos años, en numerosos países una nueva generación, plantaba cara e iniciaba la contracultura que recorría tierras y océanos, desde la Beat Generation hasta los The Beatles. Pero hablo de España, el último reducto del fascismo en el mundo. Unos días antes de encontrarme con Juliette, la brigada político social había hecho unas redadas de antifascistas y se celebraba una asamblea informativa semi-clandestina de trabajadores y estudiantes convocada por varios partidos clandestinos y sin autorización. Esperábamos que de un momento a otro, como en todas las concentraciones masivas, apareciera la policía por la puerta, pero no importaba. Se trataba de hacer propaganda, ampliar la resonancia de las detenciones, dentro y fuera del país. Yo conocía la mayor parte del edificio porque en varias ocasiones había estado, ayudando a otros compañeros, imprimiendo panfletos clandestinos en una multicopista que nos dejaban los frailes, instalada en una pequeña habitación adosada a la sacristía de la capilla. La asamblea informativa de aquella noche, como la mayoría, terminó con una voz de alarma que dio desde la puerta un supuesto vigía, alertando de que los grises a caballo estaban rodeando el edificio para disolver la reunión, pedir la documentación de identidad y realizar alguna detención. Apenas habíamos tenido tiempo de repartir unas octavillas que explicaba las detenciones y torturas de los detenidos. 
     
Juliette apareció a mi lado y llevaba diez minutos intentando conversar con ella chapurreando el francés mientras esperábamos que empezaran los discursos. A los primeros gritos de alarma que oímos, cogí de la mano a aquella mujer y arrastrándola tras de mí nos escondimos en una de las aulas de la parte superior, echados debajo de una gran mesa de reuniones.

Estuvimos en silencio unos minutos mientras iban desapareciendo los gritos y ruidos de la planta baja. La policía se limitó a disolver la asamblea, golpeando a los reticentes. Una hora después parecía que todo se había calmado. Aún así, Juliette y yo salimos cogidos, aparentando ser dos novios. No fue necesario seguir disimulando pues la policía había desaparecido del entorno, pero sin darnos cuenta, así lo recuerdo yo ahora, continuamos cogidos del brazo hasta la parada del autobús, tres calles más allá y nos despedimos con dos besos en las mejillas, después de que Juliette malogró, creo que inconscientemente, mi intento de besarla en la boca. No sé por qué, pero me gustó como mujer desde que la vi. Cuando me quedé solo me arrepentí de haberlo intentado y pensé que debería haberle dado un apretón de manos, como corresponde entre camaradas, a fin de cuentas nos habíamos conocido en la lucha, pero al parecer ambos lo habíamos olvidado por un momento y nos vimos como hombre y mujer. 

Creí que Juliette podía tener dos años más que yo. En realidad tenía siete más. Esto lo supe semanas más tarde, cuando me lo dijo siendo medio novios y pavoneándose de su experiencia. En ese momento me llamó la atención que lo dijese como si no tuviera importancia, dando a entender que era esa la edad que quería tener. No sé si por eso, pero he de reconocer que fueron muchas cosas las que me enseñé al lado de Juliette, incluso más allá de las que ella pretendió. Recuerdo que, probablemente sin que ella quisiera enseñarme, pero aprendí la técnica del contrapunto en la elaboración de ideas y pensamientos. 

Sucede en numerosas ocasiones que lo natural es lo que nos extraña, cuando no se presenta cubierto por el artificio. Lo cierto es que, por cómo vestía, por sus gestos y la manera de sonreír, parecía una adolescente de las que lucía la moda francesa en aquellos años. Faldas cortas, camisas anchas, vestidos sueltos como de premamá, pantalones vaqueros, el cabello corto y suelto, sin forma aparente, castaño claro, las uñas cortas y limpias y un bolso enorme del que solía sacar lo más insospechado, como si fuera un bazar. Calzaba mocasines siempre. 

La segunda vez que la vi fue también una coincidencia, y como no suelo atribuir al azar lo que no puedo entender razonando, me pareció que era la lucha antifascista la que me estaba proponiendo, facilitando al menos, tener algo más que una amistad con aquella chica. Una relación que me proponía ir más allá de aquella huelga de los trabajadores de astilleros que nos había puesto en contacto. Aquel segundo día que nos encontramos, varias organizaciones clandestinas de izquierda que trabajaban a caballo de la Universidad y del movimiento obrero, habían convocado una manifestación en apoyo a la huelga. Según la convocatoria propagada de boca a oreja, la manifestación tenía que arrancar de un cruce de calles que configuraban una plazoleta y en cuyo centro había un monumento histórico, símbolo de la resistencia en las revueltas medievales de la ciudad. Estábamos advertidos de que se preveían cargas de la policía, por lo que si se producían había que dispersarse rápidamente, procurando que no cogiesen a nadie. Tan solo se trataba de manifestar la solidaridad con aquella huelga cuyas reivindicaciones eran principalmente salariales. Las instrucciones de los convocantes señalaban que todos debían tener una coartada que justificase por qué pasaba por aquel cruce de calles aquel día. 

A la hora prevista, desde las esquinas de las calles que confluían en la plaza y algunos bares de la misma salieron grupos de gente, desplegaron banderas rojas y republicanas, y empezaron a gritar las consignas pactadas. Las primeras proclamas fueron como la señal de ataque para los policías antidisturbios. Como hormigas grises, salieron de unos furgones disimulados entre camiones aparcados en una callejuela y casi al mismo tiempo desde otra calle, alejada unos doscientos metros de la plaza, montados a caballo llegaron unas decenas de policías. El rítmico golpeteo de las cerraduras de los caballos sobre los adoquines asustó a la gente y se inició la estampida mientras los guardias golpeaban a los manifestantes cuando podían o envestían con el cuerpo del caballo empujándolos. La dispersión fue rápida. Un grupo, los más heroicos, se habían arrinconado en una amplia portería de una casa señorial y cantaban la canción de Joan Báez, “No nos moverán” mientras les golpeaban. En la calle, alguien pinchó con una navaja a un caballo que se encabritó y sacudió al policía que lo montaba el cual quedó enganchado con un pie al estribo y fue arrastrado por tierra durante unos metros por el caballo. Lo que parecía que podía terminar con cuatro carreras y amagos de golpes, terminó con cargas, detenciones y varios manifestantes heridos y dos guardias heridos. Como se vio al día siguiente en la prensa y radio de media Europa, la movilización había sido un éxito. La noticia rompió el corsé de la censura oficial y la prensa y radio del exterior tuvieron que hacerse eco. 

Para no complicarnos unos a otros, me separé de los amigos con los que había ido y después de deshacerme de las octavillas que llevaba y correr un trecho por una calle adyacente, vi una portería abierta y sin luz y no lo pensé más, me metí para esperar que pasaran las carreras de unos y las cargas de los otros y cuando iba a cerrar llegó una muchacha y empujó la puerta, entrando para esconderse también. No la reconocí hasta que, ya dentro del pequeño rellano, me dio las gracias. Su voz era inconfundible. Era Juliette. Al mismo tiempo que le hacía señal de que guardase silencio con el dedo sobre mis labios, oímos una voz de mujer con sordina que venía desde el rellano que había diez o doce escalones arriba y que nos decía, subid. Estuvimos cerca de una hora, con la única luz que a través de una ventana llegaba de las farolas de la calle, los tres sentados alrededor de una mesa camilla con un brasero a los pies que, junto a cuatro sillas de enea y una estampa de la virgen de los desamparados pegada a la pared, único mobiliario de la estancia. Aquella vieja mujer resultó ser viuda de un teniente del ejército de la IIª República, fusilado por los fascistas en Albatera, un año después de terminada la guerra. Ella, según nos dijo a preguntas mías, tuvo más suerte. Tan solo le cortaron el cabello al cero, y la violaron dos muchachos moros durante dos noches, después de veintitrés días encerrada, junto a otros presos de ambos sexos, en un almacén del que algunas noches salían coches llevados por falangistas y cargados de presos para fusilarlos, la soltaron, desterrándola de su pueblo. 

Cuando las calles quedaron en silencio, la vieja se asomó a la ventana por si quedaban guardias en la calle y nos deseó suerte, añadiendo: Si alguien os pregunta, yo alquilo habitaciones para parejas. Me pareció que mientras nos contaba lo que creyó que nos podía interesar de su vida, los ojos se le enrojecían, pero no consintió que ni una lágrima asomase. 

Juliette y yo apenas habíamos tenido tiempo de presentarnos y saber quiénes y de donde éramos. Creo que ambos nos fuimos en silencio porque parecía como si por primera vez, hubiéramos sopesado el significado y las consecuencias de habernos encontrado en dos ocasiones. Me equivoqué una vez más, como me suele pasar con las mujeres, pero fue tiempo después cuando me di cuenta, en una de las primeras discusiones. De momento, desde aquel día yo entendí que las casualidades, cuando se repiten en un mismo sentido, son señales que piden formalizar lo que aparece como casual. Planificamos vernos dos días más tarde. Era la tercera vez y la invité a cenar. Me sentí obligado. Sé cierto que ninguno de los dos engañó al otro, los dos sabíamos que estábamos preparando el acceso a una noche de sexo. Como supe después, ninguno de los dos éramos vírgenes de manera que la única emoción fuerte podía estar alrededor de si, entre beso y beso, aparecería el amor. A mis veintidós años, aunque la fuerza del deseo estaba en su apogeo, empezaba a querer sentir el arrebato de un amor que trascendiese al sexo. 

Fue unos días después, entrando la primavera. Al fin quedamos en salir una noche a cenar y de fiesta. Me indicó cómo llegar a su casa y llegué con el crepúsculo, a tiempo para observar y conocer cómo vivía. Compartía una vieja casita de antiguos pescadores, medio derruida por la parte trasera que se confundía con un pequeño corral, situada en el barrio marinero a poco más de cien metros del mar y estaba pintada con colores fuertes y planos, como un cuadro de Mondrián, muy típico del Mediterráneo. Aquel entorno me trajo a la memoria los dos años de mi infancia que pasé en casa de la tía Encarna, en una barriada de chabolas colgadas en la falda de una colina y desde la cima de la cual, muchos días veía llegar el tren desde lejos, con la esperanza de que mis padres volviesen de Suiza a recogerme. Juliette convivía con una pareja de hippies de la vida que, por lo que me contó, pasaban los días ausentes o tumbados en el corral, fumando hierba y esperando el envío de dinero de papá. Hasta que la noche se dejó caer de lleno, hablamos sin orden, conforme se iban enlazando unos temas con otros, aunque yo procuré dar opción a que ella se explayara. Observé que ambos contábamos lo que nos pareció más adecuado de nuestra vida, de lo que deduje que queríamos presentar la mejor cara posible lo que suponía un interés mutuo por preparar un mañana, aunque bien podía haber sido por todo lo contrario por como terminó la historia. 

Cenamos cerca de su casa, en un barracón de playa, que tenía como especialidad de la casa sardina fresca asada a la brasa y completamos con unos calamares chiquitos, todo acompañado de un excelente vino dorado de la costa. Después de cenar volvimos paseando a su casa y, con toda naturalidad ella, como si llevásemos años haciéndolo, asustado yo, nos acostamos juntos en un colchón viejo de espuma, cubierto con una funda de tela roja, tendido en el suelo sobre una estera de esparto y con una sábana floreada para cubrirnos. Aquella primera vez con Juliette todo se presentó tan natural, en contra de los mil escenarios imaginados durante los días de espera, que al despertar y encontrarme solo en la cama, creí que había sido un sueño, como si la cama no fuese suficiente prueba. No tuve mucho tiempo para pensar porque entró Juliette con un cucurucho lleno de churros y un tazón de chocolate todo lo cual fue concluyente. Tuve que aceptar como real, que había sucedido lo que veía pues lo tocaba y ello le dio credibilidad a lo que recordaba, incluso a algunos detalles embellecedores importantes que aún creo que habían sido imaginados durante el sueño. 

Para entonces yo creía que la felicidad crea un estado de euforia cuyo origen suele aparecer confuso en la inmediatez, y en numerosos casos, al poco tiempo de suceder, nos quedamos con una estrecha y confusa síntesis que solemos expresar, cuando se recuerda, con el “fui muy feliz”. Conociéndome sé que me sirvió como pretexto porque aquella noche  habíamos bebido mucho y me asustaba la posibilidad de que pudiéramos estar enamorándonos. No por mí, no. A mí me resultaba bastante fácil desenamorarme si así hubiese sido, pero algo me decía que ella era mujer de grandes pasiones. Y como si viviese en la Arcadia feliz, me asustaban los dramas. Y lo extraño es que apenas nos dimos un beso de buenas noches. Pero, al parecer, se trataba de una previa para el previsible asalto final. Juliette, por lo que me confesó después, no se planteó ningún problema y obviamente no necesitaba ninguna solución. Dejaba que las cosas sucediesen según un ajeno y extraño plan. Suponía, y así actuaba en la mayoría de casos, que el tiempo pondría cada cosa en su sitio y nos diría qué era lo más conveniente. No estaba acostumbrada a conquistar casi nada ni tampoco a perder alguna ocasión de pasárselo bien. Ya entonces era una mujer de carácter muy desigual y huidizo, deslumbrante algunas veces, otras como una sombra. En ambos casos no era por desconfianza sino por timidez, con una sonrisa imperceptible la cual reforzaba su apariencia de introvertida, y trataba de ser agradable poniendo voluntad y esfuerzo. 

A las dos semanas la coincidencia de criterios y valores y la amistad de nuestros cuerpos habían dado el consecuente paso a una intimidad sexual, abundante, densa y relajada que a mi edad y en mi ambiente me pareció extraordinaria, mientras que a Juliette le pareció normal. La residencia de Juliette en París y sus siete años más de vida eran una razón. En cualquier caso no importó la procedencia de cada uno de nosotros, lo decisivo fue que nos encontramos. En más de una ocasión llegué a asustarme porque Juliette terminaba el acto sexual con la conciencia perdida, quién sabe por dónde. Extrañamente para quien decía tener experiencia, suspiraba como si cada vez fuese la primera. En el momento del éxtasis huía hacia el vacío y el regreso a la realidad era lento, dulce y absolutamente distinto de su ida. Una sonrisa leve, un brillo extraño en sus ojos y unas manos suaves que, como tratando de cerciorarse palpando la realidad, acariciaba mi cuerpo. Recuerdo un día que Juliette despertó, me cogió con ambas manos la cara y, como si quisiera hipnotizarme, estuvo varios minutos mirándome a los ojos fijamente hasta que se le enrojecieron los suyos y asomaron unas lágrimas que extrañamente me parecieron de gratitud. ¿Qué podía ser, sino? Sin embargo estoy seguro que si la hubiese vuelto a ver, por ejemplo ahora, lo que serviría para reconocerla sería el perfume natural que desprendía su cuerpo y sus cabellos. Me hipnotizaba. Juliette no era, por su cuerpo escasamente voluptuoso, una mujer que lo primero que despertaba en un hombre fuese el deseo. Sin embargo de tan femenina y sensual, frente a cualquier otra mujer, ganaba en la proximidad creando un espacio de comodidad a su alrededor que proponía al hombre acomodarse en él y en la mayoría de casos, intentar el asalto final. Por primera vez, comprendí lo que era ser seducido. Seducido para iniciar la conquista no como consecuencia, algo realmente muy complejo pues se trata de que desde la pasividad se promueve la acción en el sentido que el pasivo desea. Todo un arte, el impulso del pasivo, la fuerza del débil. En general las personas olvidamos, con demasiada frecuencia, que desde los orígenes y también hoy, aunque mediatizados por el caparazón cultural, el hombre en su ineludible función de macho, se comporta como un animal de presa y la mujer, para sentirse hembra necesita, en muchas ocasiones, ser apresada y conquistada, manteniendo una espera proactiva. 

A partir de que una mujer lo que quiere es seducir y un hombre lo que desea es conquistar, solo queda por dilucidar, para observar en qué son diferentes, qué armas o técnicas sirven a un método u otro, con lo cual se cae de bruces en la deontología de cada uno de los dos procederes y aquella mediatizada por la cultura de manera que, si la mujer se excede, las rivales la tacharán de descarada o golfa y si es el hombre quien sobrepasa lo adecuado entrará a formar parte de los maltratadores y brutos machistas. Por eso seducir es cosa que solo sabe hacer bien la mujer, en su etapa de hembra, olvidándose de su función de madre que desde el orden biológico sería la segunda fase del rol de la hembra. Para una hembra, también una mujer, seducir es la manera de significarse y destacar entre varias presas, cuando el depredador anda olfateando y toma la decisión de a cual de todas ellas apresará. Obviamente estas son reflexiones que me vienen a la cabeza justamente cuando el tiempo ha reordenado las urgencias. Hoy la distancia da perspectiva, tanto que apenas soy poco más que un espectador, pero entonces yo tenía otras vías de acceso más rápidas y simples para tratar de conocer a Juliette y de rebote conocerme a mí. Una de las más fáciles era observar sus manos y sus continuos movimientos que parecían trazar sentimientos en el aire y con cuya expresividad pretendían reforzar su comunicación, completando el pobre dominio que del castellano tenía. Solo en la más estricta intimidad cuando se sumaba todo su cuerpo, sus mensajes se multiplicaban y diversificaban originándose, desde cualquier recodo de su piel, una compenetración con el otro y el entorno de ambos. Lo cierto era que sin haberlo institucionalizado, empezamos a comportarnos como novios.
     

-II-

Durante aquellos años, cualquier cosa que se moviese producía aire nuevo y adquiría un aire revolucionario por el hecho de ser diferente a lo viejo por rancio. Entre minorías del estudiantado universitario estaba de moda la poesía social y corrían en la Universidad, junto con panfletos denostando al régimen fascista, lo que llamaban poemas revolucionarios, separados unos de otros por una delgada línea. Ambos parecían hijos de la misma madre y se producía una situación extraña, por original y confusa en los límites. Lo importante no era tanto lo que se decía en un poema, como que tuviera un tono agitador y palabras que evocasen rebeldía abiertamente. Igual aparecían preciosas metáforas en los panfletos revolucionarios, que llamamientos a la huelga en los versos de un poema. Fue una suerte, o tal vez era la consecuencia, de que apenas en aquellos ambientes, por oposición a los poetas oficiales, se practicase el verso rimado y resultara fácil el tránsito de un texto, más o menos poético, a un panfleto o proclama, habida cuenta de que todos ellos estaban originados, en lo principal, por una misma causa: la lucha por la libertad y la democracia. Lo cierto es que aquel ambiente fue el caldo de cultivo adecuado para organizar una tertulia literaria alrededor de una revistilla, impresa con una pequeña multicopista que robamos de la facultad mi amigo Miguel y yo una noche. En poco más de una tarde, confeccionamos el primer número de la revista literaria que llevaba un ampuloso editorial, dando a conocer las pretensiones revolucionarias que proponíamos para la nueva literatura, en contra de los ismos, banderías y particularismos que proliferaban, casi tanto como en el campo de la política, pero que considerábamos que estaban al margen de la auténtica literatura, obviamente la que proponía nuestra revistilla y exigían lo que considerábamos los tiempos nuevos. A las soflamas sobre el compromiso social del arte y poemas que pretendían ser como fusiles, acompañaban poemas de Roque Dalton, de César Vallejo y de A. Machado, dos poemas de  Miguel y otros dos míos, y terminaba con un cuento corto de un estudiante palestino. Cuando nos presentamos en la tertulia con 100 ejemplares de la revista bajo en brazo, el recibimiento fue como si hubiéramos llevado un parte de guerra notificando la muerte del dictador Franco. 

A Juliette la llevé un día a la tertulia y a las dos reuniones ya se la conocía como la poeta de las realidades absolutamente poliédricas, porque en cada uno de sus tres poemas presentaba varias propuestas discursivas que ordenaban poéticas contradictorias sin que ninguna fuese la definitiva forma suya de enlazar palabras y construir un poema. Era, además, la única mujer en las reuniones. En aquellos años, venir de Francia, conociendo poemas de Bretón, Eluard o los represaliados sudamericanos que pululaban por Paris, era una carta de presentación de alguien de la vanguardia última que, más allá de lo que literariamente significara, tenía una connotación de anti sistema, no solo en el plano político, también en el poético. Todos estábamos empeñados en poner de relieve que eran las dos caras de una misma realidad. Era lo nuevo, a imagen y semejanza de lo que cada cual quisiera, frente a lo viejo que nos rodeaba, sin capacidad de renovarse, decíamos, conocido y por lo mismo odiado por todos nosotros. Salvo mi caso, todos provenían de las incipientes clases medias cuya aparición propiciaron los planes de desarrollo del franquismo, formábamos uno de tantos intentos por romper el techo que el fascismo había impuesto en todo el entramado social. 

Por coincidencia en el tiempo, la tertulia literaria terminó al poco tiempo de marcharse Juliette. Y no sería justo, como me dijo uno de los amigos a los pocos meses de abandonar la tertulia, que había terminado por culpa del control y la vigilancia de la brigada político social. Más bien me inclino a pensar que, controlados como estábamos, les parecía muy bien que nuestra forma de subvertir el sistema fuese reunirnos y leer poemas de Mayakovski. Tampoco, como dijo otro de los tertulianos, que el pretexto fue que desapareciesen los enigmáticos y enormes ojos azules de Juliette, que para otros eran verdes. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre el color de sus ojos. Yo que la traté en la intimidad, creo que lo que sucedía es que mientras que a un metro de distancia eran oscuros y brillantes, de más cerca, por ejemplo echados uno encima del otro, con los ojos abiertos y los labios rozándose, su mirada adquiría un color azul tan intenso que se expandía y les hacía parecer dos círculos a través de los cuales se adivinaba la inmensidad del espacio, quieto, inmóvil y sobrecogedor como todo lo misterioso. Claro, en esa circunstancia, cualquier color te parecía adecuado y encantador.

Visto desde ahora, creo que fue una suerte que disolviéramos las reuniones de la tertulia porque nos evitó seguir oyendo ripios y mal formando el criterio literario que desvariaba con frecuencia. Como sucede siempre, la tertulia se barrenó desde dentro y nada tuvo que ver la censura fascista, ni que los amigos del Partido Comunista nos dijeran que éramos de la gauche divine. Hubo dos motivos exógenos, Uno, que un día apareció Domingo, el hijo de papá inevitable, que existe en todo grupo que se precie, con un ejemplar de la última edición de Historia de las Literaturas de Vanguardia, de Guillermo de Torre. A las dos semanas habían diversos debates cruzados entre quienes se decantaban por el ultraísmo, el futurismo o el surrealismo que fue quien más adeptos tuvo, probablemente por ser mucho más fácil de imitar y el más difícil de descalificar, porque resultaba muy difícil rebatir el contenido simbólico del subconsciente que se mostraba en un poema. El otro, que nos situó frente a la realidad de lo que éramos fue la aparición de la revista literaria “La Caña Gris”. Los debates, en algunos casos tomaron gran virulencia y fueron la puntilla del fin de la tertulia. 

Fue Renato, el más sensato de todos nosotros porque tenía el futuro más seguro, el que descalifico la mayoría de los ismos reiterando la tesis de Valèry, en lo que parecía el primer cambio en lo que pasaría a ser el paso del modernismo a la poesía postmodernista, saltando sobre las vanguardias de primeros de siglo. Según Renato, hasta entonces la poesía se presentaba en cada poema, con un primer verso que condicionaba el resto del poema de manera que los versos siguientes eran el desarrollo del primer verso, pero a partir de ahora, el poema era la expresión de un sentimiento confuso que iba dando rodeos y era el verso final el que cerraba y trataba de dar la coherencia, caso de tenerla, al resto del poema que precedía. El poema pasaba a ser un caos de significación que obtenía el orden y la lógica con el verso final, el cual no estaba prederminado sino que era uno de los múltiples posibles. Tal vez fue una coincidencia, o quizás no. Lo cierto es que en aquellos años la política de la izquierda, por supuesto en la clandestinidad, era tan prolífica como cuarenta años antes lo fue la literatura. Si en la literatura hizo explosión el modernismo en los 20, en la izquierda lo hizo en el 56 el XX Congreso del PCUS.

A las pocas semanas de su estancia, a Juliette se le terminaba el dinero y tuvo que volver a París donde residía, daba clases y tenía algunos amigos que la ayudaban. Pero antes de despedirse, en una cena a solas conmigo, me invitó a pasar unos días en su buhardilla de París. Me confesó que se estaba enamorando de mí, que se sentía muy cómoda a mi lado porque llenaba muchos de los vacíos que su vida y su cuerpo tenían. Se me ocurrió decir que podría buscarle trabajo y podríamos estar juntos, pero me dijo que ella no podía trabajar aquí, que sería muy difícil estando los dos juntos. Entonces creo que me equivoqué y pensé que en el fondo no quería. Ahora creo que sí que estuvo enamorada de mí, hace años que cambié de parecer. Acostumbrado por mi corta experiencia y los comentarios de amigos, a que el amor fuese un haz de pasiones revueltas y contradictorias, que necesariamente van cogidos de la mano de un estado de ánimo febril, que Juliette calificase de cómoda su situación sentimental de enamorada de mí, también me extrañó. 

Hasta entonces siempre, o casi siempre, sabía por qué llegaba a la cama con una mujer, pero me resultaba difícil, casi imposible, saber cuál era el motivo por el que ellas me acompañaban, más allá del placer, habida cuenta de que éste era siempre el de menor importancia. O eso me parecía. Notaba que no era lo mismo lo que yo sentía y por lo qué me acostaba con una mujer, que lo que sentían ellas, antes y en el transcurso del acto. Llegaba a entender que compartíamos un parecido placer, aún así con evidentes diferencias, pero no era esta emoción que compartía en cierta medida lo que me hacía pensar. Era que, por entonces, no encontraba ninguna explicación de tipo biológico que pudiera esclarecer la presencia de dos formas culturales en las que parecían apoyarse las diferencias, distintas en un mismo tiempo, y a la vez reforzándose una a la otra de manera que perviven las divergencias producidas por una misma historia vivida desde dos roles distintos. De tal suerte que, mientras me sentía realizado y satisfecho, biológica y sentimentalmente pero sin poner en juego mi proyecto de vida, del resto de mi vida, tan ancha y poco definida entonces, una mujer en cambio me parecía que con cada encuentro amoroso consciente, marcaba de manera importante y parecía colmar y tocar el fin último e importante de su vida. Por lo que yo sé ahora, creo que en la mayoría de casos los hombres, cuando tienen sexo sin amor, es decir, cuando el macho se desprende del envoltorio cultural con el que camina, apenas hay caricias previas y la eyaculación suele ir seguida por un efecto rebote de huida. La pasión y el deseo, móvil previo, se convierte de repente en desaliento y en algunos casos hasta tristeza, como el ladrón principiante que terminado el riesgo del robo, le entran ganas de devolver lo robado. Por eso la primera noche, cuando en su casita de la playa, nos sorprendió el amanecer, desnudos y despiertos, continué besándola y acariciándola, supe que con Juliette podía ser diferente.


-III-


Llegué a París cerca de las nueve de la mañana. Para mi gente, en aquellos años, París era el centro cultural de Europa. También era la generosa ciudad que acogía a la mayoría de intelectuales, políticos y artistas perseguidos por el franquismo. París era no solo el norte de un país democrático y capitalista, era también la capital de un sur en el que trabajaban miles de españoles, temporeros o no, y de cuyos ahorros vivía la familia que quedó en España y se llenaban de divisas las arcas del régimen franquista. Por las calles de París combatieron antifascistas españoles encuadrados en la Nueve Compañía del Ejército Popular Republicano en Agosto de 1944, hasta liberarla de los nazis. Paris también era donde residían la mayor parte de los aparatos clandestinos de las grupos políticos de la lucha antifascista que resistían a la espera de que cayera la dictadura y orientaban las luchas en contra del franquismo, y desde donde se suministraba propaganda y en algunas ocasiones armas. 

Bajé del tren en la estación de París-Austerlitz. Compré Le Figaro y leí titulares con el poco francés que sabía. Estuve cerca de una hora metido en el metro, sentado y mirando a la gente subir y bajar. Tenía tiempo y mirar es un ejercicio que aun hoy me sugestiona. Desde aquel anonimato, podía mirar todo sin vergüenza ninguna. Un buen rato después, ya subido al metro y sentado, en una de tantas veces que la gente subía y bajaba en una estación, subió mucha más gente que bajó y a la altura de mi cara, una mujer de buen ver, muy emperifollada y con varios collares que le cubrían las leves arrugas del cuello, puso su trasero a la altura de mi cara obligándome a mirar hacia otro lado, lo que me obligó, afortunadamente, a que viese que la próxima estación era mi destino. Me bajé en Alésia y en la bocacalle abordé a una señora de unos cincuenta años, perfectamente vestida como para estar sentada en cualquier oficina y formar parte del paisaje sin desentonar. Intenté que me indicase el camino a seguir. Con un castellano malísimo de ella, el peor francés mío y la ayuda de un mapa del metro que había en un panel, al que me acompañó la señora amablemente, pudo indicarme los cambios que tenía que hacer para llegar a mi destino que era la estación de Boucicaut, en plena Avenida de la Convención. La mujer me miró con curiosidad y supe que se equivocaba respecto a mi procedencia y el motivo de mi visita a París. Se hacía tarde y aunque hacía sol estaba cansado pero opté, sabiendo lo cerca que estaba mi destino, por pasear unos metros y sentarme en un banco de hierro, a la sombra de una iglesia de estilo neorománico, en una esquina de la plaza de Víctor Basc, construida a mitad del XIX, según rezaba una placa en su entrada, y que, por lo que me dijo después Juliette, se llama de Saint Pierre de Montrouge. 

La buhardilla donde vivía Juliette era, según me confesó, de un amigo mayor y casado que apenas la usaba. Estaba en la calle Ville Fréderic Mistral. No tuve dificultad para encontrarla, después de preguntar a una pareja de viejos, porque desde la estación del metro de Boucicaut, estaba a poco más de trescientos metros. Cuando abrió la puerta Juliette parecía nerviosa y preocupada y supuse que fue por mi retraso. Nos abrazamos y besamos. Ninguno de los dos habló de cenar, sin soltarnos nos fuimos arrastrando, beso a beso, hasta la cama. Era una cama sin cabezal, con una tabla por somier y un gordo colchón sobre el que nos hundimos. Juliette solo pareció tranquilizarse después de haber tenido varios orgasmos. Como si viniésemos de correr una maratón, relajados y más que tendidos, dejados caer, estuvimos en silencio y desnudos. Nos quedamos durante un largo tiempo mirándonos a los ojos y como hipnotizado por el brillo de sus pupilas, mientras mi pene, flácido, abandonaba las nalgas de Juliette, me dormí. Creo que habíamos llegado a la conclusión, en el tiempo que no nos habíamos visto, de que no solo teníamos el problema de hablar lenguas distintas, también de tener circunstancias diferentes. Una dificultad que se acrecienta cuando una de las dos es hombre y la otra mujer. La felicidad de volverla a ver y el deseo de poseerla, cubrió aquel momento que hoy veo tan evidente.

Recuerdo que aquel día cuando desperté estaba solo y a través de la cristalera entraban tibios y mortecinos rayos de sol que esparcían un color amarillo viejo. No pude sustraerse al recuerdo de algunos días de finales de verano en mi tierra, cuando en las últimas horas del día surge, casi de imprevisto, la repentina tormenta que se adelanta al crepúsculo, en las cabeceras de los valles del este. En un viejo reloj de cuco que adornaba la pared eran más de las seis de la tarde y la esperaba. Empezaba a inquietarme porque había ido a casa de un amigo y debía estar de vuelta yo. En caso contrario, me avisó, sería que pasaba la noche con el amigo, como al parecer sucedió. En el transcurso de las tres semanas que estuve en París, sucedió cuatro veces que dormí solo en la buhardilla. Durante el resto de días salíamos cogidos de la mano, como dos turistas recién casados y saltando de taxi a metro y de metro a taxi, recorríamos numerosos barrios, siempre huyendo de la gente, difícil tarea ya que Juliette se empeñó en enseñarme los monumentos clásicos de Paris. Cansados y divertidos, solíamos almorzar en la cafetería Les Deux Magots, en pleno barrio de Sant Germaine. Después, una siesta que alargábamos tanto que algunos días ya no salíamos de la buhardilla. 

Un día que amanecimos juntos, después de remolonear durante dos horas en aquella cama de lana de oveja, de más de dos metros de ancha, entre beso y beso me dijo: Hoy te voy a llevar a Nanterre y comeremos con un amigo profesor que te puede contar historietas de las que te interesan a ti. Y mientras se vestía, añadió: Además, a la noche te espera una sorpresa. Me hice el sorprendido pero había visto los tickets y sabía dónde quería llevarme. Preferí concederle la ilusión de que me sorprendería. 

Bajamos, junto con numerosos grupos de estudiantes, en la estación de metro La Defènse y caminamos un buen rato hasta el entonces nuevo campus de Nanterre, en uno de cuyos jardines nos esperaba su amigo Jon. Amplios edificios de diez plantas, jardines, campos de deportes, tenis y bibliotecas amplias repletas de libros y de alumnos, tranquilos paseos de los estudiantes por las avenidas y numerosas parejas cogidos de la mano o la cintura. Nada hacía presagiar las hogueras y la furia revolucionaria que desde aquel campus se expandiría en los próximos meses, incendiando al movimiento obrero y popular. Jon tendría alrededor de los cincuenta años y lucía junto a unas entradas, medio calvo, una barba larga descuidada, irregular. Enseñaba historia moderna. Supe que era vasco, de Basauri y que llevaba en París desde el 39. Poco antes del triunfo de la sublevación fascista, había huido con el gobierno vasco, como asesor del Lehendakari y terminó sus estudios en la Sorbona. Después de saludarnos, nos fuimos a un pequeño restaurante de la calle Raymond Barbet para almorzar, y allí nos estaba esperando Chema, otro exiliado español que llevaba pocos años viviendo en París y que dormía desde hacía unos meses en el apartamento de Jon. Chema pertenecía a una organización comunista española que tenía gente en España y estaba liberado por la organización. Tenía como campo de trabajo político y captación la Universidad, no tanto para conseguir prosélitos, pues había muy pocos españoles estudiando, como simpatizantes que diesen ayuda económica a la lucha en el interior de España y dejasen casas de apoyo y acogida para perseguidos por la dictadura fascista. Estuve hablando casi exclusivamente con Chema, mientras Jon y Juliette hablaban de sus historias que me parecieron personales hasta que apareció Szabina, una amiga común, exiliada húngara que vivía en París desde la invasión de Praga por lo tanques soviéticos en el 56, y a la que Jon le había conseguido unas clases libres en su facultad. Al despedirnos Chema me dijo que tenía interés en hablar conmigo y quedamos a la mañana siguiente en un pequeño bar de la rué Latran, a escasos metros de la librería El Ruedo Ibérico. Me quede con las ganas de hablar y conocer a Szabina. Además de ojos marrones y un cabello dócil y rubio como de bebé, tenía un algo que la hacía atractiva. Al despedirnos oí que Juliette quedó en llamarse con Szabina.

Por la noche, Juliette se puso un pantalón vaquero azul claro y una camisa blanca con unos flecos en la parte superior, a la altura de los pechos y una diadema sujetándole los cabellos que le habían crecido. Me cogió de la mano y ya en la calle me dijo: Ahora, la sorpresa. Bajamos en el metro Ópera, cenamos en un pequeño restaurante de la calle Rué Auber y cerca ya del Teatro Olympia me preguntó si me gustaba Sylvie Vartan. Recuerdo que en un tono pretencioso y pueblerino, del que me arrepentí en seguida, le dije que sí, pero que prefería a Brassens o Brel. Ella pareció entender el origen de mi boutade, me sonrió como enamorada y entramos al teatro. Me quedé impresionado por la sensualidad, el erotismo, la rebeldía y la voz de aquella adolescente que en verdad no conocía. Era increíble la cantidad de sugerencias que con sus ademanes y su voz hacía llegar a la gente joven y de mediana edad que llenaban el Olympia. A la salida tuve una discrepancia con Juliette, cuando le dije que Sylvie me recordaba la Lolita de Nabokov, que habíamos leído ambos. A Juliette le pareció una opinión absolutamente superficial porque la seducción de Sylvie sobre sus admiradores provenía de la influencia de alguna constelación particular propia y síntesis de una cultura francesa refinada, absolutamente naif en su sentido más genuino y que se origina con el impresionismo y daba un tono naíf a la postguerra, mientras que Lolita, según la perfilaba Nabokov, dejaba traslucir en sus miradas inocentemente lascivas las pulsiones biológicas de una adolescente que ocultan deseos e instintos que igual que sobre un hombre se podrían proyectar sobre un rico bombón de chocolate. Para Juliette no era un tema gratuito que Lolita fuese escrita por un hombre a los cincuenta y seis años, claramente exasperado por la pérdida de su capacidad, no solo de disfrutar de una sexualidad normativizada y un erotismo estetizante, sino incapaz de entender el atractivo desenfadado de una adolescente, salvo que fuese a través de su mortecina sexualidad que solo revive mediante la perturbación que produce la transgresión. Supongo que yo entonces era demasiado joven e inexperto para percibir que el peligro de envejecer, igual que sucede con las sociedades, sigue una espiral, y ves pasar imágenes o hechos que te recuerdan tu juventud, pero que los interpretas, no como los veías y valorabas a los dieciocho años y pretendes creer que emocionalmente los recuerdas como si sucedieran en presente mediante un trasplante mecánico, desprovisto del contexto y los sentimientos que éste produjeron en aquella persona que un día fuimos. En realidad sirve, más que para saber que pasó o pensabas, en qué situación anímica te encuentras cuando recuerdas. Lo cierto es que seguí defendiendo la opinión de que Nabokov cayó en esa trampa al escribir “Lolita”, lo cual me parecía completamente natural y no creía que debiera desmerecer a los ojos de los actuales lectores de este autor. Lo que no me parecía correcto ni tan normal es que, la mayor parte de gente se instalase en la perspectiva de Nabokov para valorar a las muchachas adolescentes que solo de lejos y de perfil pueden tener algún parecido. 



-IV-

     
Al día siguiente acudí a la cita con Chema. Después de más de dos horas de charla y varios cafés, casi todo el tiempo hablándome de literatura española, me regaló un ejemplar de Furgón de Cola, de Juan Goytisolo, recién publicado y un sobre amarillo gordo tamaño folio, que parecía llevar revistas dentro y que, tal como habíamos quedado la tarde anterior, debía pasar la frontera. Eran originales para reproducirlos en el interior del país. Aparte, en una caja mediana me dio un pequeño aparato que usaban los zapateros para apretar los remaches de los zapatos y cinturones de piel y que la resistencia en España, según me enteré después, usaba para apretar los remaches que sujetaban las fotos del pasaporte y otros documentos. El día, el lugar y la contraseña para entregar todo aquello lo memoricé durante aquel día y el papel donde me lo escribió Chema lo dejé metido dentro de un libro reciente de Althusser que tenía Juliette por encima de la mesa, sin decirle nada a ella, solo por si, ya en España, se me olvidaba, poder llamarla y decirle dónde estaba y que me la repitiese. 

Todavía estuve varios días con Juliette. Durante este tiempo pude reconsiderar el motivo que me llevó a Paris y me dediqué a cuestionarlas todas. Si en un principio creía que fue Juliette, después de varios días no hubiera sabido qué decir. Ella parecía tan satisfecha de su labor de cicerone y a mi me absorbió el mundo de la política española y latinoamericana en la emigración y en seminarios y conferencias del recién nacido estructuralismo. Hasta se me olvidó mi función de amante y no sé por qué, durante años continué creyendo que fui el único que tuvo Juliette, en mi estancia en París. La poesía que un día pareció nuestra cómplice, quedó apenas como un recuerdo. Me impactó sobremanera la presentación de, “La revolución teórica de Marx”, de Louis Althusser por él mismo, en una sede del PCF y a la que asistieron muchísimos jóvenes de los que poco más de un año después, en Mayo del 68, atacarían al PCF de burócrata y seguidista de la política de la derecha francesa y de formar parte del establishment. 

Para la edad que tenía, creo que demasiadas cosas me asqueaban. A veces pensaba que si un día se resolvieran entraría en la depresión subsiguiente y me obligaría a dilucidar a qué hemos venido a este mundo y por qué. Tal vez por eso no tenía demasiada prisa en resolver el problema. Tampoco tenía ninguna garantía de que realmente el problema tuviera solución. Juliette era con su madurez juvenil y sin necesidad de vestir ropa de boutique, una mujer elegante y equilibrada. Era pura naturaleza virgen sin más afeites o aderezos, como el agua fresca que vivifica por la mañana al mojarte la cara. Una atractiva invitación a vivir la vida y a minimizar los problemas. Tuve que decirle, pese a la dolce vita que vivía, que tenía que volver a España. Pese a que Juliette corría con todos los gastos, no me quedaba dinero. Ni  para el billete de vuelta. Ella se molestó y me dijo que la estaba ofendiendo. Creo que era verdad que pensaba que iba a vivir con ella como pareja. Tanto nos enfadamos que apenas nos dimos un beso y nos dormimos.

Una de las últimas mañanas, al despertarnos después de haber hecho el amor, Juliette, como si viniera yo de una larga noche de placer que ella no sabía, me preguntó cómo lo había pasado y sin el menor reparo le dije: Estuvo fantástico. Me salió un ramalazo de sadismo que no pensé nunca que sería capaz, y menos con Juliette a la que en verdad quería, y con el ánimo de ofenderla, o puede que como queriéndola sacudir de aquella situación que arrastraba los últimos días, le susurré: Sin duda, podrías ser la mejor puta de París. Juliette se limitó a sonreír, me pareció que lo tomaba como un elogio de su belleza y sus habilidades para el sexo y se me pareció que se quedó contenta. Me dio un beso insistente y triste y se levantó a preparar el café y las tostadas. Puso en marcha el tocadiscos y desayunamos oyendo el Concierto para violín de Beethoven. Desde hacía unos días era la única música que oíamos. Cuando estaba terminando la Sonata Rondo, Juliette se puso de pie, me rodeó con sus brazos por detrás, me besó la cabeza y me dijo: Si tú quisieras podría ser tu puta. Me encantaría que fueses mi macho. Quédate conmigo y seré tuya, haré lo que tú quieras. Será fantástico y vivirás como un rey. Quise hacer como que no había oído nada, pero me recorrió el cuerpo un fogonazo y enervado la abracé, la besé, casi la mordí en la boca, la eché bruscamente sobre el colchón, la desnudé a tirones y la violenté por todo su cuerpo, sin atender a sus gemidos mezcla de dolor y placer. Ella quedo extenuada y se durmió. Yo triste, derrotado y tendido hasta que poco a poco también me dormí. Cuando desperté, Juliette estaba deslizando sus labios por todo mi cuerpo, como si el magullado hubiera sido yo. 

La última noche que pasé en París, con el billete de tren para las diez de la noche del día siguiente en el bolsillo, después de cenar con Juliette en la buhardilla, se estableció un largo y tenso silencio entre ambos. Parecía como si tuviéramos miedo de decir cualquier impertinencia que malograse la felicidad que habíamos disfrutado en aquellas semanas. A la vez la situación exigía despedirse adecuadamente. Los dos queríamos minimizar que cualquier circunstancia o palabra inadecuada, tiempo después fuese un motivo  de un recuerdo desgraciado. No era fácil tratar con unas pocas palabras de hacer balance de aquella relación, encontrar las palabras justas, sin excesos voluntaristas ni remilgos, de decirse a la cara lo que cada cual había sentido máximo cuando apenas se tiene ordenado. Recuerdo como si fuera ahora, que Juliette tenía los ojos enrojecidos y fumaba sin parar, sorbiendo de vez en cuando lo que quedaba de la segunda botella del tinto que habíamos tomado para cenar. Como suelo hacer en estas ocasiones, hice el ridículo y rompí el silencio con la ridícula y socorrida frase de, he sido muy feliz y siempre te recordaré. Supongo que ella entendió que no sabía cómo salir. Pero tal vez fue una premonición que ambos intuíamos. Me quedé seco. 

La imaginación tiene los límites en la misma realidad de la que nace, que no puede ir más allá de la combinación de elementos reales, solo que dispuestos de manera más o menos arbitraria o imaginativa. Poco más. En este sentido cada artista lo único que hace es añadir nuevas combinaciones de lo ya existente, nuevos ordenamientos de la realidad mediante la división, multiplicación o suma. Así, el pintor mezcla colores que existen buscando nuevos efectos ópticos, otro tanto el músico con las notas y el poeta busca nuevos significados jugando con la posibilidad de ampliar cualidades. Pero nada de todo esto lo sabía entonces. Ninguno de los dos insistimos en recordar escenas de alta temperatura al despertarnos. Llegamos a la estación de Austerlitz con tiempo suficiente. Tuvimos tiempo de tomar un café y guardar largos silencios. Creo que ninguno sabía cómo despedirse. Diez minutos antes de que fuese la hora de salida, compré Le Monde en el kiosco, nos dimos un beso en el andén titubeando si en la mejilla o en los labios y me subí al tren. Como casi siempre, también entonces la mujer fue más valiente o descarada y Juliette me dijo: No te preocupes, te escribiré y mandaré una postal indicándote cuando voy. Asomado a la ventana, me despedí con el convencimiento de que en París-Austerlitz dejaba atrás una importante etapa de mi vida.

Durante el trayecto hasta Montpellier tuve tiempo de pensar y hacer un pequeño balance de los acontecimientos, pequeños todos, creía entonces. En realidad, ¿de qué se llena una vida sino de pequeños acontecimientos? Poco antes de llegar a Montpellier me pudo la curiosidad y el temor y abrí con cuidado el pesado sobre. Llevaba ejemplares del unas revistas ciclostiladas, “Zutik”, y “Revolta”. A punto estuve de lanzar el sobre por la ventanilla del wáter, pero no cabía, llamaban a la puerta y decidí ser valiente. Pocos kilómetros después de Port Bou, pasaron unos guardias civiles pidiendo documentación y, en algún caso, solicitando ver las maletas. Me pareció que tenía suerte porque no registraron las mías. Cuando llegué a la estación de destino, busqué el bar en el que tenía que entregar el paquete y en el mostrador identifiqué, por su vestimenta, al joven que debía recogerlo que resultó llamarse Ernesto. Le di la contraseña y me contestó correctamente. Terminó con un sorbo su café y salimos a la calle, donde nos estaban esperando cuatro agentes de la brigada político-social que nos esposaron y llevaron a comisaría. 

Al parecer hacía tiempo que lo seguía la bofia y tenían hecho el organigrama, a falta del que daba las directrices o jefe. La redada de antifascistas fue de decenas. Con mi detención la bofia creyó que les solucionaba el problema. Con corrientes eléctricas en los testículos y con los pies mojados, un par de bañeras  y alguna que otra paliza, procurando no dejar moratones, trataron de convencerme de que confesara. Maltrecho aguanté las torturas y, afortunadamente, solo pude confesar lo que sabía que no les sirvió de nada. No se creyeron la verdadera versión, les parecía demasiado simple. Después de trece días en los sótanos de la comisaría central, torturados y hambrientos, nos llevaron a la cárcel Modelo a los últimos detenidos.

Durante los cuatro años que estuve en la cárcel, a partir del segundo mes, sin falta, me llegaba desde Francia un giro de dinero. Con él, no solo yo aliviaba las penurias de la prisión, lo repartíamos en una especie de comuna que entre los presos políticos teníamos, algunos de los cuales no recibían nada. Nunca supimos de quien era, ni por qué lo hacía, pero lo cierto es que empezó a llegar cuando yo fui detenido y dejó de hacerlo cuando salí en libertad, cumplidos los cuatro años de condena. Creo que, sinceramente, fue cosa de Juliette y sus amantes. Fue mi amor y una noble y maravillosa puta revolucionaria.

José Pedroni

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José Pedroni
Poemas Escogidos
Selección de Textos, Apostillas y Nota Biobibliográfica
de Luis Alberto Vittor




De: La Gota de Agua [1923]


A LA ESPERA DEL SOL


El alba. Por la colina
bala un cuerno. Se ilumina
la aldea con la fogata.
Huele el valle a meliloto,
y en un tramonto remoto
muere el lucero de plata.


Del establo, la tambera
lleva la vaca lechera
a beber en el pozanco,
y, por ser su favorito,
sigue a la moza un cabrito
todo blanco.


La moza huele a poleo,
y es su sonreír tan franco,
que siento como un deseo
de ser su cabrito blanco.



CANTO A LA LLUVIA

¡Oh, lluvia, te espero!
y ha pasado toda la luna de enero
— una luna errante de rostro encendido —,
y tú no has caído!.
Por verte en el cielo
no duermen mis ojos,
y los tengo rojos
de tanto desvelo.
Este viento cálido
me quema la frente, y estoy todo pálido.
siento que me muerde
la sed del desierto.
¡Hazte pronto, lluvia,
que el día que llegues en tu nube verde
yo ya estaré muerto!.


Sin sueño, sentado,
miro el horizonte de luna y estero,
¡y han pasado todas las noches de enero!.
Limpio está el aljibe, barrido en tejado,
libre la reguera,
y bajo el alero,
limpia la tinaja de barro vidriado,
que espera.


Se puebla el silencio con perdidas notas
de un lejano ruido,
y aguzo el oído;
buscando tus gotas
recorro la arena de la senda clara;
para ver si caes levanto la cara,
y huelo la brisa para ver si vienes.
Oh, lluvia, ya tengo resecas las sienes,
y todo se ha ido de mi tierra nueva.


¡Entra en mi cisterna para que te beba,
cubre mi enlosado,
quítame el fastidio del rostro cansado
y mójame toda la melena rubia,
oh, lluvia!.
Más que a la nevada de invierno que alfombra
los largos caminos,
y más que a la sombra
de mis tres espinos;
más que a la palabra del fuego hechicero,
— ¡y eso que la quiero! —
más, oh, lluvia, te amo.


Y por eso siempre, te llamo, te llamo. . .,
y bajo la noche, sentado en mi puerta
te espero,
o voy a buscarte como a bien perdido
por luna y sendero,
llevando en mis ojos el pájaro herido
de mi sed abierta.


Escúchame, lluvia: De tanto quererte,
de mirarte tanto,
de las muchas noches que me habló tu canto
y salí a beberte
por donde desagua
tu copioso llanto,
como un dulce sueño me vino un deseo:
¡ser agua! ¡ser agua!
ser entre los hombres como el agua pura;
decirles palabras de paz que tuvieran
tu mismo aleteo
y que las sintieran
caer en sus almas como de una altura.
¡Ser agua! ¡ser agua!
ser sobre la tierra como el agua clara,
y decirle al hombre que me interrogara:
— Bebo en mi cisterna; me lavo la cara
con agua de lluvia; tengo a toda hora
mojada en mis hombros mi melena rubia,
y por eso ahora
¡soy como la lluvia!
¡soy como la lluvia!


Ah, si yo pudiera
caer todo un día,
como tú, del cielo, y hacer la alegría
de todo el que espera!
Ah si yo pudiera formar arroyitos
y seguir de cerca la sed del viajero;
llamar en los vidrios con tus golpecitos
y borrar las huellas
del largo sendero;
lavar los tejados y muros cantando,
y en todos los patios, bajo las estrellas,
¡quedarme soñando!.


Oh hermana encantada,
cuéntame el secreto nunca revelado,
pronuncia la blanca palabra ignorada
que transforme en agua mi cuerpo menguado!.
¡Hechízame, lluvia! para que del suelo
suba por los rayos del sol encendido
a hacerme la nube más grande del cielo,
y en un largo vuelo
de pájaro herido,
ir hasta las tierras de los vagos nombres
cayendo en la casa de todos los hombres.


LA PRIMERA YUGADA

1

Con los dos bueyes blancos voy arando la llosa
en el fresco momento de la mañana rosa.

¡Oh, yunta inseparable de piadosa mirada,
qué blanca os ven mis ojos sobre la tierra arada!

Milón, que los olivos cercanos ablaquea,
esta aguijada tosca me trajo de la aldea;
pero punzar no puedo vuestra pena callada,
¡oh, yunta inseparable de piadosa mirada!

Después que en la comarca copiosamente llueva,
sembraremos alfalfa bajo la luna nueva,
y cuando tenga flores, un perfumado aliento
en las lejanas chozas entrará con el viento.

Un día y otro día, entre arroyo y montaña,
yo segaré la alfalfa con mi primer guadaña.

Y en los heniles llenos —¡oh, qué suceso tierno!—
los bueyes serán hombres cuando llegue el invierno.

2

Mirando de la cerca con ojos de agasajo,
Simeta se distrae con mi primer trabajo.


Y cuando al lado suyo pasa la dócil yunta,
con infantil deseo de hablarme pregunta:
—¿Viniste desde lejos? ¿Te quedarás aquí?
¿Vas a sembrar centeno para ti y para mí?

Y feliz como un niño sobre la tierra arada,
le digo, rehuyendo la luz de su mirada,
mientras mi mano tiembla de amor sobre la esteva:
—Sembraremos alfalfa, Simeta, en luna nueva.

3

Pastoras de ojos dulces que vais por el camino
con los vestidos sueltos color de flor de lino.

Ancianos pensativos, filósofos ancianos
que hacéis la misma sombra de los brezos enanos.

Robustos leñadores de fuertes manos nobles,
que de tanto ir al monte parecéis viejos robles.

Pastoras de ojos dulces que oléis como las flores,
aldeanos pensativos, robustos leñadores,
tomaos de las manos, haced ronda a la llosa,
¡venid a verme todos en la mañana rosa!



De: Gracia Plena [1925]


PALABRAS AL HIJO POR NACER 


Hijo mío que estás en su seno dormido,
lo mismo que en un nido:
Antes que el beso fuerte
del sol te sobrecoja, y el aire te despierte;
antes que mi alegría venga a mirarte, loca,
y el pecho de la madre se desnude en tu boca,
y tu mirada nueva sin comprender se abra;
antes que te acunemos, escucha mi palabra:
_Hijo mío: sé bueno desde el principio, y manso,
así como tu madre, que es el agua en descanso.
En tu labio sin mancha, todavía imprecisa,
para bien de mis años tráeme su sonrisa,
y en tu faz, derramado,
ese santo desvelo de su rostro ovalado.
Hijo mío: te quiero de corazón sencillo,
tal como el Pobrecillo.
No exhumes en tu pecho mi corazón de antaño,
retorcido y huraño,
que ante el milagro eterno de todo lo que existe,
es malo ser indócil y es pecado ser triste.
Hijo mío: en la tierra, que es prieta y polvorosa,
aquí y allá tus ojos hallarán una cosa
que por clara y humilde será tu preferida,
y con cuya pureza llevarás en la vida,
si varón tu pechera, y si mujer, tu enagua.
Esta cosa es el agua.
Hermanos de la misma son la sombra y el viento
y la arena y el fuego y el humo ceniciento:
cinco hermanos amigos del bien para los cuales
harás de tu alabanza cinco partes iguales;
mas, si a elegir te dieran entre los cinco hermanos,
quédate con la arena, que es suave entre las manos;
quédate con la sombra, porque a todos se humilla;
quédate con el humo, sólo porque no brilla.
Hijo mío: no digas Abominad, ni digas:
Obedeced; no agravies, no niegues, no maldigas;
discurre, anima, observa,
siempre con la dulzura del agua entre la hierba;
y sin seguir a Kempis ni aprobar a Tomás,
trata de ser sencillo, sencillo y nada más.


MADRE LUZ

Oh luz, principio claro, causa eterna del hombre:
santificado sea tu milagroso nombre.

Oh luz, gracia absoluta, lleno simple y fecundo
dulce estado de amor alrededor del mundo:

Te debo la dulzura de mis días serenos
y el estupor azul de mis dos ojos buenos.

Te debo la alegría de ser hombre, y de amar,
y de tocar la tierra _que es pura_, y de soñar.

Oh luz, bendita seas por todo lo cumplido:
por el pan, por el agua, por la flor, por el nido. . .

Por la madre que canta, por el niño que llora,
por lo que he sido antes, por lo que soy ahora.



De: Poemas y Palabras [1935]


PALABRAS DEL AMOR EN LA SOLEDAD


En verdad
que no hay nada mejor
que nuestro amor
en la soledad.


Canto que un paso frustra es mi canto.
Encanto de intimidad tu encanto.


Mi verso
tiene la vergüenza del llanto.
No es ni sonoro,
ni diverso.
Por tanto,
no lo escribo con pluma de oro
a lo Anacreonte,
ni iría,
como Horacio,
a leérselo al César justiciero.
Plomizo jilguero
de monte,
 silbo solo y despacio,
o muero.


¿Y tú no eres, sencilla,
luciérnaga entregada
que en la mano más brilla
cuanto más apretada?


PALABRAS A DIOS


Dios:
no me cabe duda alguna
de que existes.
Te veo en la luna
y en los ojos de ella, tristes,
y en su modo
tan único de hablar,
y en la rosa,
y en el mar,
y en todo.
Por eso, oh Dios,
vengo a pedirte una cosa
sencilla para ti
que has hecho más:
¡deja que vivamos los dos
(¡por ella, por mí!)
para siempre jamás!


Pensar que un día me he de morir
o que se morirá.
Pensar
que un día no la he de oír
o que no me oirá.
Pensar
que un día me callaré
o que se callará;
que me iré
o que se irá;
que yo no veré el sol
o que ella el pinar;
que yo la flor
o que ella el mar. . .
¡Señor!


PALABRAS A MI PADRE Y A SU DIGNA HERRAMIENTA


Padre: aquí me tienes, triste,
pensando todavía
en lo raro que fuiste.


Por haberte servido
sin hablar,
atado a tu silbido
hasta que fui a estudiar,
yo tenía derecho
a tu cuchara de albañil
—la más honrada entre diez mil—;
pero no me la diste:
como la cruz en tu pecho,
orgullo de tu vejez,
ella fue puesta a tus pies
cuando te fuiste.
Y aquí me tienes, triste.


Cuchara,
recuerdo de tu casamiento,
fría como mi cara
cuando corría al viento.
Cuchara,
espejo de honor
de tu bigote polvoriento;
tu instrumento,
tu pájaro cantor.


Cuchara tu talento,
tu gloria,
tu dolor,
cuchara, palmatoria;
cuchara, tu cuchillo;
cuchara, batintín;
de mi mala memoria;
lengua contra el ladrillo
escupido de cal;
azote del rocín
si trabajaba mal.


Cuchara, tu denuedo;
cuchara, mi callar;
tu credo,
tu alegría;
mi miedo,
mi cantar. . .
¡Cuchara mía!



De: Diez Mujeres [1937]


ROMANCE DE MI PRIMERA NOVIA


Me atraía el diccionario
en tres o cuatro palabras.
Borrilla de fruta verde
el labio me cosquillaba.
¡Lo que no hacía mirándote,
figurín de mis hermanas!


Derramada en mi uniforme
cual frío vaso de agua,
mi vergüenza iba a la cita
con su joroba en la espalda:
la cartera de escolar
con el pan y la naranja.
El lugar siempre era el mismo:
una vidriera olvidada;
los días, todos los días
menos uno por semana,
y la señal convenida
la grita de la campana
que golpeándose la boca
se burlaba, se burlaba.


Los días, todos los días
menos uno por semana,
porque el sábado judío
la persiana no se alzaba.


Con la boca sobre el vidrio
yo le respiraba el alma.
Nadie tenía en el pueblo
su frente de luna clara,
nadie sus hermosos dientes,
nadie sus ojos de agua.
Para enseñarme su pie,
que cabía en una taza,
alguna vez me esperó
como recién levantada.
Para que le viera el brazo,
día por medio lo alzaba
desnudo, en el ademán
de la mujer que declama.
Para mostrarme su muslo,
en la liga le picaba.
Para enseñarme su pecho. . .
¡Ay, nunca me lo enseñara!
Yo no dormía de noche,
porque eran como mi almohada.


La amé todo el cuarto grado,
que cumplí sin una falta,
respirándole en el vidrio
rendidas frases mojadas:
Tu mejilla, piel de fruta;
tu boca, fruta cortada;
tu seno, fruta de sombra
formada y descascarada.
Te quiero porque no oyes.
Te quiero porque no hablas.
Te quiero porque no ves
mi vergüenza jorobada.
Te quiero ¡ay! Porque esperas
para llorar que me vaya.
Si me hablaras, huiría
sin enseñarte la cara. . .
Y otras cosas que no digo
 de tan lindas o tan raras.

La amé todo el cuarto grado,
que cumplí sin una falta.
Hasta que un día la tienda
amaneció abanderada
con una larga bandera
que sangraba.
Una bomba dispararon
a una nube que pasaba.
La gente vino a mirar.
¡Cuánta gente aglomerada!
El dueño iba y venía
tirándose de las barbas.
Y de pronto, sofocado,
por entre un río de espaldas,
un hombre salió a la calle
con mi novia desmayada.
¡Se la llevaba en el hombro!
¡Ay, madre, se la llevaba!

Contra el vidrio en que la quise
puse mi cara paspada;
contra el vidrio en que la quise,
como si fuera en mi cama;
dije un nombre de mujer,
un nombre, con toda el alma,
y llorando como lloran
los que lloramos por nada,
me fui muriendo en tu busca,
¡oh, madre que me esperabas!,
mientras tras de mí caía
lentamente la persiana.



ROMANCE DE LA DESTEÑIDA


¡Bienhaya el diablo, muchacha,
que te devolvió la vista!

Hasta ayer fuiste en el pueblo
mordaz marisabidilla.
Manos con leche cuidadas,
uñas en sangre teñidas;
en la cintura una vaivén
de mal gusto, y más arriba
frutas en papel de seda
y boca de brasa viva.

