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Sobre la poesía de Canarias por Antonio Arroyo Silva

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Alonso Quesada


La poesía de Canarias se puede definir como un hecho singular desde el momento que esta cumple su mayoría de edad y se pone a dialogar con poéticas de otras latitudes extrapeninsulares.

Esa madurez no supone una tendencia a la homogeneización de la expresión y el contenido sino un afán dialogante que enriquece y, al mismo tiempo, nutre y amplía. En esa diversidad estaba la universalidad a la que aspiraba nuestra literatura en unas circunstancias culturales e ideológicas que el academicismo literario denominó modernismo.

Realmente se trataba de una ruptura con el pensamiento y la expresión centralizadoras de la metrópoli cultural. Así toma relieve la literatura de la llamada periferia, libre ya de ataduras e impurezas de ese centro irradiador.

Rubén Darío nos enseñó por primera vez la tremenda fuerza que tiene ese castellano limítrofe. Un castellano mucho más rico y vivo que el peninsular porque partía de un coloquialismo primordial para la poesía y por esa naturalidad que desbordaba todos los determinismos y moldes de la Academia. Por otra parte, por supuesto, está la mencionada voluntad de diálogo con otras culturas y con otras lenguas. De esta manera, el centro irradiador se transforma en centro irradiado.

¿Qué ocurrió entonces? Que los poetas españoles y, digamos, también la crítica academicista peninsular, calcaron los moldes de Darío, con lo que el denominado modernismo español perdió esa naturalidad necesaria y cayó en lo artificioso y preestablecido. Casi podríamos afirmar que en Canarias ocurrió lo mismo de no ser por un grupo de poetas entre los que destaca Alonso Quesada cuya expresión evolucionó hasta planteamientos prevanguardistas.

Su poesía se hace intimista pero ligera de equipaje y, por tanto, su lenguaje cobra conciencia de sí mismo y de quien lo respira. El paisaje del poema es canario pero también universal ya que el poeta funda, digamos, por primera vez en nuestra historia literaria esa hondura vital que se traduce palabra y silencio.

Con este ejemplo y con algunos más, surgen en Canarias los movimientos vanguardistas entre 1920 y 1936, cuyas inquietudes, manifiestos y primeras publicaciones giran en torno a revistas como La Rosa de los Vientos, Cartones, etc. A principios de la década de los 30, tuvo lugar en Tenerife una exposición surrealista a la que acudieron los máximos representantes del movimiento parisino André Breton y Benjamín Peret a instancias de nuestro gran baluarte en París el pintor Óscar Domínguez. Bretón afirmó entonces que Canarias era tierra surrealista. Playas de arena negra, mares de nubes… Lugar onírico. Por eso no le extrañó que tal movimiento surgiera con tanta fuerza y pureza por estos lares.

Incluso poetas como Pedro García Cabrera y Emeterio Gutiérrez Albelo casi prescindieron del automatismo programático. Dicho «automatismo» ya se respiraba por aquí y no solo en la literatura («A la mar fui por naranjas…»).

Todo estaba dispuesto, los ingredientes sobre la mesa….Pero nos vino la Guerra Civil Española y, en Canarias, donde no hubo frentes de batalla se sufrió especialmente. Esta guerra entre otras cosas importantísimas cercenó esos logros culturales y, salvo excepciones, la poesía volvió a los cauces anteriores del modernismo epigonal, hasta que surge la poesía social y comprometida. Tiempos difíciles para la poesía: entonces esta, sin dejar de ser paloma se transforma en herramienta. Habían descuartizado la libertad y por tanto la sensibilidad libre para crear. Muchos intelectuales canarios, muchos obreros del pensamiento y las manos tuvieron que exiliarse buscando esa libertad que les era negada o simplemente huyendo de la represión. Otros se quedaron en Canarias y renunciaron al llamado exilio interior por encima del terror impuesto por el régimen franquista. Dieron la cara. Un caso destacado es el de Pedro Lezcano y los poetas de la Antología Cercada. El poema se hace panfleto que denuncia la represión, habla de la ética ciudadana y humana. Poesía-herramienta necesaria. Pero que nada aporta a la Poesía y poco a la Humanidad misma. Además, su expresión había caído en los mismos moldes y estereotipos de los denunciados represores. Muchos poetas de entonces, sin dejar sus compromisos político-sociales, cayeron en esta cuenta y se inclinaron hacia un verbalismo más personal e indagatorio del espíritu humano, con lo que su poesía se hace más honda y de nuevo más coloquial. Es el caso de Pedro Lezcano, como no, y de Juan Jiménez, entre otros.

La poesía existencial tampoco aportó mucho a esta evolución, se caía con frecuencia en aquellos lugares comunes que vacían el habla de sentido y que hacen perder a la palabra su impronta plástica. Además, estaba el vacío cultural que los exilios exteriores e interiores habían dejado en el ambiente.

Pero en los 70 todo empieza a cambiar. Dada esa época convulsa de aperturismos, se habla de compromiso social y ético pero con una suerte de nihilismo sentimental que rompía con la cultura impuesta por la metrópoli. Se trata de nuevo de una poesía dialogante ya no solo con las demás poéticas, como ocurrió con las vanguardias, sino con la música anglosajona, sobre todo el jazz y esta nos conectaba también con nuestra africanidad. Por otra parte también resurgen escritores silenciados por la represión como Pedro García Cabrera. Es lógico y consecuente que también hubiera una reivindicación de los movimientos vanguardistas canarios de principios de siglo tanto tiempo silenciados y que se hicieran estudios y publicaciones de ello.

Actualmente, se puede hablar de una eclosión de la poesía canaria, si se quiere, aún mayor que aquéllas de los 30 ó los 70. Sin embargo, apenas existe crítica especializada que la sitúe, lo cual produce un efecto alejamiento de esta poesía de sus raíces coloquiales con el riesgo de perder su naturalidad y viveza verbal. Sin embargo, dada la cercanía, una valoración historicista casi estaría de más.

La cuestión es no parar esta oleada, pero sin seguir las modas y los moldes. A contracorriente si fuera preciso pero con la palabra limpia de impurezas que la asfixien. En su justa habitación. Con la palabra dialogante y certera.


Los Barros, subida a Taburiente
27 de agosto de 2009.




El ensayo «Sobre la poesía de Canarias» está tomado del libro La palabra devagar de Antonio Arroyo Silva, Ediciones Aguere, Santa Cruz de Tenerife, Las Palmas de Gran Canaria, 2012, pp. 23-26. ANALECTA LITERARIA agradece al autor y al editor el consentimiento para publicarlo.

Juan Larrea y el destino de América por Graciela Maturo (Academia Nacional de Ciencias)

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Descubrí la existencia del poeta español Juan Larrea en 1958  a través de su obra Rendición de Espíritu.  Leí esos dos volúmenes  —que me esperaban intonsos, en el Instituto de Literaturas Modernas de la Universidad de Cuyo—  con deslumbramiento y pasión, descubriendo a un poeta vidente de excepcionales condiciones, y a un hermeneuta que aplicaba a la Historia misma su capacidad revelatoria. Debo decir que ambos  mensajes  —el sentido de la poesía y  el destino de América—  entrelazados por una mirada profética,  me marcaron para siempre, tiñendo todo mi quehacer,  ya iniciado entonces como poeta, americanista y estudiosa de las letras. Pido perdón por esta referencia personal pero es imposible obviarla. Desde entonces visité a Larrea en su casa del Barrio Jardín Espinosa en Córdoba, y mantuve con él una rica correspondencia, que sólo en parte he dado a conocer.

Datos biográficos

Será preciso recordar algunos datos de la biografía del poeta. Juan Larrea nació en Bilbao el 13 de marzo de 1895, en un hogar de perfil católico y conservador. Su madre era navarra, y según Larrea los navarros eran los más católicos de España. El padre era librepensador, y  un  típico conservador, rentista, cuya herencia  venía de  un  abuelo que había hecho fortuna en América.  Dos hermanas de Juan se hicieron monjas, y otro hermano jesuita;  la madre quiso inclinar a su hijo Juan  al sacerdocio, y él estaba “du côté de sa mère” según lo dice  en carta a Robert Gurney. Hay un episodio de su infancia  sobre el cual el propio Larrea llama la atención en esas cartas.   Entre los 4 y los 7 años fue enviado por sus padres a Madrid a casa de  su tía Micaela, hermana de su padre. Este hecho tuvo gran importancia en la formación afectiva del niño, que guardó un vínculo muy fuerte  con  Micaela Larrea; ella  vino a encarnar a la Amada, sublimando la idea de la Poesía y convirtiéndose en símbolo de su  vida espiritual.

Finalizados los  estudios de bachillerato,  Larrea cursó la carrera de Letras en la Universidad de Deusto —donde conoció a su amigo Gerardo Diego—  y luego perfeccionó sus estudios en Salamanca. En Madrid hizo la especialidad de  bibliotecario y archivero, que le permitió ingresar en 1921 en el Archivo Nacional, donde fue jefe de la sección de Órdenes Militares.   Debajo de estas funciones  tan alejadas de la poesía latía sin embargo  la inquietud del creador, que lo llevó a pedir la “excedencia” en el cargo para establecerse en Paris. El encuentro con César Vallejo fue decisivo en la publicación de una pequeña revista titulada Favorables Paris Poema (1921).

En 1926, ya casado con mujer francesa,  viajó  al Perú  iniciando una relación con América que tendría más tarde consecuencias  de peso en su vida y obra. Este viaje, de corta duración, lo puso en contacto con la cultura del Cuzco, donde reunió una valiosa colección  de antigüedades incaicas que luego fueron exhibidas en Francia y en España, donde ahora se encuentran.

En 1936 se instala en París, como otros intelectuales, durante la Guerra Civil.  Su exilio continúa a la caída de la República, en 1939: viajó a  México, donde fundó, con José Bergamín y Josep Carner, la “Junta de Cultura Española” y dirigió la revista España Peregrina.  Desaparecida esta publicación, promovió  con otros escritores la creación de la  célebre revista Cuadernos Americanos y permaneció allí hasta 1949.  Estos diez años de su estadía mexicana  fueron especialmente fecundos en la trayectoria de Larrea, y le dieron oportunidad de alternar con valiosos escritores e influir en ellos, como consignaré después. A esta etapa pertenecen importantes trabajos como Rendición de Espíritu (1943)  y El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo (1944).  En Nueva York publica en inglés su estudio sobre el Guernica de Picasso (1947).

En 1949 se trasladó por varios años a los Estados Unidos  con el apoyo de la Beca Guggenheim, y luego, de la Fundación Böllingen,  para continuar sus investigaciones. Publica en Lima, en 1952, su trabajo La Religión del lenguaje español.  En 1956  – año de nuevas publicaciones: La espada de la Paloma y Razón de ser, ambas en  México –  vino a la Argentina, invitado por Víctor Massuh a la Universidad Nacional de Córdoba, donde fundaría el “Instituto del Nuevo Mundo” y su  principal organismo, el “Aula Vallejo”, con la revista de igual nombre.  Entre las publicaciones de ese tiempo destaco César Vallejo o Hispanoamérica en la cruz de su Razón (1958), Corona Incaica (1960),  Pintura actual , en colaboración con Herbert Read (1964),   Teleología de la Cultura (1965) , y   Del Surrealismo a Machupichu (1967).  Estos dos últimos títulos no fueron publicados en Córdoba sino en México.

Luego del accidente aéreo sufrido por su hija y  el esposo, en 1961, debió hacerse cargo de su nieto Vicente al que crió, y el cual ha muerto a comienzos del 2012. Después de 1964, año de la visita de Herbert Read y de cierto apogeo del Instituto, empezó el ataque desconsiderado de colegas  que no entendían ni aprobaban la actividad universitaria de Larrea. Impugnaban su permanencia en la Universidad de Córdoba. Fue en respuesta a esas descalificaciones que Larrea escribió Teleología de la cultura, un breve opúsculo que puso en mis manos en el año 65: tal escrito comienza  con el tono de una defensa personal,  y va desplegando una visión completa de su labor.

Juan Larrea falleció en Córdoba el  9  de julio de 1980. En 1982 se editó en España, por la Editora Nacional, una compilación de ensayos que habían sido publicados antes en forma de opúsculos o libros, con título brindado por el autor, que es un verso de Rubén Darío: Torres de Dios, poetas.  Su obra – integrada por buena cantidad de artículos y ensayos en revistas – sigue sin ser reeditada  y, mucho menos, estudiada y comprendida en nuestras universidades.

La obra poética

Larrea es ante  todo un poeta, y la Poesía es el eje de su formación, visión histórica y teoría de la cultura, aunque el ejercicio del poema  abarque sólo una parte de su vida, entre 1919 y1932.  La obra poética publicada, permaneció muchos años  desperdigada en distintas revistas y antologías,  hasta que fue reunida y traducida al italiano para su publicación  por el profesor Bodini  (Versione celeste, Einaudi, Turín, 1969), en edición que a su turno fue traducida  y editada por Luis Felipe Vivanco, en libro que editó  Carlos Barral  con el título Versión celeste (Barcelona , 1970); llevaba esta edición un  prólogo de su gran amigo Gerardo Diego y una introducción del curador,  Luis Felipe Vivanco.   Un prólogo breve del autor, fechado en Córdoba en 1966, ilumina la génesis de los poemas, escritos en su mayoría en francés.  Vivanco,  uno de los traductores junto con Gerardo Diego y Carlos Barral, anota que sobre 113 poemas,  90 han sido escritos en francés; por eso habla de “un poeta español de lengua francesa”.

Robert Gurney ha estudiado esa producción poética  en su espléndido libro La poesía de Juan Larrea, cuya traducción del inglés al español se publicó en el País Vasco en 2001. Era  la tesis  doctoral de este poeta e investigador británico,  y recoge  investigaciones iniciadas en 1968, e incrementadas  con las entrevistas que el autor realizó en 1972 y 1973 al poeta bilbaíno, y  cartas posteriores. Esta obra es a mi juicio la más importante sobre la poesía de Larrea, juntamente con el libro de David Bary:   Larrea, poesía y transfiguración, y con trabajos de Cristóbal Serra publicados en compilaciones críticas.  Unos pocos trabajos más, algunos de ellos de autores argentinos que lo respetaron como Daniel Felipe Obarrio, Lila Perrén de Velasco, Osvaldo Pol o quien esto escribe,  completan la bibliografía sobre el autor, al menos la que me parece más próxima a su pensamiento.

Gurney, al estudiar la poesía de Larrea con valiosas  calas de análisis e interpretación  de  sus textos, va revelando también las relaciones sucesivas del poeta con el ultraísmo – al que rinde culto con sus poemas  españoles del año 19 presentados por Gerardo Diego en las revistas Grecia (Sevilla) y Cervantes, (Madrid) – , luego  con el creacionismo, que incorpora deslumbrado  al conocer a Vicente Huidobro,  y con el surrealismo, dentro del  cual mantendrá una relación conflictiva.  Por mi parte agrego dos puntos, no suficientemente tratados: 1) La relación de Larrea con el “esprit nouveau” planteado por el poeta Guillaume Apollinaire en las primeras décadas del siglo XX.  Apollinaire utilizaba ya la expresión sur-réalisme,  que debe ser traducida como Super-realismo,  más próxima del surnaturalisme  de Gerard de Nerval que del surréalisme de André Breton.  2) la existencia de un Surrealismo español, que ha sido poco estudiado,  y que registra un particular y  sorprendente  retorno a la fuente religiosa, con toques mágico-realistas,  como puede verse en Dalí, Buñuel, Larrea, León Felipe.

Un tema importante, tratado por David Bary, es el de la Luz psíquica, a la que llama Larrea “Luz de conciencia”; sería la luz del Evangelio de San Juan y de los místicos, también la luz de la pintura que hizo decir a Leonardo: La pintura es cosa mental. Anota Robert Gurney al respecto, que Apollinaire consideraba a la luz y el fuego como pertenecientes al hombre, en tanto que Larrea definía  a la luz como don divino.

David Bary conoció a Larrea, se interesó por su poesía,  y destacó su relación con las artes plásticas. El poeta español recibió en Córdoba la visita de un genial estudioso de las artes, el inglés Herbert Read, con quien firmaron  en conjunto un  libro importante para la consideración de la pintura y la literatura, denominado Pintura actual (1965). Larrea  considera que la pintura  y la poesía forman un solo lenguaje; se trata de lo translingüístico del idioma.

El poeta bilbaíno no estimaba mucho sus primeros poemas, que Gerardo Diego alcanzó a las revistas del ultraísmo: Grecia (Sevilla) y Cervantes (Madrid).  El porqué de esta subestimación se halla en su idea de que la poesía sólo es grande cuando el poeta ha alcanzado su autoconciencia plena y se ha reconocido dentro de un Logos que supera el logos individual.  Es cuando logra la “conciencia cósmica” cuando  el poeta se convierte en profeta,  el  que deja- hablar- a- otro- por- su- boca (profemí) y por esta operación trascendente se identifica con el destino de su pueblo y de su especie. No sé si Larrea leyó a Heidegger, pero por mi parte alcanzo a reconocer en su pensamiento poético aquella  “patentización del Ser” que Heidegger encuentra en la poesía de Hölderlin. La palabra poética, en esos momentos, pasaría de ser la mera efusión de sentimientos personales a convertirse en  casa del Ser, el lugar donde el Ser se revela.