Nada digo de tus ojos
porque ellos nada sabían.
Hermosos ojos robados
a alguna niña dormida.

¡Qué mal te querían todos,
todos los que te querían!
Qué mal tu novio de escuela;
qué mal tu primera amiga;
qué mal tu tío el herrero,
ahumado como su pipa;
qué mal la vieja lechera,
negada como madrina,
que en jarros trae del campo
a la luna derretida.
¡Qué mal te querían todos!
Hasta yo te malquería.

Rencor te guardaba el sol
por la joya mal habida
de tu melena de sol
peinada con manzanilla.

Rencor el aire andariego
por tu manera agresiva
de llevarlo por delante
si te esperaba en la esquina.

Rencor la hierba que quiso
mojarte el zapato un día.
Rencor la espina que quiso
seguirte en la media fina.


Por todo el pueblo un murmullo:
“¡allá va la desteñida!”


Pero el diablo (fino talle,
barba en punta, vista fija)
cuando menos lo esperabas
puso un niño en tus rodillas,
y huyó colgado de un tren,
al viento la capa viva.


¡Bienhaya una vez el diablo!


¡Qué hermosa estás, desteñida!


La noche vuelve a tu pelo.


En tus ojos se hace el día.



ROMANCE DE LA BURLADA


1

Corrida por el bullicio,
tu casa —pájaro blanco—
salió del pueblo y se puso
de parte del campo arado.


La luna dio de beber
anís de leche a los álamos,
y hombro contra hombro están
dormidos como soldados.


Por el camino llovido,
que salva el río de un salto,
en un ligero corcel
va a verte un muchacho bravo.


A la grupa, clandestino,
le acompaña el ángel malo,
toda la cara cubierta
de un embozo colorado.


Una niña —¡ay, la conciencia
del jinete alucinado!—
corre que corre tras él
con los brazos levantados.


El jinete la ha perdido
delante del camposanto,
el jinete no la oye,
el jinete está entregado:
pegada lleva al oído
la boca del ángel malo.


A cien metros de tu casa
se para solo el caballo.
Tu cara quiere volarse
de tan parecida a un pájaro.
Alas tendiéndose son
las alas de tu tejado.


Rodeo de cazador
describe el recién llegado.
Como un nubarrón se abre,
para que pase, el rebaño.


El viento, para ayudarle,
hace ruido con un árbol.
Quieren gritar y no pueden
a su alrededor los gansos.
¡Por qué se callan los teros!
¡Dónde se han ido los galgos!


Una palmera ha crecido
contra el muro hasta tu cuarto.
Su tronco, con el rocío,
es un palo jabonado.


Sobre el plato de la copa
la luna funde su ochavo,
y la palmera se inclina
para que trepe el pecado.

2

Lo que sucedió después,
qué difícil es contarlo:
No te querías quitar
tu hermoso vestido blanco.


El mozo apagó la luna
—cerrando el postigo, es claro—.
Sobre el Cristo de tu cama
el mozo puso su saco.


Para desnudarse entero
un niño no tarda tanto
como tú para quitarte
uno solo de tus lazos.


Sobre el último botón,
cómo temblaban tus manos.
El fue a ayudarte, y tus pechos
por poco se le volaron.


¡Qué merecido que tiene
la cama un hermoso canto,
con una mujer dormida
a poco de haber llorado!


Pero ya se va la luna;
ya vuelven en sí los álamos;
ya el mozo salta de arriba
porque se oye hablar abajo.


¡Tarde te enciendes, oh lámpara!
¡Ay, tarde ladras, oh galgo!
¡Tarde sales al camino,
viejo fusil descargado!
El mozo ya no se ve.
Sólo un galope lejano.


¡Burlada! —grita tu padre—
¡Burlada! —repica el gallo—
¡Burlada! flacos de susto,
—los teros aliquebrados—.


Y por el soplo del viento,
que estuvo echado en el pasto,
la noticia llega al pueblo
antes que llegue el caballo.



De: El Pan Nuestro [1941]


UN ARADO


1

Cuando te bajaron del carro
—un carro que tenía una cola de palo—,
casi no te reconozco
de tan desfigurado.


Por el campo te habían retorcido
caballos desbocados.
Tenías los brazos rotos.
Estabas lleno de barro.
Cabellos rubios de trigo
en tus dedos enredados.


Cuatro hombres salieron de la fábrica.
Cuatro hombres te alzaron.
Cuatro hombres te llevaron adentro,
como se hace con los soldados.


Adentro había hasta cuarenta hogueras,
cada cual con su tajo.
Cuarenta herreros machucaban hierro,
sin compás, a lo bárbaro.
De los yunques saltaban estrellas
para todos lados.


Hasta una de estas fraguas
los cuatro hombres te arrastraron.


El primero hizo irritar al fuego,
que dormía enroscado.
El segundo te acometió en el suelo,
martillo en mano.
El tercero te entregó a las brasas,
despedazado.
El cuarto te rehizo.
Era un artista el cuarto.


Luego vino uno más;
vino con unos tarros,
y te pintó como pintan los niños:
de verde y colorado.


Porque tenía un gorro de papel
que parecía un barco,
este último te hablaba dulcemente
mientras te iba pintando.
La rodilla en el suelo,
¡que bien hablado!


(Que hay algunos obreros
que trabajan hablando,
y otros que no hablan nunca:
¡siempre callados!,
y otros que cantan y cantan,
a sovoz, olvidados).

2

De pie junto al carrero,
arado, ya te vas con tu traje de gala.
Toda la calle es tuya, que está recién regada.
La calle sale al campo pasando por la plaza.
En la plaza hay banderas porque es fiesta mañana.
Gente del pueblo sale de la misa cantada
y, cortándote el paso para verte, se para.
Arado, ¡hasta la vuelta!
Tocan altas campanas.



CANCIÓN DE LAVANDERA


1

Mi amor está en la taberna
bebiéndose su jornal.
¡Ay, la bebida olorosa,
color de leche de mar!

La ropa torcida muestra
mi fuerza para matar.
Vacía de sangre déjala
mi torcedura mortal.

¡Por qué no será mujer
mi rival!
¡Por qué no será mujer
para poderla matar!

Mi enemiga es agua verde,
color de leche de mar.
Sólo tiene de mujer
el olor y nada más.

2

Fuerte como un algarrobo,
tan fuerte que me hace mal,
y tan pequeño bebiendo
en mesa de barajar.

Postura de niño bueno
para dormir o llorar,
su postura en la taberna,
por el suelo su jornal.

¡Hazte mujer, agua verde,
para poderte matar!

3

Sin dormir lavo la ropa
bajo el sol dominical,
que él duerme por mí ocupando
su lugar y mi lugar.

Bolsita de azul, derrámate
en el agua de enjuagar,
donde su blusa de herrero
se enreda a mi delantal.

Bolsita de azul, derrama
tu cielo primaveral,
que está trenzada a su blusa
mi enagua de enamorar.

 Su pañuelo de trabajo
con el mío de llorar.


CARTA A CARLOS CARLINO 


Carlos: Aquí tengo tu libro “Poemas con labradores”,
esto es, aquí tengo tu ramo de flores.


Como yo, tú eres santafecino;
poetas ambos de la tierra del lino
(llevas el lino hasta en tu nombre, Carlino),
y es de ambos la dicha de cantarla,
que es una forma de ararla.


Cantámosla en su valor humano:
el cordial labrador,
el obscuro artesano,
el albañil cantor. . .
Cantámosla en el ademán
del sembrador,
y en la respuesta multiplicada:
el pan.
Cantámosla en la bestia inclinada
que la mira en los ojos,
y en la florecilla silvestre,
dormida entre abrojos.
Cantámosla en el pájaro obrero:
el hornero,
y en el otro, celeste,
que prende fuego al rastrojo:
el pechirrojo.
Cantámosla en el hachero
que resuelve su ira en hachazos.
Cantámosla en el parvero
con el trigo en los brazos.
Cantámosla en el herrero
que hace estrellas a martillazos.


Cantámosla en su verdad pasada:
el nono piamontés,
que en honor de la nona bienamada,
que era la propia mies,
sembróla en oro por la tierra arada,
hasta morir en paz;
y el buen nono lombardo,
que a cuchara y martillo
edificó su casa y treinta más,
sin perder un ladrillo.


Cantámosla en la madre prudente,
signadora del pan,
siempre en la casa como un ángel guardián
—según tú lo dices admirablemente—.


Cantámosla en los humildes nombres
de las mujeres y los hombres
de allende el mar,
que para rendirla en su vellón bendito
aguantaron hasta el grito
la quemadura de regresar.


Carlos: Honrado tu libro que honra al labrador.
Carlos: y hermoso con un linar en flor.


CANCIÓN DEL ARADO

La luna en el cielo
con su labrador,
la luna apagándose
porque viene el sol.
Abajo, en el llano,
casa para dos,
y un arado arando
a su alrededor.


¡Chacarero, canta,
canta tu canción!


Pintados de rojo
pintados de azul,
los arados aran
las tierras del sur.
Pasaron la noche
debajo el ombú;
sombrilla de arados
en campos del sur.
Aran en redondo
y al sesgo y en cruz,
haciendo más grande
la tierra común.


Chacarero ¡arriba!,
que viene la luz.


Caballito solo,
caballos en haz,
suma de caballos
el motor triunfal,
desgarran la tierra
con urgente afán;
tiran de la tierra
sin mirar atrás;
tiran de sus brazos
de aquí para allá,
la cabeza gacha
para tirar más.


La tierra desnuda
se ha puesto a temblar
con todo su cuerpo
tibio como el pan.
Fulgor de la rejas
—espejo o puñal—
ciégale los ojos
que quieren mirar.
¡Chacarero, tócala!
Se ha puesto a temblar.
¡Chacarero, siémbrala,
que florecerá!


Con un brazo en alto
saludando al sol
y el otro en el cuello
del hijo varón,
chacarero muestra
tu poema a Dios:
bandera de flores
el linar en flor,
bandera argentina
lino y algodón;
oro arrodillado
la mies en sazón;
camello de oro
la parva en sopor;
zumbido de oro
la trilla veloz;
oro que se quema
la encendida troj.
Oro por el aire
y a tu alrededor.
¡Chacarero, canta
con tu hijo varón!


Coro

Chacarero del campo argentino
¡a sembrar, a sembrar!
Por la patria grande, para todo el mundo,
sembremos el pan.



MÁQUINA DE COSER

Siempre me ha gustado dormirme
oyendo llover.
¡Por eso tu rumor es mi recuerdo,
oh, máquina de coser!

Formaste con la bulla de la pava
y el picotazo de las tijeras,
el tríptico de nanas
de mis horas primeras.

Durante muchos años,
apenas recogido,
lloviste a chaparrones
tu lluvia en mis oídos.

 Lluvia que a la mañana aparecía
florecida en vestidos.


De: Nueve Cantos [1944]


VILLA MARÍA DEL RÍO SECO 



En Villa de María del Río seco.
Al pié del Cerro del Romero Nací.
Y esto es todo cuanto diré de mí.
Porque no soy más que el eco.
Del canto natal que traigo aquí.


Leopoldo Lugones 


1

Villa de María del Río Seco, dueña
de todos los poetas, tan sola, tan pequeña:


Con los ojos al cielo —cosa de cielo eres—,
traigo al hogar tu imagen: piedras, flores, mujeres...


Paisaje ensimismado, tierra desentendida,
aquí estás en mis ojos para toda la vida.


Aquí, camino árido; aquí, rojiza arena;
aquí, niño desnudo que me llenó de pena.


Aquí, la cruz de palo y el cacto cruciforme;
aquí, el chañar vigía sobre la roca enorme.


Aquí, la cabra griega y el asno bletlemita;
el alabado olivo y la higuera maldita.


Aquí, las pocas casas al pie del pobre cerro.
(Como en los cuadros de antes, el rebaño y el perro).


Aquí, calle sin nombre, la calle de Lugones,
que sube hasta la loma prendida de cardones.


Aquí, la vieja casa donde naciera él,
con su pozo de balde y su algarrobo fiel.


(En el fondo del pozo la alta nube viajera,
y el agua, con su encanto, su suspiro y su espera).


(En el tronco del árbol la flor enamorada:
la suave flor del aire, que es una flor alada).


Aquí el pozo de balde y el algarrobo fiel;
aquí, toda la casa donde naciera él.


Umbrales de madera donde apoyó su cara.
Tierra sobre la cual alguna vez llorara.


Y el horno generoso de corazón profundo,
hecho todo de barro, con redondez de mundo.


Y la pared de adobe más linda que ninguna,
donde él, por vez primera, viera bajar la luna.


Y lo que en la pared pusimos sus hermanos,
en un lugar, sin duda, tocado por sus manos:


Veintiocho azulejos de juntas encontradas,
algunas flores sueltas y dos palmas cruzadas.


Veintiocho azulejos formando una poesía
que contiene tu nombre, ¡oh Villa de María!


Palabras nunca oídas por la poquita gente
que el mejor de nosotros dijo sentidamente.


(Entrechocadas piedras y entrelazadas flores,
loaron al maestro sus palabras mejores).


Grito de la lorada que cuando hablaba él
apareció ofrendando su rama de laurel.


Versos, como avecillas, que un ángel de verdad
quería y no podía poner en libertad.


Lágrima de la nube que la hirió en la mejilla,
echándole a volar la primera avecilla.


Soledad de la cruz en el cerro clavada.
Candidez de los niños que no decían nada.


Anuncio de los pájaros, anuncio de la tierra
que cien filas de antorchas bajaban de la sierra.


Triste presentimiento del corazón cobarde
que nunca llegarían, que llegarían tarde.


Palabras, versos, lágrimas, esperanza fallida,
aquí, en mi corazón, para toda la vida.

2

Oh, Villa de María, tan parecida a aquella
en cuyo cielo, un día, se detuvo la estrella:


Tal cual fuiste querida, tal cual fuiste cantada,
conserva por los siglos tu pequeñez honrada.


Postura de la madre de simple vestidura,
con la mirada baja, tu inmutable postura.


Al pie de la colina —loba petrificada—
eternamente guardes tu posición sagrada.


La cabellera suelta y el ademán caído,
sobre el sediento rastro de un río que se ha ido.


Oh, Villa de María, por el futuro nuestro,
conserva sin tocarla la casa del maestro.


Con un manto inviolable de la espalda a los pies,
junto a sus viejos muros eternamente estés.


Alrededor de ellos, profundo como el mar,
tu surco de silencio difícil de pasar.


Con un manto de piedra de la espalda a los pies,
imagen dolorosa de un río que no es.


Un pájaro en el hombro y una flor en la diestra,
¡oh, Villa de María, ama y tutora nuestra!



SALUDO A GUSTAVO COCHET



Salud, Gustavo Cochet!
Salud en Esperanza, que se alegra a tus pies.


Cuarenta años de ausencia no bastan, tú lo ves,
para perder la tierra. Ella es tuya otra vez.


A un lado del camino y a otro lado, la mies.
Como entonces, el árbol; como entonces, la res.


Puertas que te reciben son las de tu niñez.
Ciprés adelantado, es el mismo ciprés.


Paloma de la iglesia siguen sumando diez.
Nombre de las mujeres: o María o Inés.


Este señor flemático es el juez, siempre el juez.
Y esta mujer que avanza, tu amiga: la honradez.


Salud en Esperanza —te digo—. Tuya es;
de tu mujer e hijo, felices todos tres.


Y agrego: Aquí te quedes junto a mi pequeñez.
Tú y yo por estos campos una vez y otra vez.


Por estas calles solas, o en los viejos cafés
donde los malos cuadros brindan su candidez.


Lugares que se han hecho para beber jerez
o recordar amigos, como a don Luis Lauzet.


Salud, salud, Gustavo. Tuya es, tuya es;
toda esta tierra es tuya, porque eres sin doblez.


Y agrego: Aquí te quedas como un buen feligrés,
amigo de esta gente que pintarás después.


Harás cuadros hermosos —el del cura, el del juez,
el de la vieja escuela de tu padre francés.


Y el del río Salado, que nuestro río es,
con su rancho, su cina, su canoa y su pez—.


Harás cuadros hermosos. Yo, viéndolos, tal vez
llegue a hacer un buen libro, un buen libro, tal vez...





De: Monsieur Jaquín [1956]


RÍO SALADO 


Enteramente nuestro,
Enteramente indio,
desde la montaña madre
hasta la pampa del gringo.


De espaldas al cansancio,
Bajo a ti ¡oh, mi río!
Lávame de toda impureza
De todo mal designio.


Tuyo es mi cuerpo, como
nacido de ti mismo;
tuyo mi canto,
hecho de silbidos.


Tuyo y de tu orilla
De chañar y aromito
donde el árbol extraño
no tiene sitio.


En tu sal, la amargura
del indio,
con su ofrenda, frutos
por el suelo, y herido.


En tu retorcimiento
Su dolor, hasta el grito.
Círculos de su muerte
tus remansos tranquilos.


Tuyo es mi cuerpo sano,
¡oh, río nativo!
Tus brazos sosteniéndome,
son de barro cocido.


¡Quién supiera tu nombre,
para decirlo;
tu nombre verdadero,
mucho antes del trigo!


Roto en diez mil pedazos
lo tienes escondido.
No lo hallaremos nunca.
Es nuestro castigo.


Sólo, por entre espinas,
el canto de tu hijo:
¡Oh Cululú! —reclamo—.
¡Oh Culuú! —quejido—.


Enteramente virgen,
enteramente indio,
 desde el camino del Perú
hasta el camino del gringo.


Sin entregarte nunca,
pasas hundido.
Con lo que no me quieres,
yo te quiero y te sigo.


Dulce es ir a buscarte
a través de los trigos;
hallarte de repente,
como la víbora, dormido.


Dulce es tocarte en el sueño,
¡oh, mi río!


Decirte: —Tuyo soy;
Como nacido de ti mismo;
ningún puerto te ensucia;
en ti no orinan los navíos;
blanda de boca es tu canoa;
la cina, su abrigo...


Dulce es ir a buscarte
por angostos caminos;
hallarte, despertarte,
gritarte: ¡Indio!


En la estela de un pez
verte huir, evasivo.


Dulce es alzarte en las manos;
dulce admirarte, limpio;
dulce sembrarte en el aire
como en el surco el lino.


Dulce el día y la noche
caminar contigo,
a lo largo de tu ir y volver
por no llegar a destino.


Boca abajo, en tu arena
Se respira el olvido;
Boca arriba, en tu cielo
se ven los niños.


¡Quién suspira tu nombre,
para decirlo;
tenerlo entre los dientes,
grano silvestre, frío!


Leguas de llanto indígena
como pasan, sin ruido.
La amargura de todas las raíces
está en ti ¡Oh, mi río!


De voces torturadas de palomas
es tu camino.


¡Quién suspira tu nombre
- ¿triste? ¿sonoro? ¿íntimo? -;
qué pájaro lo canta,
para oírlo!


Roto en diez mil pedazos
lo tienes escondido.
No lo hallaremos nunca.
Es nuestro castigo.


Sólo una voz perdura,
filial, entre espinillos:
¡Oh, Cululú! –reclamo-.
¡Oh Culuú! –quejido-.



LA YEGUA DE WÉNDEL GIETZ


. . . los paisanos del contorno creían engañarlos,
trocándoles un caballo por un reloj de bolsillo. . .

Carlos A. Aldao: “Los Caudillos”,
Bs. As., 1925, nota de la pag. 34.


Wéndel Gietz labrador compró una yegua doradilla.
Antes de comprarla consultó con su mujer,
como se hace en toda buena familia,
y su mujer, que tenía en las manos dos largas agujas
y en el regazo una cestilla,
le dijo: “Cómprala.
La llamaremos Maravilla”.


No sé por qué elegiría este nombre la mujer de Gietz,
tan suave y tan sencilla.
Verdad que la yegua era hermosa.
Tenía el color de la miel que brilla;
la cabeza eminente;
los ojos tocados con una lucecilla.
También es verdad que en aquel momento
habían cesado dolor y rencilla.
Los hombres, a punto de partir,
iban y venían con guadaña y horquilla,
y las mujeres se cambiaban dulces palabras,
como amor, esperanza, paloma, semilla. . .


Ella le dijo: “Cómprala.
Me llevarás en la silla”.
Y Wéndel Gietz trocó por un caballo
su pequeño reloj de campanilla.


Con su yegua de oro,
luego de besar a su mujer en la mejilla,
Wéndel Gietz fue en busca de su árbol,
en la boca una cancioncilla.


Con su yegua de oro llegó a un río con ángel.
Lo vadeó, como mandaba la cartilla,
y levantando pájaros desembocó en un abra
que era de verbena y manzanilla.


Con su yegua de oro tomó posesión de la tierra;
reconoció monte y orilla;
rondó el naciente trigo; patrulló el horizonte;
pisoteó la mies cuando la trilla.


Con su yegua de oro
fue a dar gracias a Dios, a la capilla.
Por su yegua de oro, fulgurante,
supo la hablilla
si Wéndel Gietz alzaba el codo
o hincaba la rodilla.


Cuando se la robaron,
Wéndel Gietz hizo con su silencio una gavilla,
y fue con ella a cuestas de la casa al camino;
de la taberna a la capilla.
Lo habían derribado.
Le quedaba en la mano una varilla.


Hacia el lado del indio alguna vez
se iba su mirada, de guerrilla,
y la de su mujer, llevada por el aire,
como una plumilla.


El se detenía con el hacha;
ella con el cedazo a la escudilla.
Los dos paseaban su silencio
por el ocaso de arcilla.
Pero el indio no devolvió la presa.
Era de oro la doradilla.


Pasó toda la vida de un caballo.
El árbol de la casa se abrió como sombrilla.
Se marcharon los hijos; se dividió la tierra;
prosperó la villa.
Pero Wéndel Gietz no podía olvidarse
de su veloz doradilla.
La llevaba en el corazón cansado.
Era su dulce astilla.
¿Te acuerdas? –le preguntaba a su mujer
noche tras noche,
lleno de días en su silla-,
y su mujer, que seguía teniendo agujas en las manos
y en el enfaldo una cestilla,
le respondía “Si”, moviendo dulcemente la cabeza,
toda de nieve sobre la puntilla.


Jaquín que era poeta,
le hizo al noble vecino una alegre letrilla
con langosta voraz, indio que roba
y labrador que arroja la semilla.
Era para cantar.
Se titulaba Maravilla,
y estaba llena de palabras dulces,
como pájaro, flor, río, gramilla...


MONSIEUR  JAQUIN



Entre las notabilidades de esa colonia se encuentra un Beranger en  la  persona de un colono que ejerce la humilde profesión de carpintero [...]  M. Jaquín vive sólo, como conviene a un hijo de las musas.  Su mueblaje y hasta el servicio de la mesa es todo hecho de su propia mano,  y la única pieza  de que se compone su choza está llena de trabajos de su oficio: virutas y papeles. . .     
                                               .
 “El Ferrocarril”. Rosario, Nº 331, 13/4/1864.


Salve, Monsieur Jaquín; gloria a tu nombre;
gloria a ti como poeta y como hombre.
Gloria a tu corazón
que, llegado a la selva, se inclinó por la canción;
gloria a tu descrédito de no haber hecho nada
(devolviste la tierra como te fuera dada;
la amaste como era);
gloria a tu pasatiempo de labrar la madera,
sólo para esconder tu verso en la viruta;
gloria a tu pereza absoluta.


Gloria a tu respeto por la bestia y el ave;
gloria a todo lo que de ti se sabe:
a tu afición
de grabar tus enseres a punta de formón;
a tu costumbre
de compartir con canes tu pitanza y tu lumbre;
a tu resolución
de no arrancar un árbol: «El que quiera una cama
o una cuna, me ha de traer la rama...».
Y después, con unción:
“Haz tu cuna, mujer, de una rama madura,
que sea de tu tierra, la de tu vida dura.
Córtela para ti, sin lastimarla, tu marido.
Le dirás: “Corta aquella que el viento haya mecido”.
Salve, Monsieur Jaquín, gloria a tu nombre;
gloria a ti como poeta y como hombre.
Gloria a tu éxtasis, sobre la tierra echado;
gloria a tu dulce no hacer;
gloria a tu inmovilidad frente al Salado,
a quien, a falta de mujer,
le decías tu verso, de pena traspasado,
y los de Lamartine y Beranger.
Gloria a tu rancho donde tu verso se hizo;
gloria a tu rancho que en tierra se deshizo.


Salve Monsieur Jaquín. Allá arriba, contigo,
están todos los pájaros que comieron tu trigo;
todas las palomas que no mataste aquí;
todas alrededor de ti.
En tu hombro el hornero,
en tu barba el colibrí;
en tu pecho, picando, el carpintero...
Todos allá en el cielo, donde, en planchas de cera,
grabas tu verso breve
y alguna vez cepillas la madera,
a juzgar por la nieve.


ROMANCE DEL AGUA AMARGA



. . . y  después de  dos horas  de pelea lograron hacerles nueve  bajas. . . El martes  fueron  traídos  los  cadáveres por  los mismos vencedores. . . y puede decirse que fue un día de fiesta. . . A uno de los indios le contamos hasta cinco balazos. . .   
                                                                     
“El Colono del Oeste”, año II, Nº 87, 8/11/1879. Esperanza.


“El agua que era dulce, se fue poniendo amarga”.
(De la tradición oral).



Donde ponían el ojo
ponían la bala.
Los tres hermanos Lóttersberger
y Arnoldo Réutemann cabalgan.
Luna del Cululú
mira redonda y alta.
Se ve una sombra en ella,
de caballo, empinada.


“Les daremos alcance
al rayar la mañana”.
Es todo lo que dicen
sin mirarse a la cara.
No pueden decir más
bajo la noche blanca.


Los tres hermanos Lóttersberger
y Arnoldo Réutemann cabalgan.


¿Por qué se va la rama
verde de la lorada?
¿por qué el chajá y el búho
con sus pesadas alas?
¿por qué del aromito,
la paloma anidada?
Son cuatro yeguas negras
contra catorce, bayas;
cuatro fusiles negros
contra catorce lanzas;
catorce gritos largos
contra quinientas balas.


Caballos sin jinetes
ruedan y se levantan.
Relumbre de las crines
sobre la paja brava.


Los tres hermanos Lóttersberger
disparan y disparan.
Los tres hermanos Lóttersberger
contra toda la indiada.


(Paloma, ¿por qué lloras
entre las negras ramas?).


Como si fuera fiesta
dan vuelta las campanas;
como si fuera fiesta
campanas de Esperanza.
Ya viene, dando tumbos,
el carro con su carga.
Ya viene el carro negro.
Nadie en el carro canta.
Viene con nueve muertes.
No viene con alfalfa.
Cabezas de los indios
cuelgan desmelenadas.
¡Vengan a ver los indios
con sus pieles de gama!
¡Vengan a ver los indios,
madres, niños, muchachas!,
con sus ojos en blanco,
con sus melenas lacias,
con sus hermosos dientes,
con sus lustrosas caras.


Los tres hermanos Lóttersberger
y Arnoldo Réutemann, en andas.


Como su fuera fiesta,
no hay un alma en las casas.
Sí, hay una, Magdalena
Morand, ciega y callada.
Todos detrás del carro,
hombres, niños, muchachas;
todos por un camino
de espigas inclinadas,
donde los pechirrojos
se encienden y se apagan
y las perdices silban
un reclamo que daña.


(Viudita, ¿por quién llevas
las alas enlutadas?).


Fermín González cuenta:
-¡Viera usted la gringada!
El cementerio lleno
como en día de ánimas.
Bajaron a los indios
con sus pieles de gama.
Hasta nueve bajaron.
Nadie decía nada.
De a uno los tiraron
en un pozo de agua.
“Dispué l’echaron tierra
pa que no noj miraran”.


Y el agua fue poniéndose
turbia, lechosa, amarga.



INDIO


La  actitud de los colonos  se  ha impuesto  a los  indios, que  se cuidan bien  de presentarse  si no es  en  son  de amigos. . .trayéndoles pieles, cueros, lana, miel y cera. . .

Moussy, “Geographie”. Tomo 3ª. Pág. 169 (Traducción)



Quién ordenó la carga del arado
ordenaba tu muerte el mismo día.
Ella tuvo lugar junto al Salado
con paloma y calandria, a mano fría.


No te valió tu entrega de venado
frente al duro invasor que te temía.
No te valió tu miel de despojado.
Sólo la dulce espiga te quería.

 Descendiente de gringo y su pecado,
por cementerio de tu alfarería,
a lo largo del río voy callado.

 La culpa de tu muerte es culpa mía.
Indio, dime que soy tu perdonado
por el trigo inocente que nacía.



De: Cantos del Hombre [1960]


GAUCHO

Quisiera haber vivido mucho tiempo antes,
en nuestra hora prima,
en nuestro día madre,
sólo para conocerte,
gaucho que cantabas con toda la sangre,
con todos los pájaros libres en la boca,
como ya no canta nadie,
nadie en el mundo,
nadie, nadie.


Quisiera haber vivido
en tu primer instante,
antes de la entrega de la pampa,
antes del encierro de los árboles.
Haber vivido en el alto mediodía
de tu lance.
Haber corrido la mañana,
desandado tu tarde,
ambulado tu ocaso tras las voz
del caracol del mate.


Río blando de boca,
para orillar, errante,
y un puñal en el cielo, hecho de estrellas,
cada noche, al echarme.
Un puñal, una cruz,
donde pensar el alguien.


Quisiera haber vivido
en tu día grande,
el del rastreo de la libertad,
la selva por delante.
Mía tu doma;
mío tu duelo salvaje;
mío tu oído en la tierra;
míos tus ojos en las altas aves.


Haber tenido tu pulso
para la sed, para el hambre.
En la boca sin miedo ante el desierto,
tu grito penetrante.


Quisiera haber estado en todas las pulperías
junto a la guitarra amante
-voz, cintura y entrega
de mujer entrañable-;
en todas las pulperías,
sólo para esperarte;
sólo para abrirte cancha;
sólo para gritar ¡que cante!
sólo para oírte cantar;
sólo para verte ir, libre, a cualquier parte;
la luna en tus virolas;
en tu cuchillo el sol que nace;
en tu pañuelo al cuello, enjugada,
la sangre.


Mía tu luz en la cara;
mía tu esgrima en el aire;
mío tu numen;
mío tu arte.


Antes del encierro de la aguada,
donde, entre junco y ave,
alguna vez te proyectó el ocaso,
montado y con amante.

Antes del alambre con uñas,
desgarrador de carnes.

Yo no tendría ahora
este dolor cobarde.
Dormiríamos juntos
bajo la tierra madre.

2

¡Gaucho!
Gaucho que estás en todas partes,
en la tierra, en los árboles,
en toda pisada de caballo,
en todo vuelo de ave. . .
¡Gaucho de la Cruz del sur
sobre la pampa grande!

Las piernas entre ramas,
los ojos anhelantes,
desmontados andamos
de tu coraje,
sin cuchillo, sin lazo,
por amarillas calles.
Viento ladrón de libertad y honra
metido en los trigales.

¿Dónde la voz que diga ¡Por aquí!
en nuestra amarga tarde;
dónde la voz de valeroso rumbo,
que nos enanque
y el ala del sombrero
otra vez nos levante?
Fuerza que se ha alejado de nosotros,
por el mañana, ¡hágase!

Vénganos otra vez,
¡oh, gaucho!, tu coraje.
Vénganos tu conciencia del deber.
Vénganos tu arranque.
Tu cuchillo de fuego.
Tu altivez, tu donaire.
Tu canto de jilguero.
Tu baile.
Tu corazón de niño.
Tu ángel.
¡Vénganos sobre el campo,
por el aire!



EL NIÑO DE GUATEMALA 1


 Te prometí una canción:
«Tu vestido en los caminos».
Quién sabe cuándo la haré.
Llevo en brazos, muerto, un niño.

Con una fruta en la mano;
con mi corazón mordido.

Han dejado al árbol solo.
Afuera está solo el río.
Sin árbol, sin sol, en cuevas
las madres se han escondido.

Dentro de una nube blanca
está el avión mata niños.
¡Tan lindo el cielo inocente,
azul como tu vestido,

con su día de palomas,
con su noche de berilos!
¡Tan lindo el cielo inocente!
Por la ventana lo miro.

Tiene derecho y revés.
Me acuerdo de tu vestido.

Pero llevo un niño muerto.
No es rubio ni es morenito.

Dios me lo ha puesto en los brazos.
De todo el mundo es el niño.
Con una fruta en la mano,
muerto lo llevo, y es mío.

1954






MUERTE DE FRANCISCO NETRI

Ayer, en pleno centro, 
fue muerto de un balazo en el pecho 
el Dr. Francisco Netri. . .

“La Capital” (Rosario), 6/10/1916


La noche había dejado
una sombra en la esquina.
Por tu calle de siempre
hacia la sombra ibas.

Eras el abogado de los campesinos.
Llevabas en el ojal una espiga.

Cuántos hombres han muerto como tú;
cuántos morirán todavía,
por llevar distraído el corazón,
por ir mirando una espiga.

Era mi tiempo de estudiar.
También yo iba con mi florecilla,
traída del campo,
que con la luz se abría.

Me gustaba andar por Rosario
con mi dondiego-de-día.
Andar sin rumbo y sin pena
por sus calles con niñas.

Te hallé tirado en el suelo,
con tu sonrisa, con tu espiga.

Mientras en los cafés
los poetas hacen su poesía,
la libertad muere en la calle,
sola, desconocida.

A manos de una sombra te vi muerto
cuando mi verso nacía.

No recuerdo los pájaros, ni el cielo;
ni el árbol, si lo había;
todo eso tan dulce de cantar
cuando no hay muertes en la vida.

Sólo recuerdo tu clavel de sangre.
Sólo veo tu espiga.

«Es el abogado de los campesinos»
—una mujer decía—,
y tomada del brazo de su hombre,
te miraba agradecida.

También yo te miraba
con mi espontánea florecilla,
que se había cerrado
al nublarse mi día.

Después todos se fueron.
Quedó la calle vacía.
En la calle, brillando,
una cosa caída.

Yo la levanté con sangre.
Era de oro y se deshacía.



PARANÁ 


— ¿Adónde vas, hijo mío?
— Por mi caballo, al río.
— ¿Por tu caballo? ¿Cuál?
— Por mi canoa, digo, que es igual.
— No vayas, que el río viene con ruido.
— No madre, viene florecido.
— Quédate, que no se ven las orillas.
— Viene con flores amarillas.
— Quédate, que no está tu padre.
— ¡Qué hermoso es nuestro río, madre!
— ¡Y que profundo!
— Profundo y fecundo.
— Turbio, no muestra lo que encierra.
— Turbio, del color de la tierra.
— Me atrae, pero le temo.
— Es manso, de extremo a extremo.
— Es manso en apariencia.
— Lleno está de inocencia.
— Lleva la muerte escondida.
— ¡Salud, río de la vida!
— Cállate, que me haces llorar.
— ¡Salud, río solar!
— Cállate, por favor.
— Dulce es no tenerte temor.
— Hijo, no hables así.
— Dulce es echarse en ti.
Tu mundo es otro acogedor.
De ti se vuelve sin dolor.


Dilo conmigo, madre;
dilo llena de gozo,
con tu voz de cantar:
—Salud, Señor y Padre.
Bueno eres y todopoderoso.
De ti le viene al hombre de este suelo
la voluntad de dar.
Por ti el varón es fuerte y mira al cielo;
por ti, dulce de amar,
grande para la espera y el dolor,
la mujer de su vida.
La flor de ceibo es su entregada flor,
porque es como su herida.


Dilo conmigo, madre,
tu brazo de ángel protector
alrededor de mí;
dilo cantando, con amor:
—Salud, Señor y Padre.
Nuestro eres y nosotros de ti.
Es de raíz y rama
la amistad que nos une, pura como la llama.
Movido hacia tu lado,
tiene el hombre su empuje y la mujer su espera.
El es el árbol inclinado
sobre tu fuerza viajera;
ella, la lluvia verde
de tu sauce constante,
que se va contigo adelante
en cada hoja que pierde.
Irse de ti es llorar.
Mirarte, descansar.


Dilo conmigo, madre;
dilo avanzando sin recelo,
con tu voz de cantar:
—Salud, Señor y Padre.
Grato es a los ojos tu pasaje hacia el mar;
grato tu viento en el pelo;
grata tu voz en el oído;
grata tu flor
donde se huele el olvido;
grato el verdor
de tus orillas donde nace
el ave venturosa;
grata la arena que en tu seno se hace,
silenciosa.
Y el canto de tu pájaro en vuelo.
Y el arrullo de tu paloma dolorosa.
Y el fulgor de tu pez en el anzuelo.
Y la ascensión gloriosa
de tu garcita mañanera,
y su regreso de ángel por el cielo
con la estrella primera.


Grato el descendimiento de la nube
que en ti se abreva;
grata su plenitud, cuando sube,
cuando por el aire te lleva.


Grata la aparición del toro,
rey ígneo, en tu barranca de oro.
Y bajada del cielo, grata la luna hermosa,
desnuda entre tus brazos, desnuda y temblorosa.


Dilo conmigo, madre;
dilo entrando en el agua sin temor,
y como me hablas a mí, con amor:
—Salud, Señor y Padre.
Dulce es sentirte en los pies;
dulce es echarse a tu lado.
Nuestro día de espera fuerte es
porque es por ti empujado
y por ti protegido.
Eres el can pastor;
de poco dormir,
que nos arrea hacia lo prometido:
el día mejor.


Tienes la oreja levantada
“hacia el lado de venir”
y el gruñido guardián
sobre la tierra bien amada.
De ti nacen en todas direcciones
los caminos del pan;
a ti vienen con sus dones
—cardumen, flor, bandada—
los otros caminos, los que no piden nada:
¡Oh, San Javier frutal!
¡Oh, Salado: tu gárgara de sal!


Dilo conmigo madre,
dilo bajando por el sendero andado
que entra en el agua, enamorado:
—Salud, Señor y Padre.
Tu fuerza es infinita.
En vientre de la tierra en tu arteria palpita.
De tu fondo estival
donde el gran pez dormita,
asciende a bocanadas el aliento vital.
Tuyo es el hecho
de la cargada rama y del henchido pecho.
Sobre tu onda danza
con pies de bailarina la esperanza.
En ti está el aliciente
de la ilusión que viaja, permanente;
en ti la levadura
de la libérrima ciudad futura;
en ti la voz de mando
de marchar hacia el día, en multitud, cantando;
en ti la noche y la alborada;
en ti la tarde en rosas cosechada;
en ti todo el pasado;
en ti todo el presente
que arrastra el árbol derrumbado;
en ti el futuro con su sol naciente;
la voz indígena, lejana;
la voz que pasa, combatiente,
y la voz salvadora de mañana.


Dilo conmigo, madre:
—Salud, Señor y Padre.
Nuestra provincia mansa
en tu brazo descansa.
Es tu mujer encinta
que en el linar se azula y en el ceibal se pinta.
Es tu mujer madura
que apoya en tu caricia su espalda y su cintura.
Es tu entregada esposa,
el pelo en el trigal, casta, desnuda, hermosa.
De tu fecundo aliento
amanece sudada.
Luz de tu boya anclada
vela su alumbramiento.


Dilo conmigo, madre:
—Salud, Señor y Padre.
La tierra prometida, la buena tierra en paz,
es ésta que tú guardas, ancha, libre, feraz.
Porque así era, al fundador
guiáronlo hasta aquí tu pájaro y tu flor,
y aquél pudo decir,
como en ninguna parte, que era dulce vivir.
Tuyo ¡oh, río! es la gloria
de haberle dado fama al hombre sin historia.
Por tu camino, vacilante,
vino por pan un día el oscuro inmigrante,
y el pan se hizo en su mano:
tuvo pan su mujer, su hijo, su hermano,
y le sobró otro tanto para dar.
Tuya es la gloria de llevarlo al mar.


1950



De: Canto a Cuba [1960]


ROSA NÁUTICA 

Los cónsules habían tirado su honor a los perros,
su carne envenenada.
La noche andaba con su balde de petróleo
entre las estatuas.
El sol sorprendía a los mercaderes contando dinero
en las escalinatas.
Las mujeres tenían vergüenza de los hombres.
Los hijos, tristes, ambulaban.

Cuando de lado del mar de las Antillas
se alzó una palabra
y empezó a dar la vuelta al mundo,
enceguecedora, blanca,
mientras barbudos ángeles de pueblo
iban con niños en las espaldas.

El primero que la vio fue el sereno
de una fábrica.
El sereno golpeó con el revolver la puerta del dueño.
Se hizo la luz en la ventana.
El sereno dijo:
“Las doce de la noche, pero es la mañana”.

La paloma estaba dando la vuelta al mundo,
enceguecedora, alta.
Cuando los árboles se mecían
era porque la paloma pasaba.
Nunca he visto a tantos árboles mecerse,
a tanto trigo, en la tierra americana.

El herrero de chispas en el pelo
salió para mirarla.
El negro se puso a llorar en el algodonal
que era una nube blanca.
El indio apareció con su machete
de entre las verdes cañas.
El minero sacó a la luz, desde la noche,
sus ojos de cantárida.
La libertad volvía por el cielo.
Era un estrella y palpitaba.
La había puesto el hombre.
Todos la contemplaban.

Pero los cónsules seguían tirando su honor a los perros,
su carne envenenada.
Por los pasillos iban y venían
los vendedores de palabras.
Un Moisés abandonado por el pueblo
hería la peña con su vara.
La peña daba cuervos de petróleo
porque el pueblo no estaba.
Se lo veía en el desierto, lejos,
como una isla de lana.
Arriba estaba la bandera sola
salida de las aguas.

Con tizas de los niños he salido a escribir
la palabra en mi casa.
Tengo la tiza azul,
la blanca;
la verde de la ceiba de Colón
que en Cuba echó su ancla;
la amarilla de las trompetas celestes;
la roja de las marchas...
Con treinta y dos colores
escribo la palabra.
Hago una estrella, hago una rosa móvil.
Vivo en la calle Cuba de la patria.


CABALLERÍA


Iluminada de cabellos blancos
viene la caballería negra;
viene el relámpago
en la tormenta,
el latigazo del viento
en las banderas,
el relincho y el grito
y atrás la polvareda.

El cielo está sin nubes.
No es el cielo el que truena.
La nube está en la barba de los hombres.
El trueno está en la tierra.

De su escondrijo sale deslumbrada
una mujer amarillenta,
la mujer de la caña verde
que arrastra niños en cadena.

Todos los caballos de la historia
vienen a ella:
el del indio, el del gaucho,
el de la cordillera.
Cruzaron a nado el mar
y ahora vienen a ella,
a ella que no es más que una mujer
de Cuba la pequeña.
Fue en un lejano pueblo de pastores
que apareció la estrella.

Iluminada de caballos blancos
viene la caballería negra;
viene el relámpago
a libertar la tierra.


VIDA


Ven conmigo, poeta.
Deja tu mesa con su rosa triste.
La alegría está afuera.
Muriendo y renaciendo,
llegó a caballo; se sentó en la hierba.


Ven conmigo, oh, mi amigo.
el dolor está afuera.
Pasa y no acaba de pasar llorando.
Lleva setenta muertos a la tierra.


Ven conmigo. En el cielo
grandes aves dan vueltas
porque los campesinos han llegado
a su isla de hierba,
y están hablando y cantan
alrededor de ella.


Ven conmigo. En la calle
pasa una gran bandera
con una estrella, sobre flores
que las mujeres siembran.
Pasa y no acaba de pasar el cielo.
Lleva setenta muertos a la tierra.


Ven conmigo, que el hombre
tiene las voces que no encuentras;
que tu verso lo tiene
una mujer que es nueva,
a quien el viento de las ramas
le sopla el pelo y la pollera.
Ven, que no te conocen.
Tu canción está afuera.


¿Para quién la flor sola de tu vaso;
para quién, si está muerta?
Ven conmigo a encontrarte con el hombre
en la mesa de tierra;
a acompañar al hombre
por su calle de sangre y azucena.
El canto está en la voz de los que cantan.
El ángel está afuera.


De: La Hoja Voladora [1961]


LA HOJA VOLADORA 3


Derribarás un árbol, dos, tres, cuatro,
        pero la hoja no.
Siempre hay una hoja que se salva
        y vuela bajo el sol.

Encerrarás un ave, dos, tres, cuatro,
        pero su canto no.
Hay dos cosas eternas como el aire:
        la idea y el amor.

La hoja de la imprenta de Sarmiento
        era igual que su voz.
Entraba por debajo de las puertas
        como el grillo y el sol.

El tirano quería detenerla,
        pero no pudo, no.
En su propio bolsillo la encontraba,
        en el de su reloj.

Si la quemaba, se volvía llama.
Si la rompía, se volaba en dos.



DOMINGO 


No te importen las piedras.
Siempre ha sido lo mismo.
Da tu luz, tu paloma.
El cielo es tuyo. Míralo.

Duerme sobre cajones
o en el suelo, que es lindo.
No se irá tu paloma.
La luz será contigo.

No siempre es hombre libre
quien anda en el camino.
El que está preso, a veces
es el que tiene el río.

Todo lo perderás
si enajenas tu trigo.
La tristeza vendrá
detrás de lo vendido.


Para dar se te ha dado.
Para amar has venido.
El lamento es la voz
de quién perdió su niño.

Por todo lo negado
se atrasa lo querido.
Algún día, si amas,
será el día sin tiros.

Aprende de aquel hombre
que sembró su apellido,
rompió su Valentín
y se alegró en Domingo.


SARMIENTO EN ESPERANZA 


Como Moisés en el agua
echó su bastón de mando,
y el río se puso dulce
con aquel bastón flotando.

Entró en la tierra de todos
con el sombrero en la mano,
y fue saludando a todos,
y al trigo, como un hermano.

Dijo cosas muy hermosas:
Llamó al gringo ciudadano.

Cuando la tarde caía
la tierra cantó su canto,
y él estaba que seguía
la canción de tanto en tanto.

al irse, del río oscuro,
tomó su bastón de mando,
y dijo que no lloraba,
que estaba el bastón llorando.


De: El Nivel y Su Lágrima [1963]

ANILLO

Envidio
a Hipias, el sabio,
que hizo su propio anillo.

el que te di, mi amor, y llevas puesto,
no es mío.
Aprisiona tu dedo, lo cautiva;
pero no es mío.

Contemplar las estrellas,
mirarlas en el río;
pero también hacerlas
con el martillo.

Rosa comprada y rosa de mi huerto
no son lo mismo.
He de aprender a trabajar el oro,
para que duermas con lo mío.


ALMUD 

El labrador te usó
para medir el trigo;
la hija del labrador,
para el recién nacido;
el nieto del labrador,
para correr caminos.

Medida de los viejos,
cuna del tiempo ido,
trineo que se fue
tirado por un niño.

Almud hecho de tala,
uno y trino,
tu sitio está en el cielo
con la Virgen y el niño.


CANTO AL CARNICERO


El poeta de la torre salió un día a buscar la libertad
y la encontró en el carnicero;
el poeta de la torre,
que había perdido el sueño.
Qué cosa más linda
la del poeta torrero:
pensar que la libertad
era de carne y hueso.

Tardó mucho en hallarla. En el zapato
se le hizo un agujero.
Le entró el agua, la tierra...
Pero estaba contento.
Todos hablaban de la libertad.
Tenía monumentos.
Su nombre, en papelitos,
caía del cielo;
pasaba en vagones de ferrocarril,
se encendía en letreros.
Qué dulce era buscarla.
Le escribió algunos versos.
Jamás la había visto,
pero tampoco el carnicero.
La sentía mujer,
alta, de pelo suelto.
Estaba deslumbrado.
No conocía el día entero.
Era el poeta de la torre.
Había vivido en los cimientos.

La buscó en los desfiles,
en las procesiones, en los cortejos.
Esperaba reconocerla entre las columnas
en la academia, quizá en el aeropuerto.
Nunca en las vertientes de las estaciones
con la gente corriendo,
ni en el frigorífico
con su sangre en el suelo,
ni en la fábrica
donde hay hombres sin dedos.
Había vivido bajo tierra.
No conocía el día entero.
Fue el albañil quien le dijo
que se diera una vuelta por el bosque obrero;
que tal vez la libertad estaba del otro lado,
donde madruga el fuego.
“Yo encontré allí la alegría.
Estaba barriendo”.

¿Y tú quién eres? —le preguntó al poeta—.
—¿Yo? El dueño de todo esto—,
Y el albañil dejó caer su plomada,
abrió las alas de su metro,
hizo jugar su nivel
que tenía una lágrima adentro.
Empezó a salir la luna en los ojos
del poeta sin sueño.
Volaban mariposas
alrededor de su cabello.

Aquella noche el poeta no salió.
Se quedó en la puerta a conocer el pueblo.
Sobre la madrugada
pasó el tren frutero.
Al relumbrante maquinista
se le quemaba el pelo.
Detrás del maquinista
llegó el camionero.
Traía la culebra del camino
arrollada a su cuerpo.
Se la quitaba a manotazos.
Escupía tierra y reniegos.
En la torre del reloj
vive San Eloy, platero.
San Eloy dio las seis de la mañana.
Salió corriendo el maestro.
Había luz en la panadería.
—Buen día, panadero—.
El pan estaba por nacer.
—Buen día al pan naciendo—.
Sobre el puente corría con su grito
el cervatillo de Florencio.
—Buen día, canillita;
buen día, marinero—.
Por la bruma volvía el pescador.
—Buen día, San Pedro—.
Saludó a Santa Claus enmascarado.
—Buen día, carbonero—.
Se paró a conversar con la vigilia.
—Buen día, sereno.
Buen día a todo el mundo—.
—Buen día, maestro—.
Por ninguna parte se veía
la mujer del pelo suelto.
Las mujeres barrían las veredas.
Hablaban entre sí de los precios.
Alguna sacaba su canario
al sol amarillento;
otra,
regaba su helecho...

De repente en la esquina,
de mármol o de hielo,
desembocó con carro y grito
un ángel, un guerrero.
Traía a rienda firme
dos caballos homéricos.
Podía ser Aquiles
arrastrando por la arena a Héctor.
Un cuchillo en la mano;
en la oreja un clavel de fuego;
el mapa de la tierra ensangrentada
en el mandil sujeto al cuello.
“¡Eh, de la gente!
¡Carnicero!”
El grito daba saltos mortales
por patios y techos.
Era el grito alegre
del hombre nuevo.

«¿Así que usted había sido la libertad?»
Se reía el carnicero.
Se reía con toda la boca
el dios obrero.
Metió brazo y cabeza
en su cajón de cedro.
Como un niño
se reía allá adentro.
Sacó un trozo de carne, el corazón
del buey sagrado, creo.
Lo paseó como una brasa
por el aire de hielo.
Lo pesó en la balanza de la justicia.
Se lo dio al poeta de los ojos nuevos.
Ya no se reía.
Se había puesto serio.
Le dijo: —Sí, hermano, soy yo.
Al fin te veo.



De: Obra Poética [1969]


AMOR CON LLUVIA Y PALOMA


1

Llueve, llueve, llueve. . . ¡Qué te hice, lluvia;
                        qué te hice yo!
     ¡Por qué no sigues camino adelante,
                  para que salga el sol;
                 ese de los ojos claros,
                       que es mi amor.


2

Y sin embargo, cuando estamos juntos,
               juntos en la ventana,
bien que te digo: —¡Bienvenida, lluvia!—;
bien que te dice: —¡Bienvenida, hermana!—.


3

Pienso: la lluvia cae de los cielos;
 la lluvia es inocente, pura, clara.
 Obedezcamos a la lluvia, amor:
          la lluvia nos separa.


4

Jazmín de lluvia, le llamas
al que tiembla en tu parral.
Jazmín de estrellas, yo digo.
               Es igual.
Llueven flores como estrellas
          en tu delantal.


5

Las palomas de tu casa
se vinieron a la mía
el día que a mí viniste,
que ya es un lejano día.


Pero todavía hoy,
porque eres de lluvia y trigo,
adondequiera que vayas
las alas se van contigo.


Sabe, así, toda la gente
todo lo que a mí me pasa:
Tú estas conmigo si vuelan
palomas sobre mi casa.


1938


CANOA


Siempre vacía y sola.
Siempre añorando al indio.
Siempre bajo una manta
de cina con flequillo.

En una mujer triste
pienso al verte, en un niño. . .

El caballito suelto
es tu igual y tu amigo,
y a veces te visita
en la orilla del río.

De arriba para abajo
cabecea contigo.
Las cosas que te dice
han de ser tristes, digo.

Te dirá que antes, todo,
todo era más lindo.

Sauce que se despeina;
ceibo que sangra, herido;
flor que se va de viaje,
son de otros ríos.

Canoa del Salado
no quieres ver el trigo;
para que no te pinte,
no quieres ver el trigo.

Arena amarga aleja
lo verde y lo encendido.
Lágrima amarga nubla
tus ojos para el gringo.

Potro cerril, tallado;
toro de alcor, fundido;
ángel de luz, viajero,
son de otros ríos.

Canoa del Salado,
nunca has mirado el trigo,
nunca, porque tus ojos
no quieren el olvido.

Bajo la rama esperas
con tu dolor cautivo,
sin entregar a nadie
tu corazón dormido.

Extraño, en tierra ajena,
y al punto entristecido,
me siento si te llevo
a navegar los linos.

¿Por qué me pones triste,
canoa de mi río?
¿Qué niño te han quitado
y lo buscas conmigo?


ESTERO


Con el agua a la cintura
estoy solo en el estero.
Cómo pienso en ti y te quiero
con el agua a la cintura.

Será porque pienso en ti
que viene tanta ave en vuelo.
No puedo tirar al cielo.
Será porque pienso en ti.

Me gusta andar en el agua.
Por eso soy cazador.
Hay cierto canto de amor
que sólo existe en el agua.

El agua, como la tierra,
tiene su flor, y es distinta,
y su gallinita pinta
que hace olvidar a la tierra.

Con la inicial de tu nombre
viene alta la bandada
la enlazo con la mirada.
Pero se va con tu nombre.

Florecida en una pata
la garza blanca medita.
No me pidas la garcita
florecida en una pata.

Con un grito de alma en pena
el caraú se alza enlutado.
En vuelo lento y cansado
cambia de lugar su pena.

¿Por qué le ofrece el flamenco
su dulce amistad rosada
a la vaca ensimismada?
¿Por qué me teme el flamenco?

Debieras usar enaguas,
para darme a toda hora
este rumor de totora.
Debieras usar enaguas.

Lejana, la voz del hombre
me llega en una canción.
Desde aquí, con qué emoción
escucho la voz del hombre.

Es que al estero, mi amor,
de silencio tan profundo,
la voz llega de otro mundo
con un reclamo de amor.

Por eso, a veces, mi vida,
dejo la tierra en que moras
y me voy por unas horas
a quererte en otra vida.



APOSTILLAS Y NOTA BIOBIBLIOGRÁFICA


1. En este poema, escrito en 1954, Pedroni se hace eco de la jornada sangrienta del 18 de junio del mismo año en Guatemala que fue la antesala del derrocamiento del presidente guatemalteco, democráticamente electo, Jacobo Árbenz Guzmán, el 27 de junio de 1954. La mañana del 18 de junio de 1954 un avión sobrevoló el cielo de la capital guatemalteca arrojando volantes firmados por las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, advirtiendo al presidente que debía renunciar. La intervención había comenzado. Por la tarde ya eran ráfagas de ametralladora y bombas las que eran lanzadas desde aviones, con la complacencia del embajador de Estados Unidos. A las 17 horas [5 pm], Árbenz convocó a un masivo mitin en la estación del ferrocarril, mientras aviones piloteados por mercenarios al servicio de la CIA surcaban el espacio aéreo. En el transcurso de esta jornada muere  acribillado un niño que jugaba en las calles de la capital guatemalteca por  la metralla de los aviones de la CIA que apoyaban la insurrección del coronel golpista Carlos Alberto Castillo Armas. El 19 de junio otro avión acribillaría a la pequeña Leticia Torres, de 3 años, a quien el poeta entrerriano Julio Florencio Acosta le dedicará el poema «Leticia de Guatemala» publicado en la antología mundial Poemas para la Batalla de Guatemala, donde también se incluye el poema del poeta santafesino Miguel Brascó, «Ahora usted, americano del sur», escrito en junio de 1954 y que publicáramos en estas mismas páginas [Véase AQUÍ]. Curiosamente este antología que también incluye poemas de Edgar Bayley, Ramiro de Casasbellas, Atilio J. Castelpoggi, Manuel González Flores, Raúl González Tuñón, José Portogalo, Antonio Requeni, José Rodríguez Itoiz, Mario Trejo y Francisco Urondo, no recoge el poema de José Pedroni que había sido escrito para la misma época en que ocurrió el «Guatemalazo» o la «Batalla de Guatemala» como se la conoce también. La expresión «Batalla de Guatemala» había sido acuñada por el Dr. Guillermo Toriello Garrido, Ministro de  Relaciones Exteriores de la República de Guatemala durante el gobierno de  Jacobo Arbenz, en un libro con el mismo título. El Presidente Árbenz fue obligado a renunciar a la presidencia, tras varios ataques aéreos y una incursión de 300 mercenarios desde suelo hondureño encabezados por el Coronel Carlos Alberto Castillo Armas y una campaña de manipulación de la opinión pública internacional, señalamientos y acciones contrarrevolucionarias que fue inútil contrarrestar. El golpe de estado militar fraguado por el Ejército guatemalteco a instancias de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos a mediados del año 1954, supuso el abrupto final de  una exitosa experiencia democrática que desarrolló un gobierno nacional y popular con amplio apoyo de la mayoría. El golpe contra  Árbenz tuvo importantes derivaciones internacionales que trascendieron ampliamente América Latina.  Eran las 21:00 horas del domingo 27 de junio de 1954, cuando el presidente revolucionario de Guatemala, el Coronel Juan Jacobo Árbenz Guzmán [1913–1971] pronuncia su dramático discurso de renuncia por TGW: «Desde hace quince días se ha desatado una guerra cruel contra Guatemala, de la cual aparentemente no hay ningún gobierno responsable. Esto no quiere  decir que no sepamos quién ha desatado la agresión contra nuestra querida patria. La United Fruit Company, los monopolios norteamericanos, en connivencia con los círculos gobernantes de  Norteamérica, son los responsables de lo que nos está ocurriendo».  Con el derrocamiento de Arbenz, aquella noche del 27 de junio de 1954, estaba teniendo éxito la primera operación que contra sucesivos gobiernos latinoamericanos organizó e impulsó la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Fue esa sin duda la primera oportunidad que tuvo el gobierno norteamericano de «montar» procesos contrarrevolucionarios en América Latina.

2. Se conoce como «El Grito de Alcorta» a la rebelión campesina de pequeños y medianos arrendatarios rurales que, en 1912, sacudió el sur de la provincia argentina de Santa Fe y se extendió como un reguero de pólvora por toda la región pampeana, con centro en la ciudad de Alcorta. La provincia de Santa Fe es a comienzos del siglo XX la segunda del país en producción y población, insertada en un área privilegiada por las políticas estatales y el mercado internacional. En 1876 se sancionó la Ley de Inmigración o Ley Avellaneda que, con el objeto de desarrollar la agricultura, propuso un programa de colonización de tierras públicas, pero de la que también podían participar los terratenientes o propietarios de tierras privadas. El objetivo de la norma era desarrollar la agricultura poblando el interior con miles de productores extranjeros. Engañados por la promesa de acceder a tierras propias, miles de inmigrantes europeos llegaron a la Argentina esperando prosperar en una tierra de oportunidades pero, al no respetarse la legislación, muchos de esos terratenientes se apropiaron de tierras públicas y las arrendaban con la consecuencia de que esos agricultores terminaron trabajando como arrendatarios, aparceros, medieros, o lo que es más grave aún, como trabajadores golondrinas que permanecían en el país durante tres o cuatro meses de cosecha para luego retornar al viejo continente. Obligados a aceptar abusivos contratos, los arrendatarios junto al resto de los trabajadores del campo, fueron los que en definitiva desarrollaron económicamente las tierras arrendadas, para beneficio casi exclusivo de los grandes propietarios, favorecido con las concesiones de las construcciones ferroviarias y portuarias y el manejo oligopólico de la comercialización de granos. La expansión del cereal fue acompañada por una proliferación de construcciones ferroviarias impulsadas fundamentalmente por los ingleses. Las compañías ferroviarias Buenos Aires y Pacífico, Central Argentino y del Sur y del Oeste otorgaron un tratamiento preferencial a las «Cuatro Grandes» acopiadoras de granos: Bunge y Born, Louis Dreyfus y Co, Huni y Wormser, y Weil Brothers. Hacia 1914 el control de los embarques cerealeros argentinos estaba concentrado en Bunge y Born (23%), Louis Dreyfus y Co. (22%), Huni y Wormser (10,5%), Weil Brothers (10%), el resto en otras compañías también extrajeras. Estas multinacionales comercializaban el 98% del total de las exportaciones de granos. El 65% era controlado por las «Cuatro Grandes». Con el tendido de ferrocarriles y el crecimiento de las ciudades principales, Rosario, comercial y portuaria y Santa Fe, sede administrativa institucional con histórico prestigio fundacional, y, sobre todo, con el impulso de colonias en el centro, oeste y sur y la expansión de la «frontera» hacia el norte, se empezó a sembrar trigo, cuyo excedente era exportado a Europa. La cultura trabajadora del inmigrante europeo, el esfuerzo del «gringo» hizo que la tierra produjera mucho más, convirtiendo a la Argentina en el «granero del mundo». La expansión ferroviaria en manos de los ingleses y el proceso de colonización le permitió a los dueños de la tierra disponer de la fuerza de trabajo necesaria para generalizar el uso de los arrendamientos, el motor del desarrollo de la producción de granos. Esto posibilitó que los propietarios obtuvieran enormes ganancias al usufructuar bajo condiciones de explotación de la mano de obra agrícola sacarle un alto rendimiento al trabajo de esos inmigrantes, mientras la inmensa mayoría de los arrendatarios eran arrastrados hacia la ruina. En efecto, al seguir la propiedad de la tierra concentrada en manos de pocos, se profundizó la brecha socioeconómica entre los terratenientes y los inmigrantes que trabajaban las tierras. Los arrendatarios se hacían cargo de todo: sembraban por su cuenta y riesgo, pero por contratos estaban obligados a alquilar a los propietarios –y sólo a los propietarios— los elementos de labranza y las trilladoras, a cambio los chacareros debían entregarles los cereales limpios y embolsados –en bolsas que sólo podían comprarles a los dueños del campo— listos para su traslado al puerto y quedaría para los dueños entre el 40 y el 50% de la producción. Tampoco podían sembrar otro cultivo que los pactados con los dueños y no podían criar ganado vacuno ni caballar, si no pagaban una abultada suma en carácter de «multa». Así, la mayoría de los chacareros se veía obligada a comprar todos los elementos necesarios para su sostén diario en los almacenes de sus patrones a precios varias veces superiores a los valores de mercado, lo que los llevaba a vivir endeudados de una cosecha a la otra. En 1911, la mala cosecha eleva el precio de los granos y las deudas de los arrendatarios con los propietarios o terratenientes se multiplicaron. Al año siguiente, las condiciones climáticas favorables permitieron una cosecha récord que provoca la baja del precio de los granos por la abundancia de oferta. Sin embargo, para los arrendatarios, esto significa menos ingresos y grandes dificultades al momento de afrontar el pago de los elevados cánones de arrendamiento.  La situación se vuelve acuciante para los pequeños productores, ya  que a las deudas originadas por la mala cosecha del año anterior se les suma la caída de los precios del grano. Cuando todo parecía solucionarse en 1912 con una muy buena cosecha, los malos precios de los granos, sumadas a las importantes deudas del año anterior, apenas alcanzó para pagar lo que debían a sus arrendadores o terratenientes y ni siquiera pudieron cancelar los saldos de las libretas con los almacenes que no pertenecían a la patronal. Los arrendatarios quedaron sin medios ni recursos para responder por sus deudas ante sus otros acreedores. Entre estos acreedores se encontraban empresas acopiadoras, las «Cuatro Grandes», muy especialmente Bunge y Born y Louis Dreyfus y Co. El 25 de junio de 1912 se realizó una asamblea en la Sociedad Italia de Socorro Mutuo e Instrucción. El joven abogado Francisco Netri —junto con chacareros, comerciantes, agricultores y trabajadores del campo– ha promovido la protesta y conduce la asamblea en la que participan más de 2000 manifestantes. En la región de Alcorta había unos 2000 colonos, 1500 eran italianos y 500 españoles. La rebelión de los chacareros de Alcorta es el inicio de una protesta más extensa en la Argentina agroexportadora: adhieren a esta histórica huelga agraria más de 100.000 chacareros y colonos con apoyo de los sindicatos de trabajadores rurales, pequeños comerciantes, sacerdotes y profesionales que, en conjunto, reaccionan ante la injusticia de los sistemas de arrendamiento y trabajo agrario. Entre consignas combativas se declaró la huelga por tiempo indeterminado, hasta conseguir, entre otras reivindicaciones: la rebaja general de los arrendamientos y aparcerías; la entrega en las aparcerías del producto en parva o troje, como saliera; contratos por un plazo mínimo de 4 años. La convocatoria había surgido de los campesinos de Alcorta, encabezados por Javier Bulzani, quienes contaban con el apoyo de dos párrocos italianos de esa localidad y de la localidad vecina de Máximo Paz, los hermanos José (cura párroco de Alcorta entre 1908 y 1920) y Pascual Netri (cura párroco de Máximo Paz) y de los comerciantes de la zona. El abogado Francisco Netri, hermano menor de los párrocos, tuvo un papel fundamental en la asamblea y fue quien enfatizó que los chacareros debían «constituir su organización gremial autónoma». Esta huelga histórica marcó la irrupción de los chacareros, mayoritariamente procedentes de inmigrantes europeos, especialmente italianos y españoles, en la política nacional del siglo XX, dando origen además a su organización gremial representativa, la Federación Agraria Argentina que, a diferencia de la Sociedad Rural Argentina, representaba a los pequeños productores. A medida que se avanzó en la huelga, se fue adelantando también la organización sindical agraria, y tomó fuerza la idea de constituir una organización central de chacareros. Fue así como el 15 de agosto de 1912, en la Sociedad Italiana de Rosario, se fundó la Federación Agraria Argentina, bajo el patrocinio e inspiración de su segundo presidente, el abogado italiano Francisco Netri, héroe y mártir de «El Grito de Alcorta». El Doctor Francisco Netri, había nacido en Albano, Lucania, Italia, el 2 de abril de 1873. A la temprana edad de 5 años quedó huérfano de padre y fue su hermano José Netri, cura párroco de Alcorta, quien se hizo cargo de sus estudios. Ingresó en el Instituto Sarli, en Potenza, y luego pasó a la ciudad de Nápoles, lugar donde culminó su carrera en Derecho con las mejores calificaciones. Allí mismo comenzó a ejercer su profesión junto a colegas de renombre que le estimaban y guiaron en sus primeros pasos profesionales. Solo en Italia, el joven abogado decidió emigrar a nuestro país, no con intenciones de hacer fortuna, sino para reunirse con su madre y sus cinco hermanos que ya residían en Rosario, donde revalidó su título y ejerció la abogacía. Había llegado al país en 1890, incorporado al foro local dictaba también una cátedra en el Colegio Nacional. Se naturalizó ciudadano argentino.  Faltos de asesoramiento legal, los chacareros pidieron  apoyo al cura del pueblo, José Netri. Ante el requerimiento de su hermano José que había fracasado en el pedido de liberación de los presos, el Dr. Francisco Netri decidió intervenir para corregir la injusta privación de libertad de los que reclamaban condiciones más dignas de vida para las explotadas familias agrarias. Como un concienzudo y honesto explorador de los vericuetos legales del derecho, el doctor Francisco Netri, acompañado por sus hermanos sacerdotes, al ser visitado por una delegación de chacareros arrendatarios pertenecientes a distintos pueblos de la provincia de Santa Fe, estudió y analizó los contratos legales que tenían suscriptos con los terratenientes y los asesoró para renegociar los contratos de arriendo que los sumían en la miseria. Como formador de doctrina y explorador del derecho, el Dr. Netri quiso hacer entrar en razón a los terratenientes explicándoles las condiciones excepcionales de la época, por ejemplo, la depresión mundial, que impedía a los chacareros cumplir con sus contratos con el objeto de renegociarlos y concedieran rebajas en los arrendamientos y aparcerías. Los propietarios de las tierras no quisieron atender razones y se aferraron a la letra de sus contratos. Planteadas así las cosas,  Netri alentó a los colonos a resistir y continuar con la huelga. La respuesta de los terratenientes no se hizo esperar: en un acto realizado en la localidad de Firmat fueron asesinados los dirigentes agrarios anarquistas Francisco Mena y Eduardo Barros, en tanto que en el centro de la ciudad de Rosario fue asesinado de un disparo en el pecho, el abogado Francisco Netri, el 5 de octubre de 1916, mientras caminaba desde su casa a la Federación Agraria Argentina. Netri fue emboscado en la calle Urquiza entre Mitre y Entre Ríos por un asesino a sueldo, Carlos Ocampo, de 21 años de edad, ex empleado despedido por la Federación, quien argumentó que asesinó al Dr. Netri para cobrarse de esa brutal manera una deuda salarial impaga.  El atentado tuvo lugar frente al número 1212 de calle Urquiza, falleciendo instantes más tarde en la peluquería de Urquiza 1211. El crimen conmovió a la opinión pública, y los diarios de toda la república condenaron y repudiaron este injustificable crimen. El 6 de octubre sus restos mortales fueron inhumados en el cementerio El Salvador. Tenía apenas 43 años, una joven esposa y cinco hijos.

3. En julio de 1839, junto a José Quiroga Rosas, Indalecio Gómez y Antonio Aberastian, un todavía joven Domingo Faustino Sarmiento fundó en la provincia cuyana de San Juan el semanario El Zonda, donde ya se evidenciaba la importancia capital que Sarmiento le otorgaba a la hoja de imprenta como medio de expresión y de divulgación de sus ideas políticas y de la que sólo llegaron a aparecer seis números en su primera etapa. La aparición de El Zonda fue para Sarmiento una necesidad para dar publicidad a sus ideas, alertando sobre los males endémicos que minaban la salud moral e intelectual del pueblo. Este periódico funcionó, de algún modo, como órgano oficioso de la logia patriótica la «Joven Argentina», a semejanza de la «Joven Italia» inspirada por las ideas revolucionarias del político, periodista y pensador genovés Giuseppe Mazzini, autor de textos como Italia republicana y unitaria (1831) y Una nación libre (1851). Mazzini representa el modelo liberal, unitario y republicano, heredero de la tradición revolucionaria liberal,  que pretendía que todos los estados se fundieran en una República italiana, liberal democrática y laica. En 1831 Mazzini viaja a la Toscana, donde se convierte en miembro de los Carbonarios, una asociación secreta con fines políticos fundada en Nápoles durante los primeros años del siglo XIX en el contexto de la ocupación napoleónica de Italia (1805-1814) sobre valores nacionalistas y liberales. El pensamiento unitario y liberal de Mazzini, se enmarca dentro del momento de idealismo revolucionario carbonario, conectando tanto con una de las corrientes del romanticismo como corriente artística como con los ideales de la masonería especulativa cuyos ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad habían inspirado igualmente a las Logias Patrióticas americanas. En este mismo año viaja a Marsella, donde junto a otros exiliados italianos organizó en la clandestinidad una nueva sociedad política insurreccional llamada «La Giovine Italia» (La Joven Italia), una sociedad secreta formada para promover la unificación de Italia.   En 1838, también la «Asociación de la Joven Generación Argentina» fue creada en la clandestinidad y orientada por Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez. Esta asociación clandestina tuvo sedes en San Juan, Tucumán, Córdoba, y trabajaron para ella Sarmiento, Benjamín Villafañe, Marcos Avellaneda, Vicente Fidel López y Luis Domínguez, entre otros. Su programa ideológico pretendía recuperar la tradición liberal de la Revolución de Mayo, alentar el progreso material y superar la polarización entre federales y unitarios, para lo cual debían influir sobre la clase dirigente y asesorarla ideológicamente. Consideraban a la democracia representativa como un objetivo a largo plazo y cuestionaban el sufragio universal adoptado por Buenos Aires, en 1821, por las posibilidades de manipulación de sectores interesados y fraude político que a juicio de sus miembros tuvo su aplicación y porque creían que era inadecuado para la realidad social de la Argentina de ese tiempo. A fines de la década del ‘30, los miembros de la Joven Generación Argentina habían pasado abiertamente a la oposición a Rosas y muchos emigraron a Montevideo, Chile, Bolivia o se dirigieron a las provincias del Interior, donde fundaron filiales de la Asociación que llevaron a cabo su propaganda política. Adhirieron a la asociación, entre otros, Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre, Mariano Fragueiro, Vicente F. López, José Mármol y Miguel Cané. Desde el pliego de El Zonda cada sábado, Sarmiento fustigaba las costumbres conservadoras de la aldea, la estrechez de su criterio y la tiranía de un gobierno que se oponía al progreso y a las ideas renovadoras. Rosas, que vigilaba siempre desde Buenos Aires las filiales provinciales de la «Joven Argentina» trató de acallar la propaganda contraria a su gobierno. El Zonda no fue prohibido oficialmente pero, como el periódico se imprimía en la única imprenta que existía en San Juan que era propiedad de la provincia, el gobernador recurrió a un aumento en los impuestos por su utilización. Desde el número seis, El Zonda habría de pagar a doce pesos cada pliego de papel. Sarmiento se negó a pagar lo que suponía su ruina y, más aún, el cierre del periódico a corto plazo. Apareció el sexto número, no pagó el impuesto y su negativa lo llevó a la cárcel. A pedido de su hermana Bienvenida, pagó la deuda, quedó en libertad pero tuvo que marchar exiliado. En su camino hacia Chile, escribió, en un lugar visible, antes de cruzar la frontera: «On ne tue point les idées», frase que atribuyó a Hyppolite Fortfoul, pero que Pierre Verdovoye estableció que pertenece a Diderot. Una anécdota sarmientina, asegura que unos arrieros que lo habían visto escribir esa frase en francés, aunque no entendían la lengua, se rieron de ese acto simbólico argumentando que las lluvias borrarían muy pronto esas palabras. A lo que el educador y escritor sanjuanino respondió: «Lo que yo he escrito no se borrará jamás». Nadie ignora que Sarmiento concibió a las ideas como motores vitales que había que comunicar por la prensa escrita, concebida como un medio para educar a los pueblos y conducirlos hacia el progreso, mientras que por el contrario consideraba que la ausencia de ideas conducía a la barbarie pura. Descubrió en el ejercicio del periodismo al vehículo adecuado para lograr estos fines. Así lo declara desde el editorial del primer número del periódico semanal El Zonda aparecido el sábado 20 de julio de 1839: «Nos hemos propuesto escribir un periódico y por rudo que sea el lector no dejará de suponer que contamos con todas las cualidades necesarias para desempeñarnos con acierto. Vasto caudal de luces, literatura, sana crítica, miras elevadas, acendrado patriotismo, juicio recto, prudencia &. &. &. ,., y algunos exigirán también protección, o al menos tolerancia de las autoridades, de todo lo que les daremos repetidas, e incontrovertibles muestras en nuestras páginas». La imprenta fue una de sus mejores aliadas porque le permitió llevar a la sociedad la educación y la cultura con el propósito de «educar al soberano». El ejercicio del periodismo fue para Sarmiento una indispensable herramienta al servicio de la formación moral y la ilustración  del pueblo, deseoso de extender la información, luchar contra lo que consideraba injusto y conseguir profundos cambios sociales. En su editorial del número 4, publicado en la provincia de San Juan, el sábado 10 de Agosto de 1839, Sarmiento critica el uso del periodismo como medio para comunicar las «bagatelas del momento» y dice: «¿Qué es, pues, un periódico? Una mezquina hoja de papel, llena de retazos, obra sin capítulos, sin prólogo, atestada de bagatelas del momento. Se vende una casa. - Se compra una criada.- Se alquila un piano.- En el almacén tal se despachan efectos baratos.- Se ha perdido un perro.- Se ha fugado un muchacho.- Se necesita una ama de leche.- Murió fulano.- Entraron o salieron tales buques.- Se ha perdido un caballo.- Se representa una comedia, y otras mil frioleras, que al día siguiente a nadie interesan, que a la distancia no interesa nunca». La prensa representaba para Sarmiento su arma de combate a través de la cual atacaba, se defendía, criticaba o enseñaba. La inmediatez con que la prensa comunicaba esas «bagatelas del momento» al público lector, le permitió comprender a Sarmiento que el periodismo y la imprenta eran herramientas eficaces que —puestas al servicio de un intelectual que seguía modelos del  moderno pensamiento ilustrado europeo— podrían servir para la difusión de sus ideas liberales y progresistas que, para la época, eran sinónimo de civilización. Sabido es que Sarmiento, subtituló su libro más importante, Facundo, con dos términos antitéticos que para él sintetizaban su pensamiento: «civilización» y «barbarie».  Facundo comenzó a publicarse, en forma de folletín, el 5 de mayo de 1845 en el periódico «El Progreso», de Santiago de Chile, con el nombre de Civilización y barbarie: vida de Juan Facundo Quiroga. Sarmiento pensaba que el gran problema de la Argentina era el dilema entre la «civilización» y la «barbarie». Con arreglo al gusto de los románticos, el pensamiento de Sarmiento proponía un programa ideológico asentado en esa antítesis «civilización» y «barbarie» y, como muchos pensadores liberales de su época, entendía que la «civilización» se identificaba con la expansión de las ciudades, el desarrollo de las comunicaciones, la cultura europea, o sea lo que para ellos era el progreso; mientras que, por el contrario, la «barbarie», era lo bucólico y agreste, el campo, lo rural, mezclados con el atraso y lo inculto que nos venía dado por la herencia colonial  hispánica, y de la que el caudillo, el indio y el gaucho, eran sus rémoras porque detenían el desarrollo de la cultura y la civilización embargando el futuro de la nación argentina. Este dilema, según él, sólo podía resolverse con el triunfo de la «civilización» sobre la «barbarie». Por medio de una hoja volante, El Zonda, Sarmiento usó el periodismo y la imprenta para difundir sus ideas antirrosistas ya que, precisamente, el caudillo Juan Manuel de Rosas era visto como la encarnación misma de la barbarie, el atraso y la incultura, que con tanto esfuerzo combatía. Juan Manuel de Rosas, el latifundista más poderoso de la provincia de Buenos Aires, era también visto por Sarmiento como sinónimo de restauración y consolidación de las estructuras conservadoras del viejo orden colonial del cual el caudillo federal era heredero. 



JOSÉ BARTOLOMÉ PEDRONI, escritor y poeta, nació en Gálvez, provincia de Santa Fe, el 21 de septiembre de 1899. Era hijo de Gaspar Pedroni y de Felisa Fantino, ambos inmigrantes italianos, de Lombardía y Piamonte respectivamente. Durante su infancia, la vida del poeta transcurrió en el ámbito rural rodeado de las herramientas de labranza que han sido objeto de sus poemas. A la rudeza de la vida de campo, le sigue el trabajo duro del albañil, oficio que conocerá ayudando a su padre y allí se familiarizará con todos las herramientas de albañilería como el nivel, la plomada, la escuadra, la cuchara, y otros instrumentos a los que dedicará sus poemas. A la par cursa su escuela primaria. En 1912 se radica en Rosario. Estudia en la Escuela Superior de Comercio y aprende inglés y francés. Por entonces comienza a publicar sus primeros trabajos en un diario de Gálvez. Los años juveniles de Pedroni transcurren en una Rosario convulsionada por movimientos obreros socialistas y anarquistas. En 1912 se produce el Grito de Alcorta, la primera huelga agraria del país. Años después cae asesinado el abogado Francisco Netri a quien dedicará el poema «Muerte de Francisco Netri» que publicará en su libro Cantos del Hombre (1961). Ese clima de efervescencia ideológica y virulencia política influirán decisivamente en la cosmovisión social de Pedroni. En 1916, José Pedroni obtiene el título de Bachiller y comienza a trabajar como tenedor de libros, dos años más tarde y por razones laborales, se traslada a San Carlos Norte y luego a Sa Pereira. Allí comienza a conocer la historia de los primeros colonos, historia que reproducirá en sus versos. Trabajando como contador en la Casa de Ramos Generales de Alejo Chautemps, conoce a su hija Elena, a quien desposará el 26 de marzo de 1920. Un año después, el 17 de marzo de 1921, nace su primer hijo, Omar Tulio. Ese mismo año, luego de recibir la baja como conscripto en el servicio militar, Pedroni se traslada a Esperanza, donde se emplea en la Fábrica Nicolás Schneider, en la cual trabajó como contador durante 35 años. En 1923 aparece su primer libro La gota de agua que trae una dedicatoria a su esposa Elena Chautemps. Dos años después, en 1925, publica Gracia Plena . La llegada del segundo hijo, José María, fue motivo de varios de sus poemas más bellos. El 13 de junio de 1926, en una nota publicada en el diario La Nación , Leopoldo Lugones elogia la obra del poeta santafesino y lo llama  «el hermano luminoso». En 1928 nace el tercer hijo de José Pedroni: Juan Carlos, y en 1930, nace la única hija del poeta: Ana María, quién se radicó en Guatemala, quien  continuará  la herencia paterna de la vida literaria. En 1935, diez años  después de la publicación de Gracia Plena, aparece su libro Poemas y palabras . En los años siguientes José Pedroni publica Diez mujeres (1937), El pan nuestro (1941), Nueve cantos (1944). En 1954 escribe el poema «El niño de Guatemala» que incluye en su libro Cantos del hombre que se publica en mayo de 1960.  En 1956 publica Monsieur Jaquín un libro donde rinde homenaje a los primeros inmigrantes que trabajaron la tierra, especialmente a los fundadores de la Primera Colonia Agrícola Organizada del país: Esperanza. En 1959, el escritor funda en Esperanza el Teatro de Títeres Pedro Pedrito, con la colaboración de otro gran artista: Ricardo Borla. En mayo de 1960 se publica Cantos del hombre. En diciembre del mismo año aparece Canto a Cuba. En 1961 le sigue La hoja voladora y luego en 1963, el que sería su último libro: El nivel y su lágrima. Falleció el 4 de febrero de 1968, en Mar del Plata, la ciudad más grande y famosa de la Costa Atlántica, lejos del río Paraná y de Esperanza, su tierra amada, a los que dedicó bellísimos poemas.

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El Cristo Negro
(Leyenda de San Uraco)1
1927




San Uraco de la Selva, no se encuentra en el Martirologio pero podemos atrevemos a creer que debía hallarse allí, aunque en el mismo Cielo de Nuestro Señor y aun en el Infierno de los cornudos, se vieron en grueso aprieto para saber donde debía quedar.

Nació en Santiago de los Caballeros allá por el año de 1567, hijo de Argo de la Selva y de la india Txinque, nieta de reyes, algo bruja, algo loca.

En la época a que vamos a referirnos (1583), gobernaba Guatemala el Licenciado García de Valverde, a ratos cruel como la mayoría de los capitanes generales, con una barba roja y cuadrada que untaba su coraza de reflejos sanguíneos, y sus manos huesosas y largas, cubiertas de vello rojo, parecían ensangrentadas de una manera indeleble, detalles que por lo demás, bien podía respaldar simbólicamente una verdad moral.

Argo de la Selva, noble ruin de Badajoz, había sido lugarteniente de Valverde durante más de seis años, hasta el día en que perdido el favor y acumuladas sobre su persona una larga serie de crímenes, fue juzgado por el mismo Valverde y ahorcado en el patíbulo de cerro largo, que desde las ventanas del Ayuntamiento, aparecía sobre el cielo lejano, siempre cargado como la rama prodiga de algún árbol macabro.

Fue entonces que la india Txinque, madre de Uraco, (mozo ya de dieciséis), entró una noche, nadie sabe cómo en el palacio, armada su mano verde con un puñal envenenado, y en pleno baile, intentó dar muerte horrible al licenciado; pero no logró su intento y fue destrozada por las guardias y enclavada más tarde su cabeza en una lanza, en medio de la plaza de la ciudad.

Uraco huyó de la venganza del gobernador y fue a refugiarse al convento de San Francisco, hallando amparo a la sombra de Fray Francisco Salcedo su padrino de pila, quien se tomó el cargo de instruirle en la lengua de Castilla y en la sagrada vida de Cristo.

Esto apasionó a Uraco y empezó su amor a Jesús con un tesón que hacía cavilar a los frailes y mover la cabeza negando antes que asintiendo, por aquella locura y desenfreno.

Algún monasta de rostro anudado le acusó de hipocresía, confirmada más tarde con la huida de Uraco y el robo de las joyas sagradas. ¿Qué pensaba el Hermano Francisco?

Atenuaba, atribuyendo el robo a una locura amorosa que le hacía desear para sí sólo, lo que estaba en tanto contacto con la Divinidad.

Uraco, quien era ya entonces Fray Uraco aunque no profesara aún en la orden, aparentaba veinticinco años, su barba rala y negra de mestizo, daba a su rostro un no se sabía qué de malévolo. Delgado y gris, enfundado en el hábito sugería la idea —mil veces exorcizada por los monjes— del Demonio metido a fraile. No obstante, su voz clara y suave, que era como miel de alma, iba, al hablar, aclarándole en dulzura hasta modelar en él un agraciado del Cielo, tan esplendoroso, que hacia bajar la cabeza de los maledicentes.

Noches, de claro a claro, pasó este loco arrodillado en medio del pedrero, orando en el jardín, que a la mañana se llenaba de rosas blancas, acaso surgidas en la noche al auspicio de aquel suave susurro que inquietara el silencio nocturno preñado de brotes.

Diez veces desapareció del convento durante muchas horas, sin que nadie pudiera decir a donde iba. Cuando regresaba ponía por excusa a las paternales inquisiciones de Fray Francisco, sus visitas a los esclavos del cruel encomendero, para aliviar penas injustas y aprontar consejos salvadores. Pero en realidad era otra cosa lo que lo alejaba del convento y no tardó en saberse.

Una tarde en que Fray Uraco se paseaba recreándose junto al muro del jardín, situado detrás de la celdería del convento, por una brecha abierta en el adobado a causa de los sismos, vio a una mestiza enlutada, que le contemplaba con ojos sombríos y a la vez le sonreía con una sonrisa, tan blanca entre los cárdenos labios sensuales, y los lienzos negros, que parecía una rosa lánguida.

Como la mujer pareciera así llamarle, el fraile, con las manos en las mangas y la sonrisa en los labios, acercóse y preguntóle:

—Qué deseas buena mujer? ¿Puede el humilde Fray Uraco serte de utilidad?

—Acaso, sí, santo fraile. Mi buena suerte ha hecho que os vea al pasar y sólo ruego la clemencia del buen confesor y la clarividencia de vuestro santo consejo.

Invitóla el fraile a entrar, con un vago gesto que hizo desplegarse una manga del hábito y fueron a sentarse al brocal del derruido pozo techado con un sombril de teja. Ella quiso hincar la rodilla en la arena pero él no lo permitió.

La mestiza exhalaba un fijo olor a ungüento de canela y también de las frondas que ahora la noche ponía sombrías arrojándolas casi negras en masas de voluptuosa pesantez sobre la tierra amarilla, venían aromas de pantano que acariciaban de un modo sensual inquietante. La mujer era joven y era bella, pero Uraco era incorruptible y su sangre sólo vibraba en la búsqueda del alma.

—Mi pecado, es grande, señor —empezó la mestiza—! Vivo en casa de mi señor, el notario Herrera y Caravejo cuyo hijo me requiere de amores sin que yo pueda resistir ya más. Un constante desasosiego macera en mi cuerpo y sólo aspiro – perdón señor – a una tonta satisfacción de mis deseos. Voy a morir si no cedo y si cedo, tiemblo por el peligro. El señor mi amo se entera, y seré condenada ¡Dios sabe a qué!

La mujer escondió la cabeza entre las manos y sollozó.

— ¡Gran pecado es la tentación!... Pecado grande sería el de ese joven, casi niño, a quien pretendes hacer caer en el fango!... ¿No puedes resistir con la idea de Cristo Nuestro Señor, muerto en la cruz por la virtud?...

—Oh, Fray Uraco, no puedo más! Lo he intentado en vano. Estoy poseída del Maligno y voy a morir si no lleno mi criminal deseo...

—Tú le amas?... —Preguntó el fraile.

—No sé!... ¡Sólo sé que esta virginidad de mi barro y este vacío de mis entrañas me están devorando viva como un fuego del Infierno! …

El fraile hizo el signo de la cruz sobre el cielo claro e inclinado después sobre la hembra, susurró largo rato con lágrimas en los ojos.

Largo fue el silencio y después una sombra negra y furtiva huía por la brecha del adobado mientras en medio del pedrero, abiertos los brazos, el pecador elevaba su plegaria tan alto, que ya no sólo florecía el jardín sino que del cielo brotaban las constelaciones en un lento derroche.

Habían pasado tres años desde este incidente. Fray Uraco persistía en aquellas escapatorias misteriosas, socorriendo y aconsejando a supuestos esclavos. El prior Salcedo, en cambio era noticiado de que el prófugo se encerraba, con una mujer de quien tenía un hijo, en una casa de los suburbios y no salía de allí muchas veces hasta después de dos días.

Los monastas no ignoraban estos detalles y no lo dudaron nunca, tal era la profunda convicción que tenían de que el diablo moraba en aquel santo recinto bajo el hábito de Fray Uraco.

No obstante, Fray Uraco era aún tolerado; no por los compañeros (que de buena gana le habrían quemado vivo en medio de la plaza) sino por el Prior, quien no dudó nunca de que aquel cerebro estaba perturbado y de que era caridad asilarle en el convento para bien de todo el mundo, del mismo fraile y por Cristo misericordioso.

Efectivamente, Fray Uraco vivía a hurtadillas con una mujer de quien tenía un hijo. La fogosa mestiza que aquella tarde, en el propio jardín del convento le obligara a pecar, para que otro no pecara, había concebido en virtud de la fatalidad y el monje, avisado, ayudó a la hembra para huir de la casa del notario y para lo demás, alojándola en la cabaña de una vieja india que le limpiaba las ropas y le cocía las hierbas brujas, que aligeran e impiden los desgarros.

Fue padre por fin, y un nuevo amor, un inmenso amor germinó en su corazón para aquel hijo del pecado, hijo infernal que no obstante sonreía como un ángel y era blanco como su padre Argo. Más, para que el orgullo no le obligase a sonreír de una tan cruel afrenta en la faz del Señor, Fray Uraco untaba la comisura de sus labios con goma de nance, que rasgaba la pulpa carnosa con grandes dolores, al menor gesto de complacencia.

Así y todo, no podía impedir que su blanco corazón se esponjase como una rosa plena y se iluminase como una aurora de mayo a la vista del hijo inevitable.

El dolor no tardó en invadir poco a poco el corazón del santo. Cuando el niño fue creciendo, hacíase necesario corregir sus caprichos. La madre (de temperamento áspero) así lo aseguraba y trémula de cólera se lanzaba muchas veces sobre el chico, con la cuerda en alto, siendo detenida por el fraile, quien, con lágrimas corriéndole en la faz torcida, hacía efectivo el furor de la madre en las espaldas del niño. Por su parte el chico iba cobrando miedo y después odio a este monstruo encapuchado que le martirizaba echando aguas de rabia por los ojos. Luego que veía llegar a su padre, corría. a ocultarse o buscaba protección en las sayas maternas, mientras Uraco, con frases cariñosas, se esforzaba en vano por atraerle.

¡Y todo porque ella no pecara!

Regresando una noche de luna al convento y al llegar cerca de las tapias ruinosas del jardín, escuchó trémulo una conversación entre el hortelano y el lego llavero. Se trataba de robar las joyas del retablo; los vasos de oro recamados, los ornamentos de pedrería, la plata de los oficios... Si se hubiera mostrado de seguro que le habrían matado. Estaba en poder de un secreto que podía llevarles a la horca aquella misma mañana; pero el Señor le enviaba antes de que aquellas desgraciadas criaturas manchasen sus manos en tan horrendo sacrilegio: él lo haría, él robaría el ofertorio, él amasaría los metales y arrancaría las gemas para que fueran trocadas por ellos en el oro codiciado, pidiéndoles que huyeran pronto. Así lo hizo el santo fraile y mientras veía entre sus manos el brillo avivado por las sombras, de todo aquel tesoro sagrado, esperaba con resignación que un rayo del Cielo fulminara su mísero cuerpo y enviara su alma condenada, a los profundos antros de la Eternidad.

Nada, sin embargo, ocurrió y ahí quedaba sobre la tierra para su propio escarnio, cargando con su alma encenagada y su cuerpo asqueroso.

No volvió al convento. Arrojando el hábito lejos de sí, huyó también. Fuese a las montañas conviviendo durante largo tiempo con las fieras y los pájaros, alimentándose con frutas y raíces y asilándose en las cuevas.

El amor al hijo podía más que el recelo al castigo. Se había oído rumor de que Fray Uraco era visto a altas horas ganar los aledaños y entrar en el recinto de la vieja casa. Ya no se dudaba de su maldad. Era un profano y un ladrón, prófugo y renegado. Sólo el Prior Fray Francisco Salcedo hacía aún un huequecillo en su piedad, respondiendo a las abominables acumulaciones sobre el ex-fraile, que era un cerebro lesionado, y que pidieran a Dios para que le dejase entrar en su gracia.

Los que habían creído ver a Fray Uraco entrar por las noches en la población, no se habían engañado. De cuando en cuando, el pobre llegaba de la montaña escurriéndose con esa habilidad que aprendiera del tacuazín y el mapache, convecinos de selva; y medrosamente, jadeosamente, entraba en la casa de la india para ver al hijo, para llorar ante el hijo que siempre le temía, más aún ahora que su ropa hecha jirones mostraba la angulosidad de sus huesos envueltos en aquella piel cobriza. El niño había cumplido cuatro años. Era castaño de pelo y claro de piel, robusto, pero triste. En su almita tímida parecía pesar constantemente el fantasma de su padre, aquel ser grotesco que le castigara tantas veces con cara de piedad. ¿Por qué aquel hombre era así? Empezaba a distinguir el infante la hipocresía en el ser humano, sin saber cómo nombrarla y espantándole más que nada. Se había visto ya afrentado por muchos en la sangre de su padre, había oído que su padre, aquel, era un ladrón y un sacrílego y no lo dudó jamás, hubiéralo creído todo antes de creer que su padre era un santo. La madre confirmaba de un modo vago aquella historia y el niño habíale oído llamarle con sus labios: “perro sarnoso”.

Cierta noche el hijo había denunciado al padre, corriendo a la calle y llamando a voces a los vecinos: « ¡al ladrón, al ladrón!», decía. Y armados de garrotes, las gentes, los soldados, corrieron en la noche tras el hombre, que huía, huía locamente, con lágrimas en los ojos como un perro acosado. Una piedra le derribó en el polvo, pero logró ganar a rastras el bosque y con ayuda de las tinieblas volver a verse libre.

Anduvo, anduvo mucho, arrastrándose en lo más intrincado de la selva, ganando largos trechos en medio de los arroyos, durmiendo en las ramas de los altos árboles, por temor a las fieras, despedazado el traje y la piel... y el corazón. Comía raíces cuando no hallaba frutas y oraba arrodillado en los riscos o en los claros del bosque donde el sol caía a plomo en las horas meridianas.

Una honda herida le cruzaba la frente en sentido diagonal y el pus amarillento, trasudando sobre una carnaza verdosa de gangrena, se confundía a veces con sus lágrimas.

Veníanle cortos estremecimientos de frío y largos lapsos de fiebre cuya sed calmaba, a falta de agua corriente, con la de los pantanos apestosos o con la humedad salobre de sus lágrimas.

Una hermosa noche de luna llena, en el paroxismo de su fiebre, sentado sobre la hojarasca en un claro del bosque, vio llegar una hiena de ojos sanguíneos y erizadas cerdas, que parándose frente a frente, le miraba en silencio. Hizo la señal de la cruz y sus recios labios articularon apenas el nombre de Jesús. La fiera entonces, se convirtió en una piedra.

La sed apremiaba. Grandes gotas de rocío caían de las altas hojas acariciando dulcemente la faz del moribundo. De pronto un agitar de alas batió el aire por sobre su cuerpo y cuando el fraile logró entreabrir los párpados, vio ante sí una sombra oscura que tenía dos enarcadas alas abiertas como las de un ángel y que tendía las manos hacia él.

Con un esfuerzo supremo, logró sentarse y abrir los ojos. Tenía ante sí un ángel, pero era un ángel negro, de clámide vaporosamente negra y que llevaba entre las manos un cáliz, negro también, lleno hasta los bordes.

El ángel invitaba y el fraile, ya sin llorar, ya sin recelar, como en un vago sueño, tomó de las manos angélicas la copa y la vació anhelante.

Luego entró en un pesado sopor y cuando los pájaros le despertaron con sus melodías salvajes, el bosque se doraba al sol y él se sintió fuerte, sano y alegre. Sobre su frente la herida, cicatrizada ya, estaba seca.

Largo tiempo meditó sobre aquel extraño y milagroso sueño y no supo pensar si el favor le llegaba del Cielo o del Infierno; por la mano de un ángel sombrío o por la de un demonio quemado. Seguro de que su alma estaba ya vendida a Satán, no vaciló en creerlo todo obra suya. Así le prolongaba la vida para su servicio, que él prestábale gozoso por amor a Jesús.

Comparó allí mismo su vida, con la de los reptiles que trepaban por las ramas anillándose y babeando encima de las hojas brillantes. Había sido su vida para la traición y el crimen; deshonrando primero a una virgen; martirizando después a un niño; robando las joyas sagradas de un altar... Pero al ver a los pájaros espulgándose entre las ramas floridas y las mariposas flojamente alegres entre el frondal, creía oír una suave voz como la del arroyo que le decía: “Todo por el amor de Jesús. ¿No salvaste acaso del pecado mortal a un niño mal avisado? cuando maltratabas a tu hijo, ¿no desgarrabas tu propio corazón y hacías brotar en aquél las flores de amor para la buena madre? Has liberado del Infierno a dos hombres tentados por el maligno ¿No es todo eso amor? ¿Cristo no habría hecho otro tanto?”

Al pensar así se horrorizaba. ¡Oh, no!; Nuestro Señor no habría cometido infamias tan grandes. Habría hallado el modo de arreglar todo bien!

Sentíase perdido irremediablemente y sin embargo confiaba en la clemencia de Jesús, en aquella justicia de Dios que se llama Misericordia.

Arrodillóse el santo hombre sobre las frescas hierbas y dio gracias al Cielo que aún reservaba para su pobre vida la protección del Demonio. Así permaneció largo rato en éxtasis ante toda aquella grandeza. Los altos troncos escurrían el rocío que resbalaba en fogosas gotas de oro o en argentados regueros. Los pájaros festejaban en el grato calor del ambiente, derrochando la alegría de sus corazones musicales entre las hojas esponjadas y un tierno perfume de menta subía en lentos efluvios, ungiendo el aire y suavizándolo. Todo parecía querer cantar. Fray Uraco sentíase ágil, rejuvenecido. Se alzó por fin y tomando entre sus manos una rama a modo de cayado, marchó entre las plantas admirando de un modo goloso la belleza de las cosas terrenales.

Así anduvo mucho tiempo y por fin llegó a una pradera donde las altas hierbas, cimbrando al soplo de la brisa, iban desvaneciendo su verdor hasta azularlo en la lejanía donde una laguna de coruscantes aguas, resplandecía bajo el Sol.

Respirando tanta amplitud, el santo varón alzó las manos en un abrazo a la gloria y hermosura del paraje. De repente, de uno de los árboles vecinos, vio saltar un enorme gato, un jaguar de tonos metálicos.

La maleza se abrió en un ancho trecho y un grito de espanto que estremeció a Fray Uraco, hizo callar a los pájaros. Vacilante el santo hombre, se acercó y vio lo que pasaba.

Tirado en el suelo, con las patas al aire, un cervato, sangrando ya, hacía desesperados esfuerzos por librarse de la fiera, que, cual si se gozara en su obra, teníale cogido bajo una de sus patas pesadas como peñas y mirábale de hito en hito, con voluptuosa complacencia.

El jaguar iba a destrozar por fin la cabeza del indefenso ciervo, pero en aquel momento una mano fuerte le sujetó arrebatándole la presa con la rapidez del viento.

El terrible felino recogióse, sorprendido al pronto. Era Fray Uraco que le arrojaba a un lado diciéndole cual si hubiera podido entenderle: “¡¿Qué haces, pobre bestia?!” Y rompiendo la columna al cervato de un sólo golpe con su bastón, le arrojó muerto a los pies de la fiera gritando: “Toma, Dios me perdone!...”

Después de mirarle de un modo estúpido, el jaguar, con la presa entre las fauces; de un salto penetró en el bosque.

Todo aquel día, que fue ardoroso y largo, permaneció el santo hombre, tendido boca abajo, en penitencia, en aquella pradera, bajo una cerrada nube de tábanos.

Otra vez débil, dolorido, fatigado, a la caída de la tarde, el santo varón, emprendió el éxodo.

¿A dónde iba? ¿cuándo llegaría? ¿por qué sus pasos seguían el rastro fulgurante de una esperanza? ¿por qué el Señor no le arrojaba de una vez entre las llamas del Infierno, aquel Infierno de sobra ganado por él al servicio de Dios?...

Derivó toda la noche por aquella pradera, a la luz de la Luna. Ya no podía ver el lago; y las hierbas cada vez más altas, impedíanle a ratos ver el cielo. Caminaba haciéndose paso con esfuerzo y aprovechando las brechas abiertas por los siervos, que agitando el mar de verdura, como ráfagas vivas, huían al advertirle.

La noche siguiente la pasó toda andando siempre entre la hierba, con el agua hasta el tobillo, hundiéndose a veces en el fango de donde no creyó salir más. Los ofidios huían casi entre sus piernas, silbando recelosos. Sin hacer caso alguno de él las grandes iguanas de corroncha esmeralda, subíanle por los pies persiguiendo los insectos que en un monótono zumbido, no interrumpido, arrullaban el silencio nocturno perfumado y lunecido.

Rendido, hambriento, sudoroso; con una sed que lo estrangulaba; los pies llagados, desangrado por los insectos, que no se atrevía a espantar de sus carnes por temor a matarlos. Uraco llegó por fin antes de la aurora a orillas de una laguna. Tendido de bruces sació la inmensa sed. Tuvo aún fuerzas para lavar sus miembros derrengados del cieno que los cubría y para comer algunos icacos que pudo encontrar a orillas del agua. Luego, acostado entre dos raíces, quedóse profundamente dormido.

Era ya medio día cuando un extraño rumor le puso en sobresalto. Dos saurios, con las cabezas fuera del agua le contemplaban moviendo la cola con lento ondular que estelaba el agua verde. Era su quietud casi cariñosa, como en muda oración y protección. Tendidos largos en la calma del agua cortaban con sus masas oscuras la reverberación, como manchas en una gigantesca esmeralda. Uraco les miraba con repugnancia. Sentía su cuerpo maltrecho y atrofiadas las articulaciones.

No podía apenas moverse y veía con espanto las fauces cada vez más cerca de sus piernas.

¿Iba pues, a morir de tan cruel manera? Comenzó a rezar sin tratar ya de levantarse.

Pero los saurios en vez de morderle se arrastraban a sus pies y le acariciaban como mejor podían, chafando con sus trompas ásperas sus pantorrillas.

Uraco comprendió: aquellos bichos le adoraban como a un Dios, ¡Verdad!... Los reptiles son seres que adoran a Satanás. Gruesas lágrimas brotaron en sus ojos y quiso hacer con los dedos la señal de la cruz, pero estaba todo él entumecido y no lo pudo lograr.

Un día topó en la pradera con un piquete de soldados que iban a Jutiapa a las órdenes de un sargento llamado Fernán Pereda. Trató de huir, pero fue cogido y conducido con las manos atadas y a pie entre dos caballos.

Al llegar a Jutiapa nadie hubiera podido reconocerle. El polvo le había puesto gris y estaba tan flaco y extenuado por la fatiga que sólo un milagro le mantenía en pie.

A los pocos días se le dejó libre y fue tenido por loco al principio y después por santo. Todos los días se le veía por la plaza haciendo penitencia, arrodillado en una piedra angulosa y golpeándose el pecho fuertemente con ambos puños, elevada la faz al cielo, corriéndole las lágrimas por las descarnadas mejillas.

En aquel lugar vivía un mestizo llamado Orlando, hijo de una liberta anciana, hombre corpulento y bien intencionado que hacía el oficio de herrero.

Orlando acogió a Uraco en su choza; cuidando de él como de un hermano, compartiendo con él el pan de su casa y protestando de la ayuda que el buen fraile le prestaba casi forzosamente tirando todo el día del fuelle de la fragua.

Cierta vez pasó por el camino una comitiva, llevando en una litera a una enferma.

Venía de muy lejos y estaba compuesta de caballeros, soldados y frailes. La enferma era la mujer del Oidor Álvaro Gómez de Abaunza y había sido secuestrada, como consecuencia de un ardid tramado por el Gobernador Valverde, mortal enemigo del Oidor. La joven acababa de ser rescatada, pero con tan mala suerte, que una flecha envenenada le había herido ligeramente el muslo y durante la jornada la acción del veneno la había postrado y la había puesto mala.

Detúvose el cortejo a la sombra de una ceiba y dos caballeros, desmontando se llegaron a la herrería donde el buen Orlando castigaba a la sazón la punta de una lanza.

Uraco, con los ojos extraviados, miraba lánguidamente las brasas que ardían torturadas por
el fuelle y tiraba de la cuerda.

Al ver llegar aquella gente el herrero suspendió su trabajo y vino a recibirles en actitud servicial.
Uno de los caballeros dijo:

—Decid, buen hombre, ¿por ventura tenéis noticias de algún hechicero, curandero o cosa por el estilo, que haya en esta población y quiera venir al momento? Será bien pagado. 

—Lejos de aquí —dijo Orlando— hay una mujer bruja, pero no veo la razón de llamarla habiendo en Jutiapa un facultado doctor en medicina, el Hermano Claudio, Prior del convento. 

—No es —dijo el otro caballero— un médico lo que habemos menester en este momento, sino un hombre o mujer que sepa curar las heridas emponzoñadas que causan las flechas de los bárbaros.

El ex-fraile, quien se había acercado a escucharles, se adelantó a los caballeros y dijo:

—Yo sé curar las heridas, pero de un modo tan primitivo y cruel, que acaso no convenga a vuestras excelencias.

— Decid cuál —dijeron a una los visitantes.
— Succionando la herida con los labios. El más alto de los caballeros dio un bote y echó mano a su espada mientras sus ojos inyectados parecían querer devorar al santo fraile, que bajó humildemente los suyos y esperó la carga. Pero el otro interpuso su brazo y dijo al Oidor, que no era otro el enojado:

- Pensad, señor de Abaunza, que la vida de vuestra esposa está en grave apuro y que tal es siempre de grosera y dolorosa la curación, como la dolencia que la necesita.

—Pero, —dijo el Oidor— ¿voy yo a permitir que labios plebeyos y oscuros se posen en las carnes de doña María, aunque fuera en otra parte menos vedada de su cuerpo? ¡No, mejor se muera!

Dio media vuelta y fue a reunirse con el cortejo. El otro caballero, moviendo la cabeza a la vez que encogiéndose de hombros, se fue tras él.

El herrero dijo volviendo a tomar el mazo:

—Por qué no lo hace él?...

Pero Uraco no contestó. Inmóvil en el camino, meditaba y se ponía poco después de rodillas para orar por la desgraciada peregrina.

En aquel momento se oyeron gritos y carreras. Un hombre vino por agua. La enferma se moría. Un viejo fraile se preparaba para la extremaunción. Caía la noche y entre retazos de cielo verde, palpitaban ya las primeras luces del espacio y las sombras se tendían en el camino inundando las veras.

Todos estaban de hinojos en redor de la litera de doña María. El señor Abaunza, con el rostro entre las manos, sollozaba. El fraile viejo, con las manos en cruz, rezaba apuradamente y pálida sobre las mantas acolchonadas con hierbas, la enferma con la fiebre muy alta, se estremecía apenas y por ratos llevaba las manos a la garganta y un grito ronco se escapaba de entre sus labios llenos de espumarajos y de babas. Era joven y bella sin duda; negros los cabellos, y rizados, y los dientes menudos y brillantes como las perlas.

Sus bien formados senos transparentábanse bajo el escote blanco y con blanda turgencia, bajaban y subían inquietos como las ondas de un lago reposado.

Un cántico de buena-muerte se alzó de pronto, mezclándose su seca resonancia con los húmedos sollozos del marido. Pero he aquí que una sombra se adelanta entre las sombras y abriéndose paso entre la asustada comitiva, se llega a la enferma, y tomándole las manos con brusco ademán, la hace erguirse en el lecho de muerte y una voz ronca, trémula, candente, le grita:

—¡¡Álzate y sana en nombre del Demonio!!

La consternación deja paralizados a los circunstantes, que escuchan aquello llenos de pavor.

El señor de Abaunza, en pie, no osa dar un paso. Con el cuerpo tembloroso, los ojos espantados y los labios flácidos, mira aturdido, cómo Uraco ayuda a su mujer a erguirse, a reclinarse en las almohadas. Observa la rápida reacción en la agonizante quien respira ahora mejor, entreabre los párpados, deja de estar convulsa y se queda dormida y como sonriente.

Tres frailes lanzáronse entonces sobre Uraco y con la furia de unos poseídos empezaron a golpearle con las cuerdas arrancadas de sus sayos, exorcizándole a voces y maldiciéndole.

Uraco, encogido, sumido, embriagado por un vago misterio de horror y de grandeza, mezcla de terror y orgullo, que brotaba del fondo de su ambiguo ser, cayó arrodillado en el polvo del camino, sintiendo doblegarse su alma bajo el peso de lo sobrenatural, como una rama cargada de frutos agridulces y sintiendo en sus carnes, como caricias los golpes, mientras sangraba miel de perdón por las heridas que en su espíritu causaban las maldiciones de los franciscanos.

No cabía duda de que se había operado un milagro, de que él, Uraco, en nombre del Demonio, amo y señor de su alma (que cada día se alejaba más de Dios por el inmenso amor que le guardaba), había hecho un milagro, arrancando de la muerte a doña María. Casi tanto como hiciera aquel que alzó de entre los muertos a Lázaro, con un breve “¡Surge et ambula!”. Pero ¡oh!, de qué distinta fuerza se había valido su loca abnegación!... Nada había impedido al Maligno el concederle a él, a él sólo, el don de desviar el inminente zarpazo de la Muerte, el de hacer posible lo imposible.

Luego entonces, el Demonio le protegía aún, cedía a sus ruegos, condescendía...

Había pues, en él, algo que ganar. Tenía aquel, interés en servirle, en atraerle. No le abandonaba como a cosa propia, suya, ganada, presa ya en sus redes. Había un lazo que le ataba todavía al Reino de los Cielos. Quedaban en su rosal algunas rosas. Podía esperar misericordia.

Esta duda preñada de misterio, llena de una dulce promesa, bálsamo de esperanza, pesó en aquel momento sobre el alma del fraile arrodillado, que sonreía llorando, sin hacer esfuerzo alguno por escapar a la cólera de los exaltados religiosos.

— ¡¡Brujo!! —gritábanle— ¡¡Energúmeno, hechicero infernal!! ¡¡Devuelve a Dios el alma que reclama y que le robas condenándola en los antros de Satán, por un miserable préstamo de vida!! ¡Aleja el hechizo! ¡Devuélvenos el alma de doña María, que sólo es del Señor!...

Y seguían maltratándole despiadadamente, hasta que un brazo fuerte y rapaz les arrancó las cuerdas arrollándoles en bravo empuje y amparando contra su pecho al ex fraile, que estaba ya casi desmayado. Era Orlando el herrero.

El señor de Abaunza, que había presenciado indeciso la escena, intervino entonces, pidiendo piedad para aquel hombre que, bueno o malo, le había devuelto lo que más preciaba de sus bienes terrenales. Quiso hacerles ver que su esposa no tenía por qué temer nada del Maligno, pues que no había contraído con él deuda de alma y que por el contrario, todo se había hecho a cargo y razón del hereje, a quien había de corresponder, y con justicia, entregándole dos talegos llenos, para su bien gozar, antes de la eterna condenación.

Los franciscanos discutieron y protestaron, descarnando un odio loco hacia aquellos blasfemos mestizos, a quienes acusarían y llevarían ante el tribunal inquisitorial sin más tardanza, enseguida; montando, en efecto, y alejándose por la sombría calle hacia el convento.

Doña María, entretanto, habíase reanimado y sosegadamente, pálida y flácida, pedía un poco de agua y una calma para su sueño. Sentíase mejor. No le dolía la herida y sólo un leve mareo la tenía indispuesta.

Suave claridad se diluía en el espacio azulando la noche y dulcificando el paisaje. Era la Luna anunciando su orto tras los cerros enmontañados que en oleadas inmensas invadían el sereno horizonte. Brisas extraviadas hacían cimbrar las ramas negras, en todas direcciones, produciendo en las frondas un vago rumor de marea. El señor de Abaunza, turbado, sí que contento, se acercó a la choza en donde Orlando lavaba con ternura de padre las carnes maltratadas del santo.

—A fe mía —dijo— que sólo hallaréis salvación en la fuga. Tomad ese oro y huid por las montañas a otra parte, pues esos frailes os matarán de fijo.

—Yo no puedo dejar a mi madre —dijo Orlando— y tampoco puedo llevarla, puesto que no se halla en condiciones de hacer una jornada. Está ciega y paralítica.

Y luego, bajando la voz e inclinado sobre el oído del caballero, murmuró:

—Este hombre, a quién he dado asilo en mi casa, es tenido por loco y nada habrá de ocurrirle, más yo creo que antes bien es un santo y no un loco o un demonio.

— De que es un hechicero a mí no me resta duda ha pactado con el Diablo. Ya habéis visto cómo en su nombre ha devuelto la salud a mi esposa —contestó el Oidor meneando la cabeza—. Le ahorcarán o le quemarán en público. Haced lo que os digo si estimáis en algo vuestro pellejo. Podréis tomar dos de mis bestias y marcharos a Cuscatlán.

—Yo no debo dejar a Orlando —dijo Uraco contrito—. Es el único ser que ha aprontado un bálsamo a mis dolores.

Pero Orlando protestaba y quería que el ex fraile se fuera y le dejara abandonado a su suerte.

Uraco prometió al fin marcharse, y despidiéndose con lágrimas y sollozos, montó y se perdió en los recodos del camino. Pero no bien hubo andado una milla, cuando se detuvo en un bosquecillo en el que dio libertad a su caballo y rondando el pueblo, volvió a entrar en él y se ocultó en la casa de un anciano, su amigo.

Al día siguiente, Orlando había sido preso y conducido más tarde ante el Santo Oficio. Era acusado de convivir con el Demonio, de darle asilo en su casa, de haber blasfemado, de haber maltratado a unos frailes, por lo que fue condenado a morir en la hoguera, pero por intercesión del señor de Abaunza, se le permutó por la muerte a palos.

Sin embargo, se presentaba una gran dificultad para llevar a efecto la condena, No había verdugo en Jutiapa y por halagadora que se hizo la oferta, nadie quiso hacerse cargo de la plaza. El que hasta entonces había hecho de verdugo, estaba en cama moribundo, con fiebre maligna.

Ante semejante contratiempo, el ávido furor de los frailes se encabritaba y rugía, pero con el transcurso de los días se apaciguaba y se aplacó a tal punto, que ofrecieron a Orlando el perdón de su vida, para que se hiciera cargo de aquel infame oficio de que tanta necesidad había el clero vengador.

Orlando aceptó, por su madre y por su vida, llenando de gozo el alma de los crueles, que miraban en su recia contextura, un soberbio ejemplar del verdugato.

No se soñó siquiera, en buscar a Uraco, tan convencidos estaban de que se trataba del Demonio en persona.
Doña María estaba ya completamente repuesta, su herida casi cicatrizada, y a los pocos días pudo seguir su viaje a Santiago de Guatemala, en donde pensaba acabar de restablecerse con ayuda de Dios y de la Ciencia.

Dos meses habían transcurrido, después de los acontecimientos que quedaban descritos; de nuevo se reunía hoy el tribunal inquisitorial, para juzgar a dos hombres que habían robado a un fraile cuando se encaminaba a la Capitanía conduciendo los diezmos de Sonsonate. Los ladrones fueron condenados a la horca, para lo cual se dio aviso al verdugo, quien debía ejecutarlos al amanecer del día siguiente.

La noticia se corrió por el pueblo despertando en todos una salvaje curiosidad.

Hacía seis meses que no ocurría en aquel lugar cosa semejante.

La gente, y en especial, la soldadesca, tenía sed de sangre.

Aquella noche una sombra furtiva rondaba la casa de Orlando el verdugo; se ocultaba tras los troncos del solar propincuo pasando inquieta de uno a otro y avanzando cada vez más. Una luz brillaba en la ventana y se oían las voces de dos hombres y el arrastrar intermitente de una cadena de grillete.

La noche estaba oscura. El silencio era sólo cortado por el grito de los tecolotes y el chirriar de los grillos. De vez en cuando, un rápido lampo llenaba el cielo de un ámbito a otro, dejando ver las nubes, que en muda avalancha invadían los cielos.

Dos hombres salieron al camino y se dispusieron a entrar en el pueblo. Uno de ellos era Orlando que llevaba una cadena atada al tobillo y rematada por una bola de hierro, que recogía con sus manos para poder andar con libertad. El otro caminaba sin cadena y hablaba acaloradamente.

Entonces el espía salió al camino y aproximándoseles por la espalda con atolondrada decisión, se arrojó sobre el gigantesco verdugo.  Un puñal brilló a la luz de un relámpago y un grito ahogado se escapó de los labios del herrero, quién cayó muerto al momento. El otro arremetió contra el traidor y le desarmó sin esfuerzo. A la luz de los lampos, reconoció la renegrida y llorosa cara de Uraco, el ex-fraile, el endemoniado.

Llevóle preso.

Al día siguiente, una multitud ávida, descaradamente cruel, se aglomeraba en redor del patíbulo.

En un montículo convenientemente allanado, se hallaba la mesa de los jueces. Altos clérigos presidían ataviados con tricornios y dalmáticas negras. Sus caras de pedernal, impávidas y rígidas, se enmarcaban en las espumosas golas de encaje, con terrorífica expresión de inmutable rigor.

De pie sobre el tablado, había un hombre negro y escueto, que no era Orlando y que con las cuerdas enroscadas a los brazos, permanecía quieto, con los ojos fijos en el lejano cielo, como si se hallara en meditación y lejos de la muchedumbre, que fijaba espantada sus ojos glotones en el que había reconocido ser Uraco, el que fue loco, pasó a ser santo y se tornó un día, demonio.

El santo hombre había llegado al patíbulo, no para purgar en él la larga cadena de crímenes en que su vida se había resuelto, sino como verdugo, para continuarla, para desbordar en sangre hermana todo el inmenso amor de su alma, enajenada por amor, loca de amor, sublimemente mala.

Era una vez más el instrumento de la fatalidad, apartando siempre la mano que se tendía en servicio del mal, para interponer la suya. Vengador de extraños odios. Colmador de ajenos instintos rapaces. Había dado muerte al hombre que le acogiera con los brazos abiertos, le sentara en su mesa, compartiera con él su lecho.

Alevosamente, por la espalda, había asesinado a Orlando; Orlando, caritativo y noble espíritu que lleno de gozo le dispensara una decidida protección.

El haría ahora de verdugo, no sabía cuánto tiempo, hundiendo sus manos hasta el fondo en la sangre del Señor, para que otras no se mancharan. Para él sería todo el fango. El arrollaría con toda la infamia de la Tierra, arrebatándola a los otros, a estocadas si se hacía preciso. Sólo él cargaría con las culpas, cayendo y alzándose apenas, para recoger un poco más de escoria. 

Arrastrando en su camino aquel fardo de su conciencia, lleno de horror y de dolor, como Jesús en la calle de la Amargura con la cruz de su gloria.

Cristo había venido para predicar el Bien. Él no lo predicaba ni hubiera soñado esperar mejor cosecha. El venía para amenguar el Mal. No para lavar la mancha de los hombres, sino para evitar que se mancharan más. Hubiera querido ser múltiple en el mundo; alargar su brazo entre los hombres doquiera el mal estaba por hacerse. Extender el radio de sus crímenes por el orbe entero. Hacerse el instrumento del mal, de y para la Humanidad. Luchar por ser él sólo el cruel, él sólo el monstruo, él sólo el maldito. Luchaba en fin, por monopolizar el pecado; por ser el Demonio. Luchaba pues, por ser el Demonio, pero un demonio egoísta, que acaparara para sí todo el mal de los hombres; no permitir que otro untara sus manos en su fango, su tesoro, el suyo, ganado al mundo en noble lid y por servicio del Señor.

Sentíase, soñando, algo así como el agua de un bautismo más amplio que el de Juan, pues que corría por el cuerpo de los pueblos, lavando, no sólo la mácula del pecado original, sino todas las manchas.  Él quería ser la fuente inmensa, fuente de amor, para las abluciones de una Humanidad asaz mugrienta, aunque la claridad de sus linfas quedara convertida en turbia grasa de pecado, negra como la pez, hedionda como la propia podredumbre. Una instintiva esperanza, le quedaba así y todo, pues, harto sabía él que de la podredumbre brota el germen de la vida y que la misericordia y dulzura de Dios, penetra hasta el antro más profundo de los infiernos del Infierno.

Ahora estaba preparado para ahorcar a dos criaturas que habían sido tentadas por el demonio de la codicia. Mañana tendría que alzar el hacha sobre el cuello de nuevas víctimas, que encender la pira de espantosos suplicios, que horadar las carnes con hierros candentes, arrancar la piel de sus hermanos con tenazas dentadas, magullarles las espaldas a fuerza de garrote y quizás ahogarles entre sus propias manos. Pero no lo harían otros. Pasó el tiempo. La debilidad de Uraco fue siendo poco a poco conocida sin ser comprendida. Los ladrones, los asesinos, los traidores, todos los prostituidos y malhechores, le buscaban y le empleaban en las más viles tareas. Al mismo tiempo, la astucia, el arrojo y la cautela, se habían desarrollado grandemente en el santo, con la práctica de la misión impuesta y una instintiva necesidad de conservarse sano y libre para llevar lo más lejos posible su cometido.

Toda esta gente depravada, en vez de amar a Uraco por su abnegación para con ellos, arrancando de sus manos el puñal del homicidio, robando para ellos, aun lo que para él era más sagrado, y cometiendo en su favor las más grandes atrocidades, se mofaba de él a sus espaldas, le llamaba imbécil, hipócrita y maniático y le hubiera visto de buena gana, empalado, cuando menos.

Uno entre ellos había llamado Gargo, que lloraba de risa oyendo a sus compañeros de hampa y crimen, relatar los hechos del ex fraile. Decidió un día jugar una mala pasada al verdugo, deseando probar hasta qué grado llegaba su locura.