Los poetas y la Iglesia mística

Decíamos que Juan Larrea tuvo  una formación e incluso una opción católica, pese a su rebeldía ante las jerarquías de la  Iglesia. Le he escuchado más de una vez  hablar de ROMA como el anagrama de AMOR, y de él aprendí el tema de Juan y Pedro, que ha sido tratado por muchos autores y pertenece a la tradición de la Iglesia y de las artes.   Juan y Pedro representan en el mundo cristiano dos perfiles, dos funciones distintas. El apóstol Simón-Pedro, pescador de oficio,  es elegido por Jesús quien le dice: “Tú eres Pedro, piedra,  y serás la piedra sobre la cual edificaré mi  Iglesia”.  Por eso Pedro, que ocupa la cátedra vicarial de Cristo, preside la organización institucional  del Catolicismo, que significa universalismo, y acompaña  el destino histórico de Roma,  y de las naciones modernas (aunque éstas  no hayan aceptado  incluir al cristianismo  en la Constitución de la Unión Europea). El Cristianismo también se extiende a América,  en sus dos vertientes, católica y reformada.

El apóstol Juan, que vivió sus últimos años en la isla de Patmos, es un personaje menos visible, y su función aparece como postergada hacia los últimos tiempos.  A él confía Jesús a su madre,  y está destinado a presidir una iglesia invisible, la iglesia mística.   Desde luego,  Juan Larrea apostaba a la iglesia de Juan, presidida por la Virgen María en representación del Verbo, tercera persona de la Trinidad, y preanunciaba el florecimiento de esa iglesia mística, vivificada por los poetas, en América.

Sobre esta dualidad, espinosa por cierto en su aplicación a la Iglesia, tuve y tengo una posición más moderada que Larrea, y así se lo decía respetuosamente al maestro, que en todo era excesivo.  Por un lado, la Iglesia es la Iglesia de Jesús, y abarca tanto a Pedro como a Juan.  No sólo  han de sucederse sino que siempre existieron juntos: la Iglesia sostuvo  a  la Inquisición, que persiguió a los humanistas en su mayoría católicos pero también  judíos y criptojudíos, en América. Pero la Iglesia incluye a esos humanistas, como asimismo a los místicos  y a los santos,  a quienes podemos agregar otra comunidad no  rígida ni organizada, exaltada por Juan Larrea: los poetas, esa iglesia espiritual formada por juglares  – joculares– no sujetos a dogmas,  no reconocidos en el “mester de clerecía” y sin embargo actuantes en la comunidad,  guardianes de su destino espiritual. Es por la poesía que los hombres sostienen todavía una cultura y un destino no puramente materiales, utilitarios o técnicos. El Espíritu sopla donde quiere. Esta convicción es muy fuerte en Larrea, y  consolida su visión permanentemente relacionante de poesía, historia y  religión.

Sobre este punto quiero añadir que, luego de haber leído Rendición de espíritu, obra a la cual me referiré, y de conversar sobre estos temas que por otra parte han desarrollado otros autores religiosos, empecé a descubrir hondas resonancias del pensamiento de Larrea en obras como El camino de Santiago de Alejo Carpentier, y la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo.  Consulté a Larrea sobre el particular y le di ocasión de explayarse en cartas que conservo y he publicado a medias.  Estimo que Carpentier ha retomado el sentido judeocristiano de la Historia, agregando matices nietzscheanos y spenglerianos  sobre la decadencia de Occidente, y que Rulfo hace algo más que insinuar la caída de Pedro y la pervivencia de Juan en su famosa novela Pedro Páramo.

En suma, el poeta vasco-navarro  se movió siempre dentro de la tradición judeocristiana, aún acusando facetas críticas hacia los dogmas o las organizaciones. Gerardo Diego,  que fue su amigo y compañero de los cursos de hebreo y de latín en la Universidad de Deusto, decía de él: “Larrea me superaba totalmente en cuanto a la fe cristiana.”

Larrea se dedica tempranamente  a la lectura bíblica, y la historia se convierte también para él  en un texto a ser descifrado a la luz de las Escrituras.  Los textos bíblicos de los profetas, así como el texto del Apocalipsis de San Juan,  pasan a ser sus lecturas predilectas.

Con relación a la posición hermenéutica de Larrea, mal comprendida por ciertos analistas, y por aquellos que pedían su destitución, traeré brevemente la opinión de un profesor de la universidad de Duke, Marcos Canteli, quien escribe el artículo “Larrea: una utopía melancólica”. Desconcertado ante el pensamiento del poeta, Canteli  llama “utopía melancólica” a lo que considera una mezcla de posición reaccionaria y postura utópica, mostrando gran desconocimiento de la tradición simbólica judeocristiana y de toda tradición religiosa o teológica.  Por supuesto juzgada desde la izquierda, la utopía sería un bien del socialismo, olvidándose que es en el judeocristianismo donde arraiga la concepción teleológica de la Historia con una forma determinada, que llegaría a su cumplimiento histórico y transhistórico en el final de los tiempos. Y dejándose  de lado que Sir Thomas More, santo y mártir cristiano, inventó la palabra Uthopy, el no-lugar, para  designar oblicuamente a América, de donde venían las noticias de Vespucci mediatizadas por el personaje de su obra, el marinero Hythtloday. América estaba lejos de ser el no-lugar, aunque el humanista la llamara así eludiendo a los inquisidores; por el contrario, para los humanistas América era el lugar, el buen lugar (por eso en nuestros trabajos propusimos el nombre de eutopía). Se olvida también que Hegel, el mayor filósofo de la Historia con que ha contado Occidente, despliega su sistema de ideas sobre este telón cultural de fondo.

Canteli, como otros, ignora todo esto.  Se apoya en otro crítico que se ha ocupado de Larrea, Díaz de Guereñu, para afirmar que hay en Larrea un intento desesperado de recomponer el fracaso de la República española mediante el recurso a su aplicación en nuevas tierras.  Por su parte José Luis Abellán habría calificado al de Larrea como “pensamiento delirante”, calificación que no rechazo aunque doy al delirio la significación positiva que le otorga María Zambrano.  Canteli  (que no me parece nada relevante sino que lo he tomado como ejemplo de particular incomprensión)  acusa a Larrea de haber pasado del plano conceptual al plano mítico.  Y efectivamente así es. El  hombre religioso vive una atmósfera intramítica,  como lo vemos en movimientos al modo del Islam, y  esto se cumple también dentro del cristianismo, pero con una gran diferencia: la tradición de Cristo hace lugar al libre pensamiento,  y esto es escándalo para los  fanáticos,  que llegan  a considerar al cristianismo como una religión de débiles (Nietzsche) y en otros casos son inducidos  a deserciones como la de René Guénon  a favor del Islam.

Por último Canteli identifica al mito con el pensamiento reaccionario, apuntando al carlismo, el franquismo, el conservadurismo, de los cuales Larrea tomó explícita distancia.  Larrea jamás podría ser tomado como un defensor del franquismo, al que otorgaba un carácter demoníaco representado por la guardia mora del caudillo: veía en este  movimiento una proximidad  al nazismo, al que también adjudicó el símbolo de la media luna.

Para Larrea, La espada de la Paloma era una de sus obras más importantes. Según su valioso exégeta Cristóbal Serra, se trataría – sin ignorarse aspectos más permanentes –  de una requisitoria contra la Iglesia de Pedro.  Sostiene que el Apocalipsis – obra aceptada en España como canónica antes de serlo en Roma – es un texto que, sin perder su carácter simbólico permanente, habría sido redactado contra el Obispo de Roma y en el tiempo de la crisis de Corinto.  Allí Clemente el Romano habría recurrido al ejército para sofocar una rebelión de jóvenes diáconos, y desde allí la Iglesia se habría transformado en una Iglesia Romana, que según Larrea desplazó el Evangelio,  condenó por herético al milenarismo, y desplazó a la mística. Larrea no se pronunció sobre el origen ibérico de los hebreos, como lo hiciera  Oscar Ladislav de Lubicz-Milosz, pero sí esperaba y  afirmaba la conversión del pueblo judío en el final de los tiempos.

Antonio de León Pinelo y «El Paraíso en el Nuevo Mundo»  

Me parece muy  importante la revaloración que hace Larrea de la obra de Antonio de León Pinelo  El Paraíso en el Nuevo Mundo. Recordaré que los hermanos León Pinelo, Antonio, Juan y Diego, luminarias de la vida colonial, pertenecían a una familia portuguesa de judíos conversos, como –se sabe hoy- muchos de los peninsulares que vinieron desde España o Portugal  al Río de la Plata y luego a Córdoba del Tucumán, donde nació el menor de los hermanos. Antonio estudió en Chuquisaca, donde se graduó de abogado, y en 1612 ya residía en Lima, con la familia. Tanto el padre como los hermanos menores tomaron luego la orden sacerdotal. Antonio de León Pinelo regresó a España, en 1622, y hasta su muerte en 1660  dedicó todas sus horas a escribir sobre el Nuevo Mundo, al que dio siempre este nombre. Produjo buena cantidad de obras, que lo califican como geógrafo, historiador, escritor y bibliógrafo. El Epitome es el catálogo fundacional de la bibliografía americana.

Entre esos tratados varios se destaca una obra singular, que participa de la historia, la geografía, la teología y la filosofía, titulada El paraíso en el Nuevo Mundo. Historia natural y peregrina de las Indias Orientales. Pinelo trabajó varios años en esta obra, cuyo manuscrito en dos volúmenes, según el Epitome debió parar en la biblioteca de Barcia. Se sabe que de esta curiosa obra llego a publicar el Índice y “aparato” en 1656, según Larrea, y esto ha dado origen a datos confusos sobre la publicación de todo el libro. No es el momento de hablar de la historia del manuscrito, cuya copia, existente en la Biblioteca del Palacio Nacional de Madrid, fue consultada por Juan Larrea, antes de su exilio en México, donde le dedicaría un extenso trabajo publicado en la revista España Peregrina[1]. Por su parte el erudito peruano Raúl Porras Barrenechea exhumó y publicó el texto[2] en 1943.

Para Juan Larrea es esta la obra más importante de Antonio de León Pinelo, y a su juicio, una obra admirable por su erudición, a la cual califica de poética y profética.  El Paraíso en el Nuevo Mundo es un libro enciclopédico, fruto de eruditas investigaciones sobre la naturaleza, la prehistoria y las sociedades americanas, destinado a probar que el Edén bíblico se habría hallado,  en un remoto pasado, en el centro de la América del Sur. León Pinelo realiza una prolija exégesis bíblica interpolada con un examen de restos arqueológicos hallados en México, Perú y otros sitios, hecho que de suyo significa una novedad hermenéutica, por la libertad con que el autor relaciona  diversas fuentes. Luego, ya en tren de demostración, pasa a describir al continente americano, con barroca exhuberancia, añadiendo una nueva versión a la ya por entonces cuantiosa descripción de las Indias Occidentales. El Arca de Noé, construida en América, habría navegado de un continente a otro y así lo desarrollan el Libro Segundo y el que le sigue. El capítulo IV despliega la descripción de las naciones, monstruos, animales y figuras míticas de las Indias, a las cuales caracteriza con el adjetivo peregrinas. En el Libro V describe los ríos americanos.

Acompaña al libro un mapa ciertamente fascinante cuya copia me fue entregada por  Juan Larrea el primer día en que lo visité en la ciudad de Córdoba.  Cabe ahondar en el simbolismo de algunos elementos que caracterizan a este curioso mapa. En primer término se halla orientado de un modo anómalo,  con lo cual las representaciones clásicas del mundo o planisferio resultan invertidas. Esto corresponde acaso a la idea del mundo de los antípodas, difundida en el Medioevo. También se dan nombres de las regiones y sus habitantes. La región correspondiente al Norte del Brasil, Colombia y Venezuela se rotula: Habitatio hominum y la costa del Pacífico Habitatio filiorum Dei. Es posible ver en esto un reflejo del viejo tema de las puertas de la tierra, una reservada a los hombres, otra a los dioses, tema que proviene del Antro de las Ninfas, pero es un tema que no hemos profundizado aún.  Finalmente apuntaré que en las tierras del Perú figura dibujada el Arca de Noé, construida en el Mundo Nuevo para ser luego llevada al resto del planeta.

Juan Larrea, poeta penetrado de un  espíritu auténticamente super-realista, y por ello capaz de aceptar realidades sobrenaturales que se superponen a las realidades históricas, es quien ha otorgado a la obra de León Pinelo su estatuto poético, más allá de la erudición con que ha sido construido. Lo notable en el poeta español es el modo casi natural con que acepta la imagen paradisíaca del Nuevo Mundo y la continúa. Sobre este planteo audaz del Paraíso en América practica una operación hermenéutica y poética:  la  extrae de su aparente condición de pasado, científicamente demostrable o no, y le devuelve su carácter mítico, intemporal, proyectándola al futuro. Aporta una justificación psicológica y teológica para esta razón imaginaria que viene a compensar –afirma- la indigencia terrenal del hombre, dando sentido a sus pasos en la historia:

Observa Larrea “…la clara inteligencia de León Pinelo y su tendencia al orden y a la clasificación recogió todos los datos concordantes que la tradición religiosa y los nuevos conocimientos le brindaban, sometiólos a una trabazón rigurosa agrupados en series de coincidencias acusadas por la necesidad de comprender el todo de un modo unitario” (p. 76)

“La mentalidad que pudiéramos llamar colonial que se produce en América a raíz de la conquista es resultado de idéntico proceso”, dice también Larrea, y llama a la obra de Pinelo “Libro de época trabajado con la esmeradísima perfección de una piedra preciosa” así como: “singular, extrañísimo Cantar de los Cantares”.Y sigue el poeta: “León Pinelo se recrea exaltando la hermosura de la naturaleza americana… se complace en reproducir aquellas noticias fantásticas, a todas luces imposibles, que a sus ojos consagran la divinidad, el carácter extranormal de su amada Ibérica. Algunos de los capítulos, en especial aquellos finales dedicados a la descripción de los cuatro grandes ríos, pudieran considerarse en cierto modo como los cantos de un poema erudito, la correspondencia, si se nos permite el recuerdo, de aquel Paraíso Perdido en que era directa materia poética lo que aquí es seca, desabrida erudición”. (p. 79)

Larrea justifica la utopía en la tensión inevitable que surge entre la temporalidad y la eternidad. “Los ojos nostálgicos del hombre dejan de volverse hacia atrás para mirar delante de él, en el sentido de su marcha que así se hace funcional, afirmativa y sin obstáculos. Bajo estos determinantes se plasma el mito de un mundo futuro más perfecto, el cual, cuando toma cuerpo en una realidad de orden material, asume la especie de tierra prometida…”Lo propio de la teología ortodoxa es la esperanza en un tiempo celestial y ultramundano, no así la fusión de lo celestial en lo terreno, que los humanistas ven plasmarse en el tiempo concreto de los hombres. Joaquín de Fiore había abonado ese tópico  que impregnó la mentalidad de geógrafos y navegantes del siglo XV. Colón percibió esa atmósfera y la expresó en sus escritos, entre ellos el Libro de las Profecías,  fundando de algún modo el realismo mágico americano. Será  trabajo de escaldas, o sea de poetas, devolverle esa significación, nos dirá luego Carpentier.

Quiero subrayar hasta qué punto el surrealismo de Larrea le permite vivificar la eutopía americana de León Pinelo y anunciar la venida de la Ciudad Celeste en el tiempo histórico de América. Dice finalmente: “Estas consideraciones definen en verdad la forma y la sustancia del Paraíso en el Nuevo Mundo, obra, en primer lugar, nacida amorosamente de la necesidad intelectual de conocer; constituida, en segundo, por una intuición fundamenta, l racionalizada a posteriori. La intuición es el punto de partida y la médula; las precisiones materiales, el método y el aparato racional  (serían)  el hueso, la caparazón que la envuelve protegiendo su debilidad orgánica. Queda sentado que la intuición es el elemento psicológico que revela la presencia de la imaginación creadora. El Paraíso en el Nuevo Mundo. Historia Natural y Peregrina, tiene, por extraña que sea su forma, las características esenciales de una obra poética”)

Y sigue el poeta y hermeneuta bilbaíno: “El Paraíso que, según su visión particular se refiere a tiempos pasados, corresponde en realidad al futuro. Con lo que no hizo sino seguir el ejemplo del Descubridor que murió creyendo que había desembarcado en el continente antiguo. Su paraíso es en verdad un paraíso nuevo, apenas perceptible en la lontananza del hombre cuya conciencia ha dado media vuelta, la cual en vez de alejarse cada vez más de su perfección, va hacia ella, vencida la mitad del camino, endereza positivamente sus pasos. El mismo título de la obra de León Pinelo expresa a esta luz su realidad precisa. El Paraíso en el Nuevo Mundo, en el mundo situado más allá del antiguo, en la tierra de la nueva promesa, en América –Continens Paradisi- continente del Amor, continente que se singulariza en espera de su contenido”( …)“Las consecuencias que de ella se derivan coinciden por completo con las que arroja la intuición reinante en todas las repúblicas de América. (…) Es axiomático en el nuevo continente que sus tierras incuban el nacimiento de un mundo nuevo”
El poeta español contrasta el destino sobrenatural de América con “el contenido irremisiblemente bárbaro de la pretenciosa civilización occidental centralizada en el antiguo continente”. Como español, se sitúa entre los dos mundos (tal como igualmente se lo ve en su libro El surrealismo entre el Viejo y el Nuevo Mundo, 1944) ; en todo momento se entrega  con pasión al anuncio de esa nueva realidad histórico- metafísica. Hasta el título de la obra de Pinelo y su insistencia en el adjetivo peregrino se le hace connatural a la condición peregrina de España, y a su destino histórico, expuesto en su obra  Rendición de espíritu (1943). La misión histórica de España habría sido, a juicio de Juan Larrea, transmitir a América el espíritu,  convertirla en “pueblo bíblico” destinado a protagonizar la última etapa de la historia, marcada por la  redención.  Además, Larrea pone su atención en el aspecto autobiográfico de la obra, escrita desde la nostalgia del indiano que ha regresado a España,  y afirma: “No deja Pinelo, como es lógico, de situarse a sí mismo en América, evocando los días felices que allí pasó, siempre que puede incorporar su personal testimonio al cuerpo de doctrina”.