Era el día de Corpus Christi. Aquella mañana se celebraba en Jutiapa una misa solemne. La plaza estaba repleta de gentes, reinando una algarabía y un tumulto pintoresco.

Una mujer, hermana de Gargo el truhan redomado, se finge enferma de gravedad y manda a llamar a Uraco, quien acude solícito, como siempre que algún enfermo necesita de cuidados.

La casa de esta hembra prostituida, estaba en los aledaños y allá se apresuró el buen hombre, sin sospechar siquiera, en un embuste.

Mientras atendía a la supuesta enferma, entraron en la casa diez o doce indios de Mita, armados con hachas y palos, vociferando, y maldiciendo contra Cristo y su santa memoria. Iban capitaneados por Gargo y clamaban rebeldes, contra los frailes y los santos, anunciando la palingenesia de los ídolos mayas.

Escandalizado el santo, trató de contrarrestar las iras y blasfemias de aquellos energúmenos, sin éxito y quedando completamente aturdido al escuchar de Gargo los propósitos alentados por la turba. Irían aquella mañana a la ermita y en pleno corazón de los oficios, invadirían, saquearían, harían pedazos la imagen del crucificado, para que fuese sustituido por Cuculcán.

Uraco elevó las manos al cielo y con lagrimosa voz, pidió perdón al Dios Supremo para aquéllos, que una vez más, no sabían lo que hacían. Luego, en un arranque de heroico amor, ofrecióse para ser él quien destronara la imagen sagrada, de su divino palo. No podía dejar que aquellos pobres indios, anegaran sus almas con el más espantoso de los sacrilegios cometido en la faz de la Tierra por los descarriados hijos de Adán.

Era el momento calculado por el vil Gargo. Dijo:

—Tú serás el protegido de Quetzalcóatl, tú serás glorificado. Arranca del leño a ese intruso dios blanco, de los blancos y hecho para escarnio de nuestra raza, que no supo hacer perdurar la influencia de sus dioses. Mañana, Cuculcán coronará el altar de esa ermita y en su loor se sacrificarán tres frailes barbudos. Todo está dispuesto para el motín.

Corría el año de 1595.

Mientras tanto, en la ciudad de Guatemala, el Provisor del obispado, Fray Cristóbal de Morales, concertaba con un pobre escultor llamado Quirio Cataño, un crucifijo.

Era Quirio Cataño un inspirado artífice, aunque su nombre vagaba aún en las tinieblas y su estómago se resentía muy a menudo del mal comer. Fray Cristóbal habíale tomado bajo su protección y observándole de cerca, llegó a descubrir en él un refinado espíritu de artista. Los leños informes astillándose entre sus manos, tomaban divinas formas. La sórdida palidez de los lienzos, cobraba al contacto de su brocha, una vida palpitante. Un día salió de entre sus manos el Cristo yacente más patético: hecho en un tronco de naranjo, tenía la palidez de un cuerpo muerto, que el tinte natural de la madera le daba a perfección. Fue el primer paso en firme que Cataño diera hacia la celebridad, en el camino de las divinas imágenes. Su triunfo fue ruidoso, visto lo cual, el reverendo Fray Cristóbal le encomendaba ahora una representación del crucificado, para lo cual pediría durante cuarenta noches la inspiración sacra, que había de iluminar la concepción del artista, sin duda alguna. Pagaría a Cataño cien tostones de a cuatro reales de plata cada uno, adelantándole al efecto la mitad más diez de ellos y acumulando sobre su cabeza todas las bendiciones del cielo. El Cristo lo destinaba para el lejano pueblo de Esquipulas y dejaba a voluntad del escultor todo el proceso, encomendándole tan sólo, que debía medir, en la imagen, vara y media de alto.

Tan delicada encomienda, torturó el espíritu de Quirio Cataño durante muchos días.

Tres intentos hizo y otras tantas veces fracasó, desesperado y pidiendo de rodillas la sublime luz de que su impulso carecía.

Fue entonces cuando la noticia del horrendo sacrilegio cometido en Jutiapa en la divina imagen del Señor, corrió por Guatemala escandalizando al vecindario, que indignado reclamaba una pronta venganza. Algunos no podían imaginarse cómo pudo llevarse a cabo tamaña afrenta sin que un rayo conductor de la cólera divina fulminara al osado. Era el caso que un hombre llamado Uraco, de pésimos antecedentes, y a la sazón verdugo de Jutiapa, había penetrado durante la misa del Corpus a la ermita y arrojándose en el retablo, había echado a tierra, con ayuda de un hacha, la imagen de Jesús.

Sola, había quedado la cruz, mostrando los clavos escuetos. Indios religiosos de Mita y Camotán se habían apoderado del malvado y pedían a gritos por el pueblo la crucifixión de éste en la misma cruz que su hacha acababa de dejar vacía.

El clero, furibundo, en consejo, había resuelto que así se hiciera, y después de formar el tribunal del caso, fue condenado Uraco a cargar aquella cruz hasta la cumbre de los cerros en donde, un hombre conocido con el nombre de Gargo, se ofrecía para clavarlo y darle una lanzada en el costado. Aquel infame debía padecer, por fallo de los jueces, las mismas penalidades de que fue víctima nuestro Salvador. Sería azotado, escupido, abofeteado, coronado de espinas, cargado con la cruz y por último enclavado en ella para escarnio de blasfemos y lección de herejes.

Inútil es decir que Uraco protestó desesperadamente por aquella determinación tan absurda. No merecía su inmunda persona tamaña gloria. Su muerte debía ser una muerte vil, a palos, en la hoguera, en la horca... No quería tocar con sus oscuras espaldas la cruz del Mesías. No quería mancharla con su sangre plebeya, ni merecía cargar con el leve peso del santo madero del que la maldad de los hombres le había obligado a arrancar la imagen.

Más sacrilegio sería entonces el de aquellos frailes que le forzaban a ello, falsificando la muerte única del único hijo de Dios, con su infinitamente odiosa persona.

Pero todo fue inútil y el fallo se cumplió estrictamente. La muchedumbre fanática y sedienta de venganza descargó sobre Uraco toda la ira de sus negros corazones, reventándole las carnes a palos y llevándole al nuevo Calvario, cargado, no ya con el peso de la cruz y del insulto, sino con el de la vergüenza de que su dulce corazón se llenaba en el proceso de tan gloriosa condena.

Fue clavado, muerto de una lanzada, entre las carcajadas de aquéllos a quienes él mismo librara antaño del pecado, y abandonado a los zopilotes que ávidamente se cernían sobre su cabeza, haciendo espirales en el hermoso cielo azul.

Sólo un hombre entre aquéllos que le acompañaran en la vía de la dulzura y de la redención, le había mirado con ojos de amor. Solamente uno, había intentado por dos veces ayudarle con la pesada cruz de nogal, imitando inconscientemente al Cirineo. Este era Quirio Cataño, el escultor.

Habiendo llegado noticias de lo que ocurría en Jutiapa y de la extraña condena a que aquel monstruo se había hecho acreedor y hallándose en las circunstancias que ya conocemos: apurado con el encargo de Fray Cristóbal, falto de inspiración, indeciso y con las alas rotas por tres consecutivos fracasos, decidió ir a presenciar el suplicio que tan a propósito llenaría aquella gran necesidad, prestándole un modelo providencial.

Partió al instante y lleno de esperanza, al lugar del suceso y llegó precisamente a tiempo de asistir al Vía Crucis de Uraco.

Desde que fue iniciado el cumplimiento del fallo, sugestionado por la apariencia tranquila y dulce del preso, Quirio Cataño empezó a ver en él al Cristo de Galilea. Su dúctil imaginación de artista transportóle presto a una época lejana, más de mil quinientos años atrás, en un remoto país, donde idéntica muchedumbre acabara un día con el que había de ser amo y señor de las almas.

Siguió a Uraco entre todos; llenos de lágrimas los ojos; el corazón opreso y los labios amargos. Quiso ayudarle con la cruz y no le dejaron. Pretendió ofrecerle agua y le expulsaron del grupo.

Siguióles hasta la cumbre y desde lejos presenció horrorizado la crucifixión. Cuando uno de ellos le dio la lanzada, el grito de Uraco hizo estremecer todo su cuerpo y en su corazón sintió un sosiego inmenso cuando observó que había muerto. Oculto tras las ramas de los pinos, sus ojos bebían ávidamente el encanto místico de aquella escena.

Cuando todos se hubieron marchado, dejando aquella cruz, otra vez llena, enclavada en la cumbre, destacando su triste silueta sobre el cielo profundo de la tarde. Quirio Cataño acercóse trémulo y se quedó extasiado.

Ah, en la cruz, se veía, tal como lo describe la Pasión, extenuado por la fatiga, demacrado, cadavérico el semblante, pero siempre marcada la dulzura y majestad de su divino rostro.

La difícil posición del cuerpo y de las tibias, hacían resaltar las rodillas, teniendo como corridas hacia atrás las carnes de los muslos, en actitud de indicar gran fuerza, pues sostenían todo el peso del cuerpo, en tanto que los brazos, que sufrían aún más, daban bien a conocer por la marcada alteración de los músculos que cubrían los hombros, cuánto habían sufrido en el martirio, como que de aquellas extremidades estaba suspendido, el santo cuerpo, de la cruz, sin más apoyo que la cuña sobre la que descansaban los pies.
Todo esto observaba con ligera ebriedad el buen Quirio Cataño, mientras hacía sobre un lienzo un boceto de Uraco en la cruz.

Pero: ¿por qué era de color oscuro aquel Cristo? La sangre bermeja que goteaba de las heridas, o corría en regueros por el rostro, el pecho, las piernas y las espaldas, apenas si destacaba sus rosas en las carnes oscuras. De la llaga del costado, veíase escurrir la sangre, que se iba coagulando en la cintura y sobre el taparrabo indígena y un último grumo de coágulo, quedábase en la herida misma.

Sabía Cataño, por la tradición, que el rostro de Jesús era hermoso, majestuoso, de color ligeramente trigueño, sus cabellos de color castaño maduro y sus ojos avellanados, y no obstante este rostro se aparecía humillado, largo y enjuto, sus cabellos y barbas eran negros y lacios y sus ojos veíanse profundamente oscuros y rasgados.

Pero de todo él emanaba un halo de espiritualidad y candor preñado de santidad, que hacía florecer las manos de Cataño mientras, ávidamente, trazaba sus líneas e imprimía en el lienzo el tinte justo de la imagen. Para él era aquél un aparecido, el inspirador divino de su obra futura y no quiso sacrificar a la historia ningún detalle por pequeño que fuera. Haría un Cristo como aquel fantástico de la colina, oscuro y flaco, vaso de resignación, de piedad y de amor eterno, encajando el tamaño exactamente con el deseado por su protector.

Cuando Quirio Cataño, medio loco de júbilo, corrió cuesta abajo, después de haber diseñado el modelo de su obra, por los cuatro lados, caía la noche y las primeras aves negras se posaban ya sobre la cruz.

La obra de Quirio Cataño, llenó de asombro a todos, por su pureza anatómica y su poderosa fuerza psicológica. La encarnación oscura de aquel Cristo, fue atribuida a una evidente fuerza de concepción de la verdad histórica, que lógicamente nos lleva al hecho de que el cuerpo del Salvador, con los golpes se puso cárdeno.

Para esclarecer la intención de Cataño se razonaba así: “Y bien: ¿no hemos leído que Isaías con su espíritu profético vio al futuro Mesías, muchos años antes de que apareciera revestido de nuestra carne mortal, reducido a la triste semejanza de un leproso, llagado desde la cabeza hasta la planta de los pies? Y no se realizó esa profecía, cuando llegada la hora de la Pasión sufrió en su purísimo cuerpo más de cinco mil azotes, hasta quedar hecho una sola llaga, pudiéndose contar todos los huesos? ¿No sabemos que su sangrada cabeza fue golpeada y herida, y cruelmente abofeteado su santísimo rostro? ¿No sabemos que corrieron por su faz hilos de sangre, efectos de aquella corona de espinas que taladró su augusta frente? ¿No sabemos que caminó para el Calvario, jadeante de cansancio, exhausto de fuerzas, bajo un sol ardiente, en medio de una nube de polvo producida por el tropel de la impía turba que le seguía? ¿No sabemos, por último, que estuvo clavado en la cruz por espacio de tres horas, agonizando hasta morir? No debe pues extrañarse, sino admirarse el ingenio y habilidad del escultor, cuando representa así al Señor, tal cual debe representarse en realidad”.

Pero Quirio Cataño guardó su secreto en el más austero hermetismo, y la imagen de aquel hombre que se llamó Uraco y que tantos males hiciera en este Mundo, para salvar de las llamas del Infierno a otros tantos seres, condenando su alma, como él decía, en servicio de Dios y de los hombres, se trocó en la venerable efigie de Cristo misericordioso, que no pudiendo admitir su alma por de pronto, en el Reino de los Cielos, como tampoco enviarla a los profundos Infiernos, la destiné a morar en el vaso de una santa escultura, colocándola así en el punto de unión de aquellos: en la Tierra, que es lo más alto del Infierno, y en su imagen, que es lo más alto de la Tierra y que se toca con la Gloria.

Porque el alma de Uraco estaba condenada en el Cristo de Cataño, nimbándole de claridad celeste, prestándole esa vida que sólo es propia de raras esculturas sagradas y que el artista parece recoger como una luz de lo alto, luz divina, presa en las líneas de sus obras, como un encanto que las inmortaliza. Bien se comprende cuán grande aunque errado y absurdo era el espíritu de este triste mestizo desbordante de amor que fue una víctima más de la ingratitud humana. Modelando su vida a la de aquél, no en lo de vidente y sapientísima, sino en su gran amor a los hombres y las cosas, vivió luchando por ganarle almas a costa de la suya.

Sublime desinterés y abnegación la de este hombre, que se da al Demonio por amor a Jesús. Maravillosa antítesis de Cristo, que cree ser llegado, no como aquél, para purificar las almas con el Bien, sino para salvarlas con el mal. No para organizar un ejército iluminado con la misma fuente de su luz, sino para luchar solo, tenazmente solo, arrancando en el corazón de los hombres esa roca del mal que en su caída le arrastrará a la sima profunda del Infierno.

Loco sublime que hace vacilar con el empuje de su inmensa piedad, las bases firmes de la ciencia cristiana; que ofrece lirios de sangre y da besos de fuego, colocándose en un círculo fuera de las leyes divinas y demoníacas, hasta llegar, jadeando de amor y de dolor, a la conquista de un nuevo purgatorio, a la imagen de Jesús su señor e involuntario guía, encarnando un Cristo terreno, un Cristo misterioso, un Cristo único, un Cristo en fin, negro.





1.- Tomado de Salarrúe [Salvador Efrain Salazar Arrue], El Cristo Negro(Leyenda de San Uraco), San Salvador: Tip. La Union, 1936, Primera Edición. 


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Roberto Arlt

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Roberto Arlt 
Carta inédita a Ricardo Guiraldes



Una carta manuscrita inédita dirigida por el joven Roberto Arlt al ya consagrado Ricardo Güiraldes ha sido revelada en Lima por el Dr. Jorge Zevallos Quiñones, distinguido investigador peruano, antiguo catedrático de la Universidad Católica de Lima y de la Universidad Nacional de Trujillo. La carta fue dada a conocer en un artículo publicado en el suplemento cultural El Dominical del diario limeño El Comercio. Como buen conocedor de los archivos nacionales y experto profesor de fuentes históricas, el Dr. Zevallos Quiñones indicó que su aparición en Lima «resulta un extraordinario hallazgo», ya que otras 16 cartas y 14 manuscritos de Arlt fueron donados al Instituto Iberoamericano de Berlín por la hija del autor, Mirta. El descubridor de la carta ha señalado que la misiva permanece en la Librería Anticuaria «Sur» de Lima. En la misiva, el autor de Los lanzallamas y Aguafuertes porteñas se dirige con un tono de admiración y afecto a Güiraldes para agradecerle el envío de su novela Don Segundo Sombra. En el momento de escribir la carta que aquí se reproduce, Arlt estaba por cumplir veinticinco años, hacía tres años que se había casado con Carmen Antinucci, dos que había nacido su única hija Electra Mirta y menos que se había mudado al barrio de Villa del Parque. Roberto Arlt, inscripto como Roberto Godofredo Christophersen Arlt, nació en Buenos Aires el 7 de abril de 1900, aunque en su partida de bautismo y en la de nacimiento expedida por el Registro Civil consta como fecha de nacimiento el 26 de abril de 1900. Se sabe que tanto Arlt como su madre tomaban esta última fecha como la de su nacimiento por el día en que fue anotado en el Registro Civil de la ciudad. Fueron sus padres Karl Arlt, oriundo de Posen, norte de Prusia, hoy provincia de Posnania, Polonia, oficial del ejército de Bismarck, de ahí su carácter autoritario y tiránico; y de la austro-húngara Ekatherine Iostraibitzer, natural de la región italiana de Trieste, de extracción campesina, y quien inculcó en Arlt el amor por la literatura junto con el gusto por el espiritismo. Arlt creció en el popular barrio de Flores, entonces un suburbio bonaerense, entre la extrema pobreza y la resistencia a un despótico padre, en estrecha relación con una dura y hostil realidad social que lo seguirá hasta su muerte de un ataque cardíaco en Buenos Aires el 26 de julio de 1942. Jorge Luis Borges dijo en una entrevista que Roberto Arlt pronunciaba el español con un fuerte acento germano o prusiano heredado del padre. Así, mientras su padre hablaba alemán y su madre, italiano, Arlt balbuceaba el español, pero dominaba el lunfardo, la jerga porteña mezcla de gallego, italiano, alemán y demás aportes coloquiales del habla inmigrante, vinculado con los trabajadores del puerto, el tango, el hampa y los bajos fondos.Al mismo tiempo que ensalza la obra de Güiraldes, Arlt le relata una serie de «terribles padecimientos familiares». En esta carta a Güiraldes, Arlt reconoce que es en el ambiente portuario donde su escritura se ha nutrido: «he aprendido el oficio de periodista y el de apuntador de descarga en el puerto». Así,  La carta a Güiraldes es un desgarrador  documento donde un Arlt humillado y resignado traduce claramente la fatalidad de un destino que le parece irreversible. Confiesa su pesimista estado de ánimo y la  situación «cada día más triste y más sufrida» de su mujer, enferma de tuberculosis, de la que, sin embargo, dice que «un buen día» morirá y él estará «tranquilo». La edición que ofrecemos en Analecta Literaria es una transcripción literal realizada por un colaborador peruano a partir de la carta autógrafa, de 3 páginas, enviada a Ricardo Guiraldes aproximadamente en el año 1926, el mismo año en que Arlt publicó su célebre novela El juguete rabioso. Sabido es que a Roberto Arlt nunca le interesó mantenerse dentro del «buen gusto», la «desprolijidad» de su escritura, los «errores ortográficos» que se le imputaban en los originales de sus libros, quedan también evidenciados en su carta a Güiraldes y hemos respetado los errores ortográficos y la sintaxis deficiente del documento original, sin corregirlos.



Luis Alberto Vittor













Carta inédita de Roberto Arlt 
a Ricardo Güiraldes



Estimado amigo Ricardo.


Recibí su libro y no se imagina con qué alegría, pues había visto Don Segundo en las vidrieras y creía que Ud. se había ya olvidado de Arlt.

De su libro pueden decirse ya tantas cosas hermosas, que lo más fácil y espontáneo es agradecerle a Ud. que haya tenido la bondad y el talento de darnos tanta belleza cristalina, sencilla y noble. Un libro como el suyo es un don, aquel que lo lea se sentirá inclinado a amarle y a retribuirle a Ud. de una forma u otra, con palabras o con hechos, el placer cristalino, diáfano y sencillo.

¡Cuánto hablamos de su libro! Y ahora qué difícil es hacerlo pues las palabras no tienen medidas discretas para enaltecer la virtud de lo realizado. Suerte que Ud. mejor que nadie sabe todo lo que ha hecho... nosotros ya no podemos elogiarle, su libro es un favor y una virtud. Es todo hermoso. No tiene altos ni bajos, mas si de la llanura una uniformidad serena, con olor de yuyos y en el cielo que lo cubre una claridad tan tersa que todo se vuelve transparente allí.

Pero todas estas son palabras para la gran luz de amor que hay en su libro. Yo me miro y me causo a mi mismo el ridículo efecto de un tío que se acercara a un héroe para enseñarle la psicología del coraje. Y después hablaremos mucho más de Ud. o Ud. hablará de su libro, y eso será lo agradable.

De todas formas Ud. bien se merecía esta alegría.

Respecto a mí, pocas noticias tengo que darle. En este internado he aprendido el oficio de periodista y el de apuntador de descarga en el puerto. Con los dos oficios juntos puedo aspirar a morirme de cualquier cosa. Por otra parte y para mayor gloria de Dios, las cosas me van peor que nunca.

1° Mi hermana tiene que volver al sanatorio de tuberculosos.

2° La casa donde trabajaba mi padre ha quebrado

3° Posiblemente en estos días vengan a vivir a mi casa

4° Mi señora también está tuberculosa, si las cosas no mejoran tiene el proyecto de ponerse a trabajar de sirvienta o mucama. Ella sabe como se hace eso porque en su casa tenían cocinera, sirvienta y mucama.

5° Y yo... yo no sé hasta donde me voy a undir.

A momentos tengo la sensación de que estoy descendiendo por un pozo. El disco de luz del brocal se hace cada vez más pequeño y las tinieblas más espesas. Y yo bajo y bajo… y estoy tranquilo... veo a mi mujer cada día más triste y más sufrida y estoy tranquilo. Eso sí de vez en cuando se me sube a la boca una putiada, pero como eso es de mal gusto... bajo, bajo y estoy tranquilo. Un buen día se me morirá mi mujer y yo estaré tranquilo... y sabré sin embargo que he sido yo el que la mató a privaciones.

¡Ah! Santo Dios... quisiera putiar no se a quién tanta basura que tengo atravesada en la garganta. Pero la vida es así... hay que sufrir... sufrir hasta que el corazón a uno le estalle como una bomba.

Le he escrito un telegrama de 130 palabras al doctor Sagarna. Veremos si ese me contesta. Me han dado una recomendación para el coronel Mosconi, director de los yacimientos petrolíferos de Santa Cruz. Yo me voy a cualquier parte. Estoy arto... tan arto que hasta siento en mi cuerpo la inchazón del alma. Nunca me sentí tan desdichado como ahora, tan pobre hombre. Solo me sostiene el interés de saber hasta donde voy a bajar. Y estoy tranquilo. Preveo todo lo que me va a suceder con una lucidez increíble. Mi hermana al sanatorio de Santa María, mi mujer sirvienta o al sanatorio, pero eso después que se haya despulmonado y yo? Querido Ricardo, yo no le visitaré a Ud. Si Ud. Quisiere verme vaya a mi casa, no podría irlo a ver a su casa. Cuando uno es tan infeliz adquiere el derecho de no visitar a nadie.

Saludos a su esposa.

Reciba un abrazo de

Roberto.

Leyla Patricia Quintana Marxelly

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 Fotografía de Leyla tomada por Silvia Orellana en el campo de batalla


Leyla Patricia Quintana Marxelly
Poemas de la Resistencia*
Selección de Textos y Nota Biobibliográfica
de Luis Alberto Vittor
© 2015 Analecta Literaria




EN LOS CAÑALES


Desdoblo la mirada de los cañaverales
Oliendo a dolor y sufrimiento.

Un niño por hambre agrieta sus venas
y arrolla tempestades.
una mujer violenta la calma
y aúlla el silencio de pan y leche
un hombre cañal a cuestas
el viacrucis termina
crucificándolo sin piedad
al final del camino de la muerte.


COMPAÑERA LABRADORA


Quedaste  pintada en la página de la guerra
tatuada como una huella imborrable
pedazo por pedazo te plasmaste
como arco iris en mis sienes.

La blanca tempestad que arrollaste
padece hoy de tu ausencia
labra una inmensa soledad en su retoño
y brota un huracán de amor apuñalado.
clavaste una estaca más en la conciencia
para minar la tristeza
y esclarecer tu franqueza.

Compañera aquí en este pedazo de camino
tu pueblo te vive y te resiste sin parar
tiene mucho por andar
es por eso que te recuerdo
que aun lejos vos y tu tempestad
agitas el velero de mi caminar.




CAMPESINO

El cansancio de tu trillo,
quiebra la paciencia en mil gritos.

La huella que te cobija es una chiltota
que vuela rumbo a la geografía
de nuestras raíces combativas.

Las cicatrices de tus arados
son el recuerdo viviente del germen
que el rio de sangre del 32 dejó.



EN LA FABRICA


Colocá mi rostro en el fondo de tu bolsillo
cómplice de la sordez del tiempo,
activá la bomba y despertá la quietud los demás obreros
que se unen a nuestro puño contra el cerco de la injusticia.

Disputamos impacientes el amanecer de la primavera,
De la luna, de la Libertad ¡De la Paz!




FUERA DE SERIE  

                 A Mae

Sabe...
Arrímese al radio y oiga la noticia
salga a la puerta y vea la calle
ahí donde sufre más mi pueblo.

Vaya al “Centro”
salpique la ventana del maniquí
y vea el sufrimiento, el sacrificio,
el desgarro de la humanidad.

Hoy sí, puede llorar
sin pena, pues no es por mí.
Es por la indignación que late dentro de su conciencia.

Ahora sí.
soy su hija, su prima, su hermana,
su amiga y compañera.



MIS DÍAS


Habito en el corazón de la chiltota,
las mañanas rocían las sonrisas del viento,
un desdentado viejo balbucea maldiciones
a la  aurora porque le ha comido el sol.

Camino por los rincones más dolorosos de la humanidad.
Las serpiente mutila sol a sol el canto del gorrión,
Almuerzo soledades.

Ahogo mi sed en el silencio del llanto maternal
Miseria en el vientre del pueblo encuentro.
Y finalmente me desnudo el alma
Para dormir en estrepitosos sustos
De bombas y metrallas,
Donde la noche se llena de lobos
Y mitos de hombre, matan esperanzas.



LO QUE DEJO


A vos:
Los nietos de los hijos que nunca
pude engendrar,
mis zapatos agujereados porque
nunca amanecieron.
El coraje que mi fe en vos mantiene
el brillo en la almohada de la esperanza,
la marcha que no pude entretener
porque un cincel de oscuridad me acorralaba.
La casa de mi locura donde dejo
Las furiosas letanías de tu vientre.
Y finalmente mis caminos
en ellos encontraras regada la madrugada,
un sinfín de cabellos bañados en la mirada
por un rayito de sol que en mi balcón asoma.



MADRE
       
      «Madre que tu nostalgia
          se vuelva el odio más feroz»
             Silvio Rodríguez

Este es el llanto en que, Madre
desde lo más hondo
de tu humanidad
sufrirás  por tus hijas
que no sabrás a ciencia cierta
donde estarán.
Esta es la alegría en que, Compañera
desde lo más hondo
de tu combatividad
lucharás por tus hijas
que desde una trinchera
disparando amor están.



MADRE


Sé que vos estás en los guampos
trayéndote los más hermosos ramajes,
vistiéndote en amores encendidos por la guerra,
guardándote todo el odio en un solo puño.

Si, el mismo que levantás cuando te derramás
en agonía por las rojas calles
de nuestra tierra,
para luego sucumbir en el inmenso llanto
de amor prendido a esta lucha
que nos tiene ya consumidos
en los muertos de nuestros recuerdos
y en la alegría
de la ofensiva final.


¡AH MADRE!


¡Ah madre! ¡ay madre!
cuánto sufrís, ¿no?
Tenemos la manía de hacerte sufrir
Y, créeme,
no es cuestión de querer,
sino de temer

Sé que vos podés aguantar
eso y mucho más.
siempre me he remirado en tu valor.

Compañera Combatiente
amiga insaciable de odio inquebrantable
no volvás tu mirada,
seguí viendo adelante
por mí, por José y por muchos más
confiamos en que vos
vas a ser nuestro bastión de guerra
nuestra trinchera
y nuestra victoria.
¡Adelante!



MIXTLI

Ahora no hace mucho
me abrieron una herida amorosa
diciéndote que mi vientre
había parido un amor
que embute mi vida.

Hoy no río de alegría,
hoy lloro de tristeza
porque todo fue una horrible mentira.



CUANDO TE VI EN MANAGUA


Cuando te vi en Managua
caricia mi mirada, la destinaste
a morir crucificada en un amargo llanto
con tus ojitos,
me desnudaste la alegría
y me dejaste la agonía del odio.

Hoy que Nicaragua te extiende
tu imagen en la vida
te destino a mi muerte
para que sepás que en San Salvador
era lo mismo para mi
aunque tu papá
sea la cruz de mi vida


MANTA


Por la tarde agitadora aparece tu silueta
con colores vivos y mensajes claros
con exigencias o repudios
desatando valores que el puño grita.

Cuando el viento agita tu candente llama
que junto al obrero, campesino,
estudiante, jornalero arde y arde.

Salís a forjar la barricada,
sos parte de esa implacable lucha
que nos puso ojos y puños en la moral,
furia a los pasos, dignidad al canto
y volcánico clamor de libertad.



A BUEN 5 A.M.

Una espiral de calor se desparrama
sobre la almaciguera del amanecer,
se han fugado los mechones de frío.

Las manos que trabajan a estas horas,
las que se retuercen de heridas
son las tuyas,
obrero, campesino, jornalero, panadero,
robándole sueños a la esperanza.

Te decidís a predicar un día más
de fugadez pavesas molotóvnicas
llenas de sudor en la paciencia
y de valor en la conciencia.



NOVIEMBRE


El calendario de mi valor embute en el recuerdo
días pintados de sangre, angustia y dolor.
Las acuarelas que encendieron los gritos
Estallan en la frente de mi pueblo.

Todos los sabemos, nadie lo divulga:
la mordaza pasa su cuenta,
torturando a la verdad se encuentra.
furia incontenible empapa la conciencia de la humanidad
 y millones de esquirlas sedientas de libertad
penetran en las entrañas que parirán
la tan anhelada Paz.


OBRERO


La franca locura que anuncias en las calles
La inmensa sonrisa que vierte tu moral,
fiel antorcha de ejemplos indomables.

Son las armas que consolidan la muralla
que forja un mañana sin maquillajes
ni andrajosas migajas de libertad.



PAÍS


Hice café en tu ausencia,
para darle  paciencia a la esperanza;
Un cigarro acompaña la espera
que en humo se vuelve
Al compás de las cenizas.
sé que volverás a ser vos,
a verter calles de quietud,
siembras de alegría,
paisajes de amor,
y por eso,
espero. No me pregunto por qué.



SABOREANDO NOCHES DE PUEBLO

I

Anido en la furia un coraje
que en tu lata de dulce de ayote
me confiaste.

Sos un pueblo atado en miel de sacrificio
aún así te levantas para cobijarme los pasos
y musicalizar con tus chuchos
ladridos que me enmudecen las huellas
y el eco de tu almohada
se armoniza con la lúgubre trinchera
que en vuelos de guardabarranco alza.



II

Por no tener almacigueras de libertades
se ha secado tu bolsillo
desde que te pagan una miseria
por tus sudores benditos.

Permíteme, pueblo,
que lloren mis cielos y furiosos volcanes
te disparen enormes calores de furia
para que encienda tu sepultura
y aprenda a valorar cueste lo que cueste.



ECLIPSE I


Se unió
el huracán,
remolino de mi cuerpo
fragua mensajera,
barca de mi amor.
con el hielo,
nevera de mi calor,
cesárea en mi vanguardia,
Taparrabos de mi voz.
Nació
una oscuridad
en mi amanecer
¿y ahora
dónde deposito estos huesos?



CUANDO SEA VIENTO


Cuando sea viento
posaré en tu aurora
y dispararé calores
para que respires tranquilidades
porque tu silueta enmarca mi vientre
en la infalible guerra.

Si se ajan tus pasos
al caminar
no dudes en volar hasta mi sable
porque ahí dividiré mi escarcha
y zurciré tu canto al mío
para bregar en un pincel-guerra
todo el amor que en la lucha no se engendra.



Y REGRESASTE DE LA TRINCHERA.


Y regresaste de la trinchera
para llenarte de amor
partiste tu vida y la  repartiste
al pueblo,
te quitaste el odio
y lo hiciste libertad
volviste a mis brazos
larga trenza de amor,
sufriendo tormentas diferentes
laceándote la muerte.


CURRICULUM VITAE


Mi tarjeta de presentación es la lucha
Mi título: El sacrificio que goteamos
en cada canto.

No procuro un cartón que dibuje fielmente
y en letras de sacrificio
un puñado de avaricias desgreñando mi nombre,
ni tampoco espero un retablo
en la pared de la hipocresía
donde una simple y forzada sonrisa
pinte mi humillante rostro.

Lo que quiero es anunciar mi fatiga
que por la vida espera sacar a flote
la aguerrida bandera que encierra a la esperanza
y si no puedo librar mi indignación de la serpiente
trenzaré valores y anidaré tempestades
para que en ellas muera.


DESTINO


Sigo con el deseo de amarte
de tenerte entre mis páginas
de arrullarme entre tus calles.

Me siento sobre las hojas
y taciturna murmuro al viento.

No sé cuando sonreirás
ni cuando lloverá de nuevo…
pero de algo sí estoy segura
que aun sin dientes ni cronólogos
vos reirás a plenitud
y lloverá en tu tierra
toda la felicidad
que hoy nos niegan.



DESPUES DEL ECLIPSE


Después del eclipse
desmitificamos la agresiva atracción
esa que de porcelana se viste
y una pizca de brillo
escurriendo deseo ardiente de ilusiones.

Es para entonces que te amo,
no niegues tu sonrisa
ni apagues tu canto,
agrégale luz a tu motor
y aunemos nuestros corazones
en un solo estallido,
detonémoslo así
pausado pero seguro
subamos al viacrucis del amor
y besémonos eternamente
¿Sí?



POR QUÉ

Por qué te fuiste sin despedirte
de mí ni de tu mochila.
Por qué dejaste  olvidada tu sombra
en la esquina del abismo.

Es que acaso ya no despeinaras al viento
para abrigarme un te quiero
bajo mi almohada de hojas secas.

Por qué te fuiste sin mirarme
sin contestar mis besos
sin abrazar mi vientre
sin dejarle ni un suspiro al día
a la hora que los segundos
te rafaguearon la vida.
¿Por qué?



ESTE INVIERNO
            (Por el invierno en que nos hechizamos)

Este invierno te dejó perdido
los caminos no te traen ni un aliento
en las tormentas tu rostro
ya no se moja, se desprende.

Los rayos no erizan tu piel
se desvisten de esqueléticos recuerdos
y perfilan un esquirlante olvido.

Este invierno se olvidó de vos,
te dejó perdido entre los muertos,
la briza de huracanada lluvia
no trepará tu faz tan bella
y en tu mente hambrientos
deseos de ver el cielo
tendrán que respirar tierra sin tempestad.

Este invierno no te quiso traer
te dejó perdido entre mis recuerdos
sobre el escritorio donde mi angustia
se arrima para leer un poco de tu cadáver
y escribir en él el llanto que mi ser cobija.

Este invierno te dejó perdido
entre mi amar la vida
en donde embutí los deseos de escribir
por donde pasa la correntada de días
que inventarán una cucharadita
llena de poesías y pólvora.

¡Este invierno… cosechará mi muerte!



EPITAFIO


Cuando me muera
no me iré del todo
quedaré en tus anhelos e ideales
quedaré  en las letras que un día
escribí en el odio
estallaré en mil y mas auroras
y seguiré amaneciendo
en la conciencia afilada de todos.





* N. de la R.: El título general «Poemas de la Resistencia» ha sido elegido por el seleccionador de los textos. ANALECTA LITERARIA agradece muy especialmente a la Profesora de Educación Básica y madre de Amada Libertad, Sra. Argelia Marxelly de Quintana, el debido permiso para publicar los poemas de Leyla Patricia Quintana Marxelly.




LEYLA PATRICIA QUINTANA MARXELLY [Amada Libertad], nació en Santa Tecla, El Salvador, el 2 de abril de 1970. Como Roque Dalton, Otto René Castillo, Javier Heraud, Jesús Santrich, Leonel Rugama, Ernesto Cardenal, Francisco «Paco» Urondo, Juan Gelman, Luis Álvaro Yuste, Otoniel Guevara, entre otros, Leyla Patricia Quintana Marxelly, fue poeta y guerrillera. Realiza sus estudios en el colegio María Inmaculada de San  Salvador. Inicio estudios de periodismo en la Universidad de El Salvador en 1987. Murió a los 21 años de edad, entre las seis y siete de la  mañana del día 11 de julio de 1991, durante un enfrentamiento con las fuerzas militares en El Salitre, Nejapa, sobre las faldas del Volcán de San Salvador. El día de su muerte hubo un eclipse de sol. Cuentan, que al sentirse acorralada corrió y se tiró a una zanja, donde la atacaron con un cañón calibre 90 hasta que murió. Sus restos quedaron en el mismo lugar donde cayó, pero un año después su madre Argelia Marxelly de Quintana los exhumó y ahora reposan en el cementerio de Quezaltepeque, una localidad fundada por los pipiles en la época precolombina. El topónimo náhuatl Quezaltepeque significa «Cerro del Quetzal». La palabra «quetzal» proviene del náhuatl quetzalli, que puede traducirse como «cola larga de plumas brillantes». El quetzal también es llamado la serpiente emplumada pues al volar su cola se mueve en el aire como lo hace una serpiente al arrastrarse, de ahí el origen del nombre al dios azteca Quetzalcóatl. Leyla Patricia Quintana Marxelly era «la radista del pelotón loco», perteneciente al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Radista es un operador de equipos de comunicación; un radiodifusor anónimo y clandestino que constantemente está corriendo el riesgo de ser detectado por el enemigo. Ello les obliga a tomar medidas de seguridad en forma permanente y a cambiar las formas de operar, el lugar y el horario de sus transmisiones clandestina. Siempre el radio de acción es limitado ya que se transmite con equipos de escasa potencia. En tiempos de guerra la  radista era uno de los objetivos principales, ya que son quienes poseen las claves para descifrar los códigos de información o comunicación de los grupos guerrilleros. Su obra poética se ha publicado póstumamente. Los títulos publicados son: POESÍA:Larga trenza de amor (1994); Pueblo (1996);  Las burlas de la vida (1996); Liberta va cercando (Italia, 1997); Lectura de cicatrices (2000); Destino (2011) y Volveré (2012). ANTOLOGÍAS:Mujeres en la literatura salvadoreña, Red de Mujeres Escritoras de El Salvador, (1997); Poetas de la resistencia, de  Otoniel Guevara, (2011); Antología poética, de Maria Poumier, (Francia: 2002); Pícaras, místicas y rebeldes, Tomo «Rebeldes», de Leticia Luna, (México: 2004); Literatura Salvadoreña 1960-2000, de Jorge Vargas Méndez-J. A. Morazán. PREMIOS: Mención Honorífica en el Certamen Wang Interdatada 1990 con el poemario «Virtiendo en Papel Guerra un Poco de Mala Ortografía». En 1991 se le otorga el Primer Lugar compartido por «Locuras y Garabatos» en el Certamen Femenino «Dra. Matilde Elena López» promovido por ORMUSA. El 28 de Septiembre de 2000 EL COM y LAS DIGNAS le otorgan diploma de Reconocimiento (post-mortem), como mujer sobresaliente del siglo XX. 

Irma Verolín

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Irma Verolín
Habitación*




Un despliegue de cartas españolas
sobre la superficie tambaleante de la colcha
que cubre el cuerpo de mi madre
movedizo
increíblemente movedizo dentro de su enfermedad
ese vasto sitio donde todo confluye: nuestras conversaciones
el miedo
las manos de los médicos
las de mi madre que dicen ay.
Montones de cartas resguardan ese cuerpo
ahora
y quieren abrigarlo
mamá las ha echado alzando su brazo con brusquedad
–revoltijo en el aire cara y ceca sin pronunciación–
para dar un salto hacia el futuro
ese otro lugar que no existirá para ella
aunque las cartas vaticinen fabulados prodigios
lunas fosforescentes en la ventana quieta
luces para repartir como caramelitos en un cumpleaños.
Todos aquí
nos asomamos al futuro de mamá
estirando el cuello hacia la colcha
que ya no soporta el colorido de las barajas
ni el temblor rudimentario de su cuerpo.
Está hecho de nácar su cuerpo
deshecho su cuerpo
lábil entre las sábanas
que apenas recuerdan sus perfiles
las líneas
las rugosidades


ese cuerpo que se adelgaza en una precipitación
que no conoce límites.
Grande es el sitio que la espera apenas su cuerpo logre olvidar
cada una de las cosas que hoy la alimentan y cobijan
nácar como piedra o interior de caracola
nácar los diminutos botones de su camisón


Dice que no quiere morir
y lo dice en medio de cualquier conversación
mientras acaricia el borde sedoso de la frazada al pasar
así
soltando un apretado pensamiento
que no termina de ser pensamiento
en el interior de su desmoronada cabeza
frase mordida que al ser soltada
despedaza el aire de esta habitación
donde todos respiramos mirándola a ella
que acaricia el borde de la frazada y habla.


Qué es morir, me pregunto
¿que el cuerpo esté en un lugar
y la voz en otro distinto?
Morir.
Irse a lugares donde los ecos de las voces se copian
en una interminable secuencia
y no hay quién escuche


aire y voz
ahora mi madre
acompaña este deslizamiento de mi mano
sobre la hoja
blanca
nítida la hoja
perspicaz y almidonada.
¿Qué hacen las voces sueltas tan lejos del cuerpo
en medio de esta voracidad?
Hay demasiadas preguntas
desparramadas sobre esta hoja
escuálida y prístina
todas escritas por mí
balbuceadas por las voces de mi madre
ahogadas por la perfección del rectángulo
en su antiquísima vacilación


Detrás de una mampara de luz
alcanzo a verla a mamá
un cubículo de luz
un ramalazo de luz
una luz derretida en sus contornos
sólo mirar
ni una palabra
ni una pregunta
las frases en la boca no hacen más que confundir
el desvelo de los ojos.
Las palabras trazan en el aire geometrías absurdas
que desbaratan la trama de las telas
que las arañas tejen
recluidas
babeando y flotando en un ángulo estrecho.
Ver
sólo ver
con los ojos agrandados por el esfuerzo
de despejar el mundo de tanta bruma.


Frío.
Pienso en el frío cada vez que veo
la puerta cerrada de la habitación
donde mi madre duerme a cualquier hora del día
cuando la claridad se filtra a través de la puerta
con banderola y vidrios
y un picaporte lleno de nudos superpuertos.
El frío llega de todas partes y se enseñorea
¿Quién querría entrar en esa habitación
si antes la mano debe soportar el roce de semejante picaporte?
Apenas empieza a oscurecer en el patio
los vidrios de la puerta se convierten en espejos
entonces yo me puedo mirar: cara redonda
ojos abismados y ningún resplandor que vacíe
el profundo contenido del principio de la noche.


La muerte es una caja que se abre desde adentro
hay que hacer mucha fuerza con el cuerpo
con los pensamientos
para que por fin se abra.
Mamá lo intenta
pobrecita
lo intenta y no le sale bien
nosotros sólo somos testigos
pero de tanto en tanto
con cierta ceremonia y un poco de grandilocuencia
como en las tragedias griegas
cantamos a coro una canción que repite lo ya sabido
con un tono elegíaco y desafinado.


Papá me explica que los animales no tienen alma
podemos matarlos si queremos
sólo sirven para saciar el hambre.
Mi padre asegura que la guerra es el motor del mundo
es difícil creerlo
el mundo se desplaza sobre el infinito vacío universal
devora amplitudes
y nos lleva consigo en su invulnerable armonía,
la guerra en cambio no hace más que complicar el orden
inconstante.
No se lo voy a decir
no
él odia que lo contradigan
mi padre respira mal
los círculos de luz que orbitan en torno de su boca
esos incontables cigarrillos encendidos van a terminar
matándolo.
¿Qué es la muerte?, le pregunto
él no dice una sola palabra
sólo se queda mirando la puerta
en la que brillan los cristales y la banderola.


Qué habrá después de esto.
Días y días acumulándose
unos encima de otros en su igualdad tramposa
en sus disturbios
dentro de esa habitación donde mamá todavía sigue respirando.
Del otro lado del cristal de la puerta
de la banderola
del picaporte ampuloso
qué habrá para ella
para mí
cuando esa habitación deje de ser la cápsula del tiempo
y la muerte llegue para desabrigarnos
de una buena vez


Por qué mi madre está ahí
tendida en esa habitación cuadrada.
¿Por qué estamos nosotros aquí?
Dios no construye líneas rectas.


En qué se convertirá mi madre
cuando salga de la cápsula del tiempo.
–Las cosas grandes comienzan siendo pequeñas –dice papá.
Entonces cuando cumpla seis años voy a entender
lo que necesito entender, digo en silencio.
Y el silencio ayuda a que estas medidas
que usamos para calcular el tiempo
se hagan blandas
se dejen amasar
pulvericen las barreras de los almanaques
la infinitud de las cintas métricas
y el corazón avasallado de los relojes.
Aún así lo que veo es tan enorme
tan enorme
que no alcanzan mis pretensiones
ni el hambriento trayecto de mi mirada
ni mis brazos extendidos


Desde el otro lado de la puerta de vidrios y banderola
se perciben continuos murmullos
un respirar arrítmico
una agitación
mamá se prepara para irse a un lugar impreciso
ella nunca sale de la cama
está metida en cuestiones de extraña importancia
lleva rigurosamente puesto su camisón
adornado con puntillas y aureolas que van mutando
no merece ni una miserable mirada ese camisón
y menos que menos una fotografía.
Alguien está hablando desde hace mucho
alguien está hablando
no es mamá
tampoco nosotros
habla una voz que se filtró entre las hendiduras del aire
una voz llena de hilachas
de agujeros.
Sabemos muy bien lo que ella hace en esa habitación
así como sabemos que los árboles crecen
hacia abajo y hacia arriba
o que el agua hierve
si se la deja atrapar por el fuego
dentro de un recipiente plateado
aunque saber lo que se dice saber
no es un asunto del que nadie en esta casa pueda jactarse
morir por lo visto
resulta una tarea complicada
requiere de testigos
de una puesta en escena


de un cuerpo quebrantado
y de un dolor que no encuentra su lugar
que va y que viene y se reparte
entre muebles recostados sobre paredes lánguidas
en los ángulos estrechos
y el aura que rodea las plantas
morir se parece a un juego
que estuvo mal inventado desde el principio.


De: De madrugada (2015)




* Adelanto del libro De Madrugada, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2015, que será presentado el 23 de abril de 2015




IRMA VEROLÍN, Poeta, narradora y ensayista argentina, nacida en Buenos Aires en 1953. Estudió letras en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires y en grupos de estudios particulares con diferentes escritores e investigadores. En poesía participó desde fines de la década del setenta y hacia finales  de los ochenta en el taller “La casona” coordinado por Marcos Silber. Integró el taller de Héctor Freire y Daniel Calmels y  posteriormente el de Gustavo Geirola en el teatro I.F.T  y en forma privada en el de Liliana Lukin.  A partir de 1988 se dedicó a la narrativa. Ha publicado cuatro libros de cuentos: Hay una nena  que gira, La escalera en el patio gris,  Una luz que encandila y Una foto de Einstein tocando el violín  y dos novelas: El puño del tiempo y El camino de los viajeros. Es también autora de literatura infanto-juvenil: La gata sobre el teclado, La lluvia sobre el mundo, El misterio del loro, El ferretero del tornillo perdido, entre otros.  Ha obtenido diversas distinciones entre otras el Primer Premio Internacional de Novela Mercosur, el Premio Fondo Nacional de las Artes 1987, Premio Emecé 1993-94,  Primer premio de Encuentro de Escritores patagónicos, Primer  Premio Municipal Eduardo Mallea por su novela (La mujer invisible, inédita), primer Premio internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Beca a la creación artística del Fondo Nacional de las Artes, Primer Premio Internacional de Puerto Rico Fundación Luis Palés Matos,  Primer Premio Macedonio Fernández de cuento, tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela y Planeta de Argentina. Ha participado en diversas antologías en el país y en el exterior. Ha sido traducida al inglés y al alemán. Es autora de ensayos literarios y de trabajos sobre evolución de la conciencia y calidad de vida. Es Maestra de Magnified Healing y de Reiki. Desde el 2014 tiene a su cargo junto a Inés Legarreta la coordinación del ciclo “Encuentros de Narrativa” en la entidad Artistas Premiados Argentinos. Acaba de publicar el libro de poemas De madrugada (2015).

Alejandro Drewes

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Alejandro Drewes
Poemas



Wie lebten wir hier?

Paul Celan




Y  así escribe uno
el poema de pronto
su grito que asciende
por los cielos giratorios
acaso: esta plegaria
inútil por el mundo

su carta en la honda
noche de los tiempos.








TIEMPO ATRÁS 



I

Luz, pura luz, rolido suave por sobre el inmenso mar de la tarde, sus lentísimas olas que mas allá de toda mirada acaso  convergen a un horizonte posible. Y  estos ojos que evocan tu niebla en la intuición del oscuro retorno al país de estrellas azules y heladas. Extremar la voz para el canto acaso en espera del dios que vendrá.

II

Noche, siempre refugio de los tristes actos del día. Con piedad de mujer me recibe la diosa en horas propicias, y hacemos tres con mi sombra. Ni otro sol hay ni el alto hierro del alba te mata. Y antes y después gira la Rueda. 

III

Al filo mismo del espejo, amarga sombra en los  rincones ciegos de la Casa. Sopesar cada pregunta y temer de toda pavura respuesta, el viento que llegue hasta el fondo.  

Saberse solo como  el tronco y la hoja, como aquel peregrino que una vez se atrevió a iniciar un camino en la tierra. Un rumor hay que ha dejado y que aún aterido cruza  el  blanco erial de los siglos.




DE LA MAÑANA EN BANCARROTA 



Mejor no preguntarse
para quién o para qué
se escribe el poema

Ese desvarío
de cantar cuando hay
tantos pájaros fuera
y dentro zarzas apenas

Otra tarde hostil
se avecina y hay
la paciente carcoma
que roe los cimientos
de la casa y los dados
que ruedan y no vuelven

Este viejo cansancio
de subir la pendiente
de las noches y los días
sigilosos ladrones
y oscuros que acechan
detrás del espejo

Y tu despavorido rostro
en que sacudo
de mis sandalias
todo el polvo.
.




GESCHICHTE/ HISTORIA



Un grande  viento
que arrasa  la memoria
de  las tierras de Ur
hasta Nínive y  otro
grito de angustia
perdido en el polvo
de los  últimos disturbios
de Atenas.  La madre
África que arde otra vez
como una pavesa
en el diario de hoy.

Y tú que acaso
fueras uno de la estirpe
malograda de Jasón
en pleno desierto
del mundo, en el ancho
corazón de lo negro
con tu baraja marcada

Pues amarga es la hora
el decrépito rostro
la  señal de los brujos
detrás del espejo
la inexorable nieve
sobre los altos techos
del palacio fantasmal
del fasto y  la orgía

Del  Bautista la testa
en bandeja de plata
entre Roma y  Damasco
que hoscamente  mira
aun por delante










Largos hilos grises urde
la  oscura Araña del tiempo
celosa trama en que todo
tirita y al cabo  se hunde:
.
la piedra grave en el agua
el avaro entre las ruinas
y aquel amor en su noche


.






Y es también
eso  que sucede
a lo lejos
bajo un cielo
que anuncia tormenta

la honda palabra
el espacio tenso
que se agota
en un mismo gemido

el suave cristal
que se quiebra
en la penumbra

entre mujeres solas






ALEJANDRO DREWES, Nacido en Buenos Aires (1963). Doctor en Química (UAB; Barcelona, 1996) y  profesor titular en la UNSAM (Argentina) desde 1996. Investigador en el Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y de la Técnica “José Babini” y miembro del staff de redacción de la revista Saber y Tiempo (UNSAM; Centro Babini). Codirector del Centro de Estudios Poéticos “Alétheia”, junto a la Dra. Graciela Maturo (2009-2015).  Coordinador de las Jornadas de Poetología del CEP “Alétheia” desde 2011. Miembro del staff editorial de la Revista Kairós de Estudios Culturales del Nuevo Mundo, http://revistakairosnm.blogspot.com.ar/. Miembro del Comité Académico de Analecta Literaria; Miembro Honorario de World Poets Society (Grecia).  Desde 2004  dedicado a la difusión y traducción de poesía nórdica. Estudios de lengua alemana (Goethe-Institut, Buenos Aires, diplomado (1989); danesa (Dansk Kirke, Buenos Aires, 2010-2014) y catalana (UAB, Barcelona, 1995). Traductor de poesía en alemán, catalán, danés, sueco e inglés. Obra crítica y poética publicada y premiada a nivel local e internacional.




Rodolfo Alonso

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Rodolfo Alonso 
Poemas Escogidos







DAR DE BEBER


sometidos a tan vasto encubrimiento
a tal golpe de suerte
un hombre muere una frontera se propaga
sosteniendo hasta el fin un día de olas


De: Salud o nada (1952-1954)





LA VOZ TOMADA


Cuando se quiebre la lengua del amor, nos quedará todavía esta palabra ronca.

Cuando no pueda decir, volverá todavía a mi garganta el eco de tu cuerpo.

                               
De: El músico en la máquina (hacia 1956)





ELLA DE PRONTO


Vuelvo a caer en tus redes.

En el viento bajo del orgullo, en la marea del odio, vuelvo a desconocerte.

A rodar sin perdón hacia tu belleza fácilmente aceptable.

Vuelvo a caer en la dura nostalgia.

En tus pantanos ágiles.

En el olor inmortal que te oscurece y te entrega al hombre que canta en medio del peligro.



De: El jardín de aclimatación (1954-1956)




HIROSHIMA MON AMOUR 


una mujer desciende envuelta en desesperado orgullo del aire de su casa
como hija de la lástima feroz de la furia pequeña provincial
el mundo contento arde quieto a su alrededor
canta en el interior de esa mujer el mundo como una boca de fuego

un hombre lejano la contempla con ojos de desesperado amor
ese hombre es otros hombres es el mismo amor cantando para sobrevivir
el mundo contento arde veloz a su alrededor
canta en el interior de ese hombre el mundo como una boca de fuego

cuando la palabra amor no tenga necesidad de ser pronunciada
amor en todos los cuerpos desesperados ardiendo tranquilos
el mundo contento como una boca de fuego
una mujer y un hombre lentamente a su alrededor



De: Hablar claro (1959-1963)





DÉJÀ VU


Una mujer se desnuda en mi memoria
mientras afuera resplandece la ciudad
o llueve y hace frío

Una mujer lava su pelo negro con el agua de mi infancia
una distancia va formándose

Su piel es lenta y fresca como la mañana que acaricia
su voz se hace lejana

Una mujer me alcanza
el primer seno descubierto
el primer seno acariciado

Mientras adentro resplandece la memoria



De: Hago el amor (1963-1967)




BAJO LA MÚSICA


Música sobre las circunstancias,
música sobre el callado dolor o el gran dolor,
música sobre las cicatrices, sobre el vientre exangüe,
sobre lo que ha de ser y lo imposible.

Música sobre las frentes, sobre los inviernos,
sobre los remolinos del futuro o el abismo de ayer,
música sobre la memoria y sobre el viento,
música sobre la sed.

Música sobre el desierto y sobre el mal,
música sobre el resentimiento y el aullido,
música sobre el silencio,
música sobre la aridez, el hambre y la sospecha.

Música sobre las fauces,
música sobre las pezuñas y las zarpas,
música sobre el pico ávido y curvado,
música sobre el desgarramiento.

Música sobre los pormenores,
música sobre el superviviente y el verdugo,
música sobre el frío, sobre el filo,
música sobre la sombra.


De: Jazmín del país, (1980-1987)



CIRCE, NO VENUS


(Por ellas, Ella habla:)
“Derrochaste mis muslos.
Pero no sólo eso.
¿O acaso no me oías
aullar en la alta noche?
No te buscaba a ti:
buscaba tu sustancia
(el fuego que te habita
o soñé te habitaba).
Desmedida, voraz
como todo lo humano,
me irritó tu ternura
delicada y feroz.
Si la vida te pasa
sin que la tomes viva,
la muerte ordena todo
o todo desordena.
Y sólo encontrarás
(compréndeme insaciable)
al buscar lo que buscas.”


De: El arte de callar, [1993-2002]





Poemas seleccionados por el propio autor para acompañar la entrevista que le realizara el poeta Rolando Revagliatti para «Palabra Viva» y que puede verse junto con los datos biobibliográficos del autor AQUÍ 

Lourdes María González Herrero

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Lourdes María González Herrero 
Poemas 





De: En la orilla derecha del Nilo (2000)  


    

DESLÍZATE A LA MAR, BARCA DEVOTA
                                    nueva canción de Orfeo para mi hijo.



Deslízate a la mar, barca devota,
y cruza los paisajes con tu inocencia
en estos tiempos en que las naves tienen que ganar.
Tú que aún superas para ti el origen
de la ciudad pequeña, dulce, desmembrada,
hazte a la mar de la memoria y boga,
cruza océanos de dudas, noches de réquiem,
deshace el mito para volver a ser,
no te devuelvas a la orilla sin la esperada prenda,
trae peces              y trae orgullo
que para ti vibra mi alma en la ausencia.

No puedo practicar ningún oficio en los días que corren,
no existe ningún oficio para mí,
pero tú, barca infantil,
boga, deslízate,
atraviesa el agua cada vez más peligrosa
y vuelve para que yo te escuche
aunque sea en el día de mi muerte.

Yo pudiera inventarte algún Pequeño Anceo,
una tribuna y un heraldo,
pero serían palabras,
y las palabras nunca te salvarán de las corrientes
donde los viejos cantos pierden su sentido
y el mar
pierde su distancia.

Isla, pedazo de tierra que conozco,
dale a mi hijo un remo
antes que las actuales olas lo invadan todo
y sólo quede el eco de aquel coro increíble.

Isla, razón,
dale a mi hijo un buen pretexto para el viaje
y déjalo, barca de sueños,
rendir el verdadero himno,
encontrando los símbolos de esta noche,
esta larga noche, de este valle infértil,
pero propio.


Deslízate por la única ruta
y da calor a las costumbres,
verás, pequeña nave promisoria,
verás de cerca y vivirás
lo que hoy te cuento como si fuera un pasaje remoto de la vida.

Tocarás la llama
porque eres también la cifra oculta,
boga, lento y seguro,
sé timonel y encántate con las ofrendas,
pero no olvides regresar.

Te brindarán en el camino rojas flores,
te darán vino y el placer que dura poco,
tómalo todo y luego
deslízate a la mar sin lamentarte nunca de ese viaje.

Pequeño encantador de mi pena,
tráeme la dignidad de la memoria
que yo te esperaré
aunque llegues el día de mi muerte.



NOSTRADAMUS 



Era fácil anunciar los sucesos
de una reina blanca y de un rey gris,
intuir que el leopardo
acabaría citando al jabalí para su muerte,
y que los dictadores nunca se extinguirán.
Conozco avezados métodos
que rigen el destino de los hombres,
sé de cadenas místicas
y confesiones para purificar la obstinación,
he visto anuncios que terminan
con las más poderosas paciencias,
pero este año se torna cada vez más oscuro
y dudo que haya alguno entre nosotros
capaz de predecir
de qué lado se quedará la vida
y a qué lugar iremos a parar.
Atravesamos una franja del tiempo
rigurosamente absurda,
no podemos decir:
esta es mi casa,
este es mi camino,
esta es mi compañía.
Miramos buscando algún Miguel,
alguien para afirmar quién se esconde,
en qué grumoso bosque,
siendo del todo inocentes.

Profetas y pitonisas desistieron,
acabaron gastados en nuestro umbral:
cómo advertir que un día
se unirían en cópula fatal el  placer y la muerte,
que amigos y enemigos tendrían igual rostro,
igual manera, la misma profesión.
Cómo advertir que la gloria de los sobrevivientes
no sería la gloria de la sobrevida.

Judío y sabio,
protector alucinado y alucinante protegido,
nunca en tu desolado gabinete
viste perderse el esplendor
como yo he visto el mío huir desde mi cuarto.

Por eso,
no voy a intercalar los anagramas
ni el latín que los míos desconocen,
escribo en español  y en duro día
que la llama del siglo se termina
y que cuanto he soñado ha sido en vano.



LA POBREZA 



Con palabras,
descrita con palabras,
la pobreza puede ser interesante,
pero voy pobre y pobremente caminando sobre suelos infértiles.
Me hundo trasegando el pasado,
burlando esta nueva sobrevida:
zona gris sin ganancias.
Qué importan los designios
y qué importa la callada aspiración de la palabra.

Una calle simétrica me lleva hasta la puerta del silencio,
voy pobre y pobremente caminando
- ya saben, al infierno-,
pero sé que me miran,
que miden mis pasos los sordos personajes
e indagan en la fecha del año
en que dije dudar y dije basta
y dije que me hundo,
aunque en los corredores, en los parques,
en los salones,
el sonido, el vino y la luz
hagan votos por la felicidad trazada
con el poder de otra moneda universal.

No son versos,
me hundo en la ciudad,
y ni sus casas
   ni el deseo
   ni el áspid
podrán salvarme
y me alegro
porque ningún sobreviviente es confiable,
mucho menos si asiste a los lugares
donde reinan el fuego y los delirios
y hacen creer que la palabra
produce
              una pobreza
interesante.




De: Afuera sangran los caballos (2008)




MIRÁBAMOS UN CUADRO DE VELÁZQUEZ


Mirábamos un cuadro de Velázquez como se mira a un niño,
como se busca la compasión después de haber cerrado la puerta de la primera soledad,
con deseos casi humillantes, que arden, que rozan el delirio.

Mirábamos sumisos la Maribárbola meninesca, el Pertusato perruno.
No queríamos forzar la cándida señal que se nos ofrecía, abierta en los labios del creador, apenas disimulada en la pared trasera, sobre el espejo de las sombras. 
No queríamos que intercediera nada que no fuera el amor, la bella vida que esplendente adquiría cada vez más contornos. 
La irrealidad que como el ojo del cíclope recoge los ambientes que se pueden tocar desde la lejanía de una contemplación. 
La irrealidad que se vuelve perfecta.

Mirábamos un cuadro de Velázquez y toda luz ajena quedaba oscurecida. 
Ardía la ilusión de contemplarlo. 
Vaciábamos el sueño de admirar, el sueño de viajar para admirar, vaciábamos el sueño de soñar.

Mirábamos, miramos, aún vemos un cuadro de Velázquez.



  
LOURDES MARÍA GONZÁLEZ HERRERO, Poeta y narradora cubana nacida en Holguín, en 1952. Es miembro de la UNEAC y de su Consejo Nacional, preside la Filial de Escritores en Holguín, dirige el Centro de Promoción y Desarrollo de la Literatura Pedro Ortiz, el Sello Ediciones Holguín, y la revista de Arte y Literatura Diéresis. Ha publicado los poemarios: Tenaces como el fuego (Premio de la Ciudad, 1986); La semejante costumbre que nos une (Premio de la Ciudad, 1988); Una libertad real (Primera Mención en el Premio de Poesía "Julián del Casal", UNEAC, 1989, y Premio de la Ciudad, 1991); La desmemoria (Premio de Poesía "Adelaida del Mármol" para las provincias orientales, 1992); El luminoso pájaro de la memoria (Puebla, México, 1999); En la orilla derecha del Nilo (Premio Nacional de Poesía “Julián del Casal”, UNEAC, 1999; 2000); Fijeza del Amor (2002); Los días del verano (Premio Especial de Poesía “Bicentenario de José María Heredia”, 2003); Pasajera la lluvia Antología Poética (2003); Afuera sangran los caballos (2008); El hijo de la arpista (2010). Y los libros: Acercamiento a la poesía de habla hispana escrita por mujeres, crónicas (1992); Papeles de un naufragio, narrativa, Premio de la Ciudad 1997 (1999), traducido al francés y publicado por la Editorial francesa Indigo en el año 2002, y reeditado en el 2006; María Toda, novela, (2003), publicada su traducción en Italia, en 2009; Sur la rive droite du Nil, (Francia: 2005);  Las Edades Transparentes, novela, (2006), Premio de la Crítica en el 2007, y reeditada en el año 2008; La sombra del paisaje, cuentos (2008), Premio Nacional de Cuentos "Guillermo Vidal". Además, ha obtenido los reconocimientos: 1999, Premio Nacional a la Mejor Edición de Libros de Editoriales Provinciales; 2005, Premio de Cuento "La Llama Doble" y el Premio Oriente de Novela "José Soler Puig"; 2007, Mención en el Premio Casa de las Américas por su novela inédita El amanuense. Distinción por la Cultura Nacional. Su obra ha sido recogida en diversas publicaciones nacionales y extranjeras. En el año 1997 fue incluida en la Enciclopedia de la Literatura Latinoamericana.

Jacobo A. Rauskin

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Jacobo A. Rauskin
Poemas Escogidos



De: Naufragios [1984]


LA NIÑA DE LOS MANGOS


a Osvaldo González Real

Hoy las hojas no son sino la imagen,
perdón, sonora
de la siesta y de un cántaro
a orillas de una sombra.

Caen, caen los mangos
y se acerca una niña cuyo nombre ya no ignora
el ángel de su andar. Mira.
Ve los mangos.

Desnuda,
con sueño, confusa y aturdida
va por ellos.

Gira.
Gira y en sí misma se demora
si, cayendo,
entre frutas y a la siesta se abandona.

Lo sé.

¿Lo sabía?
Lo recuerdo
a orillas de una sombra
y en la siesta de los mangos.

La infancia duerme como fruta
y como árbol tiembla, despertando.



ANCLAS


Un carguero desespera
en un muelle no siniestro.

No es un buque, ni es pretexto
si el verano lo reduce
a ser estorbo de un cielo
vuelto flor, isla, sol, nube
y unas montañas de humo
dulce en el atardecer.



LA NINFA DE TÁNTALO
a Oscar y Ana Iris


No es el mar, no,
no es el mar quien extiende
al pie de lo azul el oro divino
de un cuerpo indiferente.

No es el mar, no es el sol;
no, no es la tarde
quien desnuda ese cuerpo
y lo lleva
y lo trae
puesto en contra del deseo
de humanizar en algo
y en alguien
el panal de unos labios
y la gruta de un sexo.

 Es ella.

Y nadie más.

La ninfa de Tántalo,
suelta de nuevo
entre el viento y la arena. Cada vez más lejos
y ya nunca inalcanzable
en la hermosura
y en la tarde

bajo el sol, entre las piedras, en el calor
... de la pereza
y en la divina indolencia
indiferente y angélica.





De: Jardín de la Pereza [1987]



DELICADEZA DE LOS BALDÍOS

Llueve, llueve sin prisa,
en el aire de marzo.

Bajo la lluvia fina,
la fina palma indígena.

Y en el verano suave,
aletargado, manso

-hay tedio y no tormenta,
hay viento y desengaño-,

aparecen los cocos
intactos en el barro.

Ayer no lo pensaba
y ahora lo recuerdo.

Son frutos del olvido
en jardines y páramos

las horas de algún sueño
robadas en un patio.



NO RECUERDO LA CASA


Recuerdo el camino, lejos.

Lejos de la ciudad
y, si ahora lo pienso mejor,
aún más lejos del campo.

Recuerdo el camino
bajo la luna irreal, amarilla
hacia el fin de la tarde.

Luna, hoy, de antes.

No había chacras, kerosén había
en un olor muy distante.

No recuerdo la casa,
minifundio abolido.

Recuerdo el camino.
Tierra descalza, baldío
de árganas, de flores, recua
de nubes.

Puro pasto, puro todo.

Un ápice de sol,
un residuo de fútbol.
Allá, allá lejos, quizá un charco.



PAISAJE DE UN PINTOR INGENUO

No son flores de almanaque,
ni son, sobre un cerro gris,
asnos en paz y en la tarde.
Qué lástima, pues aún caben
en un cuadro ya feliz.



MUY CERCA DE AQUEL ARROYO

Yo siempre quise vivir
muy cerca de aquel arroyo

Tan cerca, que no recuerdo
si no era en las mismas aguas
donde quería vivir.

Ahí se bañaban... Carmen,
su madre y una sobrina.
Hermana de Carmen era,
aunque se llamasen primas.

Ahí se bañaba Elodia,
a quien quitaron la "e".
Lodia quedó por un tiempo,
después... se llamó Inés.

Sea de otros el cielo
de Arcadia y sus visitantes,
yo siempre quise vivir
muy cerca de aquel arroyo
de Arcadia y sus naturales.

Tan cerca, que no recuerdo
si no era en las mismas aguas
donde quería vivir.

Quería llamarme arroyo
y aún quiero llamarme así.

Quisiera ser ese arroyo,
arroyo claro, que pasa
ciñendo en un dulce abrazo
de muy unánimes aguas
a las mujeres de Arcadia.



LAS NUBES

Lejanas, como en los primeras días de la tierra,
por un cielo de nadie se demoran.
Ahí hermosas.
Un joven sin oficio
ni cálida familia suficiente
a esa lejanía se acostumbra, poco a poco, y al azul
donde calma y dulzura unas horas alcanza
de tarde en tarde.
Así, al pie de un árbol, solo,
después de haber seguido
el breve discurso de un arroyo,
cuando descansa el cuerpo de su ninguna fatiga
y se tiende
y espera
en la hierba y al borde
de un mirar nuevo, limpio, las mira
realmente.
La luz que en ellas vive viaja
un instante sin ellas, a él desciende
y ambos viven la gracia
o el olvido de unas formas
que el viento crea, libre, como crea un alma
un día por el aire su leyenda.
Ahí, sobre la hierba
que a veces llama yuyo
-con acierto-
algún labriego, descubre
cúan suya es la pereza
si en las divinas horas y en un prado
bajo las nubes crece.
Junto al arroyo fino,
desde una dulce sombra pura
-tumbado, la nuca
en el cuenco de ambas manos-,
las ve pasar, idénticas a nadie, a nada,
y acaso más distantes
cuando de tarde en tarde
su enajenada luz desnudan.


EL VIENTO Y LOS MANGOS


Sobre su hamaca impecable
y en cierta sombra cansada
de ser la ausencia de alguien,
duerme la luz del verano.

Duerme la luz una siesta
y, soñando, hoy se pierde
donde tiemblan unos mangos.
Ya no duerme, ya despierta

sobre unas manchas intactas:
¿Moscas? ¿Motas de un leopardo?
Quién sabe si son las manchas
que flotan sobre los mangos.

Sobre los mangos maduros,
en el suelo adormecidos.
O sobre los mangos verdes,
magullados y abatidos.



PÁJARO AZUL

Cuando se acerca, sin miedo,
a regias limas de Persia
y, probando, ya las deja,
termina siendo en mi libro
y en cierto limero airado,
objeto de algún estudio
el ave azul de la siesta.
¿Quería comer guayabas?
Puede ser, mo lo sugieren
las alas y el aire dulce
del campo lejos, en calma.
Se multiplican las hojas,
desaparecen las huertas.
Un bosque se vuelve monte
o en su defecto, floresta.
Ese pájaro ya tiene
más árboles de la cuenta
y en tanto frondoso vuelo
-patio al fin, de arena y siesta-,
cualquier árbol se parece
a sí mismo y a un guayabo.
Es así... con unas alas
cansadas hoy de volar.


LIRIO DEL CAMPO

Se aleja un cuervo, ya canta el pitogüé, afirma
su andar ese caballo saliendo a la pradera.
Y en esta relativa calma, cuando las nubes
dejan de ser el rumbo ideal de una mirada
por dar su flor al sol de una tarde gris y lánguida,
pienso en ti, simple lirio del campo, dulce siempre
cuando pasan las nubes, las aves, el sol, lejos.






De: La canción andariega [1991]

MEDIODÍA

Es más amable la sombra
de un árbol, si el caminante
en ella pisa, descalzo,
la fresca sombra de un cántaro.
Entonces (la siesta es larga,
pero acorta los caminos)
vuelve la sed y se queda
con él un rato en sus labios.


EL ALA NEGRA

Sobre el campo y la fábrica
rural de azul recién pintada
los cuervos lugareños danzan
en ronda siempre atávica.
El viento juega, los embiste
y no comete abuso
de córvido discurso
diciéndote que son felices.


AZUL DE FÁBRICA RURAL

Casi el campo, galpón de estilo establo.
A tiro de guijarro, peluquería
cerrada contigua
a sastrería
cerrada contigua
a la tierna hierba del crepúsculo.
Tan parco cementerio cívico se nutre
de bienestar fabril anexo
a pequeña ciudad dormitorio.
El patio es fábrica,
la esquina es un reducto camionero
y la basura
arde y cruje,
es basura de campo, basura vegetal.
Tras el humo de la limpieza,
tras el humo escobero de las hojas muertas,
el camino de tierra sigue
su rumbo conocido,
muy pocos mudos nuevos intercambian
señas o gestos
o saludos
y muy pocas, muy pocas nubes para lápidas dirían
que el viento por aquí no es un solitario.
Volvamos a la gente, volvamos
a María de la limpieza,
María limpiadora,
María limpia.
Dulce a ratos no deja de ser
el manso entorno de María,
pero barrer sin duda cansa 
y ver barrer aburre sin remedio.
Patio en penumbra
de estibas y tinglados.
La hora en punto menos cuarto.
La sombra de María deja su escoba,
María marca en la pared horaria.
¿Hay prisa?
El sol es su naranja.
Y cae.


SORDO A UNA QUEJA

No oye un árbol la queja
del viento que me despierta.
Si aun así es digno de Céfiro,
Austro, Siroco y su séquito,
digno ha de ser de esta hoja
que no da, mas dice sombra.





De: Alegría de un hombre que vuelve [1992] 



ALEGRÍA DE UN HOMBRE QUE VUELVE


Me rozo con un núcleo crespo de muchedumbre
que viene por la carne, la fruta y la legumbre.
Rubén Darío           

Inopinada, sorpresiva, febril y taxativamente,
quien no fue mártir ni soplón
ni dio su labia al barrio en mucho tiempo,
camina entre fachadas familiares.
La realidad, tutora de tantos viajeros afortunados,
lo devuelve a su casa natal.
Sigue por una calle cortada, todavía comercial en tal tramo.
Saluda, se demora, compra frutas.
Feliz, feliz ahí
donde la calle es cuna y el mercado es casa.



LUCES

Faro, fanal, antorcha,
cerilla temblorosa,
sol interestelar
o pluriplanetario, nada,
nada como la luz
amante de unos ojos
enamorados.


LAVANDERA

Oscura, si es que peina
o trenza sus cabellos
cuando devuelve sombras
el agua no muy lejos.

Oscura, si se tiende
bajo idéntico cielo
después de haber lavado
la ropa o su pretexto.

Y clara cuando huye
y vuelve en un recuerdo
que al vadear el río
tropieza con su fuego.



CONTINUIDAD DE LA ESPECIE

La llanura era un charco, era un resto de sol y era el salto de los sapos. Poco a poco, la oscuridad se apoderó de los árboles, de alguna roca y de la hierba que a flor del agua era más pasto que agua. Entonces aparecieron tres o cuatro caballos. Aparecieron es un decir, siempre estuvieron ahí.



SOBREVIVIENTE

Cientos a coro cantan al héroe de la tribu.
Lo hacen cada vez mejor sin mí
mientras yo cruzo algún saludo
y dos palabras con un indio que conozco.
Oscuro aborigen ubicuo
y, con razón, urbano.
Ya fue carne de selva y choza, de toldería,
opinable sujeto de cueva y antropólogo.
Ahora es indio de bar,
de almacén, indio de ferretería.





De: La calle del violín allá lejos [1996] 



¡Oh bienaventurado
albergue a cualquier hora!
Góngora

INVIERNO

Un techo rojo
de tejas en los ojos.

Un clap-clap
salido de ambas manos.

Un beso largo, un largo abrazo.


Y tantas mandarinas caídas
de una bolsa de mandarinas
en la escalera.



SONETO Y RETRATO DE LA MUJER AMADA


Antes de encaminarme a la blancura
de tu blusa, de un lirio, de otras flores,
cuando nada sabía de colores,
de falsa perspectiva, de pintura;

antes de verte a ti dejar la oscura
noche encendida en dulces miradores
y de entender por qué unos resplandores
iluminan el trazo que hoy me apura,

algo de ti sabía que entreveo
ahora, en este instante, cuando pienso
al pie del verso que mi pluma pinta,

al pie de un cuadro que en mi verso veo:
goza la luz bañándote en lo inmenso
y en tu figura al sol, hecha de tinta.



SOSIEGO


Otro día de fútbol (en el césped
rapado y militar) con jugadores
a los que la tv confirma audiencia.
Por una vez, ay, no, basta de goles.
Procédase a un domingo sosegado.
Luz de persiana (veneciana), luz
de un domingo de tregua semanal.
Almuerzo largo y digestiva siesta.
Un día para Mozart, Buda, Bach.



TIRADA FLORAL

Muro y musgo, jazmín y pacholí, dulce rosa
   y amarga tuberosa.
Ylang-Ylang, flor de perfumista.
¿Para descansar la vista? Lirio colirio.
Lirio, flor que también llaman azucena.



LECHO Y LITERATURA

C'est un livre qu'au lit on lit
Apollinaire

El futuro durmiente, si es sincero,
dormita o lee un rato, luego duerme
como si entrara en el último sueño.
Es grato y oportuno leer así en la cama.
No, no depende tanto del libro,
cuenta más una buena almohada,
poesía hay siempre en las estrellas
que caben en un tomo de bolsillo
o en un formato de ventana.
Leer, leer con gusto en la divina
presencia compañera que nos dice:
«Léeme ahora el cuerpo, bien, sin prisa».



EL SOL NACIENTE


Vive el Japón en muchas lenguas
y lo hace con pocas palabras:
ayer kimono y kamikaze,
origami hoy, e ikebana.


ITAIPÚ

Ahora viene un joven que no sabe
cómo se hizo la represa.
viene a estudiar el río prisionero,

el diseño, la roca, la construcción.
En este caso, la historia le interesa
porque el hombre pudo más que el río.
Más que las muchas boas de ciego
en el abrazo de sus remolinos.
Más que su irresistible,
divina fuerza resistida.
Un dios de agua y olvido;
un río, el Paraná,
apenas por un tiempo desviado
y alzado para siempre a nuevas alturas.
Ya vive el río lejos de la selva.
Y el joven mira lejos,
pero no puede oír una queja distante.
Además, nadie sabe
si ella viene de un hombre,
de un tapir, de un tucán.





De: Adiós a la cigarra [1997] 


EL MUNDO DE AQUEL JOVEN


Un pájaro, una nube, caballos, la llanura,
el aire de la aurora y un temblor de hojas.
Y una palabra antigua, terrible: rebelión.
Y un amor más que peligroso, el primer amor.
Al otro lado de las vías del tren sin tren,
amanece y comienza de nuevo la aventura.
El sol, ahora solidario, pasa una cuerda
y el joven sube, sale del pozo de su noche,
honda noche vivida con temor y esperanza.


LOS ARRANCADOS


La luna vuelve con un parpadeo.
Los techos aparecen después,
cuando el recuerdo abre los ojos,
las ventanas, las puertas.
Son unas casas, se diría, para tropezar
y demorarse y conversar con ellas.
¿Dónde estuvieron? En sí mismas,
como caídas en silencio,
como abatidas. Se van incorporando
y ya conversan: casas corpóreas,

hogares mínimos, pensiones baratísimas,
sótanos novelables, inolvidables áticos,
Lugares con un poco de historia.
Casas que dicen sí, fue aquí,
de aquí los arrancaron en la noche.
Hace tiempo, que es como hace en estos casos.
Y cada año hace un año más.



UN ÁRBOL

El sauce es apenas un árbol, pero llora
como lloran las dríades, las náyades,
los elfos en el viento, en el río
y en los desmemoriados días de quien pasa
sin pensar que su amor es pasajero.


CEREMONIA

Y bien, amigos míos,
la diplomacia sobrevive.
Esa palmera asfáltica,
embajadora del desierto,
anuncia con un poco de viento
la lenta llegada de su emir.
De su líder, quise decir.
Alguna vez vendrá el desierto
y de arena serán las mortajas.
El enigma persiste.
¿Serán de plata las estrellas
o de luz, como siempre?


PAUL GAUGUIN, POR EJEMPLO


Pintor del paraíso terrenal.
Además, gran contestatario.
Nunca pudieron coronarlo
con un casco de corcho colonial.



A UN GORDO, SINCERAMENTE

Acepta mi consejo,
di no a las francachelas,
no serás Pantagruel.
Y Sísifo no fueras,
llevando una cuchara
en lugar de su piedra.








De: Pitogué [1999]  

Ya no me importa ser nuevo,
ser viejo ni estar pasado.
Lo que me importa es la vida
que se me va en cada canto.
Rafael Alberti


PITOGÜÉ


Yo te canté, pitogüé,
y quisiera seguir haciéndolo.
Yo te canté sin traductor, sin benteveo español.
(Regional, el guaraní de las aves
nos da un poco de aire para que vuele tu nombre.)
Canté la rama donde cantas,
el borde de la canaleta donde cantas,
el techo de la casa donde siembras
tu siempre tan hogareño canto.
Y la mano, canté la mano de la mujer que acaricia
su vientre
cuando le anuncias que muy pronto será madre.
Así, así será, porque sabes
a quién le anuncias nacimientos
y a quién, para mirar al cielo,
le abres caminitos en el aire.



TESTIMONIO


El techo roba cielo
a los ojos que miran a un árbol.
Y la pared es todavía blanca.
Y la ventana es el apoyacodos de una sombra.
Grabo, sigo grabando la casa
en la madera del grabado,
en el papel del poema,
en los días y en más de una noche eterna.
Quiero dejar el testimonio de un tiempo íntimo
y a la vez escondido:
el puro atisbo de una casa,
un árbol, una sombra.


LA BELLA INÉS


Ah, belleza de ayer.
De un ayer más que arcaico,
un anteayer de ayer.
Ella, la bella Inés,
era delgada entonces,
tentadora también.
Yo me cuento entre quienes
admiraban su cuerpo.
Ese cuello, esos labios.
Y el andar, el meneo,
el sensual taconeo
que invitaba a seguirla,
con los ojos siquiera,
en reuniones, en fiestas.
¿Qué pasó? ¿Se casó?
¿Divorciose? ¿Sí? ¿No?
No es jamona ya viuda
ni abuelita feliz.
No es mujer de un simposio,
sino miss, siempre miss.
No la enreda este tiempo
lineal, vulgar, sin gracia.
Vive un tiempo redondo.
No se sabe muy bien
si es redondo y oscuro
o claro y circular,
si ha venido a quedarse

o a llevarla con él.
Por de pronto, da vueltas;
es un tiempo y un trompo,
un violín, otro vals.
Y ella, ágil y bella,
bella de ayer, de siempre,
busca un punto de apoyo
en el hoy transitorio.
No un bastón, desde luego.
Un quitasol, quizás.
¿No la ves elegante?
Yo la veo anacrónica,
amable y anacrónica,
paseandera, jovial,
con sus finas maneras
o sus buenos modales,
su gimnasia, su dieta
y su higiene mental.



TAREAS TAN INÚTILES COMO LA POESÍA


El río crece, el tiempo no ayuda.
Rema, rema la luz bajo la lluvia.
Que me perdone quien se sienta herido,
los inundados son del río, de nadie más.
Clavan techitos de multiflex,
de flexiplor, paredes
de un más que servicial cartón
o se dan por entero a otras tareas
que de por sí tampoco arreglan nada.
Y justo cuando nada se arregla,
cuando la noche habla de tregua
y enciende su esperanza, su lámpara
de veinticinco vatios gratuitos
en un barcito de morondanga,
se vive un apagón, se oculta el río,
se oculta la ciudad que ocupa el río.


OBSERVACIONES DE UN MARINERO
DE AGUA DULCE QUE SE HIZO A LA MAR


- 1 -

Reflejos en el agua tranquila
Y después de una mueca, frente a manchas de aceite,
Narciso, defraudado, se encuentra con el cielo.
Sobre el agua tranquila de la tarde y, los peces,
cantan aves de paso, de estuario y de astillero.


- 2 -

El barco y los límites de mi voluntad
La brújula no engaña, vamos a Rotterdam.
Bueno, pero preferiría Bilbao
o Veracruz o Santos o Yokohama.
Qué pena que no pueda yo tomar el mando,
seguir el rumbo que me dé la gana.


- 3 -

Cuaderno de bitácora
A veces, cuando estamos cansados del agua,
del viento y de las nubes,
se nos cruza la rata que subió al barco.
Es el mejor recuerdo de la tierra lejos
para mamíferos de quilla y hueso.
Y sus ojos insisten en una confidencia.
Y te mira, no puedes darle con un palo.
No vemos a la rata entonces,
se nos viene la imagen polvorienta
de un taller, un baldío, un patio.
Sigue la travesía
con un poco de tierra en los ojos.


- 4 -

Tormenta
Un relámpago nos dibuja la rama de un árbol.
La lluvia nos recuerda
a las hojas que apenas la sostienen.
Y la costa no queda lejos, pero quién sabe.
Oscuramente navegamos, como sombras
que un destello destierra y otro sueño restaura.






De: La rebelión demorada [2005]



NOTICIAS DE TU CORRESPONSAL

Caro lector de siempre y de mis cartas en verso,
 esta cartita mía tiene mil años.

Es decir, la escribí ayer.

No tardará en llegar a tus manos.

Y, mientras escribo el nombre vegetal de una calle,
despaciosamente, en el sobre, mientras elijo
dos o tres fotografías recientes
para que viajen acompañando a mis palabras,
la radio pasa música de películas
y el cierzo vierte el ácido de las hojas muertas
en esta tierra fría y próspera, tan lejos de la nuestra.

¿Qué puedo hacer, contar hoy con los dedos
 los días que me faltan, las noches que ya fueron?

A pesar de algún libro, de un bar,
de la vida también social de la gente,
siento que los días costeros,
las semanas marinas del mes
y los meses como gaviotas del año,
me van dejando solo en la playa desierta.

No tengo vocación de roca
ni quiero convertirme en arena.

Espero, como de costumbre,
que Ícaro vuele, que sobrevuele
las aguas de la sal y la distancia,
que llegue a un mar de pasto y potros
y a la dulce ribera de aquel río
que volveré a cantar mañana,
cuando se me acabe la ausencia
y cuando ya no suene la rima con que pago
la elemental tristeza de no estar a su lado.


OIGA, DIGA

¿Es usted de los que da limosna?

¿De los que da limosna
 de acuerdo con la cara del mendigo
 o con la mano del mendigo?

¿Qué? ¿Cómo? ¿No da usted limosna
sino a mendigo conocido?

Bueno, dejemos estas preguntas para más adelante,
 ahora detengámonos
 ante un mendigo que recibe una limosna.

Si es un mendigo profesional, dirá
 Dios se lo pague
 mientras piensa otra cosa.

Y, si no es un mendigo profesional, dirá
 Dios se lo pague
 mientras piensa otra cosa

Siempre piensa otra cosa
 quien dice, con voz de mendigo,
 Dios se lo pague.

¿Y qué piensa de su pordiosero,
quien a unos andrajos de los que sale,
no sin arte, una mano,
le deja alguna monedita?

Diga, dígalo usted, que da limosna.

¿Y qué piensa de su mendigo
 el que no da limosna?

Diga, dígalo usted, que se priva de hacer caridad.






De: Espantadiablos [2006]


NADIE SABE DECIRME NADA


La tormenta pasó,
los daños son menores.

Resisten bien las casas
hechas de piedra y dólares.

Fue un largo viaje, el mío,
con peligros de todo tipo.

¿Qué hice yo para estar aquí?
Muy poco, quizás incluso menos.

Soy un sobreviviente,
digamos, espontáneo.


A otros les va peor, son fósiles.

Y más de uno se sentirá molesto
por nuestra percepción del paso del tiempo.


Pero nadie me dice nada,
nadie sabe decirme nada.


Buenas noches, muchas gracias por la cena.
Caminante, al fin, sigo por estas calles,
sigo por estas largas,
larguísimas calles pacíficas
con árboles echando flores al viento
y apacibles jardines con música.


Guardias criando panza,
sentados con un aire de ayer,
cuidan alguna que otra casa,
donde hay un robo de vez en cuando
y siempre el mismo secuestro en la tevé.

Puede el sosiego ser una señal,
puede acaso inquietar a cualquiera,
no así a los guardias,
gente de tierra adentro
ya en barrios caros,
elegantes, claro, al uso nuestro.


Hoy tengo para ellos una pregunta
digna del extraviado que usa mi ropa
quisiera saber dónde estoy.


Pero nadie me dice nada,
nadie sabe decirme nada.


Y la noche me lleva lejos,
la noche es una amiga bajo las estrellas.

Es tarde para componer un nocturno
o para conspirar en un sindicato.

Es tarde también para los bares.

Entonces, sólo atino a caminar
bajo Las Siete Cabritas, Las Tres Marías
y otras estrellas, otras estrellitas,
otras cabritas en el cielo.

Cielo para seguir, sin prisa, pisando el pasto
en las veredas de pasto y lejanía.


VENENOS Y ANTÍDOTOS


Contra el presente
intolerablemente real,
el amable futuro de los sueños.

Contra los abusos del futuro,
la redentora presencia del presente.

Contra el ayer, un espejo.


Contra la usura, nada.

Contra la narcofarra,
un bocadito, un piscolabis.


ES CURIOSO


Aquella verde Arcadia
con San Francisco y con cuatreros,
si alguna vez fue cántaro,
es égloga; si égloga, recuerdo.

No es raro que así sea.
Curioso es que la gente
que hoy fraterniza con corruptos
se asuste si la llaman decadente.


UNA CIUDAD EN LA GIRA

Anuncios intermitentemente luminosos
ofrecen la cerveza que todo el mundo bebe.

Nadie, nadie los mira, son el neón de nadie,
mientras la noche se llena de gente y de bares.


UN CAPO DEL MICRÓFONO

Sabe, sabe de música.
Sabe de sinfonías,
óperas, melodías
populares o no.

Conoce el repertorio
de punta a punta, sabe
de bossa, de rapsodias,
de folclor o folclore,
de valses de ayer. ¿Jazz?
Nadie sabe de jazz
como Tato Banotti.

Uno que sabe y habla.

Uno que, hablando, tapa
al violín de Grapelli,
a las cuerdas de Django,
a las teclas de Peterson,
a los bronces del cielo,
a un saxo, a un contrabajo.

No es su voz instrumento,
es más bien un tormento,
pero no digas ay.

Aguanta, no te rindas,
acepta este consejo.

Si la música es buena,
resiste tú con ella.

Resiste cualquier cosa,
cualquier elogio, encomio,
interferencia o glosa.





De: Los años en el viento [2008].


AQUEL CAFÉ


Un día ya lejano para todos,
incluso para mí,
que estoy hecho de pura lejanía,
cierra sus puertas un café notable,
antiguo, frecuentado por gente conocida
y por gente común, por gente de café,
gente sin prisa, gente que se ofrece
a la conversación entendida como un arte;
a los dados, que son un descanso;
al ajedrez, que es una metáfora del destino;
y al billar, que no deja de ser un intento
de humana perfección lúdica.
Con la verdad del tedio y con el dolor del tiempo,
dibujo ahora flores a su memoria.
Flores rupestres, claro, porque
era una cueva aquel café.
Una cueva con cierta magia.
Un lugar para oír palabras
que venían de lo más hondo de mí mismo
como si en realidad salieran de una cueva.
Creo haberlas oído durante años.
Creo haberlas oído cuando las luces
– estalactitas de neón y estalagmitas de lo mismo-
se encendían, iluminándome.


TERESA

En el puerto, en un barrio del puerto
y en un barrio de voces de entonces,
circulaba, tenía vida propia
una dura expresión de disgusto instantáneo.
La oímos en tantas,
tantísimas películas italianas,
la repetíamos en italiano, la traducíamos
para nosotros mismos: «Puerca miseria».
El puerto era trabajo y cansancio,
el río era un lamento,
el ocio era el anzuelo de un bagre ocasional
y, desde un patio de la esperanza,
con la ropa tendida en las cuerdas,
saludaba Teresa a los barcos.
Conversar…Conversábamos con ella
a la hora de las naranjas
chupadas y arrojadas por la borda
y a la hora de alguna confesión,
cuando la gente de la ribera
y las casitas de la ribera
eran un solo y largo abandono.
Una y otra vez nos decía,
variando estas palabras:
-Quiero irme de aquí, ya no tengo yo a nadie.
Cierta oscura belleza
surgía en ella con urgencia,
surgía con la blusa vieja siempre limpia.


CLANDESTINO

Es verdad, el ayer vive en mí.
Soy un cronista de otro tiempo.
En este mismo instante, sin ir más lejos,
soy un eco del tren internacional,
de los viajeros que viajaban entonces
en los vagones de tercera rumbo al destierro
o, más amablemente,
a la tierra del dulce de membrillo.
Recuerdo la estación, el tren, el andén,
la mucha gente, el mucho frío.
Recuerdo el reloj, la campana,
los pasajes en tinta lila
y el año impreso en el calendario.
Sobre todo, reecuerdo un destello.
Un destello cruzando la noche
era aquel hombre a punto de subir al tren.
Uno del bando perdedor, un clandestino.
Ahí lo encuentran, lo capturan ahí.
Fue un descuido increíble, dijeron
quienes algo sabían del episodio.
Durante años, para no comprometer a la familia,
lo mencionaban en un susurro.
Hoy ni siquiera lo mencionan.
Yo lo recuerdo de esta manera.
Armó su brazo por un sueño
y no fue astuto ni lo acompañó la buena suerte,
compañera de tantos.
Lo derrotaron, lo persiguieron
también después de su derrota.
Lo llevaron de la estación a una zanja.
Lo mataron ahí, según algunos.
Según otros, llego muerto.
Como yo no le hago el juego a los testigos,
digo que viaja en este recuerdo.
El tren sigue su marcha bajo las estrellas.


ESCRITO A MANO

Pasamos y un cartel nos dice
que ahí venden carbón.
¿ Se vende ?  Se vendía.
Hoy es oscuramente ayer
frente a esa carbonería.



De: La Nave [2010]


LA NAVE

Se parece a nuestra esperanza.
Navega todavía, no sabemos cómo,
entre viejos cargueros remozados
que a nadie engañan cuando se van a pique.
Su bandera de conveniencia
es un inconveniente panameño,
liberiano, chipriota.
Su carga es un misterio profundo.
Sus tripulantes, cuando no hablan inglés,
insultan en la lengua de Neptuno.
Podemos verla esta mañana
desde una playa de bañistas
o de este lado de la tevé.
En un mar de petróleo derramado,
esa inocente proa busca un rumbo.
Abre un surco, lo abre ahí,
donde desovan muerte los peces
y se empatanan hasta morir
las hambrientas gaviotas hambreadas.


ÉGLOGA POSIBLE


El carro lleva ramas
de las que conocieron el beso de un machete
y los infames dientes de un serrucho.
Son los vestigios vegetales
de un típico jardín que ilustra
el ocio de la clase media.
Con el carrero, su mujer.
Es el fin de la tarde.
Es un camino que no parece tener fin.
Lento, lerdo, cuadrúpedamente harto
de tirar y tirar del carro, el caballo
ya no responde al látigo.
Le habla el hombre al caballo.
No le hace caso, o resulta.
Y la mujer, encinta y cálida
a la manera de las encintas por primera vez,
algo también le dice al caballo.
Se apaga el sol, será la noche cuando lleguen
a las orillas de la ciudad,
a la casa siempre en peligro
de inapelable desalojo.
El hombre soltará al caballo
y el pasto reconocerá un relincho,
la mujer se pondrá a zurcir un vestido
y vendrá la luna a mirarse
en un balde de agua.
Acaso sea toda
la vida pastoril aún posible.


COMPAÑEROS

Un pedazo de pan, un rayito de sol
en la rubia corteza del pan.
Un rayito de vino en medio del pecho
y en el antiguo comedor obrero
.
Después volvían a la fábrica,
al desgano secreto, subversivo, al tiempo
del trabajo comprado y la vida robada.
En una claraboya envejecía el cielo
.
Con el cansancio, el fin de la jornada.
Con el atardecer, el silbato.
Triste, mecánica cigarra patronal,
y aun así les cantaba.


ELLA


El aire, el aire dulce,
el aire que la ciñe como a tallo.
Flor entreabierta, flor de blusa blanca,
flor de pies momentáneamente descalzos.
El cielo suelta estrellas, el viento sigue su camino
y, como siempre, rueda la luna en busca de un
.....poeta.
Si pregunta por mí, alguien tendrá que decirle
que no estoy, que soy feliz en un encantamiento
que tiene el nombre de la mujer amada.
Sus ojos dicen lo que sus labios callan,
su cabellera se derrama en mi mano
y un beso encuentra su lugar
en el pequeño cuenco que hace el cuello cerca de
... la oreja.





De: Las manos vacías [2010]



1

AQUÍ YA NO PROHÍBEN
pisar el césped.
¡Ah, qué felicidad!
Oiga, duro censor de antaño
y casi ecuestre prócer
de la instantánea libertad de hogaño,
la runa que a usted le debernos
es francamente tétrica.
Usted, que es tan telúrico,
piense un rato en la gente
que ahora nos rodea.
Piense, no hace daño pensar.
Piense en estos labriegos sin tierra
que van pisando el césped
como si al hacerlo tornaran
posesión de una ciénaga.
Desde ayer, ocupan la plaza.
Ella, que nunca tiene dueño,
es hoy toda la tierra que les toca.


2

RECUERDO EL TREN, PASABA POR ENFRENTE.
Y el tranvía, que al dar la vuelta a la esquina,
saludaba con una reverencia
al césped y a los árboles floridos.
Es el ayer tranviario, ferroviario.
Si agrego el hidroavión de la siesta,
es el ayer aéreo y también fluvial.
El ayer es mi especialidad en materia de transporte.
Es suficiente, basta de nostalgia.
Tanta añoranza puede ser sospechosa.
No faltará quien diga
que yo guardo un cadáver en el armario.
En fin, Asunción es así.
De modo que, en la plaza de cada día,
cuando el sol se apaga como un cigarrillo en la piel,
no sigo a Whitman, no me canto a mí mismo,
canto este banco despintado
por tres generaciones de pura lluvia,
este banco marcado, herido por un cuchillo,
acaso un cuchillito para pelar naranjas
o degollar a una mujer infiel.


3

SE HAN IDO LOS LABRIEGOS SIN TIERRA,
ahora vienen los obreros sin fábrica.
Han tomado la plaza.
Hay carteles perfectamente ilegibles,
banderas en jirones, discursos.
Sale en apoyo de la causa
la juventud en una marcha.
Hay líderes pop, hay líderes rock.
Hay líderes punk, hay líderes ye ye ye.
Lo mejor es el césped, rima el césped
con cualquier trapo que se le tire encima.
Con cualquier papelito sucio.
Con vestigios de cielo.
Con el resto de un caramelo.
Rima el césped, el césped que dejó de lado
el sindicato enterrador de obreros.


4

LA RESIGNADA MANSEDUMBRE
de esta llovizna interminable.
Una camisa apenas gris.
Un hombre gris también celeste.
Mi cuadro copia los colores
de la camisa de un obrero
y de la vida de algún otro.
Ropa simple, vida sencilla.
Ambas a un tiempo se destiñen.


5

A LA SOMBRA SERENA DE LOS ÁRBOLES
que un viento manso, fresco,
tirando a frío, mueve,
el viejo pasa y mira al cielo.
Recuerda... No recuerda...
Su memoria aletea un instante,
y la luz de la tarde
es una dulce y joven viajera.
El adiós fue sólo un rasguño,
un parpadeo, una mentira;
fue un silencio imprudente
al que siguió una palabrita necia.
Regresan hoy por un momento,
Silvia, Inés y Margarita.
No así, no aún, Adriana.
Y ella le escribe que vendrá.
Le escribe en una hoja
de las que lleva el viento,
una hoja de las que no mienten.
Le escribe con un beso.
Le escribe con todo su cuerpo.
Él aprende a esperarla
en el corazón del invierno.


6

CONTRA MUCHA, MUCHÍSIMA AUSENCIA TODA JUNTA,
suele soplar el viento que la trae
al mundo de la niña que se quedó sin ella.
Y la pequeña cierra los ojos para ver llegar a su madre.
Y la madre comienza a trabajar,
a hurgar en la memoria de la hija;
clasifica según su norma de madre,
no según los deseos de la huérfana.
Así, cuando la madre termina con su trabajo,
ambas pueden jugar un rato en la plaza
a que la muerte es otro nombre del regreso.


31

SON LOS ÚLTIMOS CUERVOS
y aún dominan el cielo.
Para alejarse esperan
que salgan las estrellas.

Es el atardecer en el muy duro feudo
de un gran señor plantócrata.
Yo sé que mi presencia aquí no es bien vista.
Los brasifarmers no me quieren,
la moni mani muni no me compra,
y los parasojayos y los comisionistas
de la tierra rifada con toda la gente dentro,
me ofrecerán, sin falta,
tomates blandos, chicle
y unos metros cuadrados de pantano
para levantar una casita y vivir en ella.

No quiero oír razones,
no quiero yo pasar aquí la noche.
Para todo propósito práctico,
no quisiera ser un intruso en este latifundio:
yo soy un primitivo incómodo,
un enemigo declarado
del calendario y de su látigo.
Mejor, me pongo en marcha.

Es el atardecer en la estación abandonada.
Hace años que el tren no pasa por este verde paraje.
En el andén cubierto de maleza,
hay gallinas, guineas, lagartijas.
No se trata del recio madero de un náufrago;
es, en el mejor de los casos, un gallinero
coronado por una veleta
que no se lleva bien con el viento.

Una vez más, a pie
y a la vera de los rieles,
sigo al tren que aún corre en mi memoria.

Cuando llegue al kilómetro cero
que es donde comienza la ciudad,
que es donde bajaban los caballos de un vagón
y los jinetes y las armas de otro vagón,
que es donde se juntaba con cuchara
la harina que caía como maná,
que es donde las lágrimas
no se secaban en los rostros,
y las valijas, que eran de puro cartón,
estaban atadas con un cordel, digo, digo nomás,
cuando llegue, y ya debo estar por llegar,
veré en la desierta estación
a todos mis fantasmas.

Enfrente, con un poco de suerte,
encontraré la plaza bajo las estrellas,
la plaza como centro de la vida posible.





De: El arte de la sombra [2011]

EL ARTE DE LA SOMBRA

Pinto a mi modo y quiero que lo sepas.
No se me acaba el tiempo cuando pinto
la mesa, el rubio pan, el vino tinto,
siendo el año un enigma en cuanto a cepas.

Y tú, sombra de ayer, a un sueño trepas.
Y lo pintas, con trámite sucinto.
Me pintas lo soñado, lo indistinto
de un tiempo en bodegones o en estepas.

Yo te admiro, ser sombra ya es un arte.
Tu casa es, desde luego, una ilusión,
y no nos hemos visto en otra parte.

Vuelvo a tu casa y vuelve a suceder.
Vuelvo a pintar ahora un bodegón.
Mi por ahora es mi por ayer.


CANCIÓN

Con el adiós a las estrellas.
Con el buen día de los pájaros.
Con el brindis que brinda la orquesta.
Con el chinchín de los platillos.
Una canción, ahora, una canción
para ella, para su gracia, para su alegría
y para su desnuda y celestial travesura.
Para ella, tan anterior a todo.
Sobre todo, al olvido.


LA CLASE OBRERA YA TIENE SU MUSEO

Son todos dentistas, policías, turistas.
Son curiosos curioseando.
Hay exposiciones, curadores hay.
La vieja fábrica es un museo abierto al público
en días de oficina y horas de museo.
El piso es puro mármol reconstituido, reimplantado.
El último obrero no ha vuelto,
dejó su ropa de trabajo.
La dejó colgada de un clavo de la memoria
a falta de pared.
La pared es textura saqueada.


ANTES DEL NOTICIERO

Tú, que gracias a la tevé,
estás a punto de aceptar
de nuevo un Apocalipsis parcial
en una, en dos, en tres
de las ciudades reducidas
al tamaño de un barrio en cenizas
por el horror que vuela, por bombas
pensantes y autodirigidas,
no, no sigas, no des por descontado
que el fin del mundo ha comenzado.
Antes del noticiero, cuando el visivo
mundo invivible te lo permita,
ruega que no funcionen los misiles.


LA CAMARERA ESTÁ CANSADA


Esta película no viene
de ningún festival.
Se filmó con actores sin experiencia,
con equipo barato, en la calle,
en una fonda, en una noche.
La camarera está cansada.
Hay gente que dormita
con los codos sobre la mesa.
La luz que da calor a una ventana
bien puede despertar cierta emoción
en quien la mira desde la calle.
El cansancio anida en la mirada
de la hermosa camarera.
Y las estrellas, sobre todo,
las de primera magnitud,
ningún otro mensaje tienen
que el que van dejando
con música y con viento en los árboles.
Avanza todavía la película.
El invierno se adueña de la calle
y algo busca un perrito en la basura:
el alumbrado público lo encandila.
Una ambulancia pasa, tan a desgano
que no se sabe si va, si vuelve o si pasea.


CORO DE MILITANTES TRAICIONADOS POR EL PARTIDO

La plaza nos ofrece el último sol de la tarde.

Hay flores de segunda clase.
Hay ciudadanos de tercera.
Hay, como siempre, enamorados
fuera de un plan inmobiliario.

Que no se demore, que venga,
que venga la noche a nosotros
con la verde verdad de los sapos.

Que venga con los sapos, las cigarras, los grillos.
Que venga con la sombra que habla con su dueño.
Que no se demore, que venga
la noche con la calesita, tema prohibido
por tantos y tan fatuos brahamanes literarios.

Que venga, que no se demore,
que venga la noche a nosotros.

Que nos traiga confianza.
Que nos deje, con una promesa creíble,
su luna humanizante y su estrella de yapa.








JACOBO A. RAUSKIN, Es un poeta fundamental en las letras paraguayas contemporáneas. Nació en Villarrica, Paraguay, el 13 de diciembre de 1941. Poeta. Pertenece a la generación del sesenta y da a conocer sus primeros trabajos en diarios y revistas literarias de entonces. Ejerció la cátedra en la Universidad Católica de Asunción y dirige la Biblioteca Municipal Augusto Roa Bastos de dicha ciudad. Miembro de número de la Academia Paraguaya de la Lengua Española desde 2005. Su obra abarca una veintena de títulos, entre otros: Oda, 1964;  Linceo, 1965;  Casa perdida, 1971;  Naufragios, 1984;  Jardín de la pereza, 1987;  La noche del viaje, 1988; La canción andariega, 1991; Alegría de un hombre que vuelve, 1992;  Fogata y dormidero de caminantes, 1994;  La calle del violín allá lejos, 1996;  Adiós a la cigarra, 1997;  Pitogüé, 1999;  La ruta de los pájaros, 2000;  Andamio para distraídos, 2001;  El dibujante callejero, 2002; Doña Ilusión, 2003;  La rebelión demorada, 2005;  Espantadiablos, 2006;  Los años en el viento, 2009;  Las manos vacías, 2010;  El arte de la sombra, 2011;  Estrella estremecida, 2012; Esa mansa tristeza, 2013; La rosa encendida, 2014. El autor ha publicado las siguientes antologías y recopilaciones de su obra: Canciones elegidas, 1998; Poesía 1991-1999, 2000;  Poemas viejos, 2001;  Poesía reunida, 2004; (segunda edición, 2008 y tercera edición, 2010) Un día pasa un pájaro y otros poemas, 2008;  La nave, 2010;  En las afueras del mundo, 2012. Premios y distinciones: Premio La República. Asunción 1988, por La noche del viaje. Premio El Lector, Asunción 1991, por La canción andariega. Premio el Lector. Asunción y premio Municipal de  Literatura, Asunción, 1996 por Fogata y dormidero de caminantes. Premio Roque Gaona de la Sociedad de Escritores del Paraguay, en dos ocasiones, en 1997 por Adiós a la cigarra y en 2003 por Doña  Ilusión. Premio Nacional de Literatura en 2007, por Espantadiablos. Premio Domus Aurea de la Universidad de Roma en 2010 por el conjunto de su obra. Hijo Dilecto de Villarrica. Maestro del Arte-Literatura-Congreso de la Nación. Orden del Poder Popular, Venezuela. 



María Eugenia Caseiro

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María Eugenia Caseiro 
Poemas 



NO ESTUVIMOS ESA NOCHE EN LONDRES



No tuvimos una noche en Londres
(como debe ser)
una noche cualquiera pero en Londres
para pulir la torva mascarada del poema 
la muesca encanecida de un poema
gris poema torpe y gris 
ese gris tropical que desconoce la nevisca
un poema lluvioso anquilosado en su pastosidad
de no jugarse el todo por el todo.
No estuvimos esa noche en Londres 
(como debió ser)
una noche cualquiera pero en Londres 
sirviendo de amuleto en contra del calor
en contra de esta capa pegajosa 
de mosquitos hambrientos gusarapos y alimañas 
enredados al gesto de ejemplares sin flema.
Y el poema se arruga como un garabato
que entierra su raíz entre las horas
y apuntala la ausencia de esa noche en un tiempo sin marco.
No tuvimos esa noche en Londres
(que debimos tener) 
validando el frío grisáceo y luminoso
de la lluvia extranjera abriéndonos los brazos
sobre el brillo del Támesis.
Ni siquiera tuvimos la muesca del poema
y nos pesa su ausencia como la adversidad.



SI LA FAROLA PIERDE LA RUTA Y SE ENAMORA...


 Tiene la noche un hato de culebras sin ojos
 a la caza del sueño.
 Tiene además el rostro pintado de carbón
 sobre las cicatrices. 
 Un farolero absurdo sacado del Averno
 con cuernos enroscados a la vara canela
 apagando esmeraldas y asustando a los perros
 que cuelgan de los palos huesudos y encendidos
 al centro de las perchas.
 Duele la noche duele la más negra de todas
 si las culebras ciegas descarrilan los trenes
 cuando las pesadillas escombrosas aplastan
 con elefantes rojos las manadas de abejas.
 Duele la noche duele si se lava la cara
 y descompuesta enseña su cicatriz al mundo
 mientras se abre apenas el pozo de la luna
 pobre luna encendida devorada y sin piernas.
 Duele la noche duele si la farola pierde
 la ruta y se enamora de una ventana abierta
 y se hunde en su centro como el recuerdo mismo
 de una sombra grotesca
 dejando atrás la calle calcada en las quimeras
 azules y amarillas pintarrajadas calles 
 de besos sanguijuelas y payasos sin rostro
 que orinan el abrazo y pisan las agallas
 de los peces del cielo.
 Duele la noche siempre detrás de las cortinas
 debajo de la cama
 en las altas paredes del reloj afilado
 sobre las horas muertas en su pasillo lento
 rebanando cornisas en los ejes del tiempo.
 Duele y duele la noche en la metamorfosis
 del manual de los gatos altos inquisidores
 fabricantes de huellas que borran los tejados.
 Duele la noche siempre en el ojo capcioso 
 de la tijera insomne cazador ya sin párpados
 en la nariz del árbol de toda epifanía
 en el oro vacío de la razón errante
 en el peso del polvo sudado de aquel mármol
 debajo de los santos cuadrados de los juegos
 y hasta en la artillería de los muertos cansados
 terribles roedores del silbo en la penumbra
 consumidos de duelo.
 Duele y duele la noche en cada extravaganza
 de la anónima cópula del ojo con el dardo
 y desambiguación de la carne quemada
 en la máscara absurda a medialuz del miedo
 en la sombra del último fantasma equivocado
 aferrado al pulmón de un tierno abrazo.



SOLILOQUIO


Dentro del botiquín descalza con la risa
que siempre se acompaña del bramido del marco 
que contiene los ecos y el augurio del viento
veo la caravana impune de los días
asaltar con sus horas como un juego de niños.
Parece que me escondo mirándome a mí misma
apoyando el reflejo del oscuro en que salto 
con los pasos del tiempo en la hoja del mundo…
pero viajo en mi marco como un barco perdido
que se aleja del llanto con su risa 
                                                        sin ruido.   
     
                                                        

ISLOTE CON TAZA Y ÁRBOL 
  

  Un hombre espera solo 
en el islote del verano  
con la taza fragante
a retrato de mujer.
  Sentado bajo el árbol 
cansado
           poco a poco
recoge las palabras 
que dejó revueltas la resaca
     sobre el húmedo silencio 
              de la playa.





FIGURAS EN LA CERA DERRETIDA

                           «haber viajado tanto inútilmente»
                                                                 Teo Lecman


Las páginas del tiempo maduran lentamente
como si una puntada al borde del acaso
atravesara el libro que parece más bien
una raíz      un freno      no la rueda afilada
que rebane la sombra      el olvido y su curso.
Las lunas y los soles se empecinan y saben
cómo se hace del tiempo esa eterna constante
de mover la distancia y tornala en silencio.
Las lunas y los soles que han hecho su camino
con figuras que nacen de cera derretida
completan el vacío con raros interludios
y llenan a su paso los renglones del tiempo
con lenguaje de honduras y entronques con fantasmas…
con verdades que asaltan con sus desprendimientos.
Las lunas traen siempre aquel dolor de sombra
de voces ya marchitas para decir me duele.
Los soles son acaso esa franja de luz que lo atraviesa todo
y hace del sol un sol y del día ese paso
marcado por el ritmo de un reloj que se aburre
si le arranca a la nada cada retorcimiento.
En esa plenitud de espacios y entrevueltas
el tiempo multiplica la voz de la distancia
y el viajero encarnado en las páginas del libro
avanza o retrocede con cada circunstancia.
Hay caminos que asaltan a la noche en su seno
dejándola en la nada de un sueño que se parte
como el hombre perdido tras los restos de un barco...
y siempre nos asusta la luna en su cadalso
convidador al tedio de aquel renglón en blanco.
Los soles siguen siendo esa franja de luz que atraviesa la nada
y hace del sol un sol y del día hacen lapsos
marcando la constancia de un reloj que no cesa
y le arranca a la suerte tal vez el fusilazo
de la muesca en la rueda
en la que huye el viajero del libro interminable
donde se ríe y llora la ilusión afilada.
Pero hoy brotan las piernas tirando de este cuerpo
y arrastran con esfuerzo los puntos cardinales…
las lunas y los soles.



VIDRIO SOPLADO FUMADOR BEODO LECTOR DE LOS PERIÓDICOS


Mientras crece la inutilidad de los periódicos
para que consumas los detalles
en la caballería burlesca que rige el contenido con sus signos
los sopladores de vidrio crecen la burbuja incandescente
crece el sol crece la fuga en todas partes crece
y el cansancio dejará de ser un acto voluptuoso
para hacer de ti un anciano hecho de vidrio
para convertirte en la visión palmaria que acentúa 
en la caquéctica escenografía
de una silla atónica sobre la que tu esqueleto 
rompe el vacío de las formas 
la insinuación de la burla como en un cuento de Casas.

Mientras las inscripciones sobre el vidrio soplado 
cumplan con las cláusulas que enferman 
gravemente a los asiduos
no habrá quien detenga a los beodos
ni la marcha gigantesca del absurdo apagará el oído.
Sus voces serán siempre el andrajo pegajoso 
resbalando del molusco de tus ojos
enrarecidos ojos crecidos como el vidrio…
y el catártico batir de la quijada 
derrumbe catastrófico del puente 
que acaso pulverice el diccionario.

Mientras los símbolos rueden sin tropiezo
por el cuello del vidrio resoplante 
seguirá tu garganta siendo embudo 
hasta drenar la herrumbre de las horas raquíticas del humo.




COLADOR DE ARQUETIPOS QUE PUEDEN CONDUCIR AL ÉTER



               «Y le toca un collar hecho con los eructos de Jove ebrio».
                                                                             Lezama


La pobreza se derrama toda lentitud
su remo es un estorbo en las manos que cuelgan.
Cuánto podría escaparse al tramo navegable
de su equivalente      desvanecimiento que antecede
al decir de Nen Santalutgarda el vaquerito     al éter.
Ese éter contrario a la pobreza que es la pobreza misma
del hilo del que tiran los destinos…
el blanco el negro el rojo     indestructible tenso
sin mecimiento alguno ya en los brazos huesudos
en que caduca ex glorioso el giro de la pantomima.
Hace un rato Noé       amigo agargolado
que arrastra los zapatos de piraña
me regaló un periódico. 
¡Ah! siempre retrasado como aquel tren lechero
no supo atemperar las entrelíneas del desastre
y hoy los ojos que leen el naufragio
no logran engarzar sus épocas de tinta 
a la caída grotesca del tintero perdido 
bajo la frialdad del alba.
No hay camino seguro no hay camino más bien
ni siquiera el oculto aleteo de la inercia
allá en el peristilo de la nada en que aguardan
los juglares sombríos con el último trueno 
estertor de madrugada
los pétalos insignes del alba prehistórica
el costillar del día con su hora duodécima
regalándose a un sol atormentado y paria.
Después atardeceres parroquianos con rondas 
de cerveza y de gula camaleónica abstrusa
y la noche se burla acantilada y osca de los bufones ebrios
egoístas que ignoran el vacío de las pobres gargantas.
El inútil cartel de John sea food que atrajo el hambre
al alma de los parias lloradores de blues melosos y cansinos
entretejió sus signos con notas de parálisis
sobre el atril del tiempo de inlograble acomodo.
Pero el eructo sobrio fortuito desprendido 
de un collar milenario
cayendo ante la búsqueda de nadie
es ya mismo una suerte de embajada difícil…
envío del demiurgo para sembrar la nada.



CONTEXTUALIZANDO EL ÉTER


     «...en un danzón que exterminó
     la vida real». 
                        José Luis Santos
  
Así una tarde
                       -digo tarde 
por la obtusa manía de apartar
tal vez un lapso del éter 
(el que Einstein no incluía en el espacio)-
el amor que tampoco pertenece a él 
ni al tiempo real
probó a restarle al verso potestades de cuchillo.
Yo insistía en mantener el paso del danzón
un cuerpo a cuerpo entre los brazos de la música
dotada del sentido de lo efímero 
de la caducidad...
Acaso indiferente 
al temor en que siempre se esconden las razones
consumía una ración de tiempo 
preciosa al instintivo paladar
echando a un lado de la oscuridad los ojos
las frías catacumbas del recuerdo
-la médula hiperbólica de la emoción 
buscando el cielo
como todo un paradigma entre las aves-
pero la flecha de la realidad
partió la música en relámpagos.



 ENTRE MUROS DE LOZA EN EL CACAO


¡Si vinieras por mí
                          ay si vinieras!

Alegres cucarachas de los años
recuerdos confundidos
el beso del ocaso en la pared
el carnaval feroz del desencuentro.
Tal vez encontrarías mis zapatos
tan viejos como yo
en su danza de siglos
colgándose del viento
de la oscuridad
de las tardes con ojos amarillos
de aquella eternidad 
de humo detenido
entre muros de loza en el cacao.

¡Si vinieras por mí
                            ay si vinieras
        Palissy consabido!
refractado en la luz de estos zapatos
iría tras el caimán de mis ancestros
por los túneles tristes de los cuadros
a rescatar mis pies del retroceso.

Colgada al viento nuevo
para viajar al sol
de las tardes sin ojos…

                 ¡Ay
            si vinieras por mí!


De: El rapto de Palissy (Inédito)



SONSONETE

A la hora vertical que ya no duele
devuélveme sin laberintos a encontrarte
arrancado fucilante a contraluz el verso. 

(Tu voz cayendo al infinito fruto alado nomeolvides nunca 
bruñéndome la oreja).

Bostézame tu amanecer en la quijada 
crujiendo tan sublime ambigüedad al dente 
tuétano del gesto.

Tras ese dulce cadáver de compases se me van los dedos...



VOCES TRAS EL VIDRIO DE LA INCERTIDUMBRE


Una simple partida de parchís nos hizo eternos
apagados juguetes del estante
empolvados de hastío frente al mundo. 
Como esas vacas viejas que están en los establos
de los cuadros de ayer                   
                                      ayer tomamos 
el rumbo que nos hizo indiferentes
pasajes a una voz que aún se escucha:
  Navegar más de lo previsto
  hace absurdo el volver.
Ayer estuvimos tan cansados
concebimos la mudez como una máscara
y al son estático de un carnaval incierto
bailamos muertos la danza de las fluctuaciones.
Ayer dormimos la razón de habernos apagado
corriendo detenidos para alcanzar el vidrio
que deja respirar la incertidumbre
sin que turbe la calma             para siempre
el ojo paralítico de los que pierden.
Empollamos el tiempo en su largura
saturado de puntos suspensivos.
Hoy nos hemos tendido en la distancia
como el hilo que pende del dibujo
que trazamos ayer.



LAS TORTUGAS HUESUDAS BAILAN EL DANZÓN ENSIMISMADAS



«...lo mensurable enmascarado que aleja con un hilo lo que recoge con un hilo».
                                                                                                             Lezama

Hay un niño que lanzado a la profundidad del día 
                                                             tiene un raro parecido con la música
aunque sea un gastado parecido como el del silencio
o como el de las tortugas sordamente articuladas por una fantasía.
Las tortugas huesudas bailan el danzón ensimismadas,
crean de modo diferente la coreografía en que los pies,
suaves artilugios sin zapatos, estrenan el oído sobre el piso
abriéndose en señales la arena caliente con el paso ligero de la música.
Las tortugas bailan el danzón ensimismadas 
                                                         en su conversación carente de preguntas,
y la escena es atractivamente llana 
con esa evocación de la muerte soluble en el altar de sus ojos cerrados.
Hay un pez que coletea debajo de las preguntas
y es su coleteo de extraña semejanza con la música
aunque sea un manoseado parecido como el de afinar el piano fúnebre
donde reposa el esqueleto del lagarto y el telar de las arañas palacea en la negrura.
Las tortugas huesudas bailan un danzón sin tiempo
sobre la arena caliente en que mi ojo cerrado coletea,
sobre el suelo caudaloso de la sal en que se pliega 
                      lanzado como un niño a la profundidad del día, mi otro ojo, abierto.




MÁRCHATE ESPÉRAME

Márchate espérame en la tuerca advenediza del reloj
posada en el atril de las quimeras
mientras pretendes despojar la noche de escalones
hundido en el abrazo letal de su forraje.
Márchate espérame el paso resbalado en su pesada eternidad
con legiones de vueltas autocráticas
clavando sus muñones en los sueños.
Deshoja el mar y cárgalo en tu hombro 
recuérdame en tu andar de nombres que marcaron la estampida.
Márchate espérame camino de otra cerrada sepultura.




QUÉ EN CASA DE YEWÁ ME ESPEREN SIEMPRE


 Con el himen de sal y senos viejos
revuelto fue con cruces el destino
en la jícara oblonga de la suerte.

  ¡Hija del viento soy!

Con mi pata de palo soy pirata
de rostro que se escuda tras la máscara
de un retazo de mar rojo y ardiente.