Con esta memoria personal, evocada desde la ausencia, se refuerza un tema capital en cierta línea de las letras americanas, cual es la poetización desde el exilio, practicada antes por el Inca y después por jesuitas expulsados como Rafael Landívar, o bien por viajeros extranjeros  como Alejandro de Humboldt, o por quienes habitaron América en la infancia y la rememoran en otra lengua, como lo hizo Guillermo Enrique Hudson. En todos ellos se expresa de algún modo la eutopía americana, que resurge con fuerza en la novelística del siglo XX. América, con sus problemas y contradicciones, se constituye como mito  que ha vertebrado la gran literatura hispanoamericana.



Córdoba, marzo 2012

 
GRACIELA MATURO. Nació en Santa Fe, pero parte de su vida transcurrió en Mendoza. Escritora, estudiosa de las letras, catedrática universitaria. Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones (CONICET). Ejerció las cátedras de Introducción a la Literatura y Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires y ocupa actualmente la de Literatura Iberoamericana en la Universidad Católica Argentina. Fundó en 1970 el Centro de Estudios Latinoamericanos. Dirigió las revistas Azor (Mendoza, 1960-1965) y Megafón (San Antonio de Padua-Buenos Aires, 1975-1989), y la colección “Estudios Latinoamericanos” editada por Fernando García Cambeiro. Integra el Centro de Estudios Filosóficos “Eugenio Pucciarelli” de la Academia Nacional de Ciencias y colabora en revistas especializadas de Argentina, Chile, Colombia, Venezuela y otros países. Su obra publicada,  que se extiende a más de treinta libros, ha merecido varias distinciones. Abarca la poesía, el ensayo y la investigación literaria.

Paulina Vinderman | Poemas

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De: Bote Negro (2013)

3.


¿Qué terror es éste, enraizado en la escritura
como oficio y deber, como espinas en la niebla de marzo
que ella no puede quitar y sin embargo canta?

La dulzura de la fe en las palabras que escapan
de su cárcel es semejante a nuestra supervivencia
en esta ciudad sin ángeles.

Vendrá el sol como siempre, a romperse frente
a mi asombro y vendrá la noche como una hilera
infatigable de hormigas.

Y cerraré este cuaderno, y soñaré con árboles
rugosos pero sin heridas.

Y con la clemencia de la luz.



5.


Ahora, tarde en la tarde, marzo sonará en la
palabra púrpura, al borde de la métrica,
inclinada en su terraplén.
Escribo dentro de un grabado mientras la palmera
izquierda (la pequeña) espera su salud perdida
y el encanto del cielo sobre sus nuevas hojas:
un mosquitero de encaje.

Mi mente está calma como un lago
escuchando la voz del hombre que anoche
en mi sueño me preguntaba por las constelaciones.

¿Era ésa la voz del lenguaje?
¿Por qué rompí mi poema del tiburón?

Si viene la lluvia será un exilio, un intervalo
en el teatro de mi pobre, pálida memoria.
Montañas azules, pueblos silenciosos, cardos al sol,
palomos que arrullan las siestas y un humo (¿la voz?)
en la carretera.




9.


Invento el jardín que no tuve y me fotografío
bajo un toldo de cielo.
Cuando menos lo espere, la palabra jardín
me abandonará, y volveré a mis pueblos con
calles de tierra y corazón dorado.

Me dedico a barrer sombras alargadas como cangrejos raros,
sombras de siglos en ciudades inquisidoras, dulcemente
hostiles a mi curiosidad y a mis robos.
¿Robar para el poema, no para la corona, tendrá perdón?

Hasta que la luna salga en mi búsqueda
le quito Groenlandia a los daneses y escribo
en esta página una carta al viejo Erik el Rojo.
En borrador, sobre mi río y mis piedras, mi canción
y mi Sur. Y las tribus diezmadas, y una oscura
mancha de petróleo sobre la palabra justicia.



10.


El hombre de maíz diría que el espíritu de
la palmera enferma se adueñó de mí.
Y que debo dedicarle la nube del próximo poema
en que aparezca la palabra nube.

Le pregunto por la tristeza.

Dice que debo acomodarme al viento de la vida.

Y que le cante en rima a mi raíz.

Porque a la suya —la de la palmera— le cantará
la tierra, la cobijará como me cobija el día que se va,
página a página, cobalto sobre blanco, como el recuerdo
de esa foto mojada por la lluvia que cerró el incendio.



12.


El pasado es un país extranjero, donde no sé nombrar
mi desajuste con el mundo ni los árboles frondosos
de las riberas de los ríos secretos (secretos-ríos),
que corren hacia la eternidad llamada mar.

No, no hablaré del porvenir: es un cuarto oscuro
donde sólo puedo votar por la muerte. Sus afiches
son bellos, pero irritantes de tan verosímiles.

“¿Y el presente?”

Ah, María, el presente es una piedra azul, opaca, libre,
cubierta de polvo, que me recuerda al poema
balbuceado anoche en mi libreta, que deshilaché después,
sin fiebre y sin compasión.



13.


Puedo oír los perros a la distancia, antes de dormir.
Y ellos me consuelan, consuelan a mi corazón cojo
y me hablan de lo único que tiene valor.

Testimonios austeros de la vida, un sacudir de
ramas en los días obedientes.
Como el sonido de una flauta en la noche débil,
como un humo herido por la ausencia de luz.

Viajaré por la página de la noche sin mentir,
viajaré otra vez por mi río barroso que se cree mar.

Y mañana, en mi taza de niebla en la cocina,
como todos los días oscurecidos por la lentitud,
veré la simetría.




Los poemas publicados han sido seleccionados por Paulina Vinderman para acompañar a la entrevista que le realizara el poeta Rolando Revagliatti para Palabra Viva y que puede leerse pinchando aquí

Olga Luis Rivero | Spill the wine y otros poemas éditos e inéditos (Selección)

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SPILL THE WINE

Soltó una mano de la bandeja, dejó caer la otra, salpicándose de vino y cristales. Dijo azul, azul alzando en el aire su dedo corazón y dando un portazo salió al fresco de la noche donde la luna hacía grande las pupilas de los gatos. Hacia el Ponto abundante en peces prometió alcanzarlos ese mismo amanecer.



Oigo el mar, la verdad que viene a visitarnos
Esto es la espalda de la vida brotando. Sí tiene belleza jugar a los dados, eliminar el humo y la nieve que apunta a los lirios.



Estas son las mujeres que llevan carne a los despachos. Regueros
de sangre a las moquetas brindando, ellas que lloran y perlan sus
rostros, éstas son las que cuentan y restan en oscuras pizarras sus
viajes a cimas, a cuevas como ascensores al paraíso


Para las manos 
el mejor regalo 
es una rienda
el galope de las pupilas
el pelo que oculta los pájaros
el azar del vuelo
Así la sed flotará
en el seno de la sed
 en el mundo
de los despiadados
que al fin darán
las últimas patadas
Cabalga la llanura extensa
sin senderos
la pasión sin miedo
y el aullido ardiendo
como palo de tea
La antorcha
la cola de caballo
el melancólico espacio
a nuestra espalda
Lo más feo del que se inclina
Todo queda atrás
 en los ojos de las gallinas



ABUNDANCIA

La gente se borra de las calles como la niebla borra los árboles. Quedan zapatos, sus abrigos, bolsillos vacíos que tienta la mano, un cinturón de cintura estrellada, complementos encadenados a la vida de por vida, la magia del óleo dueño de flechas en remolino ascendente con galán de palabra extraña que más aspira a extinguirse de tanta naturaleza boyante, verbo de garza imagen de buey y ya fuera de las aguas, profecía. La gente se cae como las casas viejas de las calles viejas de pronto.



Deja que el sueño quede sin agua al fondo de los jarrones
y las flores secas como cáscaras de plátano
Demasiado libre para el remordimiento
arrincona el polvo las cajas, los zapatos
Los pechos de las prostitutas
Esa dolencia amarga la fruta
El objeto creado expresa su desprecio por la vida
Contagiándose de virus extraños 
hasta su muerte
Da asco la lucidez del gamo peinado
Por las alas de su corazón 
los ojos decepcionados miran hacia dentro
A través de la ventana
Insatisfechos, enfermos, ciegos
Con un dolor de carpa fuera del agua.



Otra vez destejer el fondo marino encendido de peces, volver a comenzar porque el humo juró volver a su hoguera, el duende a su lámpara. Reyes volvieron a reinar, Alicias a crecer, flores a la nuca del almendro, los tréboles de nuevo envejeciendo al otro lado de las casas. Deshilachados los animales al galope, las ciudades, lo que la boca muerde apetitosa, la presentida forma del desierto en un jazmín, las uñas de la Venus y su amante, el talado árbol sin mirada, los brazos nuevos que aún no han sido besados, la rosa que empezó ayer a engalanarse al mediodía, los chicos del pasado que no quieren sentarse, estarse quietos bajo tierra.



PÁJAROS

En mitad de las pestañas abría el sol sedoso
las celosías finas de girasol
Asalta el cuello el hablador
boca de lago de la murmuración liviana
Zapatos en la raíz de la selva y
frente melodiosa
A la brisa facial de su amada
inclina como caballero la cabeza
para que la condesa gire el vacío
hacia otras conchas que saltaron
del tiovivo a sus varillas de abanico abierto
hasta hablar con el fuego
la lengua de las ramas
el idioma del eco divertido de los túneles
tangible en la orilla 
el estrellado oro de las aguas en cascada.



Así abrió el abanico sus fauces
escuchando el laúd de proas
que indígenas citan la selva
volviendo a derramar el verde 
avivado a su cielo sombrío
la jaula vacía de servidumbre

De: Encendido (2016 en prensa)



Camisa al viento modelados
abandonando los salvajes trigales
Persianas verdes en el llano
bajo pies en su delirio de andaduras
alrededor de la ciudad que nada
bajo tan hermoso cielo solitario
Horas de hierro pelado 
en las tumbas
Cada vez hay más silencio
enterrado al mediodía
Continúa bailando
la calle desierta
El fuego en voz baja
vierte lágrimas
El sol a mansalva
calienta las pieles.



Tú, mujer nipona incrustadora de objetos extraños en el útero de las valvas, tú, mujer hermosa a pulmón libre depositando escoria en la boca de las conchas, tu, agraciante de mis dedos ahora que las perlas entristecen, mi pensamiento.



FLORES DIMINUTAS DE MANTEL
Es verdad que sus pensamientos fueron lúgubres. Dejó la mesa sintiendo ya el sopor del olvido, el dulce abandono y el griterío de la naturaleza al mediodía.

¿Qué será de éstas telas, de la mano y la mente que se conmueve, que los dibuja y borra después?



Me gusta la flor rueca
creciendo en los valles
y consumida
en las montañas 
del anhelo
Me gusta ese perfume
azucarado y seco
de los vegetales.



El goce de Artemisa la arquera
Ir hacia dentro de la naturaleza salvaje
Con su arco de plata
A la luz de la luna
libre como el caballo
la muy distante Artemisa
inmune al amor.



No soy nada ahora que la luz se apaga
no soy más que para mí misma
la jauría asombrosa en la planicie de los yoguis
iridiscente bajo el agua
vulnerable y sólida pero también volátil
en la desmesura de estepas congeladas
sin juzgar las decisiones de los dioses
a quienes ni siquiera oso distraer
en su camino empavesado
No soy más que líquido
alma que vacila como el búho
si el día lo alcanza en la vigilia
derramando la luz de sus espejismos
espejismos del eco eco eco
Mientras yo naufrago desde el fondo
perfecto de reflejos en remolino vitral
pomposo y vivo



Tejas al silencio de la altura atadas
Aquí mis ojos náufragos
hasta coronar algas espaciales
en las corrientes nieblas
en la cresta de las lágrimas
en su deriva
evaporándose
hacia la luz del mar acogedor



Nada recuperable es bajo los párpados
los vapores sólo tocados
por plantadas ramas que se ahorcan
adentro del dejado en tallas 
de maderas nobles y olorosas
Eso 
si queda como es aquí
donde sobra fondo y formas del poema
Un pelma siempre ascendente
por escalas escarpadas de laderas
Nada anda tan alto como tú
sin títulos
sin embargos
emiratos
despilfarro
Nada escuece si oscurecen
los sentidos
si no hay piel a quien doler
cuerpo
cueros de envoltura
para el abandono vivo
crédulo
cierto y cifrado objeto
Creí en todo eso a pies del sol






OLGA LUIS RIVERO, Canarias. 1958. Poeta y saxofonista. Autora de los poemarios Las Lunas del Jaguar (ed. Sosa Campos. S/C de Tenerife 1.998. 2ª ed. El Vigía Editora 2002), En la Ola de Zarzas Gemas (ed. Socaem 1.989), Verano (ed. Benchomo, 2003), Gran Rojo (ed. Baile del Sol. Colección Plenilunio, 2003), Poetische anthologie (El Vigía Editora, 2009) Poema para Once mensajes en una botella (ed. Septenio 2011), El Enero (ed. Idea 2012 Colección El mirador) y Encendido (ed.Aguere/Idea 2016 en prensa). Poemas (ed. Nace 2014 Antología Galaxias). Desde muy joven intervino en el Primer Congreso de Poesía Canaria (La Laguna en 1976). En años sucesivos publicó en los Cuadernos de Arte y Cultura Aquel Viejo Noray (ed. Benchomo), El Buey de las Estrellas (ed. CCPC), codirigiendo posteriormente la revista literaria Menstrua Alba (ed. Cabildo Insular de La Palma). Obtiene un accésit de poesía del Premio Ciudad de La Laguna con 7 Poemas (ed. CCPC 1981) y colabora en las revistas canarias: La Teja de Bogotá, Taramela, Fetasa y La Página, e internacionales como Poesía (Valencia, Venezuela) o Lúnula (Gijón, Asturias); en ediciones periódicas como Tagoror Literario, Revista Semanal de las Artes, Planas de Literatura etc. Figura desde entonces en el Primer ensayo para un diccionario de la literatura en Canarias (Viceconsejería Cultura Gobierno de Canarias, 1992 Islas Canarias) o en el Diccionario de escritoras canarias S. XX (Volcado Silencio. ed. Idea 2008) A principios de los 90 había participado en las 7 Semanas de Poesía, del Ateneo de La Laguna y en diversos recitales poéticos, tertulias y catálogos; en las antologías del Ateneo Obrero de Gijón, Asturias y de la Universidad de Valencia, Venezuela. Plenilunio, antología de poetas canarias 2003 (ed. Baile del Sol. Colección El mirador 2010) u Once mensajes en una botella (Ed. Septenio 2011).Contemporary Literary Horizon nº 3 (Rumanía may-june 2014) o Galaxias. (Antología Ed.NACE, Las Palmas de Gran Canaria 2014). Paralelamente a esta actividad es intérprete, saxofonista profesional, con giras, grabaciones y festivales de jazz internacionales a sus espaldas como Jazz Plaza 1996. La Habana, Cuba, Feria Dakar 2000, Senegal o África Vive, Gato Gótico/ Yousou N´Dour. Auditorio de Tenerife 2009. En julio de 2013 tomó parte en Un guiño a África, Salón del Libro africano 2013. Años atrás, había participado en Bejaïa, Argelia, en las IV Poesiades de julio de 1992 en un encuentro de poetas y escritores, músicos e intelectuales del área norteafricana. 



Domingo Acosta Felipe | Poemas

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No hay vidas suficientes
para contemplar un solo instante.
Sentir es infinito.



La piel está debajo de la imagen,
la vida
más adentro.



D
ó
n
d
e

dejar el grito sin que se asfixie el aire,
sin que se caiga el día muerto de los ojos.
Maldigo esta injusticia interminable,
esta desigualdad cruel tan legislada
que corta los tendones de los sueños
y pudre la esperanza en carne viva.
Todo el horror inmenso del suplicio
destila en oro que deja a salvo y rico al asesino,
en este infierno inmenso y frío.



N
a
d

es extraño 
en esos dientes inhumanos,
con esa furia tan caníbal.
Y yo me caigo a veces del planeta
como una piedra muerta
que respira.



V
e

conmigo
y espérame en el sueño,
que no importe
si es la vida.



Los milagros 
no se repiten nunca
menos tú.
Abres el hambre,
y eliges el misterio.

A menudo me recuerdas
la luz.



Hay días que llevan tu nombre entre los huesos.
Te extraño,
con tu pipa de lunas y ojos de las fuentes.
Mis manos te oyen 
en el musgo que sonríe 
con tu libro de años
y mirlos que leen 
en los brezos del camino.
Te veo debajo de la brisa
aunque las nubes rompan 
con sus dedos
en la orilla de la isla.
Respiro.
Y soy tu hijo.



No sé si muero 
o resucito 
estoy desnudo 
abre los ojos 

No hay futuro 
en el silencio 
que amordaza 
al corazón 

No hay espejo 
Sólo la sed 
que funda un beso 
y nos elige.



Voy desangrando el labio de la bruma 
y el tiempo por el bosque.
Nadie traduce este silencio ni el rostro de los tilos;
el liquen que horada la memoria 
y el cuerpo de la faya
con la aurora,
con tus manos dormidas
en los mapas de la noche.
El Pijaral que araña el viento en el abismo y mana laurisilva, 
el agua entre violetas.

No hay espuma ni silencio en las raíces.
Sólo estas hojas que me llevan y se borran en la tierra.
La sed que habito.

A veces nazco o cambio 
porque existes.



Mírame.
No quiero ser la muerte humana.
Tu boca abre el misterio con mi cuerpo
y rompe todas las campanas con el sol.