  ¡Hija del viento soy!

 Evocando el poema de mis muertos
se lanza el diloggún en estampida
¡Qué en casa de Yewá me esperen siempre!

  ¡Hija del viento soy!

 Viajaba con el pié sobre el oráculo
el viento trajo a mí sus remolinos
aquel trago de luz y hasta la muerte.

  ¡Hija del viento soy!

 Y yo, con esta cola de semillas
giro en el vendaval de las veletas
que cuelgan de mis uñas y mis dientes.



ASÍ LO QUE NO VUELVE

Si pudiera decirse 
sin que medien evidencias sustanciales
cada cadáver planta 
conciliación entre un nombre y su medida
pero hay cendales de polvo calculado
en ese afán inútil de atrapar 
lo que no vuelve.
Travesías irremediable la forma que persigue
el aire con su sinrazón de suerte
polvo y aire de ventanas insomnes oreándose a la eternidad.
Callejón de aguamala el viento seco
el doble cruce de un nombre y su medida
el fardo incanjeable de la longitud
el rostro acaecido alguna vez disperso
en impetuosas marejadas de ninguna luz
jorobas extasiadas del recuerdo
sin primeras ni últimas explicaciones.
Mansos cadáveres sin nombre
atados a la cuerda de otra vida.
Es la muerte en un sorbo de vino
de una sequedad elástica entramada de olvido.



ALEGACIONES SIN TIEMPO PARA UNA PIERNA ROTA  



«Arriba el sol era un hueco en el cielo 
por donde entraba el mediodía».
Guillermo Cabrera Infante


Y ya no había en septiembre
jazmines descolgándose en los barandales de la siesta
ni era capaz la siesta de abanicar el sueño;
sueño perdido ya en la bruma del catapultazo.
Tampoco era el claro dulcísimo del mediodía
el ojo destapado del pirata en que el sol se miraba
ni el mediodía el aparte destinado a fabricar la brisa.
Ya no había septiembre con brisa balconeándose
sino el claroscuro remolino de la muerte.
Septiembre había vaciado su sopor sobre las casas
y ese tufo a mordida de animal innombrable
evocaba al de secas magnolias en los búcaros
y echaba su raíz en los portales
cuando el se hundía con vehemencia en el ijar de las ciudades. 
Ni un palmo había de pavimento sin aquel
taconeo estridente del paso de los autos.
Atrás había quedado como un pan enorme
el plácido silencio de los días 
urdiendo su temible mansedumbre
en el vacío brillo de una vida anterior o de ninguna.
La luz de los semáforos era luz inservible
ante la vastedad del silencio y del polvo.
Allí ahogaba mi pierna su terrible aullido 
de fémur en pedazos.
-Así dice la Rice, la Martha Rice, 
que sabemos no es decir arroz 
el blanquísimo arroz cocido a un castellano de ironías
para engordar el cruce amargo entre colores…
y regreso a la Rice, la Marta Rice diciendo
que todo inesperado ocurre 
siempre un martes cualquiera a las tres de la tarde-.
Pero el día del grito de la vida
saliéndose de un cuerpo que por cierto era mío
no era un martes cualquiera incluso no era martes
tampoco coincidió con el horario 
que eligió la navaja para cargarse a Lola otra tarde cualquiera… 
¡Pobre Lola! ¡Ay, Lolita!, 
que eso a mí no me importe 
no es tu culpa, ni es mía, ni es la culpa de nadie
tú te fuiste hace un siglo y yo sigo 
contando todavía los sueños de septiembre.



MARÍA EUGENIA CASEIRO. Poeta y narradora cubana. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas del Caribe, Unión Hispanoamericana de Escritores, Asociación Caribeña de Estudios del Caribe, Miembro Correspondiente de la Academia de la Historia de Cuba-USA y Miembro Colaborador de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). Colabora con la Asociación Canadiense de Hispanistas. Integra la Muestra Permanente de Poesía Siglo XXI de la Asociación Prometeo. Ha publicado: “No soy yo”, en versión bilingüe, español y rumano; “Nueve cuentos para recrear el café”, en versión bilingüe, español y francés, y los poemarios: “ESCAPARATE, el caos ordenado del poeta” y “Arreciados por el éxodo”. 

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Esas fiestas de diciembre, cualquier cosa es un pretexto para celebrar. A cierta altura se concentra tanto el insumo eléctrico de miradas y movimientos estratégicos que una querría desaparecer de ahí mágicamente y en un parpadeo privado aparecer metida en su propia cama. Ahorrarse así la parte crucial de la cuestión, es decir, irse. Cómo irse, con quién irse y, lo que es más importante de todo, cuándo irse.

Algunos consejos para irse de una fiesta:

a. No seas la primera. (La segunda sí, cómo no, con todo gusto.)

b. Bajo ninguna circunstancia seas la última.

c. Si las cosas no salieron como querías, no te quedes remoloneando a la espera de un milagro. Vete. Es difícil, un paso al vacío, un vahído, pero una vez en la calle se respira mejor.

Rebeca salió de la fiesta con paso decidido. Saludó animadamente a todo el mundo como quien sabe muy bien lo que hace, y partió jugándose la vida.

Un momento después Tato salió detrás de ella (bien) y la alcanzó en la vereda, cuando metía la llave en la puerta de su auto. Rebeca lo miró tratando de no sonreír y le hizo un gesto con el mentón, subí.

La última media hora, en la reunión, él había estado hablando con una rubia, una especie de Gwyneth Paltrow con un vestidito de crèpe de chine rosado. Mujeres frágiles: un peligro. Y era Tato el que hablaba. Animadamente. Ah no. No nos habría importado verlo bailar con otra, pero una charla animada a un costado era intolerable.

Pero él salió detrás de Rebeca, con el saco en la mano, y la buscó.

No cruzaron palabra mientras ella hacía sus breves rituales: la cartera debajo del asiento, cinturón, luces y arranque.

Pero el auto no arrancó.

Oh no, John.

Era un Clio, el segundo. Dios la castigó por haber cambiado el primero, el rojo, que era perfecto. Pero a ella le preocupaba tener un auto que ya tenía cinco años. Se convenció a sí misma con toda clase de explicaciones sobre la capitalización y el deterioro de los materiales, y lo cambió por otro idéntico, último modelo, gris metalizado esta vez, que se dedicaba sistemáticamente a dejarla de a pie.

Ella era de Renault como quien es de San Lorenzo, pero esto ya era grave. De entrada nomás, domarlo le costó mucho tiempo, mucho dinero y muchos disgustos. Y aunque en apariencia todo funcionara, la mitad de las veces se negaba a arrancar. Sin motivo alguno, pura histeria.

Por lo general ella se lo tomaba con razonable filosofía. Sólo una vez le pegó una patada a la rueda y se manchó en forma irreversible un divino zapato de gamuza beige. Pero que el auto no le arrancara después de haber vencido en esa sorda batalla con Gwyneth Paltrow en la fiesta era injusto. Ella estaba ahí como una idiota preocupándose por el auto, con Tato Welsh sentado a su lado.

– Una mujer como vos no debería tener auto -dijo Tato, mirando frente a sí la calle oscura.

Rebeca no recordaba haber dicho nada en voz alta, de modo que se sobresaltó.

Lo miró con lo que sin ninguna duda debe haber sido una mirada estúpida. El problema cuando a una le gusta un hombre es que se porta como una estúpida: por lo general se queda muda, y no con ese divino silencio tipo Greta Garbo, sino palurda irremediable con nada atinado para decir. Y si una no se queda muda se vuelve un poquito estridente y gesticula demasiado, como cuando habla un idioma que no domina. En este caso Rebeca se quedó muda.

– No, no deberías tener auto -ratificó Tato-. Te hace demasiado independiente, demasiado inalcanzable. Si tenés auto sos vos la que lleva a los otros hasta su casa y después se vuelve sola.

¿Se vuelve sola? Dios mío.

– Vos sos una mujer, tendrías que estar más disponible, más vulnerable, más… accesible. Este auto te protege tanto que no hay manera de llegar.

Se hizo un silencio. Rebeca había abandonado sus intentos de arrancar el auto. Unas personas salieron del edificio, pero ninguna era Gwyneth Paltrow.

– Bueno -dijo entonces Rebeca-, abandonémoslo.

Salieron del auto y se tomaron un taxi.

Rebeca miró la hora con alguna impaciencia y venció la tentación de abrir el diario. Tenía su filosofía con respecto a la conducta en los taxis:

a. Nunca leas nada en un taxi: el chofer se va a pasar “porque estaba distraído” y el viaje va a salir más caro y más largo.

b. Si el chofer es extremadamente simpático y conversador, vigila el reloj, seguro que está acelerado.

El taxi avanzaba penosamente por Viamonte y se detenía en cada luz amarilla como si tuviéramos la vida por delante. Por fin llegaron a la peluquería. Piero estaba apenas comenzando un brushing: media hora por lo menos y no había forma de eludir la cosa. Hoy su jefe, Memelsdorff, le iba a presentar al Dr. H., el jefe de todos los jefes. Acá Rebeca podía leer tranquila el diario, pero antes estaba el Para Ti, lo primero es lo primero.

– ¿Me permite el diario? -Era un hombre, que al parecer esperaba su turno también. Perfecto traje y corbata, parecía un poco fuera de lugar en la peluquería.

– Bueno, no -dijo Rebeca-. Sabe qué pasa, todavía no lo leí.

– Entiendo -dijo el hombre, pero se quedó mirándola.

– Es una debilidad que tengo -Rebeca se sintió en la obligación de agregar-: No me gusta que nadie abra el diario antes que yo. Me ha costado un par de novios y una mucama.

– Tiene razón -dijo el hombre con toda seriedad-. Hay que tener claras las prioridades en la vida.

Rebeca apartó la mirada del Para Ti (Un jardín de invierno ganado al balcón) y lo miró con los ojos entrecerrados por la suspicacia. Después de un momento y sin decir palabra le alcanzó el diario y volvió a la revista.

Ese fue el comienzo de una bella amistad. El hombre, llamado Villa, se dedicaba a la compraventa de autos usados.

– No me diga. Yo tengo un auto abandonado por ahí. ¿No quiere venderlo?

– ¿Un auto abandonado? ¿Qué quiere decir?

Villa no podía creer que Rebeca hubiera dejado un Clio nuevo abandonado en una calle de Palermo hacía ¿dos, tres meses? Algo así. ¿Tenía algún problema? No arrancaba. ¿Eso es todo? Bueno, es una larga historia. Villa miró a su alrededor como si buscara una respuesta en alguna parte. Nadie le prestó atención. Va a haber que cambiarle la batería, eso es seguro. ¿Estás segura de querer venderlo? Ya se tuteaban, la situación lo merecía. Debo tener las llaves por aquí en alguna parte, dijo Rebeca mientras metía la mano en su cartera abismal.

Veintidós días más tarde Villa la llamó por teléfono e hicieron una cita en el bar contiguo a la peluquería, tal vez por cábala. Rebeca apenas prestó atención al relato del hombre y los papeles que le daba. Después de descontar gastos y comisiones, le entregó una buena cantidad de dinero y una fuerte recomendación de hacer el trámite de la transferencia, que ella por supuesto olvidó al instante. Rebeca estaba feliz e invitó el café.

Poco después de aquellas navidades Tato Welsh se fue a Seattle a un congreso de arquitectos y no volvió nunca más. Rebeca pensaba en él cada vez que buscaba un taxi. Extrañaba su auto con desesperación. Ahora era una chica accesible y vulnerable que no conseguía taxi. Marzo tórrido en Buenos Aires: la gente loca y el pavimento derretido por el sol. Rebeca fue a la oficina en colectivo.

Donato, su jefe, la esperaba con buenas y malas noticias. La mala noticia era que esa tarde tendría que hacer sola la presentación de Furmann (cliente principal de la agencia) porque él tenía que ir a Madrid por diez días.

¿Esa es la mala noticia? Rebeca puso una cara neutra y se reservó su comentario.

La buena noticia era que le dejaba el auto. Memelsdorff viajaba con su mujer y no quería dejar el auto al alcance de su hijo de diecisiete años.

Rebeca se dejó puesta su cara neutra. Tenía muchas leyes para su vida de trabajo, pero en este caso sólo pensó en una:

a. No beses a tu jefe en la boca no importa lo que pase.

Furmann aprobó todo (por supuesto) y prácticamente no discutió las condiciones. Si había un momento para celebrar, era éste.

El auto de Donato la esperaba en el estacionamiento de la empresa, majestuoso y solitario. Era un Audi A4 azul profundo, con el tapizado de un gris sutil sutil. Oh Dios.

Rebeca accionó el aparatito a dos metros de distancia, pliqui, y las cuatro perillas de seguridad se abrieron al mismo tiempo. Oh Dios.

Entró al auto, oh Dios, y dejó que el cuero suave de ese gris sutil sutil la envolviera. Cerró los ojos, hacía rato que no sentía tanto placer. El asiento de ese auto era como el abrazo de una madre, como el pecho de un hombre, como un edredón de plumas sobre unas sábanas muy suaves, muy tirantes. El olor de la tecnología, el arrullo del futuro. Oh Dios.

Rebeca encendió el motor, un ronroneo, y salió del estacionamiento.

Con infinita cautela, el auto era enorme.

En dos minutos exactos se sintió como si toda la vida hubiese manejado autos de ese tamaño. Tomó el bajo, Figueroa Alcorta, el río. Puso música, aire acondicionado, se dejó, se dejó. Nunca se sintió más vulnerable, más disponible.

Si no miraba el tablero ni se daba cuenta de que iba a ciento sesenta kilómetros por hora. Cómo pudo vivir dependiendo de los taxistas con sus radios estridentes. Con su olor a tabaco y desinfectante.

Se sintió protagonista de todos los avisos publicitarios. Alta y bella. Ay, Tato, existen tantas formas de ser accesible.

Los diez días pasaron también a toda velocidad. Rebeca devolvió el auto perfectamente lavado y con el tanque lleno. Rebeca es un caballero.

Más tarde, en su escritorio, tomó el teléfono y pensó un instante. ¿Un minicooper? ¿Soportaría tanta sensualidad? No. Esto no era una aventura sino matrimonio. Llamó a la agencia de siempre y preguntó cuáles eran los colores nuevos del Megane.




CECILIA ABSATZ, Narradora, periodista y traductora argentina, nacida en Buenos Aires en 1943. Como periodista trabajó en los principales medios de Comunicación como La Nación Revista y Noticias, y en diversos programas de Radio y Televisión. Es autora de numerosos libros, entre ellos: CUENTO:Feiguele y otra mujeres (1976), libro prohibido por la última dictadura cívico militar; NOVELA:Té con canela (1982); Los años pares (1985); ¿Dónde estás amor de mi vida, que no te puedo encontrar? (1995); ENSAYO:Mujeres peligrosas: la pasión según el teleteatro (1995); Elogio de la delgadez (2009). Sus relatos han sido recogidos en diversas antologías. Muchos de sus cuentos han sido traducidos al inglés y al francés. «Azul profundo» es un cuento que aparece en la antología La vida te despeina; historias de mujeres en busca de la felicidad, Editorial Planeta, [Buenos Aires: 2005]

Milia Gayoso Manzur

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Milia Gayoso Manzur 
Sayonara Alegría *





Sabía que seríamos cuatro en el grupo: Renata San Pedro, la empresaria textil, dos profesores universita­rios especializados en Comercio Exterior y un abogado especialista en Derecho Internacional. A Renata ya la conocía, porque nos habíamos encontrado en una pre­miación hacía algunos años. No me reconoció hasta que le dije que era la esposa del ingeniero Ernesto Pérez Matto, uno de los galardonados en aquella ocasión. Ella había sido jurado y le entregó su premio al empresario joven más exitoso del año, o sea, a mi apuesto esposo.

Con Federico nos conocimos en el aeropuerto. Llegó tarde, cuando estábamos a punto de embarcar. Saludó casi con descortesía y se subió al avión. Me tocó estar al lado de uno de los profesores. El viaje hasta Buenos Aires fue una tortura, porque mi compañero de asiento no paraba de hablar y de comer, comió todo lo que le sirvió la azafata y pidió más, con la excusa de que no ha­bía desayunado a causa del apuro. Como si fuera poco, también pidió café, y se lo volcó encima, salpicándome.

Por suerte, el viaje hasta allí no fue tan largo, pero me asaltó el temor de que me tocara volver a sentarme a su lado en el siguiente trayecto que duraría más de seis horas, hasta Europa. La espera en la terminal de Ezeiza no fue larga, embarcamos casi de inmediato y volvimos a emprender vuelo. Me senté hacia la ventanilla. Subí con la idea de mirar hacia la ventana y simular que dor­mía, para que no me moleste. Me ubiqué en el asiento, es decir, me hundí, acomodé la almohadita en el hueco del cuello y me tapé, para que mi vecino ocasional no tenga dudas de que quería dormir.

Me dejé llevar por el sopor de la siesta… entonces lo sentí a mi lado. Pero era otra energía. Cerré los ojos imaginando que sería Renata, u otro pasajero, porque definitivamente, Cortez no era. Olvidé decir a los orga­nizadores del curso que me ubicaran con Renata en to­dos los vuelos, para evitarme un mal momento como el que posiblemente pasaría en las siguientes horas. Enton­ces sentí que me rozaba el brazo. Perdón, dijo, y abrí por completo los ojos. Era el cuarto compañero de viaje, el que llegó atrasado. No es nada, le dije, y creo que sonreí durante un largo rato, feliz porque no era Ignacio Cor­tez el que iría a mi lado. ¿Ya nos presentamos, verdad?, me preguntó. Creo que no, le dije. Me pasó la mano y pronunció su nombre: Federico Augusto Gallardo. Yo soy Alejandra Montenegro, le respondí, tratando de sol­tar mi mano de entre las suyas.

Hablamos sin parar durante seis horas. Hicimos un resumen de nuestras vidas hasta que el avión hizo escala en Frankfurt, en Alemania. Allí nos quedamos durante siete horas, esperando la conexión.

Renata y yo recorrimos tiendas, tomamos café, com­pramos revistas y nos regodeamos con las joyas que se veían en los escaparates. Él desapareció en la inmensi­dad del aeropuerto. A media hora de la conexión, nos reencontramos todos y comenzamos a conversar sobre lo que sería ese curso en Japón. Si bien mi inglés estaba flojo, hablaba bastante bien en japonés, gracias a Kensa­buro, mi primer novio, quien no sólo me hablaba en su idioma ancestral, sino que me impulsó a estudiarlo en el Centro Paraguayo Japonés, para cuando nos casára­mos, para poder enseñarle a nuestros hijos.

Pero nuestro amor acabó por diferencias irreconci­ liables, como el hecho de que yo adoraba comer guisos y pucheros y él se desvivía por repollos, remolachas y brotes de soja a la vinagreta, o porque a mí me gustaba festejar los cumpleaños y él prefería encerrarse a dormir. También se acabó nuestro proyecto de tener dos hijos, niña y varón y viajar juntos al país de sus padres, que él deseaba profundamente conocer. Me quedaron sólo el recuerdo de los tres años juntos y un buen manejo del japonés. Finalmente, Kensa se casó con una chica que posiblemente en su anterior vida fue también japone­sa, porque están hechos el uno para el otro. Los suelo encontrar de vez en cuando, en el supermercado, com­prando verduras y frutas, felices, de la mano.

A mi nuevo amigo le parecía gracioso la forma en que yo pronunciaba algunas palabras en japonés y me las hacía repetirlas. Mi palabra favorita es sayonara (adiós), quizás por mi eterna melancolía, le conté. El gordo Cortez, quien seguía comiendo los sandwichitos que bajó del avión, escondidos en el bolsillo de su saco, dijo que era una estupidez estudiar japonés, ya que el inglés es el idioma universal. No quise discutir con él y la invité a Renata a irnos al tocador, antes de la hora de embarcar. El otro compañero, Samuel Ramírez, era tan educado, que sólo sonreía ante las tonterías dichas por el en todo momento desubicado de Cortez. Apenas hacía horas que lo conocía y la antipatía —creo que mutua— ya era bastante fuerte.

El siguiente tramo lo hice sola, sin acompañantes a mi lado. El vuelo estaba bastante vacío y como iba a ser muy largo, todos nos acomodamos en una hilera para cada uno. Ahuequé la almohada bajo mi cabeza y me dormí, pensando en Ernesto, en sus manos, su cara, sus abrazos, y en los niños. Pero mucho en Ernesto. Está­bamos en un buen momento, a pesar de las numerosas crisis que logramos sortear. Llevaba veinte años perdo­nándole muchísimos pecados, uno tras otro, entre hijo e hijo, las infidelidades de su parte no acabaron jamás, y sin embargo, yo lo quería. Es más, lo amaba tanto que nunca sentí atracción por nadie más, y la única vez que otro hombre me erizó la piel, con sólo estar cerca mío, me aparté de él para no caer en la tentación.

Bueno, en realidad, no le era infiel por mi propia dig­nidad, por respeto a mí misma, por amor propio. Ser leal a mi sentimiento, era mi orgullo personal. Muchas veces me planteé que él no me quería en la magnitud en que yo lo amaba, o que su forma de amar era total­mente diferente a la mía. A mí me gusta decir te quiero, besar, morder, apretujar… Ernesto dice que el amor se demuestra con los hechos cotidianos aunque escaseen los besos y los te quieros. Pero yo me moría por sus po­cos besos y contaba las horas para estar abrazada a él, en la cama, y robarle algunos besos ardientes.

Estaba divagando cuando Federico se acercó y me preguntó si no me molestaba que se sentara a mi lado. Por supuesto le dije que no, que sería un placer. Es que era un placer. Viajamos callados. Él había traído su al­mohada y su manta y se acomodó hacia el pasillo, como para dormitar, pero dejó su brazo en el respaldo donde estaba el mío y me dormí sintiendo su piel rozando la mía. Eso en mí, ya era infidelidad. Y bueno, fui infiel durante largas horas. Preciosas horas.

Me despertaron las turbulencias sobre las montañas del Tíbet y me quedé preocupada pensando en los ni­ños. Si muero, dejo tres huérfanos, le dije. Si morimos, el hielo nos va a mantener eternos, me dijo él, riéndose. Entonces moriré joven y bonita, le dije riendo. Sí seño­ra: muy bonita, dijo él y yo me sentí absolutamente feliz con el piropo.

Hacia el amanecer llegamos al aeropuerto de Hong Kong e hicimos el último traslado hacia Tokio. El mar estaba tan azul y maravilloso que daban ganas de llorar. Allá abajo, las islas parecían pequeños manchones en el mapa.

Confieso que me sentí muy feliz a partir de ese mo­mento. Fueron quince días sintiendo el roce de su piel cerca del mío, pero sólo el roce, y eso ya era mucho para alguien que nunca se permitió querer a nadie más que a un único hombre desde los dieciséis años. Nos senta­mos pegados uno al otro en el curso; él me enseñaba las cosas en inglés y yo en japonés; desayunábamos juntos y él me traía el café a la mesa y me elegía las mejores tosta­das mientras comía un revuelto de huevos con chorizos que a esa hora a mí me daba repulsión.

Los días pasaron rápido y apenas faltaban tres días para volver, entonces comenzamos a hacer las compras. Lo ayudé a elegir regalos para su novia y su madre, ca­minando juntos bajo la llovizna de setiembre en esa ciudad tapizada de seres que van de un lado a otro sin parar, sin conocerse, sin detenerse a pensar en nadie. Lloviznaba cuando compramos los presentes para mis hijos y para Ernesto. Le llamó la atención lo mucho que yo hablaba de él y de la cantidad de cosas que le com­praba. Comprate algo para vos, me dijo, dejá de pensar tanto en él.

Por supuesto, no le hice caso, y volví a adquirir ca­misas, relojes y corbatas para Ernesto, porque sentí que le estaba fallando al sentirme tan feliz al lado de otro hombre. ¿Él te corresponde?, me preguntó cuando estábamos desayunando. Creo que sí, le dije. Pero él adivinó cierto titubeo en mis palabras. Renata se sentó con nosotros y nos desviamos hablando de lo bueno que estaba el curso.

Por la tarde, recorrimos la ciudad con un guía japo­nés al que Cortez fastidió todo el tiempo, diciéndole tonterías en guaraní, sólo para molestarlo.

Esa noche salimos todos juntos a cenar y luego a re­correr la ciudad. Volvimos al hotel casi a la medianoche, era la última noche en Tokio, habría que preparar las valijas. Guardé mis cosas, las fotos de los chicos, la de Ernesto y mía en el barco, cuando estuvimos de luna de miel en el Caribe. Sentí ganas de estar en casa.

Entonces alguien golpeó la puerta. Creí que era Re­nata y le abrí sin preguntar. Federico me estaba devol­viendo un libro que le presté el segundo día de nuestra llegada. Gracias le dije e intenté cerrar la puerta. No puedo dormir, me dijo, creo que no quiero volver. Eso es porque no te espera nadie, tenés que casarte, le dije. Y sí, tendría que casarme, ya estoy viejo, murmuró algo resignado.

Cerré la puerta tras él y continué preparando mis maletas. Me di una ducha y bajé a la recepción a escri­birle un e-mail a Ernesto, para contarle que ya en pocas horas regresaba a casa. Cuando volví a subir lo encontré en el pasillo, comiendo un bombón y colocando una caja frente a mi puerta. Quiero que endulces tu última noche, dijo y caminó hasta su habitación. Estaba ves­tido aún, pero con la camisa desprendida, dejando a la vista la tentación de un pecho firme, velludo, agitan­te… Me aferré al recuerdo de los besos de Ernesto, para no correr tras él y despojarme de la piel que me tapaba el corazón, totalmente desbocado.




* De: Fuego que no se apaga. Relatos de amor y desamor (2009).



MILIA GAYOSO MANZUR, Narradora y periodista paraguaya, nacida en Villa Hayes, Paraguay,  el 30 de mayo de 1962. Dicha zona ribereña del Bajo Chaco paraguayo, donde pasó su infancia, ha marcado profundamente su producción literaria. Desde los 9 años hasta los 15, vivió en Buenos Aires (Argentina) donde escribió sus primeros relatos breves. Desde 1996 trabaja como periodista en el diario La Nación de Asunción-Paraguay. Sus trabajos figuran en varias antologías, entre otras: Antología de autores paraguayos, elaborado por Guido Rodriguez Alcalá y María Elena Villagra; Antología de nuevos narradores hispanoamericanos  (1999);  Pequeñas Resistencias 3. Antología Del Nuevo Cuento Sudamericano [Madrid-España: 2004]; Qué Me Cuentas, Antología compilada por Amalia Vilches [España: 2006].  OBRAS PUBLICADAS:Ronda en las olas (1990); Un sueño en la ventana (1991);  El peldaño gris (1994);  Cuentos para tres mariposas (1996); Microcuentos para soñar en colores (1999); cuentos infantiles ;  Para cuando despiertes (2002) cuentos infantiles; Antología de abril (2003) (selección de cuentos); Las alas son para volar. 13 relatos para adolescentes (2004); Dicen que tengo que amarte. Relatos con aroma adolescente (2007);  Fuego que no se apaga, relatos de amor y desamor (2009); Micro-relatos para Julietta y tres historias de amor (2010); Cuentosaurios (2012); Donde el río me lleve [novela] (2012); Horchata para el mal de amor. Relatos juveniles (2014).






Inés Legarreta

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Inés Legarreta
Cuentos Escogidos 




Carta a un amor secreto

                         «Escribo más para mí que para ti. Sólo busco aliviarme»
                                                   Cartas de amor de la religiosa portuguesa.


         Al extranjero:
 
Hubo una vez en mi vida un extranjero. Llegó como llegan los que están de paso: cuando menos lo esperaba. Nunca supe con certeza nada de él. Después de cada encuentro, yo suponía o imaginaba su vida. Y él, por su lado, hacía lo mismo conmigo. Hablábamos muy poco, pero a veces, cuando nos ganaba la ternura, me decía: “Te imagino de tal o cual manera, te imagino caminando por mi casa; un ruido, algo me hace levantar la vista y te veo, tu presencia me acompaña, es un sueño maravilloso”. Entonces yo le decía: “No imagines; nada de lo que imaginas es cierto, lo único real es el cuerpo. Nuestros cuerpos”. En verdad, nunca se lo dije; yo pensaba decirlo, pero no se lo decía. Casi no hablábamos: todo era besarnos y buscarnos. Todo era besarnos hasta que nos dolían los dientes, la lengua, los labios; todo era la búsqueda desesperada del otro. Porque siempre, en cada furtivo encuentro, en algún momento, en el fragor de la lucha, se presentaba el otro. Entonces, una mujer trastornada, lúcida, recubierta de sudor y semen, era traspasada por la visión horrible del íncubo, del hijo del Demonio. No sé cómo me vería él en ese instante; pero, sin duda, poco habría en mí que recordara la belleza, más bien, mucho de lo contrario: sería fea, la pura fealdad. Respirábamos como animales, suplicábamos, nos arrastrábamos, nos desprendíamos de toda humanidad, renacíamos. La bacante, la pitonisa copulaba con un hijo del Demonio. No era amor: nos adorábamos ciegamente como se adora a Dios. Casi no hablábamos.
  

Un día, en mí, se impuso la razón y lo dejé. No se lo dije, no había por qué hablar: lo dejé. La vida siguió. La vida sigue. Esta mañana leí en el diario que había muerto y me dije: «Murió». Pero hubiese corrido a enterrarme en su misma tumba, a revolcarme con su cuerpo inerte y pálido. La vida sigue. Preparé el desayuno para mis hijos y empecé a programar las compras. No era amor: nos adorábamos.
                                                
                                 Tu amante 



De: Su segundo deseo, Emecé, Buenos Aires, 1997.



Corte de luz



Sentada en un sillón incómodo, sin luz eléctrica, leyendo ”Los muertos”  de Joyce, pienso en Ud.

Y no es que  Ud. haya muerto como en el cuento de Joyce: no. Ud ni se murió ni tiene graves problemas de salud ni lo desespera una pena de amor: la separación inevitable de dos amantes y la consabida vida futura de ella, digamos, la pasión que nunca es igual a lo que fue, bueno, ya se sabe, la vida doméstica, no voy a abundar en tópicos remanidos, sabidos, repetidos. 

Leo con una vela porque se cortó la luz. No porque me quiera hacer la romántica o porque de pronto haya envejecido (para el marido que la mira) o porque esté deprimida.

Y ojalá venga la luz porque me voy a quedar sin ojos. Y seguramente dejaré de pensar en qué hace Ud. en este momento, si está pensando en mí o no. Todo se reduce a eso. El paraíso, quiero decir,  la nostalgia del amor. Si alguien que alguna  vez amamos se acuerda de nosotros. Y sonríe. O suspira. Y se queda ensimismado. Se abandona. Le cuesta salir de aquella escena en donde uno tuvo la sensación, no, uno era feliz. Me quedaría allí mucho más tiempo del que estuve, aunque entonces decíamos toda la vida. Toda la vida fueron algunas mañanas, ciertas tardes, determinadas noches, en realidad, horas. Toda la vida no alcanzó, quizás, a ser un día completo. 

Pero por suerte nunca ha sido necesario, como en “Los muertos” de Joyce, que suceda una tragedia para perder el amor. Basta con cualquier cosa. Nimiedades. Tantas. Cúmulos. Y muchas veces sin que uno se dé cuenta. Hasta que un día, se corta la luz.  


De: La Dama habló y otras páginas, Simurg, Buenos Aires, 2004  






El pie



El Maestro no dijo no. Dijo que debía primero mirar largamente el ciruelo. Cuánto tiempo, preguntó Fujio, y se dio cuenta de que era una pregunta inoportuna. Se puso a mirar el ciruelo del jardín, desde la sala en donde el Maestro los iniciaba en el arte del dibujo. El árbol era pequeño, pero estaba en un promontorio verde y a un costado había un banco que todos llamaban “de la alegría”. Sentarse allí y empezar a sentir cierto bienestar debía ser lo que ocurriera y también recorrer lo demás con una sonrisa. Faltaba poco para el momento de florecer. Mientras tanto, Fujio dibujaría las ramas con los botones y las yemas a punto de abrirse; el color marrón y el verde allí, en el brote, y las tonalidades perdiéndose cuando las ramas ascendían hacia el cielo. El Maestro lo estimuló en la observación de los detalles. Para entonces el ciruelo se había adornado en su totalidad y alegraba el jardín. Una flor, le dijo el Maestro, dibuja una flor. Fujio se detuvo en la corola, en cada pétalo, en los pistilos y en los estambres, en la coloración y la suavidad del cáliz y luego sí, en la flor completa, mirándola cada día desde  un ángulo diferente, rodeándola con amorosa paciencia. Después se dedicó al árbol, como quien sigue un camino que no sabe adónde lo lleva. Al cabo de un tiempo, parecía haber en las láminas no uno sino varios ciruelos y el Maestro y los otros discípulos le estaban agradecidos porque sentían la respetuosa dedicación a la belleza. Para entonces Fujio se había olvidado del impulso original: no dibujó el pie de una geisha, pero de haberlo hecho, hubiera sido una obra maestra.

                                                                                  
KEIKO




Los demonios del sueño



Había flores que semejaban lirios acuáticos, pero con el reborde de las hojas muy marcado; también un gato negro de ojos verdes que asomaba la cabeza y, de pronto, un siseo distante y cierta vibración de la tierra provocaba que el campo de flores se abriera en dos: allí aparecía una casa;  en ella, un abanico gigante ocupaba todos los espacios al abrirse y cerrarse; dentro del abanico, colgada de uno de los dobleces y a punto de caerse, estaba una niña que, vista desde lejos, parecía un pájaro enfermo. La abuela le dijo a Keiko que no debía temer: eran los demonios del sueño y no otra cosa. Keiko quería mucho a la abuela, sin embargo, en este caso tenía sus dudas. 

Los demonios del sueño no llegaban todas las noches; se presentaban a veces para mezclar los colores y las páginas de lo que había sucedido en el día: no eran más que juegos,  como los de ellos – le había dicho la abuela tocándole al pasar la cabeza - . A veces, cuando se aburrían mostraban cosas que sólo sucedían en el mundo de los demonios y por esto los sueños eran descabellados. Entonces Keiko recordó un grabado que el maestro de la escuela había mostrado días atrás: en él, un hombre corría mirando a sus espaldas; los ojos se le salían para afuera y tenía la ropa y el pelo como cuando sopla fuerte el viento. 

El maestro también les había contado historias de demonios: se tragaban a las damas y a los niños en un santiamén y hasta a los soldados más valientes les costaba gran trabajo encontrarlos. De manera que hubiese tenido unas cuantas razones para olvidarse de ellos si no se le hubiese repetido el sueño. Despertaba con la sensación de no saber de qué noche salía: los sueños eran un calco casi perfecto hasta que aparecía la niña colgando del abanico; allí, ese momento, había cambios: podía ser que la niña hiciera una mueca, la boca se abría y cerraba pero el grito no se oía. O que se balanceara indefinidamente, o que tratara de deslizarse como por un tobogán pero se transformaba en algo pesado y, por más que hacía un gran esfuerzo, la niña-piedra no se movía. Entonces Keiko despertaba – estaba segura- con la cara del hombre que corría mirando para atrás. Y esto no era todo: también con el corazón palpitando y ganas de llorar. 

Keiko era una niña valiente,  quizás,  porque su padre había sido soldado y su abuelo también. Cada año le rendía homenaje antes sus tumbas; se inclinaba y oraba con devoción, les pedía que no la abandonaran a pesar de no haberse conocido: no tenía de ellos sino el relato de su madre y su abuela. Habían dado la vida por el Emperador y la patria. Entonces el espíritu del padre y el abuelo, la ayudarían a combatir contra los demonios, pensaba Keiko.

De manera que, sentada frente al televisor, mientras la abuela iba y venía por la casa, (la madre llegaba muy tarde cada día) Keiko descartaba opciones. Había tratado de interesar a sus amigas aunque a ellas no les gustaba el tema. A la madre, no quería preocuparla. Pero Keiko creía que la niña colgante necesitaba auxilio, sobre todo porque en cada noche mostraba cosas que le recordaban a ella: el vestido, las trenzas, una muñeca. Iba  descartando elementos para llegar a alguna conclusión. El gato de la familia Chiba era negro con ojos amarillos, lirios había en el estanque del jardín en donde paseaban los fines de semana; la casa no tenía las dimensiones de la suya y el gran abanico - ahora que lo pensaba - no era como los de su abuela: era un abanico extraño, liso como una pared. La niña colgaba de una varilla como si fuera la rama más alta de un árbol o la punta de un templo. Quizás  - pensó - debería inspeccionar en los alrededores para ver si había algo que le recordara esto. Con el permiso de la abuela, lo hizo. Al no encontrar nada ni el vecindario ni en el camino de la escuela, esperó seguir soñando para tener más indicios. Imprevistamente, una tarde, mientras miraba dibujos animados en la televisión, entendió que tendría que entrar al sueño justo en el momento en que la niña parecía un pájaro. Lo vio en un dibujito y le pareció fácil: salirse de su cuerpo, achicarse y entrar al lugar de los sueños, mientras, por ejemplo, se destapaba o se daba vuelta en la cama. En un descuido.  Como quien entra a una casa sin que la escuchen, sigilosamente, se deslizaría; llevaría - con el permiso de la señora Chiba - al gato de los ojos amarillos porque con esos ojos podría alumbrarle el camino (si había) y, además, porque los gatos sabían andar por los sueños. 

Cuando la señora Chiba escuchó a Keiko le dijo que los demonios se iban solos; sin embargo, el gato pareció prestarle atención porque salió caminando detrás de ella y se instaló en la casa. Esa noche Keiko se dispuso a dormir con cierta tranquilidad pues el animal se portaba como si siempre hubiera vivido allí: estaba elegantemente recostado en el piso y tenía el aire de una estatua. Parecía no prestar atención a nada y, sin embargo, en el momento preciso – Keiko no se había equivocado -  el gato entró al sueño y, desde allí, la llamó para que lo siguiera. Keiko tuvo la impresión de que caminaba entre nubes de algodón, se hundía aunque no demasiado; era una sensación de ligereza y angustia. Enseguida vio a la niña colgando de la punta del abanico liso;  le hizo señas con la mano para que volara (cómo era posible si se parecía a un pájaro que no se le hubiese ocurrido antes) pero la niña tardó en reaccionar, estaba acostumbrada a tener los ojos tristes y a pender sobre el vacío, pensó Keiko. El gato, a todo esto,  se acurrucó en un rincón. Por fin, cuando la niña después de escuchar variados argumentos decidió volar, el gato saltó, la atrapó de un zarpazo y se la comió.  Sucedió en un santiamén. A Keiko le pareció ver la cara de disgusto de un demonio entre las fauces y los bigotes del animal al tiempo que ella caía por un tobogán en un campo de flores suaves y olorosas que no terminaba nunca, nunca, nunca. 

A la mañana siguiente, la señora Chiba reclamó su gato y Keiko no supo qué decir.                  
  


Señales de amor


El príncipe Yukihara quedó solo en la habitación exquisitamente perfumada. Shizuko y Akiko, las dos bellísimas geishas con la cuales había compartido la tarde, se habían retirado después de una perfecta y ágil reverencia: volverían en pocos minutos portando delicadas lámparas de papel llenas de luciérnagas que colgarían del techo y en las paredes laterales como decoración nocturna. El príncipe – que estaba de paso en la región ya que al frente de su ejército marchaba en rebeldía hacia la capital imperial – aprovechó la momentánea soledad para reflexionar sobre el extremado arte y el refinamiento que las dos habían desplegado durante la ceremonia del  té y en las posteriores horas para complacerlo: tanto era así que le resultaba casi imposible elegir con cuál de ellas pasaría la noche. Pues si bien era cierto que podía invitarlas a ambas, por alguna misteriosa razón prefería que fuera una la que despertara entre sus brazos a la mañana siguiente.

Shizuko y Akiko habían cambiado su vestimenta; ahora vestían espléndidos quimonos bordados y se habían arreglado el pelo con flores crepusculares y peinetas de nácar y carey, lo cual realzaba en forma notable la belleza de ambas. El príncipe Jukihara las miró asombrado mientras colgaban en los soportes los farolitos que se prendían y se apagaban de manera intermitente. Decidió pedirles que, por separado, cada una se manifestara en lo que consideraba era su afición más profunda, su más íntimo sentir. Entonces Akiko tomó el laúd, se acomodó en los almohadones y después de permanecer por un instante en silencio empezó a cantar en una forma tan maravillosa que el príncipe, casi instantáneamente, se sintió transportado y preso de una emoción sublime de la cual no pudo desembarazarse sino un tiempo después de que Akiko hubo dejado de cantar. Luego ordenó a Shuziko que mostrara su gracia. Esta se dio cuenta de que el príncipe estaba deslumbrado por Akiko, pero no se desanimó. El canto de los grillos indicaba que afuera había caído la noche y la luna estaría, en su plateada serenidad, iluminando el cielo.

Shizuko, con voz calma, empezó a hablar. Dijo que desde niña, al ver aparecer y desaparecer en la oscuridad la luz blanca de las luciérnagas, había supuesto para esas encantadoras criaturas de la naturaleza un ciclo de vida que a duras penas alcanzaba a un día. No sabía por qué había optado por esa cifra y no por otra, pero lo cierto era que ya no podía pensar en ellas sino viviendo en ese tiempo ínfimo comparado con el del hombre. Y que también había imaginado y visto en el centelleo de las luciérnagas claras señales de amor: estaba segura de que a través de esos chispazos que ella perseguía y, por momentos, retenía entre sus manos, las que estaban destinadas a encontrarse se unían por única vez segundos antes de morir.  Y diciendo esto se levantó, descolgó una de las lámparas que alumbraban la habitación y con suavidad sacudió el farolito: cientos de luces volaron por el aire como fuegos artificiales y los rodearon hasta que ella abrió la puerta de par en par y se perdieron en la noche. Shizuko sonrió extasiada, se volvió hacia el príncipe y lo miró a los ojos. El príncipe Jukihara comprendió.


Utako


Kozumi se hacía pasar por una mujer: había adoptado el nombre de Utako. Con pocas anotaciones en el área de sus  gustos - arte, literatura, cine -;  la fecha de nacimiento y el sexo (falsos) había armado un perfil en Facebook. Lo hizo por curiosidad. 

Kozumi era escritor y le intrigaba saber por qué la gente usaba el chat y si esas relaciones dejaban o no de ser virtuales, pero por sobre todo, esperaba encontrar material para sus libros. No importaba cuándo o en qué novela o cuento lo utilizaría: sabía que en algún momento lo que sucediera en la red aparecería transformado en sus textos; además, sacaría ventaja de las conversaciones espasmódicas, los sobreentendidos, las interjecciones de esos diálogos del anonimato hechos con palabras que llegan tarde o en medio de situaciones confusas, como efectos secundarios en una relación compleja.

Por eso no le importaba pasar el tiempo respondiendo superficialidades: qué estaba haciendo en ese preciso instante, si era casada, soltera o divorciada, si el marido sabía que ella estaba en el chat, por qué no tenía foto en el lugar de la silueta. No ponía la foto de  Utako porque no terminaba de ponerse de acuerdo con sus pensamientos; a veces, la quería muy bella; otras, muy fea, muy poco agraciada; otras, una cara común, sin nada para destacar, pero que usara peluca rubia, a la manera de Hollywood. Por esto Utako era solamente una silueta.

Lo cierto es que desde que había comenzado con el perfil de Utako prestaba más atención a su mujer. Llevaba diez años de matrimonio y creía que la conocía de memoria; sin embargo, no era así. Le descubría, por ejemplo, pequeños pliegues en la piel de la nunca cuando doblaba la cabeza y antes no había reparado en ello. También se detenía en sus respuestas y silencios. Qué estará pensando, se preguntaba ahora Kozumi cuando su mujer callaba. Utako le había ido enseñando cuánto oculta una mujer. Los hombres también. Nadie mejor que él podría decirlo, sólo que en los hombres las mentiras eran de trazo grueso, poco elaboradas. Como lo había hecho al iniciar el juego.        

Había días en que no tenía ganas de chatear. Entonces le tomaba un rato, quizás los primeros cinco minutos de estar intercambiando saludos y palabras, para  encontrar el tono de Utako. Luego, se instalaba en esa voz con comodidad pero sucedía que, al día siguiente, la había perdido. Se le escabullía, no sólo el tono, toda Utako. Y esto era algo que lo intrigaba de veras. Si él – Kozumi - era Utako por qué Utako no era él.

A esto y a otras cuestiones, en cierta manera, le respondían los hombres. De a poco había ido ganando amigos fieles; se conectaban inmediatamente después de que Utako entraba.  Miraba los redondeles con luz verde y sabía que en segundos estaría hablando con Akifusa y Momosuke. Momosuke estaba enamorado de Utako, no había duda posible. En cambio Akifusa era ambiguo; había noches en que charlaba durante horas, pero en otras,  permanecía en línea – la luz verde del contacto prendida-  pero no hablaba. Kozumi creía que era como una especie de vigilia. 

Con el tiempo habló solamente con Akifusa y Momosuke porque ellos le ayudaban a crear la ficción con naturalidad. Era estimulante mostrar estados de tristeza, de alegría, de nostalgia y que de inmediato estuvieran a su lado acompañándola. Las mujeres eran infinitamente más complejas que los hombres – por eso siempre le habían atraído – y ahora él seducía a los hombres contando, por ejemplo, cómo compartirían el baño en una estación termal o describiendo con detalles la lámina y el dibujo que le había llamado la atención esa mañana en un mural mientras iba rumbo a su trabajo. Porque Utako era vendedora de cosméticos en un gran local comercial de una firma importante en el rubro. La había hecho vendedora de cosméticos porque su mujer tenía una especie de obsesión con las cremas faciales y el maquillaje en general y compraba cuanto aparecía en el mercado. 

¿Podía decir que esto era nuevo en él? En cierta forma lo había hecho siempre. Cada vez que pensaba un personaje empezaba a imaginarlo y para eso tenía, muchas veces, que recolectar información, estudiar. Sin embargo, algo era diferente ahora. Quizás el entusiasmo. La sutil seducción que venía ejerciendo Akifusa sobre Utako, su comportamiento le resultaba un aliciente, esperaba que él entrara en la rueda de las conversaciones, que estuviera allí, aunque no hablara.  Y el amor manifiesto de Momosuke, a veces, lo enternecía de verdad; le contestaba sin pensar demasiado en lo que escribía, era – más que nada – un estado de exaltación compartido.  

Momosume no le pedía que incorporara la foto a su perfil, en cambio, Akifusa era cada vez más insistente; si no la ponía dejaría de ser su amigo, - dijo una noche – porque necesitaba verla. Y aclaró que no era una urgencia estética sino espiritual, no podía seguir sosteniendo conversaciones con un fantasma.  Kozumi sabía que la espera tenía un plazo. Así, empezó a mirar con real interés los anuncios de los nuevos colores en lápices de labio, sombras para ojos, delineadores, cremas para borrar líneas en la cara, para blanquear la piel, perfumes. Porque llegó a la conclusión de que debía ser él mismo, maquillado, quien apareciera en la foto de Utako. 

Empezó a experimentar con tonos y colores y enseguida decidió dejarse crecer el pelo: supuso – con razón – que le ayudaría a dulcificar los rasgos. Inspeccionaba sus facciones como si fueran de otro cada mañana mientras se afeitaba. A veces, se ponía algún pañuelo o adorno de su mujer y la imitaba, quería lograr –aunque más no fuera superficialmente -  aquello que lo había enamorado de ella: una belleza inocente, que costaba descubrir. Era difícil, buscó retratos y fotos de cuando eran novios. Allí estaban. Descubrió que eran parecidos, algo que nunca había notado. La nariz, el corte de cara, podían pasar por hermanos. Entonces, cuando su mujer se maquillaba, Kozumi se quedaba cerca de ella y registraba a conciencia cada paso  de esa labor de transformación. Luego, una vez a solas, aplicaba sobre su cara el dibujo de la boca, la sombra en los ojos, el toque de color en las mejillas y, a pesar de que al principio no le fue fácil, de a poco, logró una expresión que lo conformó.  Utako era prácticamente igual que su mujer. Se sacó una foto y la subió al Facebook.   

La reacción fue inesperada: Akifusa, quien tanto había bregado por conocerla, la saludó en forma amable, pero no hizo ninguna mención que permitiera suponer agrado o disgusto; Momosuke tardó en entrar y cuando lo hizo tampoco dijo nada sobre la foto. Daba la impresión de que la imagen los había disgustado, pero el cambio ya estaba hecho y Kozumi, él sí, estaba contento. Sentía una extraña suavidad en todos sus pensamientos y se movía con tanta gracia que le pareció necesario adoptar vestimenta femenina. De manera que, cada mañana, después de que su mujer se iba al trabajo, se ponía algo de ella y, luego, se sentaba frente a la computadora y empezaba a chatear. Utako estaba completa.            

A partir de ese momento, sin embargo,  Momozuke y Akifusa – los dos (lo cual no dejaba de ser llamativo) – empezaron a tener un comportamiento errático que la confundía: raleaban las entradas, eran lacónicos en las contestaciones, la hacían esperar minutos como demostrándole que hablaban con otras personas y Utako, frente a esto, insistía con apelaciones que ya no surtían efecto o se quedaba esperando como antes lo habían hecho ellos. De todas maneras, no creía que el desinterés fuera permanente, muy por el contrario suponía que era parte de una estrategia ante la nueva situación: no sabían cómo reaccionar. Ella sí. Se pintaba y arreglaba con mayor cuidado y dedicación cada día y se apuraba para estar lo antes posible en el chat.  Quería ser ingeniosa y delicada. Pero, pese a todos sus esfuerzos, no logró recuperar la atención que le habían dispensado y ambos, de un día para el otro, desaparecieron. No se molestaron en despedirse: se autoeliminaron de los contactos. 

Utako lloró amargamente: se sentía traicionada, usada, despojada. Al mismo tiempo experimentaba un desborde de sensibilidad, una extrema laceración en su cuerpo que –pese al dolor –la hacía feliz. Sufría, deambulaba por la casa sin maquillaje; su pensamiento se agitaba sin detenerse en nada consecuente, hablaba sola, imaginaba diálogos vindicatorios y rompía en llanto desesperado. A su vez, Kozumi, estaba tranquilo: había encontrado un personaje cuyas aventuras lo llevarían de la mano. Empezó a escribir. 



De: La turbulencia del aire, Grupo Editor Latinoamericano Nuevo Hacer, Buenos Aires, 2012




INÉS LEGARRETA, Escritora argentina nacida en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, en 1951. Su libro de cuentos En el bosque (1990) obtuvo el Premio Iniciación otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación y la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Tres años después ganó la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes. En 1997 publicó Su segundo deseo, libro de cuentos que mereció el Tercer Premio de Literatura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y una Mención de Honor en el Premio Ricardo Rojas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En 2000 le otorgaron Medalla de Plata como Mujer Destacada Bonaerense. En 2004 publicó La Dama habló, libro de cuentos que logró en 2008 el Premio Único de la Categoría Inéditos (bienio 2002-2003) del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En 2008 publicó la novela El abrazo que se va. En 2010 editó, también la novela Tristeza de verse lejos. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos, el Primer Premio Nacional de Los Cuentos de la Granja, Segovia, España, en 1989 y 1993. Co-dirige desde 2005 la revista literaria Eledermaus. Ha sido traducida al inglés y al alemán.

Elvio Romero

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Elvio Romero
Poesía Escogida
[1949-2007]
Selección, Transcripción de Textos y Nota Biobibliográfica  
Luis Alberto Vittor





De: Días Roturados (1949)


LAS PALABRAS NO CUENTAN...

Cantar, cantar evocando sucesos
Que están oliendo a sangre, a agobio, a escombro;
Dar un retrato vivo de jirones terrestres,
De angustia prolongada o árbol
Desgranando su verde entre estampidos;
Tener tantas palabras y no tener ninguna
Entre el amor y el odio de los hombres.

¡Tanta edad, tanto tema de exterminio
Llegan y forman libros, estantes, librerías;
Tanto tema de llanto, de perforada atmósfera,
De agujeros amargos...!

Cuando hablamos de muertos,
De esas madres endebles, sabias de sufrimiento;
Cuando hablamos de rápidos sucesos,
Sucesos diseñados sobre un mapa de vértigos,
Las sílabas nos duelen, las palabras retumban
Mutiladas, cortadas de quebranto,
Se resisten las letras, los acentos gotean
Y el hombre es una máscara deforme,
Una sombra entre escombros y escombreras.

¿Qué son estas estampas,
Las líneas contraídas, las imágenes tristes
De las hondas goteras de la lágrima,
Del beso prisionero sobre redes de llanto?
¿por qué retratos rotos, y no vida?
Todo se va en papeles, estantes, librerías,
Láminas en desuso, tinta gastada y seca.
En nada, en nada más que en papeles,
Pilones de papeles,
En palabras gastadas que no cuentan...

¡Cómo se olvida al hombre y sus verdades!
¿Por qué la noche y no la transparencia?
¿Dónde el preciso móvil que lo lleva a la lucha,
Con urgencia de vida?
Dentro de este desorden y estos vertiginosos
Bautismos de metales:
¡Cuántas palabras, sílabas raídas,
Y al fin saber que no hay una palabra, mil
Palabras
Que retraten exactas estas ruinas, enseñándole al
Hombre
La luz, las claridades!

Tanto ver la pobreza...;
Tanto morir por dentro con los muertos,
Y luego ver que existen noches largas, secas,
Tensas, vacías, de fiestas o festejos
-por otros meridianos y otras patrias sin
Que nadie recuerde estas tremendas
Hondonadas de sangre...

¡Cuántas palabras sobran!
¡Qué urgencia de seguras vocaciones y brújulas
Para cruzar la niebla de este tiempo en desvelo!

Recordar a los muertos, su madera
De crucifijos rotos;
Y no ver condolerse más que a aquellos
Que en el vértigo estaban;
A nadie más estas vasijas llenas
De humareda y sangrías, este drama de pueblo,
A nadie, a nadie, ¡a nadie!

... Caminar sobre asfaltos de cadáveres,
Encajes afligidos y frentes desgarradas;
Rememorar las ruinas, la camilla, la venda,
Las venas como sogas resecadas,
El asombro, la sangre...


ESTAMPA

De duras manos toscas
Y torso duro, primero fue yuntero,
Creciendo entre clavados morichales
-hijo de labradores macilentos-,
Con la pobreza que dejó en su rostro
Visibles hondonadas con el tiempo.

Después, cuando los años
Fueron trazando pliegues en su cuerpo,
Como la lluvia que se da a la tierra,
Fue dejando su ardor por los esteros,
Con un grito moreno que saltaba
Como madera sólida de pecho.

Va atravesando roncas intemperies
Con olor a sudor, a viejos cueros,
Haciéndose profundo como el ámbito
De la extensión desierta y del desierto.
Harapiento y lacónico, no tiene
Más que el ardor del viento carretero.

La amenaza nocturna, el filo que golpea,
La venganza resuelta en el acecho,
La mañana embarrada en los pantanos,
La enredadera, el sobresalto, el miedo,
Lo encuentran sumergido
Dentro del musgo que claro el silencio.

Todos lo divisamos,  aquí mismo,
Erguido entre cañados indefensos,
Con los ojos despiertos y febriles
Por un vivo desprecio
Tenso como su sangre, maduro y torrencial,
Desbordado y tremendo.

El es como nosotros.
Sobresaltado, claro, verdadero.
Ama y odia, profundo
Como una hoguera que batalla ardiendo.

Y mirando las ruinas y las ruinas
Y el camino deshecho,
Herido, con el brazo ensangrentado y ensangrentado el cuerpo,
Trajina esta vorágine.

Lo llamamos Juan Pueblo.



PRESENTO A TACAXI

I

Yo puedo presentaros:
Tacaxí, manchado en lodo,
cincelado con duras herramientas boreales
en la cruda materia del desierto,
retazo de follaje endurecido,
contextura gomosa que ha tallado la selva
con buril de vegetales.

Tacaxí,
deásperas proporcionales, indio de arcilla,
mojado con aceite primitivo
de frutas y de charcas,
mensajero de rosas ancestrales,
turbulencia estelar,
sorbo de tierra.

Una violencia antigua
le cruza todo el cuerpo de mandioca,
la persiana entreabierta de los párpados
donde pesa un letargo con cerrajes
de cobre milenario.

Poblado por el viento,
-con ese taciturno sigilo de tigres,
de las bestias nocturnas-,
varón de los senderos aborígenes,
sale de un laberinto complejo de cortezas,
de pesado desorden, de veranos,
de atávicos rituales
o de secos tunares ya longevos.

Tacaxí:
sensual, enérgico y severo;
Tacaxí:
sorbo de tierra.

II


¿De dónde vino el indio?.¿De dónde su pesado
carbón mordido y negro?
¿De qué maraña amarga su pecho de combate,
su nocturno pedazo de forestal diadema,
su olor a arcilla, a barro,
su reliquia de pobre soledad desgarrada,
su calor cotidiano de quebranto y desvelo?.

¿Por qué su mano antigua descubre los secretos
de aquella carretera de sonidos
trazada sobre el mapa del círculo y del cuerpo?
¿Por qué rueda en sus manos con tan vivida
  urgencia
la exactitud raída de la flecha?


Tambor nocturno,
cuero de tambores nocturnos:
el Paraguay le enseñaba sus sensibles
lastimaduras de paloma herida,
su agredida intemperie y transparencia,
su asediado ramaje de lapachos
con sombras violentadas,
sus trituradas ramas.

No sólo por el aire,
no sólo por las plantas y raíces
llegaron muertes, crímenes,
sino por todo el ancho calor de los caminos
bordeando el aguerrido terraplén de los toldos.

III

Testimonio del tiempo,
vínculo inmemorial, cuero extendido:
morenoTacaxí,
centinela de edades apagadas,
retazo de oquedad,
greda callada.

Juntó flecha y fusil, tambor y dianas,
superando aquel mito de la sangre
fructiferando engaños,
mayorales, látigos,
y negra pulpa de dolor indígena.

Tocó la fibra popular el indio
cuando llegó a la dura gravedad
combatiente.

Y fue un soldado más por estos campos,
un cuerpo con furor secreto y ávido.

Yo hoy puedo presentaros:
Tacaxí, sorbo de nuestro suelo.


DE REGRESO

Volveré con el vuelo de los pájaros.
Sumergido en la fiesta del sol en el camino
Retornare cantando.

Diré que he visto bravos varones en bañados,
Con pupilas de espuma mirando las llanuras
Sobre recios caballos.

Sensitivas imágenes, como viñedos o astros,
Esculpían sus nombres en troncos y palmeras
Con imborrables rastros.

Soberbios, implacables; así los he mirado,
Pues parecían lumbres u hoyos de minerías
O manantiales claros.

Quiero beber el agua cristalina del campo
Y ver a la cautiva semilla del durazno,
Besada por un pájaro.

Volverán las mujeres a amar a sus soldados,
Varones cincelados en fogosos destellos,
Vigorosos y honrados.

Quiero ver la ceniza del fogón apagado,
Y a través de sus ciegas galerías tiznadas
Remozar dedos, manos.

Resurgirá el decoro con su fulgor ganado,
Y el hijo -desprendido de posibles naufragios-
Verbo simple, a mi lado.

Cantarán los herreros sobre yunques quemados,
Y aquel ciego con arpa que abandono la aldea,
Volveré con su báculo.

Con un sueño de amor entre las manos
-sin dudas, sin temores ni pesadumbre alguna-,
Retornare cantando.
¡VOLVEREMOS! RECUERDA...

No desesperes, madre...
Aquí llegamos,
Con un fervor de fuego y vegetales,
Con una sangre indígena gastada
Por el hosco quebranto de los años.

Todo fue en vano;
En vano fue que hirieron el capullo
Un largo atardecer de sobresaltos, de sangre,
De otoño quebrantado:
En vano acrecentaron el desprecio
Y un odio descarnado
Y ese báculo roto de la muerte bajando
Al raído estelaje de los huesos.

No desesperes, madre:
Retornaré de súbito; iremos por las hondas
Palideces
De las cosas que en ira se deshacen,
Por ese llanto tuyo de aluminio
Que alteró el asentado paisaje de to rostro.

Te he mirado entre ruinas
—Metal de minerías—, y eras una solemne
Cicatriz arrugada, con pliegues y agujeros
Trazados sobre un mapa de quebranto;
Y he visto al pescador abriendo el agua
Por hallarte,
Y eras una bandera con jirones, con luto,
Madre de todos,
Paraguaya del tiempo del dolor, del rudo tiempo
De las restituciones.

¡Volveremos! Recuerda:
El pan sale del trigo; la simiente resurge
Con la lluvia; el clavel arrasado
En años de dolor estalla en balas!

No desesperes, madre…





De: Resoles Áridos (1950)

VÉRTIGO

No toquéis esta tierra sino tenéis la sangre
Dispuesta a ser después antorcha viva,
Quemazón de parte a parte.

Mapa descolorido (sol, paisaje),
Entre golpes, arado por terribles
Y secas soledades.

De Norte a Sur, resolanas que salen
Por la epidermis, como un tufo denso
Que al viento se deshace.

El Sur, callado, una corola que abre
Como una mano antigua su silencio,
Su dolor, por el aire.

Un hedor calcinado de yerbales.
Un verano que acecha entre las ramas
Y en el sudor se expande.

El Norte, duro, un combatiente sable
De abierto cortezón y de tanino;
Furor de quebrachales.

Lúbricos mediodías que se esparcen
Por las grietas escuálidas, sedientas,
Que encandilan la sangre.

Y el Centro, un corazón quemante,
Latido potencial, alforja verde,
Crisol de mandiocales.

Encendidos terraplenes, hondos valles,
Paren niños con ojos dilatados
Y estómagos con hambre.

Desde antiguo esta tierra tiene arranques
De furor, que le arañan los raigones
Como rayos brutales.

A martillazos forja este linaje
De hombres que tienen la corteza dura,
Que en las cortezas laten.

Bordado a lento fuego, su ropaje
Nos cubre con su seca virulencia
De calor sofocante.

No la toquéis sino queréis que os claven
Su espina roja, su ademán terroso,
Su vértigo implacable.

Callada es esta tierra. ¡No la toquéis!
Sus polvaredas arden.


PAISAJE

Además, todo es sencillo.
Lomadas rojas, lomadas enjutas, secas.
Sedienta res bordeando tajamares.
Silencio y sed en el solar desierto
Y protesta apretada en los bolsillos.

Todo es sencillo.

Además,
Niños —tubérculos desnudos, amarillos—.
Sin nada y nadie el mandiocal cercano.
Hambre a puñado, a puño enardecido.
Bocas rabiosas de dormir hambrientas.
A lo lejos, pequeños vientres caídos.
La muerte en el camino.

Todo es sencillo.


CANTO EN EL SUR


Esta noche, en el Sur,
me he mirado en tus ojos.

Soy como tú,
de piel morena, oscura, oscura,
con estrellas heridas por adentro
y por fuera sudor, cáscara ruda.

Tengo la sangre hirviendo
como un sinuoso trueno derramado;
tengo las manos ásperas
como herramientas duras y soleadas;
tengo los ojos lúbricos
como lúbricas raíces.

Esta noche, en el Sur,
me he mirado en tus ojos.

Te vi ayer en el Norte;
vi en el Norte lo mismo, el mismo
y primario dolor sobre los cuerpos,
el aguardiente galopando a sorbos
y lo demás lo mismo: el mismo
brazo sudando a contraluz sangrienta,
el mayoral que brama entre los árboles,
los mismos ojos sin calor, la misma
temblorosa epilepsia del sudor,
los mismos exprimidos, los mismos coronados!

Esta noche, en el Sur,
me he mirado en tus ojos.

Soy como tú,
la misma turbulencia contra el mismo espejismo,
idéntico remanso bajo la misma noche.

Conservo el sortilegio
de estas zonas arbóreas que me cercan.
Tengo la risa ronca
y estas anchas tristezas.

De piel morena, oscura,
pisando en el calor exasperado.






De: Despiertan Las Fogatas (1953)


CASTIGO

A esta pobre comarca
Le han cruzado la piel a latigazos,
Le inflamaron los pozos
Negros del llanto,
La cicatriz de la ira,
Le abrieron los muñones a golpazos,
A insoportables ramalazos secos.

Le han rajado la cara
Con estampidos de odio.

Y ayer, ¡qué bien sonaba! ¡Qué bien
Su mandiocal sonoro,
Sus caballos que andaban enloqueciendo el belfo
Por el nivel lluvioso del paisaje,
Su juvenil coraje de muchacho,
Su música de troncos,
Su quebracho!

Aquí,
Aquí han puesto la mano,
Aquí desbarataron las centellas,
Aquí las iniciales de los jóvenes muertos
Van del bucle del aire a los claveles,
Aquí el puñal del odio,
Aquí mataron.

Severa era la vida, como el ceño
Ilustre del anciano que con barba de maíces
Trajinaba sus pies por la comarca;
Severa la intemperie, severo el infalible
Recuento de los astros. ¡Y que bien alumbraba
La lumbre sobre el leño!

Pero aquí han puesto fuego
Hambre,
Polvo desaliñado,
Cenizas y mortajas;
Le han sorbido los huesos, le han labrado
La cara con hachazos.

Aquí han puesto la mano.

Y además, golpes,
Golpes rabiosos,
Golpes en la cara,
¡Feroces puñetazos extranjeros!


CARTA A JULIO CORREA

Julio: vuelvo a escribirte ahora, madurado
En este oficio amargo de recordar mi tierra,
Llena de estragos hondos y un sino desolado,
La que dejo vida tendida en su costado
Izando hasta su cielo las sombras de la guerra.

Te recuerdo plantado como un árbol frondoso
Ante el nivel caliente de un crepúsculo abierto,
Árbol antiguo, agreste; ramaje poderoso
De empurpurada tierra, de polvo fragoroso
Resumiendo el silencio del paisaje desierto.

Cuando imagino, Julio, que allí la vida tiene
Un telón de sombrío derrumbe oscurecido,
Que es una rosa ardiente la pasión y sostiene
El corazón su rama de espinos, se me viene
La voz en honda llama de tizón encendido.

Te alcanzo en el sendero la vida más amarga,
Y su sabor amargo lo llevaste prendido,
Como algo que en la densa soledad nos descarga
Una dura tristeza, una tristeza larga,
Arándonos el pulso y el puño decidido.

Has conocido al hombre cuando enseño el severo
Reverso de su sangre poderosa y bravía,
Que luego se hizo fuego vibrante y sol señero,
Torrentera boreal, remanso verdadero,
Abriendo por los montes tajos de valentía.

Todo fue un tiempo clara severidad, tranquilo
Beso del esplendor en la luz mañanera,
De roja claridad acostada en el filo
De la tarde, de limpio albor llevando en vilo
El amor, la mies clara, el sol, la primavera.
Después... ¡lo que sabemos! Viejo dolor ceñido
Al bulbo terrenal que la vida sustenta;
Viejo dolor de pueblo castigado y caído,
De pueblo que levanta su ardor amanecido
En la humillada noche, como dura tormenta!

Después... ¡lo que sabemos! La libertad vendida,
Vendido el cielo claro, vendidas las amigas
Albas que demoraban su ramazón florida,
Vendido el aire suave, la brisa atardecida,
Vendido el corazón, vendidas las espigas!

La libertad, fogosa, reclama nuestra mano,
Dulce como los sueños, roja como la brasa
Radiante que resalta hacia un confín lejano;
La libertad, tan simple como el trigo lozano,
Cual la mesa raída y el vino de to casa.

¿Escucharás también la nueva melodía?
¿No has aguardado acaso que la vida recobre
La fabulosa gracia de vivir la alegría,
De vivirla en las cosas más tiernas cada día,
En el bucle de un niño o en to mantel de pobre?

Cuando regrese, Julio, habrá flores dichosas
Acogiendo el anuncio de las nuevas semillas.
Todo tendrá el aroma de las cosas sencillas.
La tierra, el alba pura se abrirán generosas.
Nosotros, como siempre... ¡cantando maravillas!


CON ESTAS MISMAS MANOS...

Con estas mismas manos, tenaces herramientas
Que aguzan tenazmente sus fabulosas llamas,
Que con sus diez calientes martillos constelados
Yerguen antorchas frescas de semilla labrada,
Hemos de abrir caminos a las constelaciones
Para que un día bajen a besar las escarchas,
A inaugurar un sitio de sencilla hermosura
Donde edificaremos con luz las nuevas casas.

Con estas mismas manos que no siempre pudieron
Detener su torrente de soledad amarga,
El turbulento rio de las venas purpureas
Que en un telar perenne de vida se crispaban
Cuando el dolor tendía sus mantones sangrientos,
Cuando la noche oscura colmaba las mañanas,
¿Cómo no abrir un hito de dulzura y laureles
Para el suspiro tenue de las nuevas muchachas?

Con su férrea materia de incorruptible liquen
Una profunda tierra labraremos mañana,
Donde apetezca el rayo puntas de fortaleza
Y apaciguadamente repose en las guitarras,
Donde el claror sidéreo de las Siete Cabrillas
Arroje polvaredas de luz en las comarcas,
Hasta que el aire ciego, clavel de maravillas,
Tenga voz de cristales donde un niño descansa.

Estas dos talladuras de quebrachos fluviales,
De ingente piedra y monte y opulencia clara,
Que anhelan el linaje secreto de los hombres
Proclamando el austero señorío del alba,
Habrán de ser pacientes custodios del sagrado
Y minucioso germen que inaugura su magia
Sobre el troquel radiante de los hechos futuros,
Sobre el crisol humilde de la nueva esperanza.

No tendrán para entonces sus poderosos cauces
Menesterosas sombras ni surgentes de lágrimas,
Viejo rencor nocturno congelándole el hilo
Del fervor calcinado que irá hasta sus espadas;
No han de tener raíces de temblor compungido,
No han de tener rumores de sangre castigada,
No han de tener recuerdos de linaje ultrajado,
¡No han de tener ramajes de vida triturada!

Con estos dos metales fundidos que las hondas
Noches carbonizadas y el mediodía abrasan,
Con estos dos tizones de fuego saludable
Con implacables chispas de herrería golpeada,
Grávidos de energía como cantaros hechos
En vieja alfarería de tierras hacinadas,
Habrán de abrirse rutas jóvenes de aventuras
—con el honor a cuestas—, ¡ganada la batalla!






De: El Sol Bajo Las Raíces (1956)


EL HIJO DE LA TIERRA

Si me toca volver, si me tocara
volver a lo hondo, al haz de los rastrojos,
a lo hondo triste que encendió mis ojos,
a lo hondo cruento que labró mi cara;

si a mi propio nacer volviera para
remodelar mis raíces y despojos,
y tocando ese erial de fuegos rojos
mi propio origen, fuerte, me tallara:

volvería a cumplir el mismo rito,
volvería a cantar del mismo modo,
volvería a esplender el mismo nombre.

Pues arbolando siempre el mismo grito,
la misma luz transformaría todo,
¡la misma luz coronaría a un hombre!


AGUAFUERTE

Sujeto a palos en cruz,
Un hombre, quieto,
Sobre dos palos en cruz,
Con sogas entre los huesos.

Y abajo el viento.

Acaso atada mi tierra
Como un tamborón de cuero
Sobre dos palos en cruz.
Y enfrente el viento.


¡Toda la patria en el suelo
Sobre dos palos en cruz!

¡Y encima el viento!



LAS RAÍCES

De abajo,
Desde abajo,
¡De allá abajo venimos!

De allá,
De las praderas,
De la más honda piedra, de la lluvia,
Del revés de la lluvia;
Del viento disparado en leguas tórridas,
Del aire aquerenciado en leña y humos,
Desde el punto inicial
De una raíz gloriosa,
De allá,
¡De allá adentro venimos!

Aquí hay hombres que salen
De una dura corteza
(y son madera),
De aguas e inundaciones
(y son de agua),
De agricultura y riego
(y son semillas),
Y hay hombres que son tierra,
Que arrastran en la piel tierra adherida,
Que tienen piel de tierra,
Que tienen tierra en el costado, tierra
Que les hornea el pecho,
. Que son tierra
¡Que tierra son para encender la tierra!

¡Venimos desde abajo!
¿De muy abajo? ¿Acaso
Desde el filón caliente de la sangre,
Desde el fondo ardoroso de las lágrimas
O desde el mismo origen del sudor?
¿Desde el sudor venimos?
¿Venimos ya desde el sudor acaso?

¡Mirad nuestras banderas!,
Mirad que vienen de la agricultura,
De muy adentro estas raíces
Que deliran aquí, que trepan por nosotros,
Que a nosotros adhieren savia y lluvias,
Que aprietan nuestras venas,
Que amarran nuestras manos,
Que nos devuelven siempre
Al tirón ancestral de nuestra sangre,
Que nos hablan,
Que nos recuerdan que de allá venimos.

Venimos desde abajo.
¿De muy abajo? ¿Acaso
Como el enigma puro de una flor luminosa
Besada desde el fondo por labios milagrosos
Cada vez más de abajo,
De a lo largo del polvo de las hojas?
— ¿somos raíces? —
Cada vez más atados a la tierra,
¿Cada vez más atados a las raíces?

¡Mirad nuestras banderas,
Mirad que vienen de la agricultura,
Desde la inmensa noche,
Desde el día!,
¡Desde el punto inicial
De una raíz gloriosa!
¡Temed que puedan encender la tierra,
Mirad que vienen desde muy abajo!


EL SANTERO

Lacú, cara de miel, cabello cano,
Temblándole, jadeante, la camisa,
Fabrica santos, leve la sonrisa,
Barcino guante de sudor la mano.

Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto,
Con calor de melcocha por la frente,
Lo llama por allí la buena gente:
"Lacú, cara de miel, cara de santo".

Modela efigies rojas de madera,
Pálidos santos de color de luna,
Y le suenan los dedos como en una
Llanura fatigante y forastera.

Cuando está airado, talla entre avalares,
Y cuando alegre, hasta el taller se alegra,
Se le envuelve la sangre en noche negra
Si se le llena el alma de pesares.

Tales son sus desvelos; son tan fijos
Sus labores, sus vértigos, sus sueños,
Y es tanta la pasión de sus empeños
Que tiene el rostro de sus propios hijos.

Lacú mira el vivir, sigue a la gente,
Ante las vidas simples se emociona,
Siente latir un gesto y lo aprisiona,
Lo fija todo en su labor paciente.

De allí que cuando miran los vecinos
Las figuras de palo en sus altares,
Se ven, tal como son en sus hogares,
Tal como son, jirones de caminos.

Para probar mejor lo que origina
Dentro del puño como fuelle ardiendo,
Se amarra al brazo enérgico un estruendo
De escopeta o cuchillo o carabina.

Si labra un santo, firme y despiadado
Baña el cincel de fuego y agavilla
La gubia con cendal de maravilla,
Fragor de tierra, semillar y arado.

Y si es santa, despierto en nuevo brío,
Le da un soplo final mágico y sabio:

Con flor de pacholí le pinta el labio,
Las lágrimas, con gotas de rocío.

Y tanto se parece a sus criaturas
Que él mismo es ya raíz, árbol, madera,
Palpitación terrestre y verdadera
De cortezas con sol por vestiduras.

Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto
Con calor de melcocha por la frente,
Lo llama por allí la buena gente:
"Lacú, cara de miel, cara de santo".





De: De Cara Al Corazón (1961)


TUS PASEOS

Hoy bajas por la carretera
Y yo to escucho como cantas;
Vuelan pájaros de tus hombros,
Vuelan gramillas de tus faldas;
En las colinas de tus senos
Se aventan las oscuras gramas,
Y se ve en el trasluz del horizonte
Que se disipa ya la madrugada.

Tú sales a mirar la noche,
A trajinar por las llanadas,
Desprendes el cabello al aire
Y la humedad se to rezaga
Bajo los pies, entre las piedras,
Elemental y sofocada,
Y yo to aguardo porque se que traes
Los ojos limpios de esperar el alba.

Necesitas la noche. Sube
Su penumbra por tus espaldas,
Tomas olor a los tomillos,
Desnuda entre las hierbas agrias,
Verdes se quedan tus hoyuelos,
Florecen verdes tus pestanas,
Y vuelves como un árbol caminante,
Como raíz nutrida y fecundada.

Por las colinas de tus senos
Se aventan las oscuras gramas.
Tú necesitas de la noche,
De los montes y las bajadas.
Pones la mano entre la tierra,
Quedas de pronto ensimismada,
Y luego vegetal, verde y sereno,
Tu rostro se ilumina en la mañana.


POR QUÉ


Por qué no habremos de querer nosotros
Lo que nunca quisimos; por ejemplo, una casa
Sobre el remanso de un rio,
Con camalotes en sus costados,
Con sus ventanas en regocijo.

Por qué no habremos de escuchar nosotros
Lo que la noche escucha; por ejemplo, una sombra
Que le sirva de abrigo,
Que allí muera misteriosamente
Asumiendo el color de sus dominios.

Por qué no habremos de pisar nosotros
Lo que jamás pisamos; por ejemplo, un sendero
Con olorosos racimos,
Con una hoguera que allí se encienda,
Con grandes lluvias que nunca vimos.

Por qué no habremos de sonar nosotros
Con un eco que suene; por ejemplo, un murmullo
Que tiemble en el sonido,
El que responda a las preguntas
Que junto al fuego recogimos.

Y por qué no buscar siempre
Lo que es parada en un camino,
Lo que hay de otoño en un verano,
Lo que hay de ardiente en lo más frio,
Lo que es sonrojo en unos labios,
Lo que es Recuerdo en el Olvido,
Lo que es pregunta en la respuesta,
Lo que es jadeo en un suspiro,
Lo que es vital de esa alegría
De esa tristeza en que vivimos.


FUEGO PRIMARIO

Mirarte es ver colinas,
Mirarte así tendida, detenida y desnuda,
Situando planicies de arena en las axilas,
Desnuda y dividiendo la blancura caliente de las sabanas,
Mirarte es ver que oscuros orígenes te pueblan,
Que el aire te enajena por urnas inasibles,
Si te miro desnuda...

Hay cuestas y hay declives,
Hay en tu piel suaves territorios de nubes sensitivas,
Hay humos y adherencias de ardorosa madera,
Hay una sombra ilesa que escapa del asedio,
Si te miro desnuda.

Se ve que en tu cintura
Se doblan valles que arden con vientos incesantes;
Se ve, rosado y táctil, nimbado por rumores,
El hoyo de agua nívea que tu vientre arremansa
Como un rosado tiesto de palpitantes flores,
Si te miro desnuda.

Mirarte es ver colinas,
Lluvias que se diluyen respirando en tus pechos,
Es embestir un campo de tierras onduladas,
Es llegar al origen de la sangre,
Es imantarse al golpe
Que oscuramente sube de tu boca y tus trenzas,
Y es imposible entonces no acosarte y vencerte
Con sedientas hogueras.

Si te miro desnuda.


ASÍ NOS COMPLETAMOS


Al comienzo el amor, buena muchacha,
Al comienzo el amor, las soledades
Y las noches doradas.

Al comienzo el amor. Y adivinabas
Que el pecho que nutria tus anhelos
Te invitaba a su marcha.

Te trajo aquí el amor. Y nuestras ramas
Buscaron conseguir pronto la altura,
Pronto una tierra honrada.

Basto mirar alrededor. Y el alba
Entro resuelta a gobernar el fuego
Tibio de nuestras ansias.

Te trajo aquí el amor. Y ya la casa
Del amor se inundaba con los sueños
De libertad, amada.

Levantaste los ojos. Te surcaba
La misma chispa con que yo encendía
La mecha de mis lámparas.

Ya no hubo entonces soledad; ya nada
Pudo turbar esa quietud profunda
Que vive en tus palabras.

Y hallaste lo que es hoy tu nueva patria:
El sueño justo, el pretender sin tregua
Una firme esperanza.

Así emprendemos ya, juntos, la marcha.
Y nada es duro entre los dos,
Por dura que sea la batalla.

Por triste y dura, pues la vida traza
Para los dos una fragante ruta
Radiante y fecundada.

Así nos completamos. Somos altas
Simientes injertando otras simientes,
Otro sol, otras caras.

Al comienzo el amor, buena muchacha,
Para lograr después, palpando el día,
La libertad mañana!


EL BESO

Germina un beso puro en nuestro pecho,
Un beso que es un poco pan de tierra,
Un poco arena y vuelo.

El beso es una ráfaga, un sereno,
Fulgor que se arremansa en la morada,
Un masculino, aliento.

La única perla que en mi alforja llevo,
La única luz que arrebate a mi sombra,
Su único alumbramiento.

Es una oscura exhalación, deseo,
Un aire tibio que la sangre orea,
Un luminoso fuego.

Es un activo, manantial, un suelto
Clavel sonoro entre los labios, agua
De cántaro opulento.

Es una alondra enloquecida, en celo,
Delirante y nupcial entre las nubes,
Levísimo gorjeo.

Mujer: hoy dejo este profundo beso,
Que ensancha la creación, entre tus faldas,
Temblor del firmamento.

Por el su peso alivian mis maderos,
Por el subo a los árboles, te busco,
Por elte pertenezco.

Por el la ruta es breve, por el peso
El péndulo de sol que te corona,
Pulso un afán de sueño.
Por el nacerá el hijo, por el veo
Que habrán de prolongarse mis raíces,
Mis primarios silencios.

Por el mi propia rectitud defiendo,
Por el mi descendencia irá sembrando
Sus verdes alimentos.

Por el bajo a la tierra y la poseo,
Por el barajo el alma, un poco arena,
Un poco arena y vuelo!


MAGIA

Siempre quisimos que el mundo
Se viese como hoy to vimos.
Como lo supimos ver,
Como, en horas de amor lo presentimos,
Siendo lo que anhelaba ese deseo
De ver de otra manera, ver que el rio
Sale a jugarse en brazos de la noche
Y a la noche escuchar rumor de ríos.

Quien diría que no vi
Tu imagen sobre el rocío,
Que no vi tu inicial bordada arriba,
Que no te vi en el iris de su abrigo,
Que no mire tu cabellera negra
Como enramada en vértigo a su arrimo,
Miraje del albor, encantamiento
Del encendido sol que va contigo.

Te vi temblar.
Al verte temblé yo mismo.
Solo a un sortilegio puro
Y mágico pudimos ver lo que vimos,
El camino subiendo hasta los bosques,
Los bosques descendiendo hasta el camino,
Una amorosa espiga alando el viento,
El viento hablando de secretos íntimos.
Siempre quisimos que el mundo
Se viese como hoy lo vimos.

Como se debiera ver,
Con esa desnudez del amor tibio,
Escuchando en sosiego ese susurro
De tu cálido labio junto al mío,
Del corazón furioso como al soplo
Confuso del aprieto de un gemido.

Todo de repente mágico,
Tembloroso, conmovido.

Y de cara al corazón
Y al reino juvenil de estar dormidos
O estar despiertos, viéndonos el fondo,
Cambiando el fuego cándido y la vida
Y la muerte en idéntico delirio!






De: Esta Guitarra Dura [1961]


CON LA MANO TENDIDA

Ahora es tender la mano
como los ciegos, como quienes cantan
por los pueblos:
abierta para todos la palma.

Y es ir echando en ella
luceros, cosas de la casa,
lo que pudo tener en nuestros días
sabor de yerba amarga,
de lluvias tristes de fragor sombrío
o de espurio rencor de una palabra.

Es ir echando en ella
lo que hubo de maleza y viejas lágrimas,
lo que fue grito al caminar, lo que fue sangre
sucia y acorralada,
lo que hubo de impaciencia escarnecida,
lo que de tierra y heredad manchada.

Es ir echando cuentas
como un bolsón sobre la espalda,
lo mejor y peor, lo que tuvimos
de sangre buena y mala,
de desazón nocturna o de semilla
caliente y saneada.

Es ir echando cuentas
de cuanto nos tocó de muerte y de esperanza.

¡Y de esa vocación de ver la vida
Sobre su palma desollada!






De: Un Relámpago Herido  (1967)


UN RELAMPAGO HERIDO

Fue un relámpago herido, fue un serrano
Relámpago en la piel esa corriente
De rumor imantado y sonriente
Fertilizada al roce de la mano.

Fuera un error desatenderlo, un vano
Tesón no asir esa atadura ardiente,
Como si fuese a rechazar de frente
Su propio ardor la tierra en el verano.

Fuera en vano evitarlo; quedaría
Sobre toda la piel la tostadura
De una llaga solar jamás curada.

Ni tuviese la mano esa alegría
De germen y de afán de sembradura
Con que la tuya la dejó quemada.


ASI ES ELLA, ME DIJE       

Así es ella, me dije: es la alegría
Remota y honda que de pronto llega
A despejar el nudo que se debe
Desanudar en la penumbra inquieta.

Noche y albor, me dije,
Todo llegó a mi coraz6n por ella,
Llegó el sabor oculto del deseo,
El presagio de ardor que en mi resuena.

Es mi cuerpo, me dije,
Reconociendo su esplendor en ella,
El bosque entero de mi sangre, el pulso
Y el latido secreto de su fuerza.

La imagen que conservo
De las verdes raíces de mi tierra;
Ella es el tiempo mío, el del verano
En el regazo inmóvil de la siesta.

Así mismo, me dije,
En su fulgor herido en la belleza,
Ella es el largo trecho recorrido
Surtiéndose de entraña y sementera.

Así mismo, me dije,
Callado abrigo que abrigó mis huellas,
El justo sumo que escogí en la lucha,
¡La libertad por la que canto es ella!


CABELLOS

Nocturno enmadejado en los destellos
De sueltas ondas y esquivez ligera;
Casi fluvial, dormida enredadera,
La espuma boreal de tus cabellos.

Bosques de ríos conservando en ellos
Frescor de amaneceres bosque afuera,
Ramaje desmembrado en la ribera
De luna llena de tus hombros bellos.

Región undosa que la luz levanta,
Borrasca desceñida en tu garganta
Color mazorca virgen de maíz.

Nubladas hebras, sombra en movimiento,
Rumor sobrecogido que en el viento
Fuera a buscar de pronto otro país.


HIMNO

Todo es himno: esa risa
Que susurra en tus labios, el mutismo
Que guardas para verse en tus nostalgias,
Esa alfombra en penumbras de tu pisada triste
Cada vez que to marchas, la alegría
Callada que te envuelve si regresas,
Esos paisajes dulces
Que se ven por tus ojos, ese gesto
Tan tuyo del temor a las palabras,
De acariciar las hojas,
Ese reclino suave de tu frente en mis hombros,
Esa tu cabellera en los ocasos...!


LABIOS

Este es el aire, el universo venturoso
En viaje hacia el rumor y la espesura
De esa fuerza de imán y de hermosura
Que orla tus labios con to más dichoso.

Es el viaje del aire al silencioso
País donde tu boca y su frescura
Encienden ascuas de honda quemadura
Y de claveles de punzo fragoso.

Este es el viaje, hacia la luz dormida,
Del aire en apetencia sin sosiego
Que en un remanso de pasión se vierte.

Y el de tus labios, que a1 henchir su vida
Con el aire asediante y con su fuego,
Sellaron en un beso azar y suerte.


OREJAS

Claro cuenco de línea interrogante
Donde un rubor en plenitud resuena,
Corales de encerrar jubilo y pena
Y agua confidencial y delirante.

Bese esos caracoles al instante
De estar lo mismo que la luna llena,
Ahítos de misterio y de una plena
Exhalación de palidez menguante.
Sorbí sus mieles con rumor de enjambre,
Conchas de recibir las claridades
De la insistencia, el vértigo, el quebranto.

Mordí esos frutos de evasivo estambre,
Vasos de reiterar complicidades,
Pétalos de acoger suspiro y llanto.


SIESTA

Pradera inmóvil
Y árbol viejo, la siesta. Fluye el sueño
Bajo esa sombra. Tú y yo con el respiro
Quieto, callado, para no despertar
La sombra vieja. Acaso
Haya dormido el día y no se escuche
Esa respiración que habla al silencio
De los dos, de quienes no sosiegan su respiro
En la pradera, en el tiempo callado
Que ha tejido la sombra,
La sosegada sombra de la siesta.


AL AMOR UN NOMBRE

Quizá porque en ti se asombran
Las cosas, voy reinventando
Un nuevo nombre a las cosas.

Quizá por eso buscamos
Signarle un color distinto
A todo cuanto abrazamos.

Al amor un nombre. Al árbol
Que nos cobija. Al silencio
Que se reduce en tus brazos.

Quizá empezaran contigo
A renovarse las hojas
Con que me abrigo y te abrigo.

Y a reinventarse el lucero
Ese brillo enamorado
Del bosque de tus cabellos.

¿Todo es hoy? ¿Hubo pasado?
¿Alguna huella de un beso
Que su sello haya dejado?

¿Acaso no haya memoria
De aquel rostro, aquellos ojos,
De otros nombres y otras sombras?

¿Contigo el futuro empieza?
¿Contigo el pasado muere?
¿Contigo el presente sueña?

Quizá porque todo ahora
Contigo canta, debiera
Reinventarme cada cosa.

O porque viejos recuerdos
De los ojos se me borran.


 NUESTRO PAÍS

         Nuestro país (el mío,
El que puedo ofrecerte), aquella
Dulce tierra violenta, con la frente
Segada y abolida por un aire quemado,
Donde ochocientos ríos le dan curso a sus ojos
Y cordilleras verdes le apoyan la andadura,
Desgajo de protesta vegetal y verano,
Mi país que se instruye sobre un nivel
De lluvias,
Oh mi país hermoso,
Despiadado y profundo,
Fiel a sí mismo, puro, solitario, implacable,
Nos reserva un asiento
De hierbas y azahares, desenvuelve
—Mi amor— sus recelosos,
Sus imperiosos meses, su silencio,
Por esto, por nosotros,
Por asir esa luna de carbón desdichado
Que se nos sube a veces por la noche a los ojos...



HUÉSPED

Había entrado.

La que más sabe, la que puso el oído
Y escucho atentamente la negación, el pacto,
Lo dicho y desdicho; la que vio el cambio
De color de tus labios, precipitarse
Lo inesperado, la puesta en pie, la aventura
Y el alba, el beso,
La alegría.

La noche había entrado.

La que más sabe.







De: Los Innombrables (1970)

CAMINOS

Hay caminos que suben
o que bajan, según disponga el viento,
según el caminante mire el bosque o la sierra,
según el tiempo cambie los ojos del viajero.

Hay caminos que cambian
de colores, se asombran o enrojecen,
según les cubra el ala del verano,
según la luna embruje sus vertientes.

Hay caminos que beben
agua o noche, según hablen los meses,
según crezcan los hondos tajamares,
según muevan las sombras el poniente.

Hay caminos que siguen
o detienen, según las hondonadas,
según me traiga a ti, según me lleve,
según nos aproxime a otras comarcas.

Hay caminos que llevan
o que traen, según las tierras andan,
según se vaya al Sur, según al Norte,
según crucen colinas o bajadas.

Hay caminos que dicen
"mañana", "ayer", "entonces", "antes",
como heridos de sombra en tiempos grises.

Según se vaya andando por las tardes...


LA PATRIA

Calientes clavos le clavaron.
Siguen clavándole esos clavos en los ojos
Ardientes,
Aunque sigue mirando
Morena, mutilada, revoltosa y sangrante
Velando por los hijos (esas sombras anónimas
Que la siguen llevando); por los hijos,
A quienes por llevarla les clavaron,
Con esos mismos clavos
Calientes con que fueron a clavarle los ojos
Revoltosos y ardientes con que sigue mirando.


REVUELTA

Algo se arrancó gritando
De la tierra. Semilla de grito oscuro
Descuajado de la tierra. Sangre
De azada arrancando un grito
A la semilla. Y en el vértigo un amargo
Grito de azada y semilla
Por la tierra descuajada.

Revuelta: clamor de sangre
Gritando en la tierra amarga.





De: Destierro y Atardecer (1975)



SINO


         Nada es lo mismo ya, ni lo será mañana;
Apenas la constancia dará el signo que guie
El día por venir. Y el ahínco de la memoria fiel
Que reconstruya y clasifique lo que ya es
                                                           quemadura
Y senda pedregosa desde ahora, desde el instante
En que una lluvia oscura
Soplo con un sonido bárbaro en nuestra vida.

       Y to sabemos todos.
Nada será ya igual ni semejante al rostro del
                                                                  pasado;
Ni nuestro amor, vacío de sostén, ni la mano
De los amigos. No habrá ese ruido
De persianas que bajen impidiendo al verano
Su intromisión inevitable. Habrá cambiado
El ritmo de la sangre; otras palabras
Pondrán sobre el oído su distinta eufonía.

        No, no; ya no será la misma
La manera de andar, la introspección al modo
De la quietud ceñida de las horas. Se notará por
                                                                         siempre
En nuestro rostro un visaje
Y un aire retraído de mascara olvidada.
Y al no tener el mismo amor, la misma mano de
                                                                   los amigos,
El ser de aquí o de allá se borrara sin pausa.



CONTRASENTIDO


           Y que contrasentido: yo
(Que debería estar en otros sitios) caminando
Por estos sitios, por estas calles que desconozco;
Que andaría por huertos
Familiares, desbrozando estos huertos retirados y
                                                                        extraños:
Precisamente yo que vagaría sin duda
Por entre naranjales y violines, ahora
Aprisionado por cerrazones y por noches lejanas
Como un error de mi camino,
Con un horror hacia mi propia
Palabra, hacia esa que ya ni entiende
Por qué el contrasentido, el revés de la trama, el
                                                                   desaliento
De no explicar por qué es aquí y no allá donde se
                                                                         extiende
La línea justa de mis pasos.



SIEMPRE QUE ME VISITAN


        Siempre que alguien me visita
(Viniendo de allá) miro sus huellas
Por si todavía chisporrotean, por si algún resto del
                                                                               verano
Atravieso las fronteras, o de verja deteriorada
Por la inmovilidad; miro sus ojos
Vidriados por la atmosfera seca, indago en ellos
Si hay miedo o solamente las frescuras del alba;
Cuando alguien me visita (de allá)
Trato de penetrar en cada gesto, abarco
Cada gesto, averiguo
—Mirando de soslayo— si todavía se estrecha
Fuertemente una mano, si todavía
Se canta una serenata pobrísima en mi pueblo,
Si el zanjón crece para el raudal
O para los muertos, y de repente olvido
Que averiguan también si yo averiguo, si todavía
Me abrasa el sopor hondo
De esa atmosfera seca, si estoy entre los vivos o los
                                                                              muertos.


VACÍO


           Doblé lo que era nuestro. Ciertamente
Te amé como a ninguna. Destruí cuanto
Amaba. Un sueño malo
—De rencores antiguos— oscureció mis frondas.
Titiritero falso, solté todos los hilos que me unían
Al eco fiel de tu alma, a tu secreto encanto;
Mal leñador, tale ramajes vanos con inútiles golpes;
Tire abajo la casa con la antigua violencia de mi gente
Y la perdí, torcí el sendero y lo deje en
                                                     la arena
Como una carta triste que se arroja en un cesto.

          Como a ninguna, digo. Un alevoso
Viento amargo ha soplado. Esto es el fin
De un largo viaje al esplendor de un beso.

       Doblé lo que era nuestro.


ALLÁ

         Debe, allá, estar lloviendo;
Sin pausa estar lloviendo, lloviznando
En los bosques,
Sobre las casas pobres, abotonándose
La noche y mesándose la barba envejecida
En los obrajes, allá lejos, lloviendo,
Lloviznando en la noche.

          Y habrá ya anochecido.
Siempre se me ha hecho tarde entre los tilos
Serranos, a la hora de volver, anochecido,
Allá lejos, cuando aún no sabía
Que no fuera a volver, que se ha hecho tarde
Lloviendo, anocheciendo.

         En la noche, allá lejos, lloviznando.






De: El viejo fuego [1977]


CON UN SILBIDO

Con un silbido
derribaré esa puerta, esa ventana;
penetraré en tu corazón con un silbido.

Viene, lo reconoces,
de una ancestral maraña, de un primario
temblor reiterativo convocando a las aves,
por eso te habla así, te indica derroteros,
reconoce tus aires, respira si respiras,
se liga a una costumbre de dominio secreto,
ocupa el sitio airoso donde los dos vivimos.

Se me ocurre
que cuando silbo piensas y recuerdas
Los naranjales que nos dieron sombra,
el aroma quemado de un horno de ladrillos
donde la harina blanca de una raíz gemía
o el maíz ofrendaba su maravilla de oro,
se me hace que te pierdes en lejanas praderas
donde ya el caminante callado te aguardaba.

No ha de cejar su resonancia,
invadirá el tapial y los jardines del fondo,
silbido agudo y único en la siesta,
melodía insistente por donde caminemos,
siempre a tu lado en celo y vigilando,
señal de mi presencia sobre tus huellas siempre.
Y si yo no estuviera,
perdido y esparcido en una umbrosa brizna,
entre los eucaliptos, solo,
lo escucharas todavía, lo sentirás saliendo
de los recodos últimos, de los cuartos vacíos
                                                      sobresaltándote,
recordándote al hombre que a tu penumbra uniera
                                                                    su penumbra.


AQUÍ, ENTRE TODOS

Crecido entre los hombres. Y movido
por los bosques, por el viento soplando
allí, en el aire. Amor con movimiento
de vientos y de bosques. Y que he puesto
en su pecho, quemado por mi pecho.

Amor de varón solo. No solitario
amor. Es de hombre compartiendo
la vida con los demás. Amor de vida
y de mujer; de varón a mujer
compartido entre todos en la vida.

Impregnado de fuegos y deseo. De
apetencias. Huele a penumbra y hembra. Huele
a verano y montes, a madera quemada
y a rocío. Si así no fuera,
no tendría este aroma de montes su deseo.

Lo llevaría en la mano si
no lo llevara en la frente o en la sangre,
porque como una mano que toca
plenamente una piel o una fruta, así lo siento
en mi sangre. Así lo doy como una mano plena.

Quisiera a veces descansar bajo un árbol
de sombra, como viajero cansado.
Es amor de viajero, ni más ni menos.
Brioso y fatigado, y que requiere un árbol
donde echarse a la sombra que lo espera.

Y todavía más. Ligeramente
toca el suelo. Y si no vuela tanto
es porque piedra y tierra lo imantaron
abajo, al quehacer entre todos, al estar
diariamente pisando tierra y piedra.

Ama la libertad, las cosas
amadas por los hombres. Su señorío
es ser entre los hombres. Ama la luz
a la intemperie. Es de varón a mujer
este amor que ha gestado la intemperie!


BAJO UNA LUNA GRANDE

Mi amada es de mi tierra, de lo mío,
de la materna arcilla que originó mi nombre;
la estrella de su frente subió de las praderas
verdes, donde los ríos brotan de antiguos bosques.

Su atuendo es de azahares. Perfumada,
tiene la voz de seda. Y sus canciones hondas
son de su pueblo ardiente, de mi pueblo profundo,
cantar de carreteros en luz madrugadora.

Medianoche de hogueras vivas como sus ojos
llevo por ella al pecho. Mi frente es un abierto
horizonte al guardarla. Y mi querer, un raudo
látigo de jazmines restallando en el viento.

Tiene aprestos airosos. El cántaro con agua
zozobra en su cintura con latido de pájaros;
niño azoté aromado derramado, en la ventana
donde diré a su oído cosas de enamorados.

Que mi cantar la nombre; resuene mi guitarra
de noche, adonde duerma; que la celebre el riente
brillo de mis espuelas; que la alumbren los astros
con que alhajo su cuello de paloma silvestre.

Mil leguas la he llevado bajo una luna grande,
clavando por el cielo mi puñal hasta el mango.
¡Ahora, venga a mí!
                          ¡Que se ampare a mi sombra!

Brioso está en la senda mi caballo.


SEÑALES

Mis señales: la cáscara
arrojada en el naranjal; una baraja
aparecida en la ventana, un cigarrillo en el umbral
y al filo del amanecer; el relincho de un potro
al borde del maizal; algo que se presienta en el aire
como la avecinación de la lluvia
o el paso de un felino aproximándose.

Serán así mis señales.

Y mi mensaje: una hoguera
en el descampado, en la quietud de la noche,
una llama ardorosa permanentemente prendida
en esas lomas, con sus costumbres de atraerte
centelleando a tu lado, besándote los pies, el muslo
                                                                              inquieto,
hoguera terrible con la muerte y la vida en sus
                                                                              fulgores.

Por donde mires
la señal será tuya; por donde vayas
tendrás la huella del hombre, el halo de su poncho
                                                                       de estrellas,
el olor que ha dejado a su paso, el beso
que abrió el portón yendo a tus fondos; por donde
                                                                       busques
hallarás mi presencia, mi sobrero mojado en el sereno,
porque te habré dejado mitad de mi fragancia,
mitad de mi aflicción y mi aventura, mitad del alborozo y del recato
de ese instante en que juntos arrojamos un eco en
                                                                        el silencio,
carbón al horno ardiente.


PALABRAS

Acaso esto no fuera sino largas palabras
y mi real deseo, entonces, partir una naranja
nuestra, hecha con labios de greda paraguaya
y ardiente, o cubrirte con el naranjal, con la
                                   redonda luna que nos besa
eternamente, ciegamente en la patria
del naranjal y del naranjo, y entonces mi amor no
                                                                sería sino eso,
el eco y el gemido de un follaje que te cubra y
                                                                         abrace
con mano vegetal, con labio vegetal, con la
caricia suave de una fruta que te ofrezca su
espuma y sus aromas, y mi afán adentrarte en el
diamante de su semilla, al borde de su caliente
cáliz, de su pulpa aromática, y todo esto que es
palabra se haga tierra, raíz donde caminar, canto
de una guitarra para siempre envolviéndote,
para siempre cantándote, dichosa.


 
INTERMEDIO
 (Paraguay, 1965)

         Nada de amor ahora, mi amor;
nada que no sea escuchar ese aullido
en la noche, el terror increíble
de ese aullido.
                     Los perros
se han soltado de nuevo como ayer, como siempre,
y un tiro de fusil rompe las sombras.
        Nada de amor, mi amor, por esta noche.

        La pared otra vez se ha teñido de sangre.


SON ELLOS

Amor: este es mi padre, Pablo,
paraguayo del Norte. Las nervaduras de su mano
son de tanino rojo. Lo siento avanzar como
                                                                        antaño,
callado y alto. Conoce el río y la madera.
Podría echar a vuelo las campanas del pueblo.
La estrella de la tarde lo saluda en verano.

Y ésta es mi madre, Carmen,
fuerte y dulce. Tiñó los ojos de un color de cielo.
La veo venir por una senda de flores
cobijando a los hijos. Ella es del sur.
Vuela una mariposa por donde pasa. Una luz verde
la circunda. Trae un jardín en el pecho.

Habrá que abrir la casa
para acomodar estos ímpetus. Se me hace que la
                                                                                    lluvia
llega con ellos (lluvia envuelta en resol y
                                                                      polvareda).
Acaso haya un recuerdo que los vuelva a otros años.
¡Vengan me digo a mí mismo; asiento,
para estos hondos visitantes! Ya están aquí,
padre y madre. De algún modo
será de ellos también este viaje a la lumbre
que emprenderemos, esta canción de luceros
que irrumpirá siguiendo la claridad del día.






 De: Los Valles Imaginarios [1984]


ÉXODO


En los valles imaginarios
Salen volando los pañuelos,
Vuelan las nubes en la tarde,
Al aire vuelan los sombreros;
En los patios de arena roja,
Los niños ensayan un juego
Donde se cambian de lugares,
Con encuentros y desencuentros.

En los valles imaginarios
Los ríos pasan sonriendo,
Llevando lejos las jangadas
Desamarradas por los vientos;
Las flores de la serranía
Se inclinan, ofreciendo un beso,
Como diciendo "¡adiós, adiós!"
A las abejas en su vuelo.

En los valles imaginarios
Todos los pájaros se fueron,
Quedan vacíos de sus trinos
Los profundos aserraderos;
Los trenes, en la lejanía,
Son lentas sombras del recuerdo,
Y hasta los jóvenes del baile
De pronto desaparecieron.

En los valles imaginarios,
El hombre sigue prisionero
De su deseo de alejarse
De su querencia y sus anhelos;
Nadie dice "Me quedaré
A ser un árbol de este suelo",
Da tres vueltas y dice «¡adiós, adiós!»
Como llevándose el sendero.

En los valles imaginarios,
Todos los seres se movieron.
¿Qué ha sucedido en esta tierra,
Que signa a sus hijos con miedo
De estar atados a su sombra,
De asumir todos sus silencios;
Que nadie cumple su destino
Y andan errantes por el cielo?

En los valles imaginarios,
La luna se inclinó partiendo
Hacia un rincón desconocido
De naranjales sin consuelo;
Se cantaron las serenatas
Últimas, en callado deseo,
Y murmurando "¡adiós, adiós!"
Las rejas mismas se perdieron.

En los valles imaginarios,
Por donde vuelan los pañuelos.


SOBRE AQUEL CAMINO REAL


Sobre aquel camino real
Una fogata se encendía,
Como una lámpara de luz
En una loma desteñida,
Y cambiando de sitio siempre
Asombraba las noches tibias,
Sobrecogiendo a los viajeros
De rumbo aciago y despedida.

El fuego fatuo, en el camino,
Con su ala blanca y movediza,
Guardaba el alma de un guerrero
Desfallecido en sus orillas,
O de otras almas encerradas
En el temblor de una guarida,
De otra gente, de otros viandantes,
Con su jornada no cumplida.

Habían desapariciones
Y extrañas cosas sucedidas,
Que la penumbra se poblaba
Con inquietudes de agüería,
Y el viento jadeaba sin pausa
Sobre casas emblanquecidas,
Como si el cielo estremeciera
El paso de las Siete Cabrillas.

Sobre aquel camino real
Se desgajaba nuestra vida,
Nuestro destino de troperos
De nubes y de maravillas,
De ilusiones que se esfumaban
Y a cada instante renacían,
Como esa chispa solitaria,
Color luciérnaga perdida.

Algo tendríamos, al fin,
De aquella hoguera y sus pupilas,
Que estábamos y que no estábamos
Con el alma en su exacta cita,
Sino, más bien, como la llama
Que parpadea en su vigilia,
Llamaradas en senda inquieta,
Heridos de una tierra herida.

Sobre aquel camino real,
Los hombres de una lumbre viva.


RELATO SOBRE CHIRÓ, EL HECHICERO,
QUE ACOMPAÑO A GARAY A FUNDAR
BUENOS AIRES Y REGRESO
VOLANDO AL PARAGUAY


Cuentan que Chiró, el hechicero,
El hacedor de cosas mágicas,
Acompañando a los Mancebos
De la Tierra, a zonas lejanas
(En donde luego fundarían
Su lar, junto a un río de plata),
Marcó su huella entre las huellas,
Por si algún tiempo regresaba.

Allá, ya junto al Lago Grande,
Cercado por la empalizada,
Abrió caminos en la tierra,
Sembró el maíz, tendió su hamaca,
Leyó en las manos el destino,
Midió el alcance de su hazaña,
Vertió el sudor entre los surcos,
Musitó el canto que guardaba.

Un día, resonó en su oído
El trueno de una voz nostálgica,
Un soplo de aire estremecido
Que era el eco de una llamada;
Recordó el brillo de su tierra
De colores y de marañas,
Sus panales en la arboleda,
El silbo de las cerbatanas.

Y entre las sombras de la noche
Buscó su huella en la distancia,
Donde la luna se perdía
En las praderas de esmeralda,
Tendió sus brazos hacia el cielo
Y ascendió hasta una luz extraña,
Cruzando, con vuelo de pájaro,
Por los confines de la pampa.

Y volando y volando y volando
Entre subidas y bajadas,
Chiró se aproximó a su reino
De guacamayos y cascadas,
A su reino de hojas radiantes
Que lo indujo a que regresara,
A su reino de miel y montes
Y de maderas escarlatas.

Su país le fijó en la frente
Una antorcha de eterna llama,
Y desde entonces los cetrinos,
Los anhelantes de su raza
Llevan, ardorosos y errantes,
El alma desasosegada,
El recuerdo de su querencia,
La negra cruz de la nostalgia.

Cuentan de Chiró, el hechicero,
Del hacedor de cosas mágicas...


YAGUAVEVÉ
(EL COMETA)

¡Saltó el tigre!

Rayó el cielo.

Salto-hoguera-del-cielo.

Hirsuto el flanco astral,
Ajustó el paso;
Felino su respiro,
Midió el pulso;
Lamió las garras verdes,
Tramó el salto,
Premeditó las huellas,
Ajustó el movimiento,
Aliento y fuerza...

¡Y con el arco tenso de los tensos ijares,
Dobló sobre el abismo su azul fosforescencia!


YNAMBÚ-I
(Perdiz silvestre)

¡Susto en las hierbas!
Silbido original,
pico al ras de la tierra,
flecha en el pasto, ocasional, sonora
estridencia color perdiz arena,
chispa en el matorral,
flauta en la siesta.

Revuelo codorniz.
                               ¡Susto en las hierbas!



CURUPI, SATIRO SILVESTRE


Éste es el hombre duro,
Curupí, el misterioso
soplo del monterío
traído por el viento,
luciferino, impuro,
indígena y bravio,
desflorador fogoso,
genital y violento.

Fuego que va y regresa,
fuego que viene y pisa
el arenal caliente,
lengua ardida que besa,
que se enciende y acosa
sonámbula y de prisa;
sátiro del bajío,
del monte y la llanura,
macho torvo y gregario,
macho cabrío,
muda
carne lasciva, roja,
callada
sangre mimetizada,
hirviente calentura,
Eros primario.

Éste es el hombre duro,
callado, que en verano
va azorado en su fiebre,
asediando en los fondos
del patio y la humareda,
cuerpo de enigmas, pálido
espectro oreando el nido
de sombra en la arboleda.

Burlador de la siesta,
circuido
del vértigo y del halo
febril de su osadía,
rondador sorpresivo,
caminero,
terrestre,
estuprador diurno,
toro de la floresta,
fulgor del mediodía,
seductor sin decoro,
falo
suelto y sonoro,
sátiro taciturno,
sol silvestre.

Huid, muchachas, de su torvo acecho,
del acecho implacable en que se acerca
la intensa fiebre de su sangre oscura;
que no pase el yuyal, que jamás llegue
a ejercer su lascivo magisterio
con su lengua de arcilla y calentura,
a desvelar vuestro dormido pecho,
a fecundar un río en vuestro vientre,
¡queÉl va a cortar vuestro ramaje verde
y a perderse otra vez en su misterio!


UN BARCO DE PAPEL

      El barco de papel en la laguna,
como una estrella brilla, frágil, blanco en las ondas,
girando sobre sí, rotando lentamente
sobre un agua de lluvia, a merced del azar, airoso
bajo los temporales, inclinado hacia rumbos
                                                         imprevistos
como nosotros mismos, como la vida misma
que emprendimos (un barco de papel), rotando
y avanzando inasible sobre las densas aguas
agitadas al viento, bajo los vientos ásperos
que giran en sus velas, regresando
riesgosamente en cada orilla, torciendo
el rumbo firme, fuerte, frágil,
igual que aquel tranquilo, blanco y abandonado
barquito de papel en la laguna.


BRINDIS AL DESCAMPADO


         Y hemos de beber todavía
en esta guampa lisa de toro al descampado,
gustando una agua clara, mezcla de sangre y trino,
caña blanca y aroma de salvaje rocío,
bajo un cielo ocupado por todas las estrellas,
con el pie en el estribo, el poncho a la bandolera,
para seguir andando,
ebrios de un aire ardiente, de sol, de madrugadas
que cobijan el cofre de los sueños,
porque aún, y por un largo tiempo,
estaremos atados y enlazados a este solar purpúreo
de madera y tormenta, grito y llama,
y seguiremos brindando
—una vuelta en redondo para todos—
por la salud del Hombre,
del Hermano Radiante,
el compañero
—con un canto de guerra o de guitarra—,
por ustedes, amigos,
en esta guampa hermosa de toro, al descampado.







De: Libro De La Migración (Yby - Ñomimbyré) [1958 -1964]
[Fragmentos]


      Emigraron los hombres como los pájaros. Aquella inmensa arcilla de mitos se despegó de sus raigambres interrogando al silencio, desperezando las antiguas preguntas. Hacia el lugar de la procreación primigenia, de los varones que engendraron a los varones, del alimento justo y de la roza escondida.
      Las caras se tostaban en dirección al Naciente con una enorme fatiga anticipada. Emigraron como los pájaros. En pos de su primavera, de la Tierra-Sin-Males, donde habita la luna, ÑandeSy, nuestra madre. El sitio para el reposo, para la saciedad, para el sueño infinito. La tierra de los opimos frutos, de las raíces como frutos.
      Emigraron bajo el peso de innumerables lunas. Abejorreo de pasos rumoreando en la selva, jarabes de sudor iban, ampolladuras de cansancio. Hacia la respiración del Naciente. Por montes y llanuras y pantanos de fiero acecho verde. Miles de pasos en circulación desnuda y sin consuelo. Miles de seres bajo el calor que caía del cielo, de la lluvia que caía
del cielo, apañados por el ardid del sortilegio, de la esperanza que caía del cielo.
      Con la certitud de la parada final en los párpados,
como una inmensa furia florecida.

En dos grupos partimos.

En el cruce naciente,
hacia la tierra robada,
hacia la agilidad de los cuerpos en danza,
hacia la potencia de los palos de roza.

      (Hacia el carcaj oculto.)

llenando de estupor los sonajeros,
fijando liviandad en las ajorcas,

      (Hacia el naciente.)

hacia donde se aprende puntería exacta,
hacia el imán oculto de afilar las flechas.

      (Hacia la tierra robada.)

      En el cruce naciente,
      llevando la vara insignia
cotejando las sombras de acecho de las fieras,
precisando el sonido del adorno guerrero,
recogiendo las hierbas que atajen la epidemia,
animando el activo ceremonial de caza,
agilizando el eco de los pies en la tierra.

Más allá de esta tierra,
      allende
la totalidad de esta tierra,
      allá
en el lago grande,
      sobre el arco
del ijar del jaguar de salto grande
      (en la totalidad de su salto),
             allende
      el huracán, el monte
(la totalidad de los montes)
       restituyéndonos los ritos
              originales,
      las costumbres antiguas,
(la totalidad de los ritos antiguos,
la totalidad de las costumbres),
     proveyéndonos fuerzas,
           alimentos,
(la totalidad de las fuerzas,
la totalidad de los alimentos),
         allende el lago grande,
se dice,
marca la vara insignia
la señal de acogida.


      Más allá de esta tierra,
      donde estarán los semejantes
             a nosotros,
(la totalidad de nuestros semejantes),
       los que buscaron la morada
(la totalidad de nuestra morada).
       Allá la Vara Insignia,
            allende
      el huracán, el monte,
            se dice,
      allende el Lago Grande,
            allende
el ijar del jaguar de salto grande.

El firmamento brilla.
Un viento raudo pega las fibras de la lluvia.
Débiles (de claridad), ya no habrá miedo al
                                                          adversario,
fuertes (en las preguntas), no habrá tregua
                                                          en la arena,
ni temor al impuro que no doró su lengua
                                   en el clamor unánime;
no habrá mayor angustia que la de herir la noche,
ni apetencia mayor que la que rige el recto
rigor de la ansiedad (hierba profunda),
ni pastura más honda que la de las preguntas
rugiendo en el interno rito de nuestras bocas.

Un viento raudo pega.
Brilla siempre el lejano firmamento.

Jirón rojo en los montes.
Se animan los vivientes en el luciente ocaso.
Los pantanos revientan; se exceden de veneno
las culebras radiosas (pierden piel las culebras).
Las cigarras ocultan su rumor convulsivo.
Reprueban las raíces la sequedad terrestre.
Como una vara estalla la cascara del viento
y henos, cascaras secas, conduciendo
tórrida expectación (caliente gajo)
sin demorar jamás nuestro ardimiento.
Las serpientes se engarzan un color de verano.
Y arden los animales.

Jirón rojo en los montes.
Brilla siempre el lejano firmamento.

Pase extraño en la altura.
Sirga en el lago indemne del ocaso
laasombración de las constelaciones (su ruta, sus
                                                                    principios,
sus hogueras, sus términos): el vésper-rojo-pez que
                                                                 abre el sendero
primitivo a la luna que el Tigre eterno acecha,
la liebre-estelar-rauda (¿Duerme la liebre acaso
un sueño sin tinieblas que eternamente brilla?)
el avestruz que anuncia los meses de la lluvia,
el salto azul del tigre, la onza parda,
las palmeras que exudan ruego verde, un antiguo
fuego verde en la noche.







De: Flechas en un arco tendido (1983-1993)



ESO SOMOS


Eso somos: las flechas
en un arco tendido, la despreciable indiada;
las leñas que han de arder en los fogones
del blanco en La Misión, los hijos de la intemperie,
del vasto infierno de los desiertos,
definitivamente condenados.

Eso somos:
la sombra de lo que fuimos,
un ala destrozada en pleno vuelo
cubierta por la sombra del murciélago,
el habitante forestal, ahora
cazado en plena selva, los guerreros vencidos
definitivamente.

Eso somos: la estela
del salto del jaguar al infinito,
los más desamparados de la tierra;
calabazas vacías sin ecos ni semillas,
sustraídas de una fuerza brillante,
los golpeados, los tristes, los caídos
definitivamente.

Eso somos.
Definitivamente.






De: Cantar de Caminante [2007]


ROMANCE DEL CONDE ARNALDOS

Este cantar de amigo
es un cantar que abrigo
dentro del corazón:
no es más que una canción
sentida en los recodos
por donde cantan todos
 los que vienen conmigo.

Y por razón de cantor
que no canta por cantar,
yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va.

Viene, al clarear, sonando
este cantar, hablando
de cosas que ocurrieron
sobre una tierra herida,
sobre los que anduvieron
golpeados en la vida,
callaron y sufrieron.

Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va:
esta canción que se da
como agua de manantial.

Este cantar de amigo
al despertar conmigo
sueña en la madrugada,
y al entonarlo digo
que existe una alborada,
como una luz sembrada,
en mi cantar de amigo.

Y por razón de cantor
que no canta por cantar
yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va.


SE ECHARÍA A VOLAR


Gallarda entre los hombres,
mi guitarra es así;
la extiendo en una manta
de fibra carmesí;
la he cubierto de flores
y aromas de alhelí;
tiene clavijas de oro
y es de color de Abril.

Va con un poncho a rayas,
cruza la multitud,
en un claro de selvas
puntea su inquietud,
se mezcla con el pueblo
donde irradia su luz,
recorriendo la patria
con la estrella del sur.

Se echaría a volar, airosamente
temblar, caer, subir al firmamento,
gozar, sufrir, sonora sobre el viento,
sentir, llorar, cantar entre la gente.

Gallarda es mi guitarra,
de la gente es su andar,
se levanta el lucero,
piensa en la libertad,
buscando la alborada
no se puede callar,
sabe que se le escucha
y es libre su cantar.

Se echaría a volar, airosamente,
temblar, caer, subir al firmamento,
gozar, sufrir, sonora sobre el viento,
sentir, llorar, cantar entre la gente.

Buscando la alborada,
no se puede callar,
sabe que se la escucha
y es libre su cantar!


MÍA

Vuelvo a ti, Libertad, mi compañera
de todos los momentos en la vida,
clavel entre claveles conmovida
belleza que se acerca en primavera.

Yo te tendré conmigo a toda hora,
como a una novia siempre enamorada,
junto a mí, Libertad, mía y amada,
retoño de la luz que el alba dora.

Yo me voy a la frontera,
a  cantar y a pelear
tú serás mi compañera,
yo, quien te va acompañar.

Día a día a tu lado, en tanto vea
que los hombres procuran defenderte,
mientras yo, noche a noche, sueño verte
andando a mi costado, adonde sea.

Querida amiga, Libertad, deseo
que seamos los dos como una brasa
compartida, y mi casa sea tu casa,
y mires donde miro y donde veo.

Yo no voy a la frontera,
a cantar y a pelear;
tú serás mi compañera,
yo, quien te va acompañar.

Te beso, Libertad, porque eres mía,
porque mi afán es solo verte, amarte,
y aunque no he conseguido conquistarte,
no he dejado de buscarte todavía.






ELVIO ROMERO, Poeta paraguayo nacido en   Yegros, Paraguay, el 12 de diciembre 1926. Se incorporó a la vida literaria de Asunción siendo muy joven y compartió tertulias con Josefina Plá, Hérib Campos Cervera, Óscar Ferreiro, José Antonio Bilbao y otros altos exponentes de las letras paraguayas de entonces. En 1947, a raíz de la guerra civil, abandona el país con escasos 21 años y se radica en la Argentina. Primeramente vivió en Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco), y por su casa pasaron camino del exilio, figuras como José Asunción Flores, Augusto Roa Bastos, Carlos Garcete, Herminio Giménez, los hermanos Larramendia, entre muchos otros escritores y artistas paraguayos exiliados en la Argentina. Posteriormente se traslada a Buenos Aires y ya instalado en la capital argentina,  su voz poética, transformada en testimonio vivo de los sufrimientos y conflictos del Paraguay por haber sido protagonista de los tiempos trágicos de la Revolución del 47,  irradiará hacia toda la América Latina y Europa, transformándose así en el más internacional de los poetas paraguayos. Desde su exilio en Argentina y hasta su fallecimiento, no volvió a residir en el Paraguay. Vivió sucesivamente en Brasil, Cuba, Francia, Italia. Viajó incansablemente alrededor del mundo por Asia, Oriente Medio, África, Europa y América del Sur. Publicó: Días roturados (1947), Resoles áridos (1948-49), Despiertan las fogatas (1950-52), El sol bajo las raíces (1952-55), De cara al corazón (1955), Esta guitarra dura (1960), Libro De La Migración (Yby - Ñomimbyré) [1958 -1964]; Un relámpago herido (1963-65), Los innombrables (1959-73), Destierro y atardecer (1962-75), El viejo fuego (1977), Los valles imaginarios (1984), Flechas en un arco tendido (1983-1993), Cantar de caminante (2007). Como ensayista publicó una biografía Miguel Hernández - Destino y poesía (1958), El poeta y sus circunstancias (1991) por el cual se le otorgó el Premio Nacional de Literatura, de ese año y Fabulaciones (2000). Falleció en Buenos Aires (Argentina), el 19 de mayo de 2004, a los 77 años.

Blanca Sarasua

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Blanca Sarasua
Poemas 
1990-2008




De: Ballestas contra el miedo [1990]


INVENTARIO

Miré si me quedaba alguna víspera,
un claustro a quien gritarle su silencio,
un retablo con fugas, aire, aire,
un rastro de jardín en mis sentidos,
un oboe llamándome, algo de yesca.
¡Por vida de, había, acontecía!,
así que, ¿con qué gesto derrocarme?
Hube de continuar,
no tuve excusa.




ENVÍAME UNA CARTA


Envíame una carta, aunque se pierda.
Envíame unas velas encendidas, no sé,
un monte, por ejemplo, que me mire desde arriba.
Envíame sonatas, pergaminos,
capiteles corintios que apuntalen
esta luz de la tarde que resbala.
Algo de Brahms, el mar y su epicentro.
Banderas sin mancharse de colores,
que se puedan pintar como se quiera.
Y sobre todo aire, sin cauces, aire suelto.
De momento, la carta, aunque se pierda.