Te bañas.
Y hasta el mar abre los ojos,

y esta voz.



No puedo abrir la puerta de la página,
que el grito escape con el tiempo y las paredes
y pueda oír los ojos del misterio.
Por eso sueño 
y a veces salgo con tus manos
debajo de la tinta.

No importa.
Algún día descubrirás
que el arcoíris también nace
debajo de los ojos
como esas gotas que caen
y oyen en la luz
después de la tormenta.



Hay muerte.
Y hambre.

Ya estoy al pie de las palomas
sin nada que negar.

La revolución es una relación afectiva con la realidad.
El camino que no existe es casi siempre el más hermoso.
Y el único posible.
Sin cadenas.

Seguir
como si fuera pan el horizonte

y ya se muera el miedo.



Sí. Se había ido.
Y nos quedamos solos 
con la muerte.
Era un adiós extraño
y duro.
Mi hermano.
El café junto al mar en las gaviotas del alba.
Las nubes o la duda
apenas sin palabras.
O aquel olor a pan 
o amor,
de todas sus sonrisas.
De nuevo regresamos
en los otros.
La tarde, todavía,
no fue noche.
La orilla
sin sus brazos.
Para que sepas
que sólo existe lo imposible.
Este silencio desdentado 
ya no sostiene al mundo.



A veces 
el dolor 
afirma que estás vivo 
y rompe muros 
invisibles.

Te pienso. Tiene ojeras la esperanza.

Con tanto miedo 
ya nadie acaricia los cabellos de la sombra,
los labios puros 
del silencio,
tus grandes manos 
del asombro.



Me gustaría ser una persona 
con un instinto razonable,
vivir como una especie diferente.
No siento casi nada como ellos.
Y aunque el dolor impuesto sea casi todo femenino,
o digan que está lejos, 
también es mío, sí,
también el otro, por supuesto.
Duele en el alma y en las huellas
donde el futuro no es pasado 
y te avergüenza.
Pero he de sangrar en las mandíbulas del tiempo
las mujeres violadas, 
el caníbal que rompe la inocencia.
Mienten.
Hay un infierno con el frío
y todos somos grietas 
o el abismo,
sobre este ombligo inmenso  
y permanente.
Siento su inexplicable calendario
anclado entre los barcos viles 
del silencio.



Los que ahora se visten con tu boca
te dejaron morir en el silencio,
tramaron los derrumbes de la aurora,
la noche de la ausencia.

No quieras el olvido,
ser hijo de esa isla inmensamente triste sin las olas,
dormida 
desde siempre. 

Nada renace
en esa estatua oculta,
tallada y rota 
en el silencio.

No caigas
con un beso.



Algo gotea como un grifo.
El insomnio de un plato que estremece los instintos.
Es un reloj o el hambre
la injusticia,
el desayuno ausente 
que habla con los mirlos.
Después el agua se bebe el sueño con sus brazos
hasta negar el paraíso.
La calle pasa 
como un almuerzo en el exilio.
Yo no despierto, 
sigo descalzo en la toalla,
sigo desnudo 
en el bolsillo.



No escribas más 
en esta mesa ronca
la fosa de otro libro
camino de la noche y el enigma
el huracán que calla entre los dientes
lo triste sin bolsillos.
Nadie recuerda la catástrofe
o el fósil de la lluvia,
la mortaja del tiempo
de otro mundo.
Otra pandilla de orgasmos
y cuervos en los pinos,
desnudos y sublimes
como un error
sin frío.

Tomo café
en los pulmones del azúcar
con esta edad
sin aire
para curar un poco
la nostalgia,
el último preludio,
de forma torrencial
el límite.

Mira esta hoja.
Es un recuerdo triste en la memoria de los pájaros.
Cada silencio muerto pesa como un árbol
y nada vive en esa sombra 
que ni es verso.
El polvo herido, 
la inmensa longitud 
de nuestra ausencia.
Mentira de ser únicos.



Hay una conmoción de ombligos,
de espejo negro, 
de urna sin medalla.
Este suicidio colectivo.
Este huracán de loros emboscados 
en el asco.
Y el ego imperturbable,
la opaca convección
que aplauden 
los batracios.
La alarma 
en el gatillo.
Esta estación de aztecas, nazis y espartanos
que logran el abismo.
Todo el sabor
de los asirios.
La castración 
de la ternura.
La esclavitud de piedra
sobre el muro.

Miro al lemming 
para saber si somos el eclipse.
Otro estandarte
con el precio la duda.
Este terror 
ametrallado.
Cada coraza 
del espanto.
La viva muerte de la vida.
La doble rendición 
del extermino.



No hay nada eterno entre las ruinas.
El gran hermano adiestra tu pijama de solsticio.
El pólipo infinito.
El ácaro macabro.
El tiempo es una grieta bajo el musgo.
El miedo es una cárcel.
Su prójimo caníbal.
Y hundir la luz
sin piel
con un portazo.





DOMINGO ACOSTA FELIPE, Nació en Santa Cruz de La Palma en 1957. Su obra incluye los siguientes poemarios: Granos de arena (1996), A ese nombre interminable (1996-1998), Memoria de unas olas (1998-2000); El mar de Nadie (2011), Grito (2015) y Ramas del tiempo (2016). Los ojos del alisio e Islas se encuentran en proceso de publicación, La sombra del guaidil, inédito. También algunos poemas han sido publicados en diversas revistas y antologías de España y otros países. 

Eduardo Mallea | Sumersión

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© Foto: Sara Facio



Aquella ciudad no ofrecía destinos blandos, aquella ciudad marcaba. Su gran sequedad era un aviso; su clima, su luz, su cielo azul mentían. Una riqueza fabulosa ocultaba el hierro rojo. Sin embargo era el país del hierro rojo, animales y hombres lo soportaban en el campo y en la ciudad. Ésta tenía un aspecto amable y engañoso; engañaban sus calles rectas y limpias, tan hospitalarias que hasta su seno entraban, venidos de ultramar, las chimeneas y los mástiles para mezclarse con los árboles del país, en sus plazas; engañaban las luces, al anochecer, de un gigantesco estuario que esperaba a los viajeros como un horizonte suntuoso, iluminado; engañaban sus hombres, engañaban sus mujeres -bellos ojos ásperos y malignos, carne dorada, mujeres de una rara especie animal y secreta. Pero estos últimos engañaban sin conciencia como si la atmósfera les impusiera insidiosamente una conducta.

Sin embargo aquella ciudad y sus fuertes mujeres se parecían. Gravitaba sobre su corazón, sobre su seno, la misma ley instintiva y odiosa: ambas encontraban para el extraño un profundo rigor, una honda veta negra. ¡Cómo dejaban acercar al extraño sólo con mostrar el brillo de su piel saludable -acercar el beso, acercar las proas cargadas de racimos humanos- para mostrar después el hierro rojo y asentarlo con pasividad!

Contra esta pasividad ominosa clamaban sin suerte las carnes desolladas, esos racimos de gente con ojos de bestia dócil que se quedaban rezagados junto a los mármoles de los Bancos, de los Grandes Almacenes, de las estatuas. Poseídos de una sed de inmediata conquista siete mil inmigrantes llegaban por semana. Todos tenían que atravesar por un barrio antes de llegar al seno de la ciudad. En esta región se habituaban, para no sufrirlos de golpe, a la edificación poderosa, al clima de la actividad poderosa. También en esta región comenzaba para los miserables el sometimiento a la ley de la tierra prometida. Muchos soportaban la marca roja con ojos dolientes y firmes, como en el interior del país los mansos ganados; muchos pagaban su derecho sangriento sobre el futuro; pero, en esta región vaga -tierra de nadie de la ciudad- otros, débiles, se retorcían, gritaban sordamente ante el olor de su carne señalada. Este acre y pobre olor humano no lo conocían los hombres y las mujeres de la ciudad, demasiado atentos a la pequeña ingeniería de su alma y a la inmensa ingeniería de su ciudad. De este sacrificio nadie tenía noticia, nadie sabía más que sus héroes oscuros.

Los más fuertes entraban después en la ciudad, pero los débiles permanecían enquistados en ese barrio, gente que no entraría nunca en el laberinto, pálidos menospreciados de Ariadna.

Taciturnos, habían construido sus defensas provisorias, improvisado los falsos goces de su fracaso, y así estaba el barrio lleno de recursos contra la opresión invasora, de diminutos cinematógrafos, de hosterías con nombres cándidos, de barracas con «novedades» y pasatiempos, de vastos bares que trascendían una música internacional. Y este barrio, a la luz de los reverberos y tugurios, tenía sus mujeres -circulantes mujeres de alma ingenua y dientes podridos que se maravillaban ante los llamativos colgajos de las tiendas-, señoritas capaces de reemplazar con grandes gestos los gestos de la amada, demasiado rojas, pintadas y fragantes, comparables a esos modelos que las casas de belleza movilizan como un último recurso ante la ruina.

¡Felices los que de ese limbo oscuro subían a una nave de vuelta! Acodados en la borda, al anochecer, rostros de extrema blandura, ojos azules, veían desaparecer sin odio, más acá de la ciudad, lo único que conquistaron de ese populoso desierto, esa franja de tierra miserable, isla negra surcada de estrellas.



I

Avesquín, llegado al puente, se detuvo. El puerto abría su boca monstruosa, la noche viajaba, las bellas aguas nocturnas oscilaban brillando. Una queja de animal poderoso vibraba; trepidantes, usinas y sirenas rompían la garganta del estuario, conmovían los mástiles, los castillos esqueléticos, todo lo que vela, por la noche, el sueño de las naves. Avesquín contempló absorto ese abismo. Apretó las manos en el parapeto mientras lo invadía una alucinación angustiosa. Un lejano reflector resbalaba de pronto, escrutaba, descubría en la cubierta de los barcos, en medio del gran foco negro de maderas podridas, tripulantes dormidos; por un instante ponía en aquellas caras amarillas o negras el mismo relieve luminoso, después desaparecía, dejaba que la noche les diera una muerte lívida y transitoria. Los inmensos muelles rectangulares oprimían.

Lo iba llenando una alucinación angustiosa y al mismo tiempo una placidez, un bienestar, semejante a ese alivio que se siente al entregarse del todo, después de la crisis, a un lento dolor. Ese ruido portentoso comunicaba su espíritu, su profunda soledad, con el universo; sólo el poder de esta otra enorme soledad, trepidante, llevaba a su espíritu palabras activas, una voz. Era la voz del hierro, de las proas martilladas, de los silbatos guardianes, pero detrás de todo eso imaginaba hombres, grandes cansancios, tragedias respiradas con el carbón, gemidos, ojos huidos de la labor hacia ignotas regiones. Hombre errante, él estaba acosado, pero no sabría decir por qué, por qué mal en medio de un mundo nuevo y poderoso. En la urbe, ante la grandiosidad helada, la suntuosidad vertical de una sorda Babilonia, las mil diagonales de cemento blanco, extrañaba su tierra, el Café de los Intelectuales, el teatro Cómico, la señorita Iva, las iglesias barrocas del suburbio, los muelles de madera de su río nativo, descompuestos y hediondos. En medio del mutismo de la ciudad nueva, cuyas fiestas o penas no conocería nunca, extrañaba sus antiguas charlas con todo el mundo en los viejos parques europeos, sus discusiones con cada cliente a la luz de un chopp opulento, al atardecer, en los cafés cuyas paredes decoraba sin prisa, ocioso e ilusionado.

Ese mutismo brutal lo llenaba de asombro. Le traía, anochecido, a buscar la inmensidad abierta -donde aún las risas, los gritos, en los navíos cercanos, que no eran para él, veníanle ofrecidas por un eco servicial-, el rumor de la noche libre y el eco de una terrible laboriosidad recogida y naturalizada por el agua. Hasta medianoche la vida del puerto era intensa.

Con su camisa negra y su traje oscuro, pobre, Avesquín se confundía con la noche en aquel puente tenebroso, y sus manos, su rostro, aculotadas por una vida sedentaria, le parecían ahora demasiado blancos y débiles, con esa cicatriz que le cruzaba la sien; tenían para esa atmósfera la misma luz humilde y silenciosa de la luna. Sus ojos seguían sin fatigarse el cuadro turbio del puerto. Pero, pensó, no era, realmente, piel curtida lo que este mundo nuevo imponía con su clima a los hombres, sino una condición particular del gesto: un fondo de impavidez sobre el que la risa o el llanto ya no pueden tener nunca derecho de ciudad. Dio unos pasos en el puente, esforzándose por ver en el canal distante, a su izquierda, las maniobras de un pequeño remolcador cargado de frutas. Estaba demasiado lejos y permaneció un rato inclinado sobre el murallón; la luna le daba en la espalda. Su cuerpo era proporcionado y hermoso, con un viril acento en los hombros; al volverse absorto, cualquiera hubiera visto el poco carácter de sus facciones, sus rasgos blandos, sus labios pálidos encima de un mentón huyente. Sólo los ojos sometían esas facciones a una profundidad; eran lentos y justos, se desplomaban sobre las cosas; tenían ese tenso brillo, ese brillo doloroso que presta a la mirada de los viajeros el cierzo helado.

Todavía por un instante sorbió -él, que no hallaba en su soledad otro objetivo que su soledad- la inútil lección de esa gran masa negra y circundante. Toda la ingeniería del universo establecía allí su concurso; mientras la precisión de un pequeño sistema cósmico mantenía aislada su austera escuadra, los docks, abajo, se atenían a ese mismo espíritu, rectos, sólidos, concluidos. Un perfecto destino a cada rato recomenzaba y concluía en estas cosas inertes. De pronto un barco pasó lentamente, quebró ese ritmo dirigiéndose al canal, con un dibujo obsceno pintado en la chimenea gris.

Avesquín volvió la espalda al parapeto, abandonó sombrío aquel abismo. Sus pasos golpearon duramente la piedra y en este resonar seco se fue transformando el estrépito que pesaba sobre las aguas. Se detuvo; no sabía si volver, si sentir un rato más en los oídos aquella orquestación inquietante o venir al mutismo y al páramo, a la ciudad. Pero vio las luces de la calle cercana, fragmentadas por grandes arcos, enturbiadas por los árboles de una plazoleta, y se sintió atraído. Material y débilmente atraído; no tenía voluntad y caminaba a la deriva.

Fluctuaba, pensó, fluctuaba como un leño, en el foso circundante de la metrópoli, sin penetrarla, como un leño seco e inerte. No tenía comunión con nada. Se desayunaba todos los días con un café amargo, y sus pasos eran amargos a lo largo de las vidrieras brillantes, a lo largo de esas áridas calles cuyas emanaciones secas tragaba. Con sol, con agua, con un vigoroso contacto humano, ¿no se hubiera sentido revivir? Ah, en aquella ciudad el agua moraba en napas remotas, grandes moles de piedra hueca  interceptaban el sol, los hombres tenían entre sí contactos inconfesables. Estos hombres se ocultaban para vivir y uno los sorprendía, amantes crudos, huyendo de los hoteles amueblados con una mano en la cara, huyendo de los parques donde su breve presencia era también subrepticia. Estos hombres olvidaban el destino de sus manos, las tornaban incapaces de asir, de acariciar a la ventura, naturalmente, como la carne desarrolla y satisface su hambre.

Al atravesar el puesto de los guardacostas uno de ellos lo detuvo, pero como contestara dócilmente lo dejaron pasar sin revisarlo. Avesquín evocó sus dos semanas en la capital. Dos semanas, dos semanas errando, levantándose y acostándose entre días y noches espantosamente desolados y extensos; ¡qué turbio transcurso por esos días cuyo paso de ida era claro ante las ventanas del hotel y su vuelta, su declinación, cargada de humos! Y todo esto debido a una tonta ilusión, a sus años, ya pasados los treinta por algunos más. En su urbe europea -al lado de un río espeso, oscuro, según la leyenda atroz teñido por sangres invasoras-, ¿qué le quedaba, sin embargo, por hacer, desaparecida la mujer que le acompañaba, sombra demacrada y ansiosa, tierna sombra? Su vida había dado un vuelco; ya no pintaba los muros ilusionado, absorbido u ocioso, y aquel paisaje del Acrópolis que era su obra maestra para decorar los bares de lujo, los hoteles recién inaugurados en su pared más visible, adolecía para los propietarios de un verdadero aire sombrío. Sabía de memoria las charlas del Café de los Intelectuales y la señorita Iva le llevaba el café, al amanecer, con un gesto cada día más absorto, pensando sin duda en los nuevos aspirantes a su pequeña mano y su mal genio. Una tarde entró en el comedor un marino rengo y piafante. Habló de su nave ya cargada de enormes bobinas de papel, habló de lo divino y de lo humano y, entre lo humano, entusiasta, de la meta de su viaje, esa ciudad lejana, ignorada, con sus mujeres estupendas, el bar más grande del mundo, su parque, sus carreras de caballos. El paisaje del Acrópolis le gustó, recién concluido en el comedor, para el salón de su barco; casi puede decirse que suscitó su emoción, viejo marino piafante. Avesquín aceptó, aceptó la invitación, viajar, emprender esta aventura, conocer el mundo por dentro, las bellas fiestas con que los hombres se obsequian en todas las latitudes, ahora que su juventud comenzaba velozmente a consumirse por la sien izquierda.

¡Qué navegación, cambiando de camarotes húmedos, oyendo en la bodega las canciones de Logart, con su buena voz, sus gestos brutales, su alma despótica, fuente contaminada! Aquella voz que estremecía a medianoche en pleno océano, como la dulzura de los reptiles.