PATÍBULO PARA UN PUEBLO

A un pueblo abandonado camino del Pirineo

Te habitan los fantasmas del invierno
colgando en recias sogas las leyendas.
No quedan hornacinas ni espejo en las alcobas,
pueblo muerto,
no queda ni tu nombre,
huyó de ti tu gente y sus verbos transitivos
sin saber lo que eran.
Pueblo de sol a sol,
de esparto y velas,
entronizado en lágrimas,
celliscas y tasajos.
Hace tiempo hubo fiestas
ardiendo por tus células,
el patrono se ungía
de fustán y milagros,
volaban las campanas
con el viejo mensaje
y tus muertos cambiaban de postura
en la tierra.
¿Y me quieres decir, pueblo mínimo, osario,
qué hago yo con tu muerte
si odio los columbarios, los límites, las cercas?
¿Y me quieres decir que hago yo con tu santo
si esquiva mis preguntas con sus ojos románicos
y mira a las vidrieras?
¿Y me quieres decir, nigromántico pueblo,
dónde estoy, qué me pasa,
por qué sigo mirándote
y no quiero creer que no estás, que te has muerto?


TODO EN ORDEN

Son las siete en Torla.
Cerca del pueblo, sitiado por las nubes,
prepara sus misiles la tormenta.
El cementerio sigue en paz de piedra
y bajo tierra
reparte sus raigones.
Mantillas, chal y horquillas, dos viejecitas,
dos olivas de hueso,
se apoyan en la reja.
Está bien, todo en orden,
la tierra preparada,
una maceta,
el sol con la batuta mano en alto
dirigiendo su hacienda:
pueden dormir tranquilas.
En Torla son las siete.


UNA BUENA PREGUNTA


Después del cuello y hacia abajo era la nada
y la voz imperceptible de la arteria.
Y su collar suave, y sus ramajes altos
con su cetro truncado o sangre mínima.
Generación sin cuerpo
de tristes guantes blancos,
diario escrito comiéndose las uñas,
sin un choque de estrellas en su álbum
ni conjugar sus verbos todavía.
Después del cuello y hacia abajo,
¿a dónde se iba?


De: ¿Quién ha visto un ambleo? [1994]


LOS COMEDIANTES

Llegaban de su mundo de acordeón y farándula.
Desde unas horas antes anunciaban a gritos
con pasodobles de peineta y bucle,
el espectáculo de esa noche en carpa.
Un altavoz con ruido lo contaba.
Y nosotros, puros todavía
sentados en el suelo de la infancia,
con la mirada graduada en la inocencia
haciendo vela, mucho antes de la hora,
bocadillo por cena,
esperábamos la cita con la magia.
Luego llegaban todos y empezaba
¡tararí tarará! y una chiquilla
cercada de volantes y claveles
ponía en libertad sus castañuelas.

Después contaban chistes y no siempre entendíamos,
en cualquier caso nos hacían mucha gracia,
eran cosas de viejos que no nos atañían
en esa edad del gnomo y la merienda.
Nosotros, por si acaso, nos reíamos
con carcajadas de cristal y trenzas.
Luego un hombre muy alto, a la altura del cielo,
sacaba del sombrero conejos asustados
y estrellas y palomas.
Las personas mayores se aburrían un poco.
A nosotros en cambio nos hubiera gustado
dar la vuelta al sombrero,
por si quedara algo entre su forro.

Más tarde el “más difícil todavía”:
se quitaba la capa de púrpura y dragones
y al son de los tambores, el gran titiritero,
giraba en volatines el vientre de la plaza.
En la rifa soñábamos con aquella muñeca
-vestido de moaré, porcelana su piel de niña rica-,
que nunca descubrimos hacia dónde miraba:
tal vez la eternidad tenga ese precio.
O con aquella colcha de brillos ostentosos
que iba envejeciendo, obscena, cada año
para morirse a gusto en cualquier cama.

Siempre había un cretino que se reía de ellos.
Los mismos que hay ahora,
y si no, abrid la jaula cuando pasen al lado
y que vuele un poema
y veréis lo que pasa.

Ciertamente no hay plaza que se precie a sí misma
que no lleve en su sangre vestigios de comedias.



PUENTE DE PIEDRA


Había un puente. No era de piedra.
No guardaba un pasado, ni besos, ni suicidas.
Era vulgar. Un puente de cemento
con su blasfemia a cuestas.
Con el paso de tiempo
no sería una ruina de apellidos arcaicos.
Lo crucé. Tenía que cruzarlo.
Cuántos puentes después de hormigón
me cedieron el paso,
ni uno sólo de piedra.
De piedra sólo ha sido
el puente hacia tu abrazo.



De: Rótulo para unos pasos [1997]


LA LÍNEA RECTA

Dadme una línearecta y os daré la libertad
Mondrian


Como hacerle volver cuando yo quiera
a esa línea que prueba el infinito
como un punto perdido,
estilte feroz, que no dialoga.
escrita a mil palabras por segundo.
No hay fe de erratas en su vida íntegra
aunque cercene al mundo en dos pedazos.
Cómo hacerle volver y que confiese
si esa es la libertad, no equivocarse
—cuerpo de rato en una sola línea,
ni un temblor en su pulso, ni una duda—,
cómo acercarle al punto de partida.


Pero vuela tan lejos
que no escucha.



LA PALABRA Y SU TACTO


Era preciso hablar, rememorar de nuevo el primer balbuceo,
diseccionar el grito,
borrar la singladura del rayo hacia la herida.
Marcamos posiciones
-mas sin perder de vista la escalera de incendios-,
el aire de metal
y los nervios bregando, entrando por urgencias.
Era preciso hablar, reconstruir la vida,
apagar tenebrarios ante un sol como líder,
conocerse a destajo,
usar de las palabras para poder tocarnos.
Y saber que existimos.



AÚN FALTA UNA PÓLIZA

La forma es la expresión exterior
del contenido interior.

WASSILY KANDINSKY


Se pegaron, se hirieron con palabras
—ahora se puede hablar—,
apuntando a los ojos dispararon su ira,
quedó sangre en el suelo.
En medio de la pólvora,
una voz intentaba separarse del ruido
del color de la furia.
Los papeles en regla
su porte muy legal,
una voz a la caza de su última póliza
para ser realidad:
democracia.


LA FLOR DEL MIEDO


No dañaban a nadie con su giro de fuego.
Sus pétalos de vidrio se cerraban herméticos
girando hacia su centro.
No había que temer.
Una viola alisaba las arrugas del aire,
¡todo era tan sencillo!
Hasta que de improviso, contra todas las leyes,
muriéndose de frío,
creció la flor del miedo,
rompiendo en soledad su velada de esgrima:
el miedo de perderte.



YA ES ALGO

¿Esta es la paz y el juicio de la piedra?
Gerardo Diego

Incrustada en su falda, una piedra,
enorme piedra torpe desnuda en su pobreza,
no hay nada que le afecte.
Dentro de poco, el sol, comienza su liturgia
de acostarse sin ella.
El agua le posee, más tarde le abandona
Y sigue absorta y lenta
mirándose a sí misma,
sin conocer su nombre tan siquiera.
Hay momentos, sólo son momentos
y sabéis de lo que hablo:
los de la soga al cuello
y en los pies vacilantes la cornisa,
que podrán salpicar el más bello diario,
mas no conseguirán, en su alquimia de muerte,
volvernos como piedras.
Reconforta saberlo.


SIC TRANSIC GLORIA MUNDI

Eran unos zapatos con pretensión de heráldica,
hebilla plateada,
el moho de su ante perdiendo pie en el suelo,
nostalgia de peldaño sus tacones viejísimos
de negro ala de mosca.
Eran unos zapatos por fuerza desahuciados.
Sus arrugas talladas, como el cuerpo de un árbol,
en años transcurridos
y el ritmo de su artrosis quebrada la armonía
rubricaba en el aire una lábil cojera.
Zapatos de salón
valsando sus horas a través de visillos
en su mundo de hadas.
En la última cita de su carné de baile
la bolsa de basura.
Llegó el camión girando su estómago implacable:
final municipal de estruendo y noche.
Y en la fosa común se arreglan como pueden.


UNA GLORIETA PARA TI

Me miras y tus ojos no te informan
que tengo un superávit de impotencia.
Sin embargo, ese pájaro que agranda mi ventana
lee en mi pentagrama sin estudiar solfeo,
¿y qué puedo hacer yo con tu tanto por ciento?
Qué pariente impresentable se quedó con mi glorieta,
qué buen papel haría en tu breve visita.
Cuéntame algo, y que suene un concertino,
y te confesaré que aún conservo aquel charco
donde chapoteaba mi charol.
No te llegan mis cartas, aunque no las envíe.
Robar una carta en esta sociedad de solitarios
debería estar penalizado, ciertamente, como robar caballos
en cine del oeste con paga de domingo.
No ha pasado una hora, no, no hagamos caso, no mires al reloj.
Una elegancia inútil, la del péndulo,
que oscila simplemente por estética.


LA SUELTA

Les abrieron la jaula con sonrisa de cómplice
y los palomos, sucios de pintura de guerra
como un puño metálico
volaban tropezándose,
polucionando el cielo.
Delante, una paloma, atada por su nombre
se deshacía en plumas.
Pero ella lucharía,
el tambor de su pulso redoblaba en el miedo.
Los cómplices, liando un cigarrillo,
resolvieron en chistes la situación creada:
ganaría el más macho
y el dueño del palomo como macho primero.

No hay nada que añadir a esta gesta gloriosa
del testículo ibérico.




De: La mirada del maniquí  [2000]



SEUDÓNIMO IMPREVISTO


Quién pudo ametrallar la luz del día.
Domingo, los aperos colgados,
ofician las ovejas su bordado de estío,
sentado está el paisaje ante su puerta.
Quién pudo ametrallar, qué ruin noticia.
Sabemos que la vida ya no habla ante notario
pero, cómo te has ido sin dejar una nota,
qué te hubiera costado, ya ves,
un corto codicilo que mejore tu ausencia.
El sol escribe en mí su ardiente manuscrito
y firma con seudónimo,
¿no será cosa tuya?


MOTÍN A BORDO


Yo creía en mi orden
y adjudicaba un nombre a cada cosa
para que vengan cuando yo les llame.
Había muerto ya.
Ni una sola pregunta se movía en mi aljaba.
Y cuando ya pensé que no quedaba
nada que homologar
se amotinó mi centro, cambiando de postura
todo aquello que yo había ordenado.
Ahora, escribo a lápiz hasta en el pensamiento.
De esta agua estancada que sestea y se aburre
nada puedo esperar,
así que me fabrico mi propia catarata.
Vuelvo a vivir, comienzo desde el prólogo
y hoy no sé qué muñeco saltará de mi muelle atrapado.
Eso quiere decir, que permanezco.


De: Coyunda recia [2005]


SÍNDROME DE ESTOCOLMO

Se acercan unos pasos. Más cibera en el alma.
Pasos sobre las grietas de la noche
que atruenan el pasillo.
Pasos.
Se decora la estancia de golpes y de gritos,
un seísmo en la cara
y ella se refugia en sus luces caídas.
Luego saldrán de nuevo a cenar con amigos,
le quiere, comprobado:
le compró un maquillaje.
Sonrisa apuntalada con sus galas mejores.
Ya no topan los pájaros con redes en el cielo
ni la luz se conforma con andar bajo tierra.
Butrino sin salida.


ACTO DE CONCILIACIÓN

En el atril un libro abandonado
repleto de sí mismo entre sus páginas.
Vadeo los recuerdos, todo en vano.
Porque el insomnio extiende su reinado
y ese avión que se va trazando en morse
su soledad de brillo por el cielo
no hace escala en mis ojos.
Hay un silencio urbano, adulterado
y está un mosquito afincado en mi pared.
Con tu permiso, insomnio del asfalto,
me invitan las palabras
tomo algo con ellas.
Mas esta vez tampoco llegamos a un acuerdo.


TARDE SIN MERIENDA

Un niño de suburbio juega sin guardería
-su sombra derrengada-,
y expira la inocencia de muerte prematura.
Sus manos infantiles tras el rayo de sol.
Consiguen atraparlo. Y un pájaro procede con su hipnosis
a embellecer la tierra.
No puedo regalarle puntillas de mi infancia,
ya no lo admitiría.
La tarde se defiende sin merienda,
baila al aire un chaleco de color dimitido
y un pelotón de luces fusilan al ocaso.


DIFÍCIL ENTUERTO

Al venir de Castilla tráeme el cielo,
aunque sea doblado, para ponerlo aquí.
Y su mirada abierta.
Remediemos de algalias la ruta a don Quijote,
Dulcinea esperándole, señuelos entre zarzas.

Porfían bajo el roble por un yelmo,
¡cuerpo de mí, Sancho!
Diría un bacíyelmo.
Y no damos con él.


REPARTO DE BIENES 


Esto acabó, poesía, te cito en el juzgado.
Las sílabas de dicha que me diste
no fueron suficientes.
Monodia insolidaria, luz a solas, pastiche.
Quédate en tu cursiva de cristal,
con tu imagen de firma,
con tus buenos modales.
Que yo quiero vivir sin estilista.
Quédate con tus guantes, tu liturgia,
para ti el violín subiendo a los espacios
y para mí esta tos que lo humaniza.

Quise pactar contigo la búsqueda del grito
y qué jaculatoria tu sonrisa,
poesía conceptual
inmunizada.


VIVIR EN MAQUETA

Un día dejarás que te decore
tu íntimo salón de alta costura.
Dejarás que la puerta de tu traje
se abra para mí, tu cremallera,
ese nudo gordiano que axfisia tu corbata.
Cómo vas a saber lo que es la fantasía,
si no escuchas al pájaro que busca su comida
en ese desahuciado corazón.
Quién te enseñó a morir de esa manera.
Posees un jardín tristemente educado,
con flores licenciadas.
Imposible entender porqué se afana
esa cerilla húmeda pactando con el sol.
Lo sé, tengo un prado a mi nombre
en ese cementerio, donde son muy felices
aquéllos que se callan.
Si llegaste a este mundo para pedir la baja
tu epitafio será: vivió en maqueta.



De: Música de aldaba (2008)


¡TA, TA, TA, CHAN!

Urgían en la puerta de Beethoven cuatro golpes de aldaba,
abriendo su cancela al pentagrama y cuentan
que inició su quinta sinfonía.
Yo golpeo la tuya
entrando en tu rutina y atraco mis palabras
donde no molesten,
no voy a romper nada.
Tú también has sentido en momentos de esparto
la soledad del cero.
Que mi visita sea
como tu libertad alzando
el vuelo, un espacio
sin cercas.
Es tu puerta.
Decide.


LA MIRADA DEL MUNDO


No dejemos que se incline el calendario,
si se inclina pesa demasiado.
Si detesto la roña de los días iguales
es porque tengo prisa y no sé a dónde ir.
¿Quién ronca a ripio limpio?
Al fin ¿qué somos?, ¿un esbozo de qué?
¿Y vamos a luchar por una esquina?
Llega una nueva ola y me soborna
imposible marchar,
amiga luna, te quiero por apátrida,
por reflejar sin bulas la mirada del mundo.


VISITA IRREMEDIABLE


La llave está en la puerta, obviemos protocolos.
Quieres ser un fragmento del paisaje,
prometes no estorbar, estarte quieta,
ser algo que respira,
y sin embargo ya eres necesaria
como un cuarto de estar para vivirnos.
Conoces mi liturgia,
la silla preferida a contraluz
para izar la mirada,
y llegas con un ramo de palabras
como visita antigua que se precie,
mas no hace falta hablar, un solo gesto
y escribes en mi alma.
Así que vuelves, soledad, ¿un vino?


DESCUBRIMIENTO


La vida es un regalo demasiado brutal,
hay que encajarlo.
Perdió el cuadro sinóptico
para verla de golpe,
y ahora vamos por ella
río arriba y sin remos.

Pensaba, que al llegar a su cintura
ella me esperaría de espaldas al abismo,
sin su chusma de perros,
con oficio de amante.

Y la encontré aferrándose a mi sombra,
por toda referencia de sí misma.


BAR CON VENTANA

Proclama el viento
su libertad de cultos en el aire.
Alguien cruza la acera
secuestrado en su nombre.,
¿dónde estás?, ¿qué historia te acompaña?,
y yo sin conocer tu biografía.
Una niña en triciclo
pasa todas las pruebas de mi fe,
porque habla con el pájaro
que juega en la calleja.
Esa pareja, propietaria del banco,
entrena sus caricias
sin faltas de ortografía en sus miradas.
Nace un mechón de hierba en el asfalto
y un pertinaz semáforo mecaniza la tarde.
Puede contarse así.
La ventana de un bar lo testifica.


SECUENCIAS DE ASFALTO

A punto de cumplir su singladura
el metro se refugia en el cansancio.
Último viaje de metal y vías.
Me mira un niño, y le entrego mis armas.
Me mira esa señora como un tapiz colgado
y no puedo entenderla.
Una mujer mendiga a la salida
con contrato blindado en la pobreza;
su mirada de páramo
un agua triste pierde por sus juntas.
Y salto por encima.

La noche me devuelve su dominó de estrellas
y espero su jugada,
pero no están dispuestas a cambiarse de sitio.
De pronto colisiono con tu ausencia.
No se puede vivir viajando por el miedo.


POSIBLES SOLUCIONES

Entra un ego apestando a colonia
y se abanica con sus iniciales.
Así que hay dos opciones:
hacer un curso rápido de palafrén censuario
o vacunarse contra la estulticia.



NO APTO PARA MENORES


Guateque de domingo.
Nosotras esperábamos
-una buena manera de ejercer la paciencia-,
ellos nos elegían como fruta en su punto
y la vida pasaba a veces sin mirarnos.

El tango era un deseo fuera de nuestro alcance,
tan recatadas siempre, por favor, tan estrictas.
Lo nuestro eran los valses de mirada perdida
perdido el corazón
y una vida perdida por miedo a tropezarse.
Y sin embargo había que caerse.
Aprender a vivir es saber levantarse
y fuimos bachilleres cum laude
del analfabetismo de la vida.

Lo mejor del guateque era su víspera.

Trapicheo de blusas y collares.
Nos cambiábamos todo, menos el alma inédita.

Ahora, que ya no hay vísperas
-especie a proteger en un mundo escaldado-,
dejadme la ilusión de naftalina
de las fotografías de este álbum.


DEDUCCIÓN

Disparos de tormenta adulterada. Llueve asfalto,
llueven chimeneas, llueven tiendas, estatuas maquilladas
                                                                                     de grafito,
granizo y amonal a golpe de sirenas.
En el bar de la esquina —de heráldica de plástico—,
tomo un café con ruidos.
Constato que gobierna la intemperie más allá de los
                                                                                    truenos.
Entra un ejecutivo, un maletín engominado y pide otro
                                                                                           café.
Recia, la lluvia, horada la ventana.
Ahora es una mujer la que aparece
buscando exilio fuera de un relámpago,
se miran, ¿eres tú?, cuánto ha pasado,
y la pregunta sale de su sitio:
¿Eres razonablemente feliz?
Se obtura el aire con un silencio quieto.
Sí, le responde, y este cuento termina sin promesas
                                                                     monárquicas
y sin varitas mágicas, que ya se jubilaron.
Razonablemente feliz.



LUGAR DE INGRAVIDEZ

Antes de que ruede por el suelo la última campana,
ingenua Cenicienta,
legislar el pasado, desde lejos,
para que sólo vuelen los sucesos
que no se pervirtieron.
Mejor recuperar tus documentos
y saber dónde estás, en qué rutina.
Lugar de ingravidez para el recuerdo
y un toque de sorpresa sin abrir.


CURRÍCULO PARA UNA ISLA

Mar con rejas.
Cadena perpetua, mar,
volcanes en tu heráldica.
Madre lava, madre sin hijos,
madre,
negro contra la luz
en pugna abierta.
Pasaje para el viento:
el único que escapa.
Cadena perpetua en tu belleza,
Lanzarote.






BLANCA SARASUA, poeta vasca, nacida en Bilbao en 1939. Ha publicado: Cuando las horas son fuego (1984), El Cerco de los pájaros (1986), Ático para dos (1989), Ballestas contra el miedo (1990), premio Ernestina de Champourcin de la Diputación Foral de Álava, ¿Quién ha visto un ambleo? (1994), Rótulo para unos pasos (1997), La mirada del maniquí (2000), Coyunda recia (2005), Música de Aldaba (2008), Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz de Ávila; Baciyelmo (2013). Su obra ha sido incluida en antologías como Poesía en Bilbao (1985), Mujeres y café (1995); Bilbao Verso a verso (2001). Además de los galardones ya citados, ha recibido los premios Raimundo Ramírez de Antón de Terrassa (1995), Sarmiento de Valladolid (1998) y Francisco Javier Martín Abril, también de Valladolid (2001).

Gerardo Pisarello

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© Fernando Ezequiel Solanas Gerardo Pisarello en Saladas, año 1965, al fondo la Laguna Guazú. 


Gerardo Pisarello
El hombre que vio al Mesías
 




Se había generalizado en el pueblo la creencia de que Luis Ramírez estaba loco. Pero no se hubiera podido decir si él sabía la opinión que la gente tenía de su persona. Si lo sabía, no se daba por ofendido ni tal opinión le preocupaba. Por el contrario, miraba a los vecinos, a los conocidos y a cuanta persona encontraba a su paso con una atención que si de algo pecaba, era de una cordialidad excesivamente atenta. Su indumentaria por lo demás llamativa, se centraba en un sombrero de alas pequeñas y tan ajustado, que sólo lograba hacerlo descansar en el medio de la cabeza. Era el sombrero, por sobre todo, el símbolo de su caballerosidad.

El ritual caballeresco de Luis Ramírez estaba en función de los encuentros en la calle. Si daba con un conocido, saludaba levantando en alto el sombrero y luego iniciaba un interrogatorio que llevaba a un diálogo de preguntas y respuestas:

—¿Cómo está usted?

—Bien, gracias.

—¿Y su señora?

—Bien también.

—¿Y sus hijos?

—Bien, Ramírez. Bien todos.

—¿Y su señora mamá?

—Bien; ya le he dicho que están todos bien.

—¿Y don Julano, su papá?

—Bien, bien —y para poner fin al interrogatorio, el examinado escapaba echando mano a una disculpa.

Ramírez entonces hacía una reverencia, y mantenien­do en alto el sombrero y mientras tenía al alcance al fugitivo, atacaba con la contraparte:


—Me alegro de verlo bien. Hágale presente mis salu­dos a su señora y a sus hijos. Y no olvide de saludarlo tam­bién a su señor padre y a su mamá...

«Toma la calle por su cuenta y quién lo sujeta al loco éste», había dicho doña Lucía, la vecina que no le perdía pisada. El cargo no constituía un invento de su imaginación. Era así. Pues no bien Luis Ramírez regre­saba de su baño en la laguna, se vestía con el único tra­je que sobrellevaba sus años y se lanzaba a la calle.

Pero los baños de Luis Ramírez en la laguna merecen mención especial. No tanto por constituir en sí un espectáculo desusado, como por el hecho de que venían a certificar esa creencia general sobre su locura.

No se remontaba a mucho tiempo atrás su costumbre de los baños en público. Un día comenzó a practicarlo a la vista y paciencia de la gente, y desde entonces lo con­tinuó haciendo. Él aparecía todas las mañanas antes de que saliera el sol en el puerto de la laguna. Fuera por pudor —ya que el lugar estaba expuesto a la mirada de los que pasaban— Ramírez se desvestía bajo una sábana. Y, una vez desnudo, se cubría con ella a manera de man­to y daba comienzo a unos ejercicios. Consistían éstos en una primer etapa de corridas y saltos, y luego en una segunda, más tranquila, en que elevaba al aire las pier­nas y los brazos para terminar con unas profundas fle­xiones de todo el cuerpo. Recién después entraba al agua. Y si el baño era el que podía darse cualquier persona nor­mal, no podía decirse lo mismo de la salida, en que vol­vía a su sábana, mas esta vez para cubrirse hasta la ca­beza y quedar allí quieto como bajo una carpa, por largos minutos.

Los reflejos del sol jugaban en la laguna cuando Luis Ramírez terminaba con los rituales de su baño.

Pero loco o no, tenía la asidua regularidad de un cuerdo. La tenía para estos baños en la laguna y la tenía para sus salidas a la calle.

Porque eso sí, Luis Ramírez salía a la mañana y salía a la tarde, sin olvidar nunca un rollo de papel que apre­taba bajo el brazo o en la mano. Eran papeles de asuntos judiciales y administrativos que los tramitaba en las pocas oficinas públicas del pueblo. Se lo hubiera dicho ocupado más bien en inspecciones de las calles. No había vecino que al salir no diera de narices con Luis Ramírez a la ho­ra que fuera y en el lugar más inesperado.

Surgiendo de improviso en las esquinas o de las oscuridades que hacían los árboles. Luis Ramírez se había convertido en la sombra de los transeúntes.

Se les aparecía con su caballerosidad habitual y nue­vo agregado, que a estar a la opinión de doña Lucía, era otra prueba de su locura. Pues ahora apuraba sus pre­guntas de atención referentes a los estados de salud de la familia del conocido, y decía:

—Sabe usted... sabe usted... ando escaso de dine­ro. ¿No podría usted prestarme cinco pesos, o aunque fueran tres, o uno?

A Luis Ramírez se lo veía atravesar las calles a lar­gos trancos y en actitud concentrada. De pronto se detenía en una esquina como observando el lugar o como esperando a alguien. Y ahí quedaba.

Por la época en que unida a su pobreza se le comenzaron a acentuar estas rarezas de carácter, fue cuando un hecho inesperado vino a turbar la tranquilidad tan descansada del pueblo.

Una mañana llegó un predicador evangelista y sin más preparativos que el aviso de práctica a las auto­ridades, levantó tribuna a la tarde en la plaza principal, la única por otra parte.

Caía ya la oración cuando el evangelista apareció. Se paró, sola su alma, en el sitio elegido —que era el centro mismo de la plaza—. Una que otra persona que pasaba de largo por las veredas de las calles laterales, y uno que otro curioso detuviéronse a mirar.

No se inmutó el predicador por la indiferencia ambiente y la soledad, que lo rodeaba. Tan pronto inició su discurso se pudo comprender que la justificación venía por su voz. Potente, atronadora. Y cayó sobre el pueblo y nadie pudo dejar de escucharla.

El sermón de amplio desarrollo, partía y rondaba alrededor de temas terrestres y divinos, enlazándose en versículos y palabras de los evangelios. Así se refirió a los pecadores, a los que no tenían otro motivo de movili­zación y de goce que los bienes materiales. Esto lo vinculó al párroco de la iglesia católica.

Su palabra tomó entonación inflamada, acusatoria. «Ahí lo tenéis —decía extendiendo el brazo en dirección de la iglesia, a un costado de la plaza—, ¿acaso se ignora que va negociando con la fe de sus devotos creyentes?, ¿acaso puede pensar en Dios, el que está ocupado y apu­rado en acumular riquezas materiales?». En otra parte del sermón, el predicador cada vez más enardecido, se detuvo a explicar la palabra de Dios, el verdadero Evangelio y la próxima venida del Mesías a la tierra.

Se había hecho noche completa cuando el predicador dió fin a su sermón.

Luis Ramírez, que escuchaba desde las proximidades, entró a la plaza y se le acercó. Cumplidas sus reverencias se los vio conversar largamente.

«Está poniendo a prueba el alma del evangelista», contestó uno, entre los que parados en la vereda, querían saber a qué había ido. A la distancia, lógicamente, nada podían oír, mas alcanzaron a ver que el predicador dejaba en manos de Ramírez una de las Biblias, de las que dijera en su prédica: “Enseñan a encontrar el camino del Señor”.

Volvió aquella noche José Ramírez a su casa con el espíritu reanimado. Las cosas que oyera antes, le impresionaban. Y si la valentía de decir del cura del pueblo lo que todos murmuraban sin atreverse a decirlo públicamente le llenaban de entusiasmo, se sentía grandemente trastornado con ese anuncio de la venida del Mesías. Se detenía y repensaba. Una paz y salvación a tanta miseria que cargaban los pobres, entre los que se incluía él con su familia.

Al ir a acostarse, acomodó sobre una silla que le ser­vía de mesa de luz, su flamante Biblia. En adelante se­rían con el otro: Naturismo y Cura por el aire y el agua fría, sus dos libros de cabecera.

Fue poco después —él lo atribuía a la nueva, traída por la buena influencia evangélica a la que tenía entregado totalmente su espíritu— que Luis Ramírez pudo co­brar unos honorarios por los trámites de esos demorados asuntos que atendía en las oficinas públicas.

Ya en camino a su casa decidió comprar ciertos artículos que de tiempo atrás no se veían en su hogar. Quería dar una sorpresa a su mujer. También pensó en él. Debía regalarse algo en retribución a tantas privaciones como llevaba sufridas. Recordó que en esa temporada última frecuentemente el ánimo se le deprimía y le pareció que para levantarlo y estimularse de vez en cuando, un poco de caña no le caería mal.

Tanto había andado aquel día que, como en los peores momentos, se sintió fatigado. Hasta la gana de comer se le había ido y resolvió acostarse a leer sin probar bocado. No logró hacerlo sino por contados minutos; el sueño lo vencía. Apenas si pudo ver en su Biblia lo que le interesaba, más algunos versículos que le recordaban la presencia del Señor. Dejó el libro y se durmió pensando en la venida del Mesías.

Luis Ramírez despertó a la mañana siguiente muy temprano. Aún faltaría una hora para que comenzara a aclarar. Su maldita depresión estaba despierta también. Se notó con ese cansancio que lo dejaba sin ganas para hacer nada. La cabeza le pesaba, los pensamientos le traían esas preocupaciones que terminaban siempre por sacarle el sueño. Hacía fuerza por no pensar, pero las ideas incontroladas le saltaban de un tema a otro... Aquellos clientes preguntándole de sus asuntos y achacándole la culpa de sus demoras... Su mujer, que no bien se levantara vendría a decirle que el dinero alcanzaría para un día más... «0h, Señor, Señor», exclamó y el sobresalto le trajo su propia voz extendiéndose por el silencio de la habitación. Lo calmó el convencimiento de que la venida del Mesías acabaría con tales miserias. Por la ventana abierta entraba la claridad de la mañana y él deseaba dormir un poco más... «El descanso del cuerpo y de la mente va unido al sueño», lo leía en su libro naturista... Después del baño... «Qué embromar», se di­jo... Acaso no había el inmediato estímulo alcohólico... Dormir sobre todo; después...

Dejó la cama. Nadie lo oyó andar. Cuando cerró la ventana para oscurecer el ambiente, volvió a acostarse. La cabeza le dio un vuelco. «Era así nomás», se dijo y quedó dormido.

No habría pasado una hora y despertó sobresaltado. Se sentó en el borde del catre y como movido por una fuerza extraña se lanzó fuera de la cama. Alcanza a ponerse los pantalones y no pudo seguir vistiéndose. El impulso frenético levantaba su voluntad empujándolo hacia la vida. Descalzo, en camiseta, se precipitó sobre la cama en que dormían tres de sus hijos. Los despertó. Tomó al más pequeño en brazos y a los dos que quedaban sujetándolos de las manos, comenzó a arrastrarlos fuera de la habitación.

La mujer, que levantada estaba en la cocina, al oír los ruidos extraños que se producían en el dormitorio, entró a ver qué pasaba. En ese preciso momento Luis Ra­mírez salía por la otra puerta a la calle en forma agitada.

—Luis, ¿adónde llevás a las criaturas?

Sin mirarla, desde la calle, gritó:

—¡Al agua! ¡Al agua todos!

Corrió a la puerta y lo vio alejarse hasta dar vuelta la esquina. Todo le hacía suponer que el marido había perdido la razón y dominado por el ataque llevaba los hijos a ahogarlos en la laguna. Desesperada salió a la calle para pedir ayuda a los vecinos.

Estos comenzaron a reunirse en la proximidad de la esquina por la que había desaparecido Ramírez. Y fueron cambiando ideas para ver qué hacer en el caso de que la locura fuera de atar. No pudieron continuar deliberando.

Al fondo de la calle en que se encontraban acababa de aparecer intempestivamente Luis Ramírez. Un alivio general recorrió a todos al notar que los chicos estaban con vida. El más pequeño volvía como fuera, en brazos del padre. Los otros dos, caminaban atrás. Pero en tan­to fueron aproximándose el desconcierto se hizo de nuevo. Era por el aspecto de Ramírez que, caminando por el medio de la calle mostraba en su físico y en sus ademanes, síntomas que poco se ajustaban a la cordura. Mojado él y los tres hijos, con las ropas pegadas al cuerpo y el agua que del cabello se les escurría por los rostros, componían un cuadro de sobrevivientes de un naufragio. Para más, él avanzaba haciendo violentos ademanes con el brazo y dando grandes voces.

En medio del silencio que reinaba en la calle y en la gente, Ramírez seguía avanzando. Enfrentó al grupo que lo miraba, levantó en alto el brazo derecho y gritó:

—¡Sí! Les anuncio la buenaventura: ¡Llegó el Mesías!

Y sin detenerse pasó de largo. La cabeza tan tirada atrás que su mirada sobrepasaba a los que lo observaban curiosos y sorprendidos. Siguió alejándose por la calle y repitiendo su anuncio, hasta llegar a su casa, a la que entró y cerró la puerta. Los vecinos y curiosos que a prudente distancia lo habían seguido, quedaron en las inmediaciones. Imaginaban que podía suceder lo peor, y esperaban.

Un silencio completo reinaba en la casa cerrada de Luis Ramírez.

A la hora, vieron entrar al médico. Y una hora des­pués, lo vieron salir.

La espera larga y el silencio de la casa se sucedieron por igual. Doña Lucía, la vecina a la que más de uno se­ñalaba por sus chismorreos alrededor de la falta de jui­cio de Ramírez, se sentía reivindicada ante el vecindario. Únicamente su curiosidad la tenía en desasosiego. ¿Qué haría el loco de su vecino encerrado ahí adentro. Próximo al mediodía no pudo aguantarse más con su impaciencia y decidió ir a informarse. No tardó en volver con la novedad tranquilizadora para los pocos que aún seguían esperando, de que Luis Ramírez, con unos calmantes suministrados por el médico, había quedado profundamente dormido.

—Por ahora duerme —agregó doña Lucía—, pero ¿qué irá a suceder cuando despierte y le hayan desaparecido los efectos del calmante?

—¡Eso! —exclamaron varios, juntando a las dudas de doña Lucía las suyas.

Entró ella a ocuparse de los quehaceres de su casa, pero dispuesta a no desentenderse de lo que pasara al lado. En tanto le comentaba a su marido el episodio sucedido, “y que por otra parte era de esperarse —porque ese hombre como ella lo venía sosteniendo— hacía mucho que no estaba bien de la cabeza”, doña Lucía iba hasta la puerta y observaba. «Escuchame lo que te digo, éste todavía va a hacer una barbaridad y como buen loco, desaparecer silenciosamente».

—Pero lo que es a mí, no se me escapa —sentenció jactanciosamente doña Lucía.

Fue una vez más hasta la puerta. Al ver que todo seguía tranquilo y rodeado del mismo silencio, volvió a entrar. Esta vigilancia la tuvo ocupada durante la tarde, porque al loco de su vecino se le había dado nomás por dormirse con la mayor cordura.

Serían las cinco de la tarde cuando doña Lucía oyó por fin, el esperado ruido de la puerta del vecino que se abría. Escuchó. El ruido era ahora el característico de una puerta golpeándose al cerrarse. Ella echó a correr hacia la puerta de calle y la abrió precipitadamente e intentó salir. Pero Luis Ramírez no la dejó avanzar. Estaba a dos pasos. Venía como todos los días vistiendo su único traje, con su corbata roja, su sombrero, su rollo de papeles bajo el brazo. Sorprendido por la salida inesperada de doña Lucía: que asomaba tan de golpe, se hizo a un lado de la vereda como si hubiera recibido un golpe de viento. Se inclinó en una doble reverencia, se sacó el sombrero y sosteniéndolo en alto con al misma amabilidad de siempre, repitió:

—Cómo está usted, vecina. .. y su esposo, cómo está.

Se inclinó en una reverencia más y se alejó a largos trancos camino del pueblo.





* El cuento «El hombre que vio el Mesías» de Gerardo Pisarello, está tomado de la antología Narradores Argentinos Contemporáneos. El volumen reúne cuentos de Leónidas Barletta, Andrés Cinqugrana, Luis Picó Estrada, Gerardo Pisarello y Andrés Rivera, Editorial Sapientia (Buenos Aires : 1959), pp. 74-82. 




GERARDO PISARELLO, narrador argentino, nacido en Saladas, Corrientes, Argentina el 7 de septiembre de 1898. Fueron sus padres Don Ángel Pisarello y Doña Ulpiana Acuña; tuvo cuatro hermanos: Justo, Luis, Joel y María Pisarello. Vivió su niñez en la casona familiar ubicada junto a la laguna Guazú, (Independencia y Moreno) en Saladas. Sus estudios transcurren en su pueblo natal y en la ciudad de Corrientes, de donde egresa con el  título de maestro, ejerciendo el magisterio en una escuelita rural del paraje Anguá cerca del río Santa Lucía, lugar que le inspira más tarde para escribir el cuento «La Rinconada». Posteriormente viaja a Buenos Aires y continúa ejerciendo la docencia al tiempo que cursa estudios de Derecho, pero su inclinación por las letras le hace abandonar la carrera. Obras Publicadas:  La mano en la tierra (1939), Cherretá (1946), Pan curuica (1957), La espera (1961) y Las lagunas (1965). Sus trabajos han sido traducidos y publicados en distintos países de Europa y Asia. Falleció el 21 de Abril de 1986, a los 88 años de edad. 

Velmiro Ayala Gauna

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Edición de Foto Ruth Noemí Vittor Pereiras

Velmiro Ayala Gauna

El lobisón*




— No, no era un hombre bueno el Capitán Giménez. Una vez mató a un hombre porque le hizo trampas en el juego y otra, tuvo a su asistente estaqueado toda una larga siesta porque le quemó la comida. 

¡No! — afirmó Don Cleto — bueno, lo que se dice bueno, no era, aunque esa vez del lobisón... Se interrumpió para beber su vaso de caña, hizo chasquear golosamente la lengua y luego pasó el dorso de la mano para secar los ralos bigotes y continuó:

— ¿Usted cree en el lobisón? Bueno, yo tampoco creía porque como usted me he criado en la ciudad y aunque ahora sea un viejo borracho hubo un tiempo en que...

Golpeó el grueso vaso contra el zinc del mostrador y con su ronca voz pidió:

— ¡Don Pedro, otra caña!

Y ante la mirada desconfiada del dueño, advirtió:

— Sirva nomás que el señor paga.

Hice un gesto afirmativo con la cabeza y el viejo, después de volver a humedecer sus labios, prosiguió:

— Hay muchas cosas que parecen absurdas en los grandes centros, a la sombra de las universidades, como la cura del empacho, la luz mala, el lobisón, etc., pero que no son tales en estos lugares.

El bolichero, que había quedado escuchando, añadió:

— Pa'l empacho no hay como Ña Belén. El doctor Levinsky, de Ramada Paso, le manda sus enfermos.
— ¡Claro!... ¡Después que le salvó la vida a su criatura! — Interrumpió Don Cleto —. Antes le hacía la guerra, pero cuando vio que la hijita se le iba y que toda su ciencia no le servía para nada, agachó la cabeza y la mandó a la vieja para que le tirase el cuerito de la espalda...

— ¿Y sanó? — pregunté.


— ¡Pero cómo no había de sanar! Si para eso no hay como las curanderas. Los médicos lo habrán estudiado en los libros pero ellas lo han estudiado en sus hijos. Y antes que hubiera ciencia ya había madres que, por no ver sufrir a sus críos, ensayaban de todo... Casualidad o lo que sea, pero para curar el empacho no hay como las viejas...

Terminó de saborear su caña, y clavándome sus ojillos inquietos agregó:

— En cuanto a lo del lobisón, dígame, ¿por qué si es una cosa falsa la gente sigue creyendo en ella? Y no es de hoy, ni de aquí... Ya en la Biblia se habla de esos seres que se convierten en animales, y no hay parte del mundo sin esa creencia: Asia, Europa, América, África. Y siempre es el séptimo hijo varón, si no hubo mujer entre ellos...

— ¿Pero qué tiene que ver todo esto con el Capitán Giménez? - interpuse para evitar que se desviara del tema.

— ¡Ah! Es cierto — dijo. — Voy a tomar otra cañita para recordar y se lo contaré. - Don Pedro llenó el vaso y tras ingurgitarla, don Cleto empezó así:

— Fue para el año 32, creo. Eran tiempos malos, tiempos de crisis. Había poco que comer y los hombres se iban a buscar trabajo en «La Forestal», en el norte de Santa Fe, en los yerbales de Posadas o bajaban a Corrientes para engancharse en la policía o en el cuerpo de bomberos.

Hizo una pausa y cerró los ojos como para mejor evocar y continuó:

— Aquí, en Capibara Cué, sólo quedaban las mujeres, los niños, los viejos y unos cuantos que tenían trabajo fijo o no les importaba pasar hambre de tiempo en tiempo. Pues bien, una noche en que estábamos unos pocos en el boliche, cayó Aniceto corriendo, blanco como el papel y diciendo:

— ¡Ahí! Cerca'l cementerio...
— ¿Qué? — le dijeron burlonamente. — ¿Se te apareció el tata'e tu novia?

— ¡No, no!... ¡El lobisón!

Primero lo tomaron a broma pero luego creyeron en su sinceridad y un grupo, encabezado por el capitán Giménez, salió a buscar al fantástico animal, pero no hallaron ni el rastro.

Dos o tres días después fue un tropero el que llegó con la noticia y cuando a la otra mañana continuó la marcha, echó de menos a un ternero.

Y así, periódicamente, fueron muchos los que lo vieron. Era una especie de perro grande o algo parecido, con los ojos brillantes, como si ardieran...

Debía andar con hambre porque siempre faltaba algo en los ranchos por donde aparecía: unas gallinas, una tira de chicharrón, un trozo de charqui, una bolsa de batatas, etc. Esto último era lo que más extrañaba a la gente porque los lobisones, según se cuenta, sólo se alimentan de arroz y de cadáveres...

Don Cleto calló, pasó la lengua por los labios resecos y miró soñador a la botella. Comprendiendo la insinuación, ordené:

— Sirva otra vuelta, don Pedro.

El viejo borrachín bebió un sorbo y siguió:

— Pero por más dudas que tuviera la gente, nadie se atrevía a salir de noche. Apenas llegada la hora de oración, todos cerraban puertas y ventanas y ya no salían hasta el otro día. Por último al boliche sólo caíamos «El Capitán», su asistente y yo.

Las historias eran cada vez más espantables ya que para unos la apariencia tenía las dimensiones de un perro, mientras que para otros alcanzaba la de un caballo. Hubo quien afirmó que lo divisó arrastrando el cadáver de una joven, y quien juró que lo vio comerse a una criatura.

Fue entonces cuando el capitán paraguayo me propuso:

— ¿Se anima, Don Cleto, a enlazar al lobisón?
A mí, francamente, no me seducía la idea, pero no quise demostrar cobardía y accedí.

Era un viernes, a la noche, propicia como ninguna para esa clase de aventuras.

Después de entonarnos con unas copas, salimos; el capitán armado con su pistola, el asistente con un machete y yo con un grueso garrote.

Íbamos por las desiertas calles del pueblo que una espléndida luna iluminaba como si fuera de día. No se veía un alma por ningún lado y solamente, a veces, salían grupos de perros a ladrarnos. No encontramos nada por ninguna parte y eso que hasta dimos vuelta al cementerio, por las dudas.

El capitán quiso entrar pero el asistente no quiso saber nada con los muertos y yo lo secundé. Desencantados volvimos, cuando, cerca del rancho del capitán, vimos un bulto negro alzarse en el camino.

— ¡El lobisón! — dijo el asistente y se persignó.

Yo no dije nada, pero me quedé duro mientras sentía que me corría un sudor frío por todo el cuerpo. El capitán, solamente, siguió avanzando y cuando estuvo a pocos pasos, sacó la pistola y apuntó.

Pero antes de apretar el gatillo, se oyó un grito de pavor.

— ¡No! ¡Capitán! ¡No, mi capitancito!

Y una viejecita salió detrás de un árbol donde estaba escondida y se arrojó a los pies del ex militar, mientras el lobisón se incorporaba y arrojando al suelo el cuero que lo cubría, venía a nuestro encuentro.

Gracias a la luna lo reconocimos: era «Moncho», el nieto de doña Juana que vivía a pocas cuadras más adelante.

El capitán guardó el arma y alzó a la vieja que seguía sollozando.

— Venga, — le dijo — vamos a mi casa.

Luego ordenó al asistente:

— ¡Traé el cuero!

Avanzamos unos metros, cuando el muchachito se volvió corriendo y fue hasta el árbol donde se había ocultado la abuela para traer una bolsa sospechosamente henchida.

Después que se nos unió fuimos hasta el rancho y una vez acomodados, la viejecilla nos hizo escuchar su historia. Pero eso, bien merece un trago, ¿no es verdad?

Bebió el sobrante de su vaso y esperó hasta que le hubieran llenado de nuevo para reanudar su relato.

Doña Juana tenía un hijo que había trabajado allí cerca, en la estancia de unos ingleses, pero, a causa de una discusión con el capataz, perdió el puesto. En Capibara Cué no pudo encontrar trabajo, así que se fue para Misiones hacía varios meses. Desde entonces no supo nada de él. Poco a poco la vieja fue empeñando o mal vendiendo sus muebles para comprar con que mantenerse ella y el nieto, hijo del que se fuera y de una mujer que lo abandonó al año de nacer y andaría quién sabe adónde.

Pasaron hambre y mil privaciones hasta que se les había ocurrido lo del lobisón. Con un cuero de oso hormiguero, un pedazo de vela encendida dentro de una lata agujereada puesta dentro de la cabeza para que la luz saliera por los ojos, y el nieto andando en cuatro patas, habían creado el fantástico animal. Mediante ese expediente pudieron conseguir lo necesario para ir viviendo.

— Hasta que esta noche Ud. casi me lo mata al "Cunumí", capitán Giménez -concluyó la abuela, secándose las lágrimas que corrían por su arrugado rostro.
El capitán se rascó la cabeza pensativo y luego nos dijo con voz que no admitía réplica:

— Nadie ha visto ni sabe nada del lobisón. ¿Estamos? Desde mañana, Moncho, irá a ayudar a don Pedro en el boliche ya que hoy mismo me decía que le faltaba un muchacho para los mandados.

— Gracias, mi capitán, gracias — le interrumpió la anciana y tomándole una de las manos se la besó.
El gesto pareció emocionar al ex militar que con tono que quiso ser enérgico, ordenó al asistente:

— Pasá la alcancía.

El subordinado se la alcanzó y abriéndola entregó a doña Juana los pesos que allí había, a pesar de las protestas de la mujer que no quería recibirlos.
Después los acompañó hasta la puerta y les dijo:

— Y ahora, váyanse tranquilos a dormir.

Partió doña Juana y tras ella el nieto con la bolsa a cuestas, pero al pasar junto al capitán, éste lo detuvo, miró el contenido y sacando de adentro una gallina, se la entregó a su asistente diciendo:

— Tomá, para el puchero de mañana.

Don Cleto paladeó su último trago y al dejar el vaso, dijo sentenciosamente:

— No, si bueno lo que se dice enteramente bueno, no era el capitán Giménez. Ya ve, ¡sacarle una gallina a la vieja!...

— ¡Pero — salté — si antes le había dado todos sus ahorros! ¿Qué le hacía una gallina más o menos?

— ¿Sus ahorros? Los del asistente querrá decir, que el pobre estaba juntando para comprarse un caballo... No, si es como yo le dije, señor, bueno, enteramente bueno no era el capitán Giménez.




* El cuento «El Lobisón» de Velmiro Ayala Gauna está tomado de la primera edición de  la colección de relatos Cuentos Correntinos, Editorial Castellvi (Santa Fe : 1952); pp. 132-139.



VELMIRO AYALA GAUNA, Poeta, periodista y músico aficionado nació en la Capital de Corrientes el 22 de Marzo de 1905. A los 19 años de edad se radicó en la ciudad de Rufino (Santa Fe) para dedicarse a la docencia trasladándose posteriormente a la capital santafesina. En el año 1930 se radica en Rosario donde continúa con su tarea docente y funda  la «Escuela Nocturna de Rufino» y, en calidad de miembro del comité fundador, la «Universidad Popular Sur» de la ciudad de Rosario, mientras que paralelamente comienza a escribir sus primeros relatos de tono netamente costumbrista. Por esa misma época se inicia en el periodismo en LT8 Radio Rosario con su programa «Sendas de la Patria» considerado el primer programa de música folklórica de la historia radial rosarina. Continuó en el periodismo radial por más de 20 años conduciendo programas de distintos contenidos y en la faz autoral compuso obras de distintos géneros entre ellos su recordado chamamé «Don Frutos Gómez» obra que le pertenece en colaboración con Tarragó Ros. Obra Publicada:La selva y el hombre (1944); El Litoral (1950); Rivadavia y su tiempo (1952); Cuentos correntinos (1952); Otros cuentos correntinos (1953);  La semilla y el árbol (1953) y Teatro de lo esencial (1953); Cuentos y cartas correntinas (1955); Leandro Gómez (1955), Los casos de Don Frutos Gómez (1955), considerada su obra cumbre sobre la que se basó el guión de la película «Alto Paraná» de Catrano Catrani; Paranaseros (1957); Don Frutos Gómez, Comisario (1960) y el tercer volumen de Cuentos Correntinos (1960); Provinciano y del interior (1965). Escribió además obras de teatro como De qué color es la piel de Dios (1964) y música para la película «Viejo Barrio». Falleció en Rosario el 29 de Mayo de 1967, a los 62 años.

Gustavo Roldán

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Gustavo Roldán
El piojo chamamecero*



Para Teresa Parodi, chamamecera



«No me importa y no me importa. Y no quiero seguir hablando del tema».

El piojo hablaba solo, parado en la cabeza del ñandú. Daba vueltas, nervioso, mirando para todos lados. Después dio tres saltos grandes y dijo:

— ¡Y ahora basta! ¡Se acabó!

El coatí, el oso hormiguero, la garza y la cotorrita verde lo fueron rodeando muertos de curiosidad:
—A ver chamigo piojo, si nos cuenta eso que le anda pasando —dijo la cotorrita verde.

— Nada, nada, ¿no les digo que no me importa nada?

— Sí, ¿pero qué es eso que no le importa?

— ¡Ni vale la pena seguir hablando!

— Amigo piojo —dijo la paloma— hace cuatro o cinco días que lo veo preocupado, dando vueltas…

— ¿Cuatro o cinco días? Está equivocada, son siete días y tres horas y catorce minutos. Pero no me importa.

— Ahora que me acuerdo —dijo la iguana— hace siete días, tres horas y catorce minutos vi pasar por aquí una piojita muy buenamoza.

— Usted la vio, doña Iguana?

— Sí, sí, era una hermosa piojita. ¿A usted también le gustó?

— No, no, si yo ni siquiera la vi. Bueno, si la vi un poquito, pero no le di importancia. 

Y ahí nomás el piojo, de puro nervioso, lo picó tres veces al ñandú.


— ¡Epa chamigo! —gritó el ñandú corcoveando— ¡No se entusiasme tanto!

— Disculpe don ñandú, pero estamos hablando de un tema que no me interesa, pero ya que estamos ¿a usted no le pareció que era muy pero muy linda?

— Ya lo creo. Es más, diría que es la pioja más linda que… Bueno, no vale la pena seguir hablando si a usted no le interesa…
— No, no, por mi no se preocupe… Siga contando qué le pareció esa piojita.

— Bueno, como bonita era bonita, pero la verdad, creo que debe ser medio pavota.

— ¡No diga tonteras don ñandú! ¡Usted que se ha pensado! ¡No le voy a permitir! ¿No se da cuenta de que está hablando macanas? ¡Un animal serio, caramba! ¡Esto no puede quedar así! ¡Si quiere me bajo y peleamos!

— ¡Eh, chamigo piojo, no se enoje!

— ¡No me enojo, pero no puede ser que diga esas cosas de la piojita más simpática, linda, inteligente, dulce, educada, amable y elegante que haya pasado por estos pagos! ¡Ya mismo me bajo y peleamos!

— ¡No, don piojo, no se baje!

— ¡Entonces suba usted! ¡Suba aquí arriba de su cabeza y peleamos a muerte!

Como la mano venía medio pesada, el oso hormiguero, el coatí y la cotorrita verde decidieron intervenir. Pero la solución se les vino solita. Ahí por la picada, se oyó una guarania que salía de entre los pastos.

Una música como para que el viento deje de soplar, como para que el río detenga su camino, como para que los pájaros paren su vuelo y las flores se pongan a perfumar con alegría.

Primero se escuchó una estrofa:

«Ando cantando y buscando
Por la orilla del bermejo
Un piojo chamamecero
Que sepa jugar al tejo».

Y entonces las flores del jacarandá, se pusieron a brillar con más ganas, los ceibos se pusieron más rojos y los yuchanes hicieron volar copos de algodón para todos lados, mientras la voz decía: 

«De todo color hay ríos
Pero uno solo es marrón
Sería lindo navegarlo
Regalando el corazón».

La música llenaba el aire y las mariposas volaban locas de alegría.

— ¡Qué hermosa voz! — dijo el ñandú.

Al piojo se le aflojaron las piernas. Se le acabó toda la rabia que tenía y dijo medio tartamudo:

— Amigo ñandú, ¿no le parece que es la voz más dulce del mundo? ¿No le parece que canta más lindo que la Teresa Parodi?

— Sí, sí, nunca había escuchado una voz que me hiciera emocionar tanto.

— Los que tenemos patas largas —dijo el piojo desde la pluma más alta de la cabeza del ñandú— siempre nos emocionamos con una linda canción.

— Buenas, buenas —se oyó un saludo desde la punta de un pastito—. Soy una pioja cantora, y me dijeron que por aquí anda un piojo que baila el chamamé. Me gustaría conocerlo.

— ¡Hola piojita! —dijeron la iguana, el coatí, el oso hormiguero y la cotorrita verde—. Ya sabemos que sos cantora, te estuvimos escuchando.

— Sí, sí, —dijo el piojo—, y nos pareció la voz más linda del mundo.

— ¡Ay, gracias —dijo la piojita poniéndose colorada.

— Y ahora que te veo, veo que también sos la piojita más linda del mundo.

— Salga, salga ¡a cuantas le habrá dicho lo mismo! ¡Seguro que se lo dijo a esa Teresa Parodi que ni siquiera es chaqueña!

— Y bueno —dijo el ñandú—, algún defecto tenía que tener.

— Juro que nunca le dije nada. Y este piojo chamamecero habla con el corazón en la mano.

— ¡Ay joven, no me diga que le gusta bailar el chamamé!

Al piojo le temblaron las rodillas, el corazón se le hizo un ruido como de chamamé zapateado, se puso primero verde, después azul y al final todo rojo. Y ahí nomás aprovechó y se inspiró para decirle a la piojita:

«Para bailar el chamamé
Nadie mejor que este piojo
Que lo baila en tres colores
En verde, en azul y en rojo».

— ¡Ay joven, no me diga que también le gusta andar en canoa!

— Bailar el chamamé y andar en canoa son las cosas que más me gustan. Con decirle que yo fui amigo del Pedro Canoero

— ¡Otra vez con las canciones de esa Teresa! ¡Seguro que usted le dijo que era la más linda!

— No perdamos tiempo —dijo la cotorrita verde—. Aquí hay un pastito de hoja ancha mejor que una pista de baile.

El piojo pegó un salto y se paró en la hoja verde. La piojita no se hizo de rogar. Y la cotorrita verde silbó un «Kilómetro 11» que ni te cuento.

Se hamacaron de aquí para allá y de allá para aquí. Al final la pista le fue quedando chica y pasaron a otra hoja y a otra y a otra, y al compás de la música se fueron hacia ese río de aguas marrones que la piojita tenía tantas ganas de navegar.

Volvieron tres días después, tomaditos de la mano, contentos, enamorados a más no poder.

— ¡Los estábamos esperando! —dijo la cotorrita verde.

— ¡Qué parejita más linda! —dijo la garza.

— Amigo ñandú —dijo el piojo— con su permiso, ahora vamos a ser dos arriba de su cabeza.

Pero no fueron dos. Desde un poco después, por donde pasa el ñandú se oyen hermosísimas canciones que cantan y silban  un montón de piojitas y piojitos, todos chamameceros. 





* El cuento «El piojito chamamecero» de Gustavo Roldán fue tomado de la excelente revista que dirigiera Mempo Giardinelli, Puro Cuento, N° 4, Mayo-Junio de 1987, pp. 20-21. Analecta Literaria agradece a Andrea P. Carabajal la transcripción del texto. 



GUSTAVO ROLDÁN, narrador, traductor y profesor universitario argentino, nacido el 16 de agosto de 1935 en Sáenz Peña, provincia de Chaco. Licenciado en Letras Modernas de la Universidad de Córdoba. Ejerció la docencia terciaria y universitaria en la ciudad de Córdoba hasta 1976. En 1984, alentado por sus hijos para que reuniera en un libro los cuentos que él les había contado en su infancia y que estaban inspirados en los relatos que Roldán había escuchado en su propia niñez, publicó El monte era una fiesta, su primer libro de cuentos para niños en Ediciones Colihue. En Colihue fue Director de la colección «Libros del Malabarista» y co-director de colecciones de libros para niños junto con su esposa la escritora Laura Devetach. Publicó cerca de sesenta títulos. Falleció el 3 de abril de 2012 en Buenos Aires. 


OBRA PUBLICADA


1982 – El día de las tortugas
1984 – Animal de patas largas
1984 – El monte era una fiesta
1984 - El traje del emperador
1984 - Historia de Pajarito Remendado
1984 - Un pájaro de papel
1984 - Zorro y medio. Versión libre de cuentos populares.
1985 - Pedro Urdemales y el árbol de plata. Versión libre de cuentos populares.
1985 - Como si el ruido pudiera molestar.
1986 - Cuentos de Pedro Urdemales
1986 - Cuentos del zorro
1986 - El carnaval de los sapos
1987 - El diablo en la botella
1987 - La leyenda del Bicho Colorado
1988 - Prohibido el elefante
1989 - El trompo de palo santo
1989 - Sapo en Buenos Aires
1990 - El hombre que pisó su sombra
1990 - Juego de sombras
1990 - La canción de las pulgas
1990 - Penas de amor y de mar
1990 - ¿Quién levanta esta piedra? Versión libre del cuento de Ion Creanga.
1991 - Mi animalito
1991 - Payada sobre sapos y piojos
1991 - Todos los juegos el juego
1991 - Un largo roce de alas
1992 - El enmascarado no se rinde. Cuentos callejeros.
1993 - Cuentos con pájaros
1993 - La venganza de la hormiga. Cuentos callejeros.
1993 - Payada del Bicho Colorado
1993 - Tiempo de mentirosos
1994 - Cuentos crueles. Versión libre de cuentos de Saki.
1994 - Las pulgas no andan por las ramas
1994 - Los siete viajes de Simbad el marino. Versión libre de cuentos de Las mil y una noches.
1995 - Todos los juegos el juego.
1995 - El carnaval de los sapos
1995 - La dama o el tigre. Versión libre de cuentos fantásticos.
1995 - La marca del Zorro. Chistes callejeros.
1995 - La noche del elefante
1996 - Crimen en el arca
1996 - El ahijado de la muerte
1996 - Juegos del cielo y del infierno
1996 - Las aventuras de Pinocho. Versión libre de la novela de Carlo Collodi (en colaboración con Laura Devetach).
1997 - Dragón
1997 - El último dragón
1997 - Pactos con el diablo
1998 - Aladino y la lámpara maravillosa. (Versión libre)
1998 - Historias del piojo
1998 - La leyenda del bicho colorado
1998 - Una lluvia de pájaros
1999 - Cuentos que cuentan los indios
1999 - Como si el ruido pudiera molestar
2000 - Cuentos del zorro
2000 - Animal de patas largas
2000 - Cuentos de Pedro Urdemales
2000 - Las pulgas no vuelan
2002 - El viaje más largo del mundo
2003 - Un largo roce de alas
2004 - El camino de la hormiga
2004 - Pájaro de nueve colores
2004 - Cuentos con plumas y sin plumas
2004 - El pájaro más pequeño
2006 - El vuelo del sapo
2006 - Cuando el río suena
2006 - La pulga preguntona
2006 - Las pulgas no andan por las ramas
2007 - Y entonces llegó el lobo
2007 - Historia del dragón y la princesa
2010 - Carnavales eran los de antes
2011 - El último dragón
2011 - Piojo caminador..."

PREMIOS

1969 - Primer Premio Concurso Nacional de Cuentos - Cosquín, Córdoba
1970 - Primer Premio Concurso Internacional de cuentos para niños.
1980 - Premio Periquillo - México
1989 - Premio Casa de las Américas, Cuba.
1992 - Tercer Premio Nacional de Literatura - Rubro Literatura infantil por Como si el ruido pudiera molestar.
1994 - Premio Konex - Diploma al Mérito otorgado por la Fundación Konex (1994 y 2004).
1995 - Segundo Premio Nacional de Literatura - Rubro Literatura Infantil por Todos los juegos el juego.
1995 - Premio Fondo Nacional de las Artes.

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