Desembarcó en la ciudad sin aprensión, alegremente, confiado y voraz como ante una granada de pulpa blanca. Los suburbios, la plaza, las instituciones, todo lo respiraba con el aire, aquella mañana de otoño, los ojos lentos y dilatados, los labios húmedos. Sentía una gratitud profunda hacia los hombres que pasaban sin fijarse en él, sin notar su condición, su áspero aire extranjero; hacia su propia salud, generosa; hacia las mujeres bellas y veloces como el pez abisal. Con gesto nervioso, sorprendido, se detenía ante los escaparates, admiraba la copiosa floración de los castaños en octubre -cuando debía pasar por contraste en su tierra el frío primero y los puentes debían contraerse como hombres-, reía alborozado al ver que su pésimo español rudamente aprendido de su mujer, judía de Salónica, mejor deletreado a bordo, le servía para hallar un cuarto claro en cierto albergue del pintoresco suburbio, abierto a dos plazas, cerca del río. «Amsterdam Hotel», un hotel con nada de Amsterdam. Un poco de francés, un poco de español; poseedor de este raro brebaje, ¿qué secreto podía guardarle la ciudad? Alegre, caminaba, recién llegado, por las calles, repitiendo en voz baja el nombre del país, de sus regiones; entraba en algún bar, ofrecía, con un aire de ministro diplomático, sus servicios artísticos. Pero aquella fotografía grisácea, el paisaje del Acrópolis, dejaba indiferente a un mundo abstraído y presuroso.

Al tercer día, en medio de la niebla despidió al capitán y a sus amigos, y también a ese enorme paisaje del Acrópolis que lo dejaba solo, que retornaba. Logart, jovial, cantó en su honor una canción inmunda. Pero esto no lo hizo reír. Nada le hacía reír esa mañana, profundamente afectado por la despedida. El barco se alejó como un amigo, pesado, lento, grandioso. Volvió solo a la ciudad, caminó toda la mañana; ¿para qué quedarse?, se preguntaba; pero la ciudad respondía llena de mármoles, sus hombres vestían con lujo, se respiraba en ella un oro líquido.

Caminar, caminar, devorar caminos; y en cada reposo no oír sino el eco constante de los pasos, el eco constante de los pasos.

Al día siguiente su alegría se detuvo, se detuvo bruscamente, como ante el paso de un cortejo siniestro. La noche anterior no había dormido y una vez levantado, mientras se calentaba el café, se acercó a la ventana contra cuyos vidrios estaba cernida una niebla compacta. Abajo, en la calle, la actividad se iniciaba; pasó un cartero cargado, después una mujer; al rato el desfile negruzco, negruzco premioso, constante. «Extraña gente», exclamó; estaba serio, absorto, «extraña gente». En cada rostro se marcaba un gesto abstraído, una concentración indecible, como si toda la ciudad encaminara una fría peregrinación hacia metas cercanas. Cada hombre caminaba solo, agitándose -no, no agitándose, ¿quién se agitaba?, todo el mundo llegaba a tiempo a su destino con las facciones compuestas, la sonrisa lista, ese gran frío que esta gente trascendía-, marchando como esos competidores de la Maratón que calculan sus metros tenazmente. Se alejó de la ventana, sorbió en pequeños tragos el café, acuoso, constató su sordera ante este mundo. Sordo, sordo, aislado en una atmósfera espesa en medio del aire veloz. Esta certidumbre lo obsesionó; quiso adelantarse, adelantarse a sí mismo, se aplicó a improvisar palabras para su propia convicción, palabras con las que se obsequiaba cortésmente en los bulevares ásperos, iluminados, donde las multitudes giraban desintegradas. Pero éste era un juego falso. ¿A quién hubiera engañado el verdadero proceso que lo consumía? Empezaba a invadirlo el silencio, grandes grumos de silencio. Al salir del hotel, una mañana, la propietaria se quedó mirándolo, aterrada al ver unos ojos de fijeza mortal en aquella juvenil corpulencia. Salía y caminaba; no tenía ya delante una granada blanca; una fruta sí, vistosa, pero seca. Las avenidas no acababan nunca, todo lo largo exhibían casas y casas, ni un solo refugio, ni un solo núcleo de humana diversión, sino cafés con hombres, donde se apostaba a la luz de una claridad de escenario y se discutían concursos de supremacía sexual. ¿Pero cómo habrían de mezclarse las gentes, de comunicar? Hubieran olvidado el cálculo del alza y baja de los valores, hubieran mostrado, tal vez, el hilo de su genuina naturaleza, descubriendo ocultas ignorancias, o vagas condescendencias hacia el prójimo.

Concibió un odio indecible por ese desierto populoso y edificado. Pasaba por las puertas de la Ópera, veía entrar figuras opulentas, fracs y habanos en una interminable sucesión. Se acercaba a los templos, él, que no tenía fe, ignorante de toda jaculatoria. Bajo las cúpulas permanecía de pie, mudo, contemplando transportado los exvotos, las imágenes de porcelana. Todo esto, con dolor, le evocaba su infancia, su afición ingenua por las iglesias, con su recinto resonante y su Cristo, allá al final, como un blanco recién abatido por las injurias. Le gustaba ir temprano, meterse, al amanecer, en San Estéfano, aquella catedral vieja de mil años, de naves enormes, secas, profundas. Se quedaba acurrucado junto a las columnas, solo, soportando el silencio, el misterio, como un espectáculo pavoroso y terrible. Contemplaba el Cristo crucificado y, viendo esos párpados, creía que iba a hablar, a lanzar quién sabe qué ingenuas palabras; le entraban deseos de blasfemar contras las gentes que venían, luego, a injuriar el cuerpo doloroso con su hipocresía y su falsa beatitud, aprovechando su condición indefensa. Odiaba a aquella gente que dejaba flotando en el templo un olor a sudor impuro y linimento. Su cólera infantil era tan grande que se alejaba lleno de rencor, huido con palabras sordas e injuriosas.

Ahora no se alejaba con rencor, sino con ese gran silencio que lo tenía invadido. Chocaba después con la rectitud violenta de los muros, con las cuadras regulares y áridas, con unos rostros sonrientes pero impenetrables, ásperos, inatentos, y sufría. Sufría una tortura mortal, no ya por este infinito aislamiento, sino por su lejanía de las fuentes frescas, de la tierra, de todo aquel piso donde los huesos no son estériles. El asfalto le infundía una sorda desesperación, como al preso el espesor del hierro circundante; toda la impotencia de su carne se resentía. Entre la multitud, rozándose con facciones apremiadas, rojas, veloces, le parecía caminar hacia atrás. Evidentemente el suyo era un retroceso, un retroceso. Descubría, en esas gentes ignorantes de toda fatiga, una voracidad, una proyección que los sostenía como el pasto atado a la cabeza que el caballo persigue, una serie de objetivos concretos y constantes que iban a desembocar, sin transición, en la muerte.

Poseído de angustia, se apresuraba en esas calles, olvidaba el signo inerte de los escaparates, de las mesas de café, pugnaba por correr. Pero esta ilusión grotesca desaparecía. Detrás de qué podría correr, él, magro alimento del ocio. Detenido junto a los reverberos, dejaba pasar esa corriente humana en las avenidas. Veía el trato rápido entre la dama equívoca y el hombre; los veía desaparecer; ella, pronto, regresaba. Veía, en los altos edificios, en el sexto, séptimo, octavo, noveno, décimo piso de los edificios, una actividad operosa. Comprobaba, cada vez más desalentado, y él mismo se sentía jadear secretamente, que no podía llegarle una palabra, una comunicación. ¿Quién se detenía, allí, en medio de un creciente, productivo, previsto destino? Cada uno tenía su ruta; en esta ciudad las rutas eran paralelas, como sus calles. Viejas vías estrechas, focos peligrosos de contacto, de conversación o retardo, eran abatidos a diario. Se encaraba el progreso, el Progreso. Un enorme silencio humano gravitaba sobre la ciudad.

Exhausto, volvía a su hotel, situado en el único barrio donde la miseria ponía en contacto las vetas de inquietos y oscuros espíritus. Su imaginación conocía, en el trayecto, una tregua. Soñaba con las provincias y los campos de este país, con la pampa, las viñas y los Andes, que había visto en vagas oleografías. Su nariz reseca por los vientos y las tierras antiguas reclamaba esos olores intensos y sustanciosos, mojados como la uva reciente en las acequias. Soñaba, a través de lecturas imprecisas, con el relámpago en los campos infinitos y llovidos, con la planicie, de río a río, de población en población, donde el grito humano perdura largamente; donde la sensualidad del hombre obedece al sol, cesa con la hora del ruego, al atardecer, hora de cansancio y de tregua, hora en que el horizonte abandona su presa, devora las leguas planas, se acerca, se confunde con la noche y rodea a cada ser con la mansedumbre del aire circundante.

«Barro, barro», gritaba su espíritu, ávido, mientras se libraba de la opresión de la urbe. La piedra protestaba bajo sus pies. Al llegar a la proximidad de las luces del barrio sórdido sonreía, respiraba. Ya sabía él lo que era esta metrópoli, el capitán se lo había susurrado, sentencioso, casi con un aire sibilino, al llegar, frente al caserío monstruoso. Tierra de prostitución, de falsos símbolos. Tierra húmeda, nueva y maravillosa, vencida por el oro del sacrificio ganadero; vencida por el capital de un cúmulo de miserables generaciones arribadas de regiones extrañas a la comodidad y a la ambición, a la adulteración de lo espectable.
  


II

Volvió del puerto, descendió a esa calle donde una serpiente de luz corría bajo arcadas.

La vibración del ruido en el abismo nocturno perduraba en su espíritu; pensó que iba a volver en seguida a la aridez y al silencio. Sobre los grandes arcos observó las terrazas, aquella especie de jardín colgante y veneciano con doble plano como un fondo de primitivo, los frentes desemejantes, pintados en colores increíbles. Y debajo la gran galería iluminada, con sus tendejones, sus orquestas femeninas, los vestíbulos con atracciones y anuncios, prometiendo sensacionales espectáculos: los pequeños hermanos siameses, por una suma módica, podían visitarse en su barraca; por una suma módica el panorama de la guerra europea, vistas galantes, la mujer menos mujer del mundo... Avesquín se unió, bajo las arcadas, a una enfilada corriente de hombres en traje azul, en trajes de pana, ebrios, lentos, todos con una tez vieja y extranjera y un andar lamentable. Las guirnaldas de rama verde, a la  entrada de las cervecerías de nombre alemán -Bürgerliche Küche-, detenían un instante a los más rubios. Cancerberos fornidos -caras estigmatizadas- los invitaban a entrar, a alternar con damas de charla fácil y práctica. Pero estas gentes ingenuas sonreían, continuaban su camino, ante una invitación que tenía el aire del sarcasmo. Al abrirse el batiente de alguna puerta, salían a la calle bocanadas de luz amarillenta y humosa, risas, gritos. Mujeres de paso rápido caminaban de bar en bar. Ante los ojos de Avesquín caminó un hombre tambaleante, con un timón dorado en la manga, vomitó su alcohol en el cordón de la acera, volvió apresurado al bar, a llenarse. Tal vez al día siguiente sus manos iban a dominar, seguras, las válvulas de un inmenso navío. En las tinieblas de la calle adyacente circulaban parejas; los hombres regateaban, uno podía verlos indecisos. Y al lado de estas negociaciones miserables, de esta sordidez, de estos caracteres siniestros, Avesquín, absorto, vio cómo se respiraba en la atmósfera un candor. En esta feria de espectáculos escatológicos, dominaba a los curiosos un candor: los hermanos siameses -feto peludo- adoptaban un aire mágico ante su vista. Un grandioso, activo candor: naturaleza profunda de esas gentes extranjeras demasiado débiles llamadas a deformarse en una constante reacción defensiva.

Los music-halls se sucedían con nombres extraños e impronunciables.

El Avón Bar quedaba en el extremo sur de la calle, frente al edificio del Correo, y lucía ante su escaparate -donde campeaban algunas botellas y un caballo de yeso blanco- dos reverberos irisados. Avesquín, con esa cara de visionario impuesta por la soledad y el silencio, entró. El salón, estrecho, estaba lleno de una niebla humosa y parecía un escenario de raras decoraciones: grandes tapices azules, en efecto, cubrían las paredes, señaladas de trecho en trecho por falsos balcones de madera labrada. Sobraban trapos, cortinas, como en esas habitaciones que se alquilan por horas donde flota un olor a humedad y polvos de arroz. Aquí todo olía a cigarro, a narciso negro; de las lámparas pendían papeles de color y esto cernía sobre la sala una lluvia pintoresca.

Avesquín sintió sobre sí las miradas de las mujeres. Un rápido juicio sobre sus bienes posibles cundió por la sala, al aparecer en el rectángulo de la puerta sus fuertes hombros, su palidez, su camisa negra. Caminó lentamente hasta una mesa próxima y un mozo escuálido se le acercó con indolencia. Como sus ojos tenían sólo un poder pasivo y su aire era modesto, ninguna curiosidad se detuvo en él más de lo necesario. Algunos hombres cantaban, acompañando la orquesta que estaba en lo alto, en un ángulo; la formaban señoritas, quince señoritas de piernas espectaculares, pero sus instrumentos estaban mudos. Sólo les correspondía el misterioso destino musical de las sirenas. De esa orquesta no sonaba más que un piano, escondido a retaguardia y librado a la tenacidad de un señor de anteojos. Esa tenacidad conseguía un gran ruido y a la sombra de ese ruido las señoritas enviaban hacia abajo, al salón, rápidas ojeadas de rabillos, gestos incitantes.

Una mujer enana, agitada y colérica, mandaba a los mozos detrás del mostrador, se acercaba a los clientes, atendía el teléfono, blasfemaba, reía, batía las manos, se desesperaba por mantener una animación estrepitosa.

Avesquín la conocía; dos noches antes se le había acercado para hablarle, en el mismo bar. «Mi nombre es Madame Cier -le había dicho-, pero puede llamarme Elsa». Después lo convidó con un vaso descomunal de whisky, porque «eso entibia e ilumina».

Sin entusiasmo, recorrió con la vista todas esas mesas. Sabía que toda su ansiedad era inútil por descubrir un alma inquieta, una herida comunicante, en medio de este tumulto de risas y voces; se desalentaba. Buscaba una cicatriz cuya historia hubiera valido un relato, ojos que revelaran una vida de pulso violento o acelerado, gestos de humildad fecunda, humana tierra en fin a la cual ir con sed y hambre y cansancio, porque necesitaba hablar, hablar. Pero -incluso el hombre de la barba en punta, callado en un rincón, y aquel núcleo ruidoso que brindaba y bebía- esta masa de desechos le parecía asquerosa. Iba llenándolo de una sensación de repugnancia que él, rápidamente, se esforzaba por combatir, evitando un malestar físico. Se llevó el vaso a la boca, los ojos entornados, tratando de establecer su propio diálogo, ahí en la pequeña mesa, de distraerse; evocó recuerdos y proyectos. Pero como por imposición de una conciencia más profunda, de una urgencia premiosa, volvió a mirar a su alrededor, a volcarse hacia afuera; había perdido los resortes enérgicos, toda vuelta a sí mismo le era angustiosa, insoportable, y seguía acumulándose en su espíritu una corriente insidiosa, sombría. Deletreó un gran letrero, colgado en la pared opuesta, hasta formar el título «Ordenanza Municipal»; repitió lentamente esas palabras mientras se acariciaba la barba mal afeitada, inatento a la pierna que balanceaba a su lado, insistente y sonriente, la compañera de un inglés dormido.

La música aumentaba su tedio, música propia del país, quejumbrosa y pausada. En la puerta apareció un hombre. «Grand», gritaron de varias mesas, y del grupo que bebía y cantaba en un rincón, golpeando los vasos, partió un saludo estruendoso: «¡Viva el poeta eslavo Evaristo Grand!». Un individuo pequeño, ventrudo y desmelenado alzaba de pie su medio litro, en actitud de saludo. El grupo repitió en coro tres veces aquel nombre, echando adelante sus jarras espumosas. El hombre saludó ceremoniosamente, caminó con gravedad, saludó a las señoritas de la orquesta, luego, al incorporarse al grupo, lanzó una carcajada, estrechó todas las manos. Alguien retiró una silla de la mesa de Avesquín para cedérsela al poeta, después de empujar violentamente a una dama que insinuaba palabras en el oído del héroe. El héroe apuraba tragos de todos los vasos ajenos, sin duda apresurado por confortarse. Otro de los componentes del grupo,  envuelto en un sobretodo que no dejaba libre sino su cabeza desgreñada y un rostro pálido, golpeó la mesa con el puño, se alzó, tomó a una mujer próxima del brazo y la acercó al recién llegado: «Fruto sacro, fruto opimo», reía, ofreciéndola, mientras ella se abalanzaba sobre el poeta con un gran abrazo y los ojos cerrados de risa.

Avesquín veía aquello con sorpresa, con infinita sorpresa, y al cabo se asombraba de esta sorpresa. ¡Cómo tenía esa gente la vida fácil! ¿En qué consistía? Solamente en volcarse unos en otros; pero constituían un mundo, un mundo tan cerrado como todo lo que vivía entre muros en la ciudad, páramo hermético. Bebió el último sorbo de coñac y ese ardor que le prendió en la garganta no era más quemante que el extraño huésped cuyo dominio cada vez ocupaba en su atención más amplia zona.

El mozo volvió a servirle con obsequiosidad. Mientras permanecía abstraído contemplando el grupo, una mano le golpeó la espalda. Se volvió rápidamente, Madame Cier le sonreía.

Con grandes gestos, ella desenfundó algunos datos íntimos. Era francesa, había pasado los cincuenta años, su nerviosidad no era engañosa porque se despedía con ardor de una juventud sin brillo, se marchitaba, no concebía la oración, habitaba una casa de pisos con ventanas a un patio de luz que según ella se parecía a las sórdidas gargantas de la rue Saint-Honoré. Veía las mismas goteras, las mismas cortinas sucias, los mismos gatos arqueados. ¿Su vehemencia -pensaba Avesquín- no habría podido confundirse con «lo evangélico», con la de esas señoras del Ejército de Salvación? Pero ella no paraba de hablar. «¿No sabe usted lo que es la muerte? Yo la he visto, una vez. Era en París, en los altos de una sombrerería de la Magdalena, una noche siniestra. ¡Cómo era de sombrío aquel comercio! Usted viera. Tenía un zaguán, siempre en tinieblas; yo vivía en la casa de al lado, pero por ese zaguán veía entrar todos los días al hijo del sombrerero. El sombrerero estaba en un país lejano; el hijo habitaba solo el comercio, tenía su dormitorio en los altos. Conocí esa habitación después de su muerte; verá, era curiosa, sobre una pared había, fijado, un diablo tan enorme que la ocupaba hasta el techo. El hijo del sombrerero era amigo mío. Un hombre desgarbado, grande y lánguido. Todas las noches, a la hora en que mi marido -Albert-Nathaniel- pasaba ebrio frente al escaparate de su negocio, él me mandaba flores. Cosa extraña, las flores eran siempre viejas; no flores de sepulcro, pero lo parecían: no tenían ningún aroma. A veces alhelíes, otras veces rosas. Aunque me festejaba -algo intolerable- éramos muy amigos. Mi marido se reía de él a carcajadas, le hacían gracia sus zapatos porque afirmaba que eran justamente del color y las proporciones que convenía a su calva, a la calva del hijo del sombrerero. ¿Usted se explica esto? Mi marido bebía entonces ajenjo y esto le ha hecho siempre un daño enorme. Un día el hijo del sombrerero se enfermó. Al fin se sintió tan grave que las quejas se oían desde mi cuarto. En un principio no le hice caso, traté de no oír; después los lamentos aumentaron de un modo espantoso; mi marido no los aguantaba, desaparecía. Aumentó su dosis alcohólica y se calló. Por fin, fui. Entonces me di cuenta de que, realmente, lo estimaba y de que su ropa, sus pañuelos, abandonados sobre las sillas, me producían un dolor. Desde luego yo no estaba sola con él mientras permanecía tendido en la cama, con los ojos abiertos, inmóviles, yerto -¿comprende?-. Había dos mujeres más y un chico. Ellas parecían hermanas, vestían igual y ocultaban sus rostros mitad en los pañuelos, mitad debajo de los grandes sombreros; el chico metía un ruido infernal arrastrando por la pieza un vaso, un cepillo y dos caracoles de adorno que había atado como si fueran un carro.  

Nadie me preguntó nada, entré, me senté. Me senté. Ninguna de las mujeres me dijo nada, se limitaron a mirarme, siguieron sollozando, tenía un aspecto espantoso, deplorable. ¡Qué silenciosa tragedia, en aquella pieza! El chico de repente lanzaba un grito de gozo, de pronto se callaba; tenía una frente precoz. Era espantoso, créame, espantoso. El hijo del sombrerero, entretanto, parecía contar en el techo una cuenta interminable. Transpiraba y dejaba caer una mano. De repente se incorporó, me miró -un rato largo-, de un modo tan intenso, tan desolado, que me sobrecogí... Me sobrecogí, temblaba; estuvo un rato así, incorporado. Las mujeres no lo veían; el chico se divertía enormemente, riéndose, al fin aplaudió. Tuve tentaciones de matarlo, fijé la vista en una percha, con la cruz de hierro. ¿Usted se da cuenta de lo que era aquello, con la criatura aplaudiendo y saltando como un loco, lleno de gozo, el hombre incorporado con unos ojos fijos, las mujeres entregadas a un llanto sin convulsiones, interminables? ¡No, no se da cuenta...! Súbitamente el chico se llevó las manos a la cabeza, profirió un grito desgarrador. Las mujeres gritaron sin destaparse los ojos que había muerto. El hijo del sombrerero estaba muerto; seguía en la misma actitud, ¡advierta!, pero muerto. Me sentí llena, de pronto, de sentimientos extraños, curiosos, muchas ideas me invadían en tropel. No se las puedo contar, pero eran atroces; sabe, atroces... Diferentes ideas y confusas, otras nítidas, algunas hasta pornográficas -una mujer en actitud forzada-, otras suaves, deliciosas ideas; al mismo tiempo me llegaban con suma violencia sentimientos contradictorios, temblores de miedo, ansias de correr, de huir, junto a la amable sensación de estar hamacándome, meciéndome en un parque donde algunos niños reían. ¡Ah, señor, aquella confusión era terrible, un desvanecimiento despierta; no sé cuánto duró, tal vez minutos, tal vez horas, porque nunca supe tampoco el momento exacto en que había muerto. Después de esa locura, la claridad fue violenta. Miré a una de las mujeres: ya no lloraba; no lloraba, tenía en cambio en el rostro una expresión dulcísima, transportada, mientras el chico corría por el cuarto metiendo un ruido infernal con el lío que arrastraba... Entonces supe lo que es la muerte. Tal vez lo sepan también los que, en un día final, estén a mi lado, aunque tampoco puedo abrigar esa esperanza porque Albert-Nathaniel no tendrá para esa época un solo minuto lúcido, el alcohol lo habrá anegado por completo. Pero, fíjese bien: la muerte de aquellos con quienes estamos en contacto, unidos por una alianza misteriosa o por amistad, es algo que nos llena, de pronto, con un transporte de vida extraña, nueva, una corriente que nos entrega la misma vida que acaba de retirar minuciosamente al muerto, algo que nos infunde sus sueños, sus últimos pensamientos, sus recuerdos finales. La víctima queda exangüe entre nosotros y hasta su propia muerte -¡créame!- lo abandona para servirnos».

Después, como si Avesquín estuviera interesado -él sorbía su licor sin hablar, lleno de estupefacción-, terminó con un gran suspiro, levantando las manos: «Ah, mi Albert-Nathaniel no se corrige. Lo he ayudado -¡a cada uno se nos exige un heroísmo!-, pero inútilmente; como todos los que están por ahogarse, Albert-Nathaniel nada hacia abajo...».

Cuando ella terminó, Avesquín tenía los ojos absortos en la puerta. Una figura miserable y grotesca, sin sombrero, con gestos pesados, llevaba el compás de la música, describiendo apenas en el aire el signo de la cruz. En la atmósfera amarillenta, densa, caía desde la calle esa grotesca bendición. Madame Cier se subió a la tarima de la orquesta e incitó a las damas a la animación y la risa. Avesquín se levantó, salió. Un tropel de marineros ruidosos le llevaron por delante y él los rechazó con debilidad. Caminaba lentamente y sólo apuró el paso al doblar la esquina, al dejar atrás las últimas banderolas del Avón Bar, por donde trascendía la voz aguardentosa de la diminuta francesa, cantando con un aire cínico aquellas palabras que resonaban, se apagaban, desaparecían en la atmósfera nocturna:

Voici les compagnons d'Ulysse
prenez garde pauvres sirènes:
ils rapportent des mers lointaines
des tristesses, des siphylis.

Como una fuerza poderosa y activa el silencio ocupaba la ciudad. Era una ocupación, la de este gas deletéreo, hasta media altura de los edificios. Avesquín se levantó el cuello del saco -soplaba del río un aire seco,  penetrante- y ascendió las callejuelas bordeadas de árboles desollados. Escuchaba el silencio y el eco del silencio y esta acumulación pasiva lo ensordecía. Por momentos, un espasmo de rabia amenazaba ahogarlo. Todos los esfuerzos no le alcanzaban para imponer una violencia física a su protesta, a esa rebeldía repentina que ansiaba armar, fortificar, contra el desierto opresor. Todo sucedía en él bajo la superficie. Con esta fuerza, con estos brazos, cómo resignarse a errar sin hallar una mano cuya amistad pudiera ponerse a prueba, un obstáculo con el que medirse. Y no le parecía marchar hacia la vacía inmensidad, sino que la inmensidad viniera hacia él, amenazándolo como esas masas descomunales que angustian las pesadillas de los niños. Sentía sus ojos abiertos ante esa amenaza y sufría, se tenía lástima; caminaba rebelándose y apagándose, un instante exaltado y otro presa de un infinito desaliento, y sus pasos cambiaban así, por metros, de ritmo.

Pero, pensó que su vida no podía comunicar en el fondo sino con este desierto y tal idea melancólica lo llenó de emoción. Pensó que vivir es desarrollar energías, proyectar emociones, pasiones, en una sucesión progresiva y en él todo estaba de regreso, todo su caudal humano volvía de la acción, fatigado. Fatigadas las piernas y el alma, con esa fatiga trabajosa que se parece a un rale. Fijó los ojos en aquello que lo rodeaba, a la izquierda y a la derecha, hacia adelante, bajo la hermosa bóveda nocturna: muros y muros, estupendos falansterios rectangulares; contra todo esto había rebotado, y volvía, traído por el violento rechazo.

Llegó a su hotel. Los escalones de madera apenas se distinguían y subió con dificultad, encendiendo fósforos. En la puerta cancel dos leones dorados, pintados sobre los vidrios, convergían en una sola lengua rojiza, se atacaban condenados fatalmente a la unión por ese órgano único. A tientas, Avesquín llegó a su cuarto. Todo el hotel dormía; el reloj, en medio del corredor alto, anunciaba las dos. Se sentó en la cama sin desnudarse, sin encender la luz; después dejó caer la cabeza en la almohada.

Un tropel de palabras inútiles, como un asqueroso vómito, se le agolpó en la cabeza, vagas palabras oídas durante el día. Volvían a la superficie desahuciadas, como debían volver, cada día, nocivas, en cada hombre.

Rumor renovado, constante, sentía aquellas frases como un pulso enfermo en su propio cerebro. «Viva el poeta eslavo Evaristo Grand», voces femeninas: «Querido, lindos ojos, querido»... luego, atropelladas, las otras palabras -ah, estúpidas-, ese desperdicio, ese lastre de palabras que en él no prendían, erradas en su destino, repugnantes... «El hijo del sombrerero estaba muerto, en la misma actitud, advierta, pero muerto».

¡Ah, carga recogida a diario, venenos diluidos que nos atraviesan! Palabras, frases, conversaciones interminables a las que es necesario escuchar, asentir, responder. Avesquín se apretó la frente, trató de apaciguar aquel fluir veloz de confusas palabras. Durante un rato estuvo quieto, en silencio; de la ventana venía una luz lechosa y pobre.

De pronto se alzó, corrió, poseído, abrió la puerta de su cuarto, golpeó el tabique que lo separaba del contiguo y escuchó. Escuchó. Nadie respondía y una gran calma pesaba, continuaba. Salió al corredor; un anciano de barba blanca, vestido con un largo camisón, de galera, con una palmatoria apareció al cabo en una puerta. Trémulo, Avesquín corrió hacia él, pero ante aquellos ojos sorprendidos, expectantes, tranquilos, se detuvo. Mientras el viejo le dirigía una pregunta en cierto idioma ignorado, no pudo contestar, balbuceó una excusa, volvió a su pieza. Desalentado, se acostó, despacio, como si fuera a dar   comodidad a su cansancio. Clavó los ojos en el techo; por su alma tensa desfilaron rostros familiares, paternales, gestos y tierras queridas, la mujer muerta meses antes, con su pasión, sus ojos claros, su ternura.

Y una mañana más, una tarde pasaron, y ningún muro se ofrecía en la urbe para el panorama del Acrópolis. Llovía. Avesquín, que se había levantado con gestos nerviosos, defendió su habilidad, rogó, derrochó palabras extremas. Almorzó, la patrona le preguntó en el hotel por su salud; después volvió a caminar por las enormes avenidas centrales, cuyo asfalto irradiaba soportando la cortina lluviosa.

Al anochecer la metrópoli adoptó de nuevo su aire cocotesco, su profusión de cornisas iluminadas. A todo ilustre viajero se le recibía con guirnaldas luminosas. Algunos tomaban esto como la expresión de un regocijo; en el fondo no había más que frialdad como en el rostro que la mueca ilumina.

Avesquín volvió al Avón después de haber peregrinado rondando el corazón de la villa como un malhechor sin suerte. Su ropa, que tuvo en días anteriores un aliño modesto, aparecía ahora descuidada, resuelta a seguir el desorden de aquel ánimo. El bar estaba desierto, la plataforma de la orquesta mostraba los instrumentos enfundados, un mozo limpiaba sin entusiasmo la máquina niquelada del café. No estaba Madame Cier y en realidad toda la sala tenía un aire de negro esqueleto, vestido con tapices y adornos. Pronto estuvo sentado ante un brevaje turbio; con un gesto que revelaba su agotamiento sacó de un bolsillo papeles, prospectos, cartas grises, una magra cartera. ¿Bastaban estos gestos para llenar un transcurso de horas, para llenar ese gran vacío motivado por el debilitamiento de las sensaciones, por una disminución profunda en el tono de vida? Los cabellos caídos sobre la frente, los ojos inquietos, la creciente demacración, toda su nerviosidad indominable revelaban en él un apuro. Ordenó los papeles y los volvió a guardar, mientras preguntaba al mozo la hora. Estaba ansioso por irse; abandonó unas monedas y salió.

Constató su ansiedad, su apresuramiento como algo fatal, en medio de aquella actividad de fiebre que hacía girar a un mundo en su torno. Tal vez esa prisa fuera capaz de originar en él objetivos, puesto que toda actividad, aun ciega, lleva ya en su curso un intenso destino. Perseguido por esa idea, él se rebelaba, a cada instante, contra esa pasividad a la que era naturalmente propenso, temperamento contemplativo y afinado. Se rebelaba; echó a andar, siempre por el barrio paralelo al río, y vio, próximo, en la plazoleta, el brillo de los árboles mojados. Un pequeño cinematógrafo, cuyo vestíbulo parecía la boca de un horno tenebroso, llamaba al público con su timbre constante. Grandes letreros anunciaban a Selma Simpkins en El beso, «no apta para menores».

El cinematógrafo tenía una sala muy estrecha, miserable desfiladero de sombras. El propietario la había llenado con viejos bancos de iglesia de los que, a lo ancho, sólo cabía uno. Durante la función parecía de este modo un aula o una capilla sórdida, en tinieblas, con un piano por altar. Flotaba un olor a serrín húmedo y a grasa, y por las cortinas traseras entraba frío.

Al sentarse, en la punta de uno de esos bancos, Avesquín tocó a su lado una mano pequeña, helada, que se retiró velozmente. No alcanzaba a ver nada más que la forma de los asientos y la imagen, borrosa y gastada, en el telón (El galán echaba llave a la puerta, se volvía hacia el público, en primer plano, con unos ojos siniestros y sensuales). Avesquín advirtió cómo se iba destacando, formando, a su lado, en la sombra, una cara de infinita blancura, una garganta femenina. Su corazón saltó, con ese celo inquieto que la ansiedad compone, se contrajo. Cuidando de no ser notado, volvió apenas la vista: una cabeza joven, de cabellos cortos, de labios entreabiertos, expectantes, permanecía atenta al film. Seguro de su impunidad, la miró más detenidamente. La muchacha vestía de negro, tenía el cuello un poco abultado en su base, curva mórbida, allí donde descansaba el collar de minúsculas perlas. Sus ojos, atentos, habitaban cuencas profundas; esto prestaba a su rostro un aire de magrura doliente de abstracción. Avesquín volvió los ojos a la escena, pero ciegos; esa sola vecindad -palpitante, femenina, viviente- le infundió un bienestar, su aislamiento cedía como si aquel cuerpo delicado y joven trascendiera un contraveneno inmediato. La sintió sonreír, sonrió; el pianista rompía en fugas maltratadas, pero le parecía maravilloso.

Se encendieron las luces, ella se volvió hacia él y él, apenas, libró su rostro como si este movimiento limpiara con dificultad unos goznes secos. Pero en seguida volvieron las tinieblas y la escena, el drama.

De pronto, la muchacha se rió a carcajadas y, como obedeciendo a un gesto inconsciente, «Mire, mire», exclamó. Avesquín sintió crecer en su rostro la turbación, sin respirar esperó que ella reaccionara. Pero seguía inclinada hacia adelante, en éxtasis, la mirada animada, los brazos apretando la silla. Entonces él dijo: «¡Qué barbaridad!», comentando; nada más que eso, nada más que esa cosa estúpida, y se quedó trémulo, contento. Y poco a poco fue organizando su coraje y cuando se encendieron definitivamente las luces, terminada la función, la miró insistentemente. Salió a su lado, mientras ella bajaba la vista y se cubría con la piel pelada. La muchacha se detuvo en el vestíbulo, ante un retrato del actor; Avesquín hizo lo propio, su rostro estaba radiante, tenía ganas de aplaudir allí, ante ella, al héroe. «Trabaja endiabladamente bien», balbuceó en su mal español. «Muy bien», contestó la muchacha con seriedad, «mejor que el príncipe Divani en El cetro real».

Después de lo cual él se animó a invitarla, comieron juntos. Ella lo miraba de un modo profundo, circunspecto, desde el fondo de sus cuencas ruinosas, con esos ojos de una intensidad y un alejamiento como Avesquín no había visto en otro país. Ojos que mordían sin retirarse, desde una remota región del alma. Ojos que había visto en las calles del centro, en esas mujeres que miraban con rencor, con soberbia. Comieron en un restaurante de paredes blancas como un laboratorio; ella bebió sobriamente y comió apenas, mientras el hombre permanecía suspenso, dejando que los platos se enfriaran sin probarlos. La muchacha contó que formaba parte de una orquesta. Él dijo alguna broma respecto al film; ella lo escuchaba sin sonreír; era muy seria, apenas pronunciaba algunas sílabas. ¿Pero necesitaban acaso hablar? «Tierra, tierra que da estos ojos, este color de carne -pensaba, exaltado, Avesquín-, fruta de labios tibios».

A él le costaba hablar, pero hablaba; por momentos sofocado. La muchacha no se reía de sus errores, se los corregía de un modo cortés y grave, con la mirada inmóvil.

¿Qué hacer, una vez que comieron? El extranjero no se hubiera animado a nada. Ella esperaba, silenciosa, en la calle. Había dejado de llover. Nubes cargadas y bajas pasaban con rapidez. Los faroles de los vehículos iban abriendo en el suelo bituminoso un rastro amarillo. Avesquín comenzaba a sentir una incomodidad ante aquella mirada seria, cargada de preocupaciones lejanas y enigmáticas. «¿Quiere visitar mi palacio?», preguntó con ese humor de los que pertenecen a una raza cándida, afectos a una naturalidad antigua y nativa. Ella provenía de otras fuentes, más refinadas y complejas. «Vamos», dijo, y esa sequedad a él lo dejó confuso.

El aspecto del cuarto era frío y duro, desmantelado; sobre la cama sin mantas, mostraba una frazada color crema de extremos rojos; desproporcionada, la ventana estaba más próxima del techo que del suelo y, también alto, brillaba un espejo, pobre, cuyo marco debió ser alguna vez dorado; la habitación no tenía cortinas y el papel exhibía un color indeciso. Alguien había fijado hacia un rincón, sobre la cómoda, el recorte de un cisne negro.

La muchacha se paró debajo de la lámpara, se sacó la piel, paseando sus ojos sin curiosidad por la estrecha habitación. Sus gestos eran tranquilos; cruzó los brazos sobre la falda. «¿Le gusta estar acá? -preguntó él-;  el cuarto es frío y feo pero podemos conversar». «Cómo no -respondió ella, sin convicción-; podemos conversar». Avesquín levantó una mano escuálida, decidida a acariciar los cabellos recién descubiertos de la muchacha, negros, la mejilla sombría; pero, detenido de pronto, dejó caer el brazo y permaneció inmóvil y serio, como ella. ¿Qué cosa podía animar aquellos ojos anclados? «Está preocupada, sin duda...» -dijo él. «No, no estoy preocupada, ¿por qué?». Ella respondía, ahora, con cierta violencia, como si la pasividad del hombre la fastidiara. Avesquín apoyó su espalda en el muro. La muchacha fijó sus ojos en el hilo negro de la luz eléctrica que bordeaba el techo y desaparecía por el dintel de la puerta.

Una pausa fue creciendo entre ellos, desarrollándose tanto que sus dos respiraciones, como una defensa, se hicieron sensibles en la atmósfera; él, obsesionado, mantenía los ojos en aquel comienzo blanco de la garganta, sujeto a una lenta palpitación. De instante en instante subía algún ruido de la calle, algún grito, luego una de esas calmas que se organizan como un intenso rumor. A la muchacha no parecía preocuparla este estado; inquieto, Avesquín, acariciando el paño de la mesa, sus dibujos, no hallaba una puerta para el diálogo, hasta que al fin, cuando ella dejó de mirarlo con inexpresiva tenacidad para clavar sus ojos en la ventana, él comenzó a contar, un poco vacilante, su vida; y empezó por la infancia enfermiza y llegó al capítulo de las fiestas universitarias, en diciembre. La muchacha buscó en su cartera un pequeño espejo, se miró; luego siguió escuchando, con una atención tal que se advertía dirigida a otros puntos ausentes, distantes de aquel relato y de aquella habitación. Él advirtió este ajenamiento y, levantándose, alejándose repentinamente de la mesa, enfrentó el rostro severo y dulce de la muchacha, con un gran anhelo de llamarla a su presencia, de atraer para sí ese hilo patético que los negros ojos proyectaban hacia un mundo remoto. Apresurado, vehemente; con las manos desesperándose por ayudar las palabras, fervoroso y mal abogado, se dio a describir los modos de aquella generala que acechaba con equívocas pretensiones, en un palacete venido a menos de su pueblo, a los universitarios; aquel monstruo de insinuantes gestos. Imitó, dando a su boca un esguince violento, el despecho de la generala, hija de un loco vienés de barba roja. Esto, que él creía pintoresco, no lo advirtió ella; fijaba unos ojos ahora presentes pero estupefactos en sus ademanes, exagerados por la vehemencia.   

Entonces volvieron al silencio y ella siguió librada a una grande y densa preocupación.

-Lunes -dijo al fin la muchacha, contando con los dedos de uña roja-, somos lunes; martes, miércoles, jueves, viernes: cuatro días más antes del viernes. ¡Qué día espantoso va a ser el viernes, para mí qué día, terrible, terrible!

Pero no contó más.

Avesquín caviló. ¡Infinito destiempo que preside los encuentros humanos! Imaginó un universo dramático de horarios confundidos, lleno de gentes que chocaban extraviadas. Abajo, en la calle, ¿qué tiempos coincidirían para ese desfile oscuro y tumultuoso? Toda una grey arrojada en corrientes que ya no se corregirían en su desorden hasta una hora final, hasta un extremo minuto. Tomó la mano de la muchacha.

Sin duda aproximó demasiado su cabeza.

-Acarícieme -le dijo ella con severidad-, si quiere, pero no me bese.

Sorprendido, él retrocedió. La muchacha permaneció impasible, se llevó la mano a la cara, sacudió sus cabellos hacia atrás. Avesquín tuvo la certidumbre de que sus ojos estaban ausentes, su ánimo ausente, y que sólo aquella carne mate se le entregaba.

Pero era una carne hermosa y nueva, desconocida; áspera y cerrada como la vida de su ciudad, carne llena de silencio, fuerte, madurada en la húmeda sombra, en esa humedad que ya ha perdido la tierra europea, árida y agrietada. Se abalanzó sobre aquel cuerpo, y la muchacha, apenas con un gesto, lo apartó, comenzó a desnudarse. No lo miraba. Parecía prepararse a cumplir una labor grave y triste, trascendental, y tenía la frente dominada, sin duda, por esa preocupación que exteriorizaba aplicándose lentamente a doblar su pollera negra, su blusa, tan pobre como pretenciosa, sus medias.

Avesquín, de nuevo, se adelantó, puso la mano sobre aquel pecho en el que aún crecía una fuerte juventud. Ella lo dejaba hacer, dócil. Temblando, él acariciaba el seno con suma dulzura, poseído de una ternura voraz y tímida.

Pero como tocado por un grito interno, espantoso, detuvo de golpe su mano. Inmóvil, abría unos ojos desmesurados. En toda su infinita hondura abarcaba -mirando la dulce piel femenina, los labios entreabiertos, la mansa y repugnante espera- el abismo que separaba su angustia de ese objeto de goce.

Los pasos de los dos resonaron en la escalera, trastabillantes, como un cuerpo que cae.

La noche estaba húmeda, helada, y él apretó el paso sin saber todavía qué dirección tomar. En la calle ya sólo algún reverbero alternaba su luz con el aliento último de los bares, exhalado en las aceras como un espectro lechoso; pero nada de eso veía, sus ojos estaban absortos en una visión remota y cruel. Así pasó por delante del Hotel Municipal para emigrados, de la adyacente plaza que era un pozo sombrío, de la estación suntuosa, abierta como una gran boca hospitalaria. Iba con la cabeza tendida hacia adelante, como si esta tensión satisficiera su apuro. Un rumor martillaba su oído: «¡Huir!, ¡huir!», y su impotencia ante este grito que se mezclaba con obsesionantes imágenes del pasado se convirtió en una sorda exasperación, en una desesperanza infinita. Se paró, atento al silencio circundante, y desde esa esquina vio en la plaza, dormidos, en los bancos, a unos cuantos hombres, encogidos, helados, sucios de esa costra que los aísla en un mundo ya ilusorio y sin pena. Miró las calles desiertas que se bifurcaban allí; de un lado el río, del otro las grandes moles silenciosas, con sus ventanales herméticos, blancos. Un hombre como él, solitario, apenas visible en la noche, limpiaba la esfera de un alto reloj. Avesquín movió los labios sin hablar, sintió la mezquindad de su cuerpo en medio de aquel mundo preciso, seco, grandioso; el frío y la soledad lo agitaron en un estremecimiento. No tenía por qué permanecer ahí parado, por qué estar más adelante o en otro sitio, la ciudad lo desconocía, su volumen humano sobraba en esa feria de carne velozmente dirigida hacia éxitos concretos. Exhaló un gruñido ronco, volvió la espalda a la región edificada, y se apresuró en dirección al río. Huir, huir, el martilleo seguía, su conciencia retenía ideas siniestras que iban tomando forma. Pensó en la única salvación, ofrecerse en un cargo, embarcarse, partir. Su corazón palpitaba, temió de pronto, ante esa próxima claridad, desvanecerse, caer; dio unos pasos más y, presa de un miedo vago, corrió, como si quisiera dejar atrás la masa cruenta de tinieblas. Corrió, sólo su palidez iluminada, atravesándola, la noche. Tuvo que cruzar las vías del ferrocarril; al fin vio los navíos; un bello halo agigantaba sus luces. Una profunda angustia acumulada lo hacía jadear y, al tropezar con un alambrado, cayó. Había quedado en una postura grotesca, extendido como un sapo, y se incorporó, despacio, sin pararse. Podía esperar el alba así, inmóvil; las embarcaciones estaban cerca. Las miró con alivio y esperó, antes de volver los ojos hacia esa elevación ya distante, donde comenzaba la ciudad, sus edificios, el páramo inmenso: Buenos Aires.



Publicado en Sur: revista trimestral, Buenos Aires, Año I, otoño 1931, pp. 86-133



EDUARDO MALLEA, relevante escritor, ensayista, novelista y periodista argentino. Nace en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, en 1903. De padre médico y escritor, Eduardo Mallea se radicó con su familia en Buenos Aires en 1916, ingresando poco después a la Facultad de Derecho, carrera que abandonó para responder a su vocación. Se hizo periodista en La Nación. Y ya escritor respaldado por el prestigio creciente de sus primeros libros, fue durante muchos años director del Suplemento Literario de ese diario. Desde 1935 -cuando recibe el Primer Premio Municipal de prosa- su vida literaria es jalonada por importantes distinciones nacionales y mundiales. En 1955 fue designado Embajador de la Argentina en la UNESCO -con sede en París-, cargo que, este brillante Doctor Honoris Causa de la Universidad de Michigan, desempeñó hasta 1958. En casi todas sus obras -sorprendentes, valiosas, perdurables-, el ambiente humano jugó para Mallea como parte de un significado latente, mezcla de ese crecimiento monstruoso de la urbe y del “quietismo” fijado a su imagen como condición de frustración. Su obra forma parte de la literatura y ensayística de los años ´30, en la que grupo de intelectuales argentinos se preocuparon por responder a la pregunta por la identidad nacional. De esta inquietud surgió su novela más relavante: Historia de una pasión argentina. En 1945 obtiene el Primer Premio Nacional de Letras; en 1946 se le otorga el Gran Premio de Honor de la SADE; en 1948, Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, de la cual fue presidente; en 1949 es nombrado miembro correspondiente de la Academia Goetheana de San Pablo, Brasil; invitado a Estados Unidos por el Wellesley College de Massachusetts, en 1953 habla -en correcto inglés- en las universidades de Princeton y de Yale; en 1955 gana el premio único Casavalle, por su novela "La sala de espera" (1953). En este mismo año es designado embajador argentino ante la UNESCO, con sede en París, y donde nos representó hasta 1958.; en 1960 obtiene el premio Fundación Severo Vaccaro 1959/60, recibido en público de manos de Bernardo Houssay, premio Nobel de Fisiología y Medicina 1947. Ese mismo año es elegido miembro de número de la Academia Argentina de Letras, establecida en Buenos Aires en 1931; en 1968, invitado por la Universidad de Michigan (EEUU), aquélla le confiere el título de doctor honoris causa, el mismo que allí le otorgaran a Sarmiento en el siglo anterior; en 1970 se le concede el Gran Premio Fondo Nacional de las Artes. Personalidades mundiales de la literatura, como Stephan Zweig, Miguel de Unamuno, Alfonso Reyes, Ernest Hemingway o Gabriel Marcel, eran admiradores confesos de Eduardo Mallea. Estaba casado con la escritora Helena Muñoz de Larreta. Muere el 12 de noviembre de 1982.


Obra Publicada:

El escritor y nuestro tiempo (1935)
Cuentos para una inglesa desesperada (1926)
Conocimiento y expresión de la Argentina (1935, Ensayo)
Nocturno europeo (1935, Novela)
La ciudad junto al río inmóvil (1936, Nueve novelas cortas)
Historia de una pasión argentina (1937, ensayo)
Fiesta en noviembre (1938)
Meditación en la costa (1939)
La bahía del silencio (1940)
El sayal y la púrpura (1941, ensayos)
Todo verdor perecerá (1943, novela)
Las águilas (1944, novela)
Rodeada esta de sueño (1946)
El retorno (1946)
El vínculo. Los Rembrandts. La rosa de Cernobbio. (1946, Noveulles)
Los enemigos del alma (1950, novela)
La torre (1951, novela)
Chaves (1953, novela)
La sala de espera (1953)
Notas de un novelista (1954, ensayos)
Simbad (1957, novela)
El gajo de enebro (1957, teatro)
Posesión (1958, nouvelles)
La razón humana (1959, nouvelles)
La vida blanca (1960)
Las travesías I (1961)
Las travesías II (1962)
La representación de los aficionados (1962, teatro)
La guerra interior (1963, ensayo)
Poderío de la novela (1965, ensayos)
El resentimiento (1966, noveulles)
La barca de hielo (1967, relatos)
La red (1968, relatos)
La penúltima puerta (1969)
Triste piel del universo (1971, novela)
Gabriel Andaral (1971)
En la creciente oscuridad (1973)
Los papeles privados  (1974, ensayo)
La mancha en el mármol (1982, cuentos)
La noche enseña a la noche (1985, novela)

El coronel Ascasubi por Jorge Luis Borges

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Ascasubi, en vida, fue el Béranger del Río de la Plata; en muerte, un precursor humoso de Hernández. Ambas definiciones, como se ve, lo traducen en mero borrador -erróneo ya en el tiempo, ya en el espacio- de otro destino humano. La primera, la contemporánea, no le hizo mal: quienes la apadrinaban, no carecían de una directa noción de quién era Ascasubi, y de una suficiente noticia de quién era el francés; ahora, los dos conocimientos ralean. La honesta gloria de Béranger ha declinado, aunque dispone todavía de tres columnas en la Encyclopaedia britannica, firmadas por nadie menos que Stevenson; y la de Ascasubi... La segunda, la de premonición o aviso del Martín Fierro, es una insensatez: es accidental el parecido entre las dos obras y es nulo entre las intenciones que las gobiernan. El motivo de esa atribución errónea es curioso. Agotada la edición príncipe de Ascasubi de 1872 y rarísima en librería la de 1900, la empresa La cultura argentina determinó facilitar al público alguna de sus obras. Razones de largura y de seriedad eligieron el Santos Vega, impenetrable sucesión de trece mil versos, de siempre acometida y siempre postergada lectura. La gente, fastidiada, ahuyentada, tuvo que recurrir a ese respetuoso sinónimo de la incapacidad meritoria: el concepto de precursor. Pensarlo precursor de su declarado discípulo, Estanislao del Campo, era demasiado evidente; resolvieron emparentarlo con José Hernández. El proyecto adolecía de esta molestia, que razonaremos después: la superioridad del precursor sobre el precorrido, en esas pocas páginas ocasionales -las descripciones del amanecer, del malón- cuyo tema es igual. Nadie se demoró en esa paradoja, nadie pasó de esta comprobación evidente: la general inferioridad de Ascasubi (Escribo con justicia y con penitencia: uno de los distraídos fui yo, en cierta consideración inútil sobre Ascasubi, que está en Inquisiciones). Una liviana meditación, sin embargo, habría demostrado que, postulados bien los propósitos de los dos escritores, una frecuente superioridad parcial de Aniceto era de prever. ¿Qué fin se proponía Hernández? Uno limitadísimo: la relación del destino de Martín Fierro, en su propia boca. La fornida pelea con el negro, pongo por caso, no corresponde ni a la sensación de pelear ni a las inquietas lucideces y fallas que rinde la memoria de un hecho, sino a la narración estoica del peleador. No intuimos la pelea, sino al paisano Martín Fierro contándola. Igual afirmo de lo demás de la historia, siempre en función del héroe. De ahí que una deliberada subordinación del color local sea típica de Hernández. No especifica día y noche el pelo de los caballos: afectación que en nuestra literatura de ganaderos tiene correlación con la británica de especificar los aparejos, los derroteros y las maniobras, en su literatura del mar-pampa de los ingleses. No silencia la realidad, pero sólo se refiere a ella en función del carácter del héroe (Lo mismo, con el ambiente marinero, hace Joseph Conrad). Así, los muchos bailes que necesariamente aparecen en su relato (La ida, canto tercero, canto séptimo, canto onceno) no son nunca descritos. Ascasubi, en cambio, se propone la intuición directa del baile, del juego discontinuo de los cuerpos que se están entendiendo (Paulino Lucero, página 204):



Sacó luego a su aparcera
la Juana Rosa a bailar
y entraron a menudiar
media caña y caña entera.
¡Ah china! si la cadera
del cuerpo se le cortaba,
pues tanto lo mezquinaba
en cada dengue que hacía,
que medio se le perdía
cuando Lucero le entraba.



Y esta otra décima vistosa, como tapia rosada (Aniceto el Gallo, página 176):

Velay Pilar, la Porteña
linda de nuestra campaña,
bailando la media caña:
vean si se desempeña
y el garbo con que desdeña
los entros de ese gauchito,
que sin soltar el ponchito
con la mano en la cintura
le dice en esa postura:
¡mi alma! yo soy compadrito.



Es iluminativo también cotejar la noticia de los malones que hay en el Martín Fierro, con la inmediata presentación de Ascasubi. Hernández (La vuelta, canto cuarto) quiere destacar el horror juicioso de Fierro ante la desatinada depredación; Ascasubi (Santos Vega, XIII), las leguas de indios que se vienen encima:


Pero al invadir la Indiada
se siente, porque a la fija
del campo la sabandija
juye adelante asustada
y envueltos en la manguiada
vienen perros cimarrones,
zorros, avestruces, liones,
gamas, liebres y venaos
y cruzan atribulaos
por entre las poblaciones.

Entonces los ovejeros
coliando bravos torean
y también revolotean
gritando los teruteros;
pero, eso sí, los primeros
que anuncian la novedá
con toda seguridá
cuando los indios avanzan
son los chajases que lanzan
volando: ¡chajá! ¡chajá!

Y atrás de esas madrigueras
que los salvajes espantan,
campo ajuera se levantan
como nubes, polvaderas
preñadas todas enteras
de pampas desmelenaos
que al trote largo apuraos,
sobre los potros tendidos,
cargan pegando alaridos
y en media luna formaos.


Lo escénico otra vez, otra vez la fruición de contemplar. En esa inclinación está para mí la singularidad de Ascasubi, no en las virtudes de su ira unitaria, enfatizada por Oyuela y por Rojas. Éste (Obras, tomo noveno, página 671) imagina la desazón que sus payadas bárbaras debieron producir en don Juan Manuel y recuerda el asesinato, dentro de la plaza sitiada de Montevideo, de Florencio Varela. El caso es incomparable: Varela, fundador y redactor de El comercio del Plata, era persona internacionalmente visible; Ascasubi, payador incesante, se reducía a improvisar los versos caseros del lento y vivo truco del sitio. No hay que olvidar que las dificultades del sitiador no eran de orden táctico solamente, y que el más resuelto y secreto defensor de Montevideo fue el mismo Rosas, muy suspicaz de un crecimiento peligroso de Oribe, muy demorador de sus actos.

Ascasubi, en la bélica Montevideo, cantó un odio feliz. El facit indignatio versum de Juvenal no nos dice la razón de su estilo: tajeador a más no poder, pero tan desaforado y cómodo en las injurias que parece una diversión o una fiesta, un gusto de vistear. Eso deja entrever una suficiente décima de 1849 (Paulino Lucero, página 336):

Señor patrón, allá va
esa carta ¡de mi flor!
con la que al Restaurador
le retruco desde acá.
Si usté la lé, encontrará
a lo último del papel
cosas de que nuestro aquél
allá también se reirá:
porque a decir la verdá
es gaucho don Juan Manuel.



Pero contra ese mismo Rosas, tan gaucho, moviliza bailes que parecen evolucionar como ejércitos. Vuelva a serpear y a resonar esta primera vuelta de su media caña del campo para los libres (Paulino Lucero, página 117):

Al potro que en diez años
naides lo ensilló,
don Frutos en Cagancha

      se le acomodó,
      y en el repaso
      le ha pegado un rigor
      superiorazo.

Querelos mi vida -a los Orientales
que son domadores- sin dificultades.
¡Que viva Rivera! ¡Que viva Lavalle!
Tenémelo a Rosas... que no se desmaye.

      Media caña,
      a campaña.
      Caña entera,
      como quiera.

Vamos a Entre Ríos, que allá está Badana,
a ver si bailamos esta Media Caña,
que allá está Lavalle tocando el violín
y don Frutos quiere seguirla hasta el fin.

      Los de Cagancha
      se la afirman al diablo
      en cualquier cancha.


Copio, también, esta peleadora felicidad (Paulino Lucero, página 58):

Vaya un cielito rabioso,
cosa linda en ciertos casos
en que anda el hombre ganoso
de divertirse a balazos.

(La edición de mil novecientos prefiere un hombre, y temo que la primera también; pero mi voz, pero mi sangre, pero mi apellido, juran que es una errata y que la lección genuina es el hombre. No quiero terciar en la discusión, pero es notorio que el coronel Ascasubi era persona de lo más servicial, y que se hubiera comedido de entrada a realizar el cambio.) Valor florido, gusto de los colores límpidos y de los objetos precisos, pueden definir a Ascasubi. Así, en el principio del Santos Vega:

El cual iba pelo a pelo
en un potrillo bragao,
flete lindo como un dao
que apenas pisaba el suelo
de livianito y delgao.

Y esta mención de una figura (Aniceto el Gallo, página 147):

Velay la estampa del Gallo
que sostiene la bandera
de la Patria verdadera
del Veinticinco de Mayo.

Ascasubi, en La refalosa, presenta el pánico normal de los hombres en trance de degüello; pero razones evidentes de fecha no le dejaron cometer el anacronismo de practicar la única invención literaria de la guerra de mil novecientos catorce: el respetuoso tratamiento del miedo. Esa invención -preludiada paradójicamente por Rudyard Kipling (The seven seas, páginas 214, 179), tratada luego con delicadeza por Sheriff y con buena insistencia periodística por el concurrido Remarque- les quedaba todavía muy a trasmano a los unitarios de mil ochocientos cincuenta, para quienes el miedo no era patético, sino un percance con probabilidades de absurdo. No hay cosa indigna que no haya sido traducida en risible: ejemplos, el dolor, el hambre, la estafa, la humillación, los vómitos, en la novela picaresca -error casi tan lúgubre como el de desplegar esas miserias para patetizar. Ascasubi peleó en Ituzaingó, defendió las trincheras de Montevideo, peleó en Cepeda, y dejó en versos resplandecientes sus días. No hay el arrastre de destino en sus líneas que hay en el Martín Fierro; hay esa despreocupada, dura inocencia de los hombres de acción, de los huéspedes continuos de la aventura y nunca del asombro. Hay alegría en ellos y burla, pero jamás nostalgia; de ahí su desacuerdo feliz con las efusiones germánicas (pasadas por museo de Luján) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. Hay su buena zafaduría, porque su destino era la guitarra insolente del compadrito y los fogones de la tropa. Hay asimismo (virtud correlativa de ese vicio y también popular) la felicidad prosódica: el verso baladí que por la sola entonación ya está bien.

Yo sé que el mozo cordobés Hilario Ascasubi pasó mil días de navegación sobre el mar, en un barco velero con nombre de colores, La rosa argentina, y sé también que fue encarcelado por Rosas y que se dejó caer -quince metros- desde la altura del murallón a la zanja del cuartel del Retiro, y que ese claro sacudón cenital y esos años de agua lo hicieron firme y como traspasado de luz. Basta nombrarlo para estar en mitología de esta esquina de América.


Publicado originalmente en SUR: revista trimestral. Buenos Aires, Año I, verano 1931, pp. 128-140

Oliverio Girondo: Una historia de fervor por Susana Thenon

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Hay poetas que requieren lectores y hay poetas que requieren partícipes de su aventura. Oliverio Girondo es de los últimos. Intentar acercársele por el lado de lo consabido y presupuesto es renunciar de antemano a su compañía; renunciar, por consiguiente, a la aventura más alta y honda que haya emprendido nunca un poeta de los nuestros. La crítica oficial, epidérmica y chambona, le regateó mezquinamente su lugar, atareada como siempre en remontar poetas nonagésimos. Muy pocos revelaron a esta voz gigantesca: los que seguían, paso a paso, en la amistad, el crecimiento de su obra, y algunos solitarios, constantemente solidarios y atentos. Ahora, ante el volumen que reúne su obra completa (pomposo nombre que merecería un "Espantapájaros" del mismo Girondo) se renueva y acrecienta el goce pleno y doloroso de cada libro suyo, esa historia progresiva del fervor que desemboca en sí mismo, hecho de mundo y yo, de vuelo y sueño y riesgo mortal. Así intentamos verlo ahora: solo, en su función y fiebre de poeta. O sea, como el que dice por primera vez.

«¡Qué quieren ustedes!... A veces los nervios se destemplan... Se pierde el coraje de continuar sin hacer nada... ¡Cansancio de no estar nunca cansado! Y se encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta tiempo se transforma en oficio», dice Girondo en su carta a “La Púa”. Y como previsión genial de lo que sería su camino poético, pone en boca de un amigo imaginario sus pasiones inmediatas: hacer del castellano “un idioma respirable”, declararle “la guerra a la levita” (guerra afortunada que no ha de detenerse allí, sino que se extenderá al chaleco y también al taparrabos del idioma), tener “fe en nuestra fonética”. Todo al servicio de una visión inexorable de lo absurdo, de lo alógico y contradictorio como sinónimo de vida y aventura, como “prueba de existencia”.

Se suele afirmar que los dos primeros libros de Girondo participan en cierto modo del realismo. Esto puede parecer cierto desde la perspectiva de sus últimos poemas, donde no encontraremos ni el más ínfimo punto de referencia a esa cómoda convención que llamamos realidad. Pero no es posible medir sus Veinte poemas... o sus Calcomanías a la luz de la obra posterior. La lectura más distraída, nos mostrará que estos poemas han traspasado una primera capa -la más densa- y recorren un mundo traslúcido y distinto, donde las entidades cotidianas han recobrado autonomía y actúan por una progresión que no es ya de causa-efecto, sino de puro efecto-efecto: un juego, una sintaxis de acrobacia entre los seres y las cosas. el poeta pasea por un mundo aparente, que es y no es algo, que en todo caso es una imagen burlona de sí mismo.

En La máquina de cantar, Gabriel Zaid demuestra que obtener diez veces seguidas la misma cara de una moneda no es más extraordinario (aunque así nos lo parezca) que obtener cualquier otra sucesión alternativa de las dos caras, pues toda combinación es igualmente insólita. Y añade: «Con esto se ve que “lo insólito en sí” no existe en el probabilismo a priori. Todo sería milagroso si tuviésemos ojos para verlo». Esta es precisamente la capacidad mágica de Girondo: la de leer el mundo con asombro, sin pasar de largo ante nada, con una intensidad semejante a la de los niños o los videntes. Como él mismo lo dice: «Tanto en arte, como en ciencia, hay que buscarle las siete patas al gato». Pero no hay que confundir asombro con ignorancia, ni inocencia con ingenuidad. El poeta es aquí un vidente lúcido. Su asombro es una forma de saber que la dualidad de lo real no consiste en una suma de realidad y apariencia, sino en una yuxtaposición dinámica de apariencias: «El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto» (Café-concierto); «¡Es tan real el paisaje que parece fingido!» (Siesta). La apariencia, el absurdo y la pirueta son lo que son porque sobre ellos no es posible prever nada. Son un porque sí, un absoluto, un lujo de lo que existe. Son todo lo que existe. Nunca se identifican por su confrontación con lo real, sino por su confrontación consigo mismos. Y hurgar por debajo, por encima y por los costados no nos descubre la realidad convencional (única cosa que no existe, a no ser como castigo) sino una nueva forma del absurdo, cada vez más compleja e inasible, más alógica y pura. De este modo, algunos poemas oscilan con violencia entre extremos aparentes, nos levantan a una altura (falsa) para precipitarnos a una base (sombría e imprecisa): «¡Habrá cohetes! ¡Cañonazos! Un nuevo impuesto a los nativos. Discursos en cuatro mil lenguas oscuras» (Fiesta en Dakar).

El sentido del humor, casi constante, intensifica las visiones, las desnuda de solemnidades y retóricas. Girondo ejerce su humor sobre lo hueco que se reviste de presencia, sobre las máscaras que perdieron el rostro hace ya siglos. Las turistas inglesas son buen blanco, así como la aparatosidad de algunas fiestas devotas: «Cuellos y ademanes de mamboretá, / las inglesas componen sus paletas / con el gris de sus pupilas londineses / y la desesperación de ser vírgenes, / y como si se miraran al espejo / reproducen, / con exaltación de tarjeta postal, / las estancias llenas de una nostalgia de cojines / y de sombras violáceas, como ojeras» (Alhambra); «Al persignarse revive en una vieja un ancestral orangután. Y mientras, frente al altar mayor, a las mujeres se les licúa el sexo contemplando un crucifijo que sangra por sus sesenta y seis costillas, el cura mastica una plegaria como un pedazo de “chewing gum» (Sevillano); «En la catedral, el rito se complica tanto, que los sacerdotes necesitan apuntador» (Semana Santa). En este tinglado de puertas falsas vive también la desnudez de un paisaje desesperante y repetido, poblado hasta el infinito por jamelgos y «Chanchos enloquecidos de flacura / que se creen una Salomé / porque tienen las nalgas muy rosadas» (El tren expreso); y la precisión numérica aparente contribuye otras veces a aumentar la indefinición y el abigarramiento de un paisaje urbano estancado: «Cada doscientos cuarenta y siete hombres, trescientos doce curas y doscientos noventa y tres soldados, pasa una mujer» (Calle de las sierpes). La inmovilidad total, sin embargo, es inmediatamente compensada por alguna conjetura de movimiento: «el Escorial levanta sus muros de granito / por los que no treparán nunca los mandigas» (Escorial). Una ternura enorme por lo simple, por lo esencial, actúa como contraparte irreconocible de un mundo en perpetuo cambio y fuga: «La bondad soñolienta que trasudan las cosas / se expresa en las pupilas de un burro que trabaja» (Siesta). La vida de las sombras, el vuelo onírico, un repentino cansancio, una tristeza «parecida a la de un par de medias tirado en un rincón» anticipan lo que será una obsesión central en los libros posteriores. Por ahora, Girondo reconoce, palpa, se inclina ante las cosas, las mira desplegarse, las aplaude y las dice. Es hermano de todo lo que vive, si bien ya aspira al vuelo «hacia un país mejor» y no ignora lo que yace bajo estas apariencias del color y la fuga: «Y el instrumento máximo, ¡la Muerte!, entronizada sobre el mundo... que es un punto final!» (Semana Santa).

Estos dos libros “de viaje” son su primer descubrimiento del mundo. La diferencia con el tercero, Espantapájaros, no se puede explicar sólo por las relaciones más o menos intensas de su palabra con las realidades más o menos aparentes de ese mundo: esas relaciones son precisamente su poesía. Lo que se ahonda y crece ahora es su presencia misma, como un personaje más, un nuevo huésped del mundo que antes cantaba y descubría. Hasta Espantapájaros se nos habla desde un nosotros en que el poeta está y al mismo tiempo no está: un nosotros difuso, como azorado ante el despliegue de su propia visión. En Espantapájaros irrumpe un yo nítidamente asumido, un partícipe del caos, el regocijo y la tragedia. Un yo emplumado que se burla de la ley de gravedad. La perspectiva se complica y ensombrece, lo plano se desfonda y revela su alma de abismo. Todas las cosas muestran un falso rostro bajo su rostro anterior, que era asimismo falso. El poeta se mira en el acto de mirar: ahora actúa y nada lo separa de lo otro. Esta fusión, nada dialéctica, da lugar a inesperadas metamorfosis -«Hay días en que yo no soy más que una patada, únicamente una patada» (Esp., 18)- desde las que arremete regocijado contra tabúes y convenciones: «Familias disueltas de una sola patada; cooperativas de consumo, fábricas de calzado; gente que no ha podido asegurarse, que ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el agua a las aceitunas… a los pececillos de color...». De aquí se pasa a la pluralidad total, sin ninguna transición: «no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad». (...) «antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda» (8). Este es también el tono de esa abuela mitológica, que «con voz de daguerrotipo» le aconseja: «Abre los brazos y no te niegues al clarinete, ni a las faltas de ortografía» (14).

Paralelamente empieza aquí el proceso de liberación de la palabra, su reconquista de una función autónoma: «Abandoné las carambolas por el calambur, los madrigales por los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados. Dejé la sociabilidad a causa de los sociólogos, de los solistas, de los sodomitas, de los solitarios. No quise saber nada con los prostáticos. Preferí el sublimado a lo sublime. Lo edificante a lo edificado. Mi repulsión hacia los parentescos me hizo eludir los padrinazgos, los padrenuestros. Conjuré las conjuraciones más concomitantes con las conjugaciones conyugales. Fui célibe, con el mismo amor propio con que hubiese sido paraguas. A pesar de mis predilecciones, tuve que distanciarme de los contrabandistas y de los contrabajos; pero intimé, en cambio, con la flagelación, con los flamencos» (4).

«Palabra múltiple para un objeto cambiante, división y metamorfosis, son otras tantas formas de una doble actitud constantemente amalgamada: conciencia de la nada y exaltación de lo que respira, vive y late; disgregación e identificación; vuelo y caída. El vaivén se hace más nítido: la nostalgia de sus primeros libros es ahora llanto declarado; el humor puro desintegra todos los mitos, los pone del revés y los revela huecos, falsos; el asombro de ser es serlo todo: «¡Ah, el encanto de haber sido camello, zanahoria, manzana, y la satisfacción de comprender, a fondo, la pereza de los remansos… y de los camaleones!» (16). Su gratitud permanente se manifiesta en «ímpetus de prosternación ante cualquier cosa... ante las estatuas ecuestres, ante los tachos de basura...» (19). Y la muerte, que hasta ahora fue señal fugaz, se muestra en toda su magnitud, en su lento poder de penetración: un miasma que despierta en la conciencia hasta adueñarse de todo lo que existe, con esta visión (o convicción minuciosa) concluye Espantapájaros, nueva estación de un doble viaje hacia arriba y hacia adentro.

"En Persuasión de los días" se da un nuevo paso hacia los términos últimos. No en vano el título: un sabor a despedida y a derrota anuncia que estamos ya muy lejos de aquella primera visión dinámica y brillante; el hambre de existencia está cercado ahora por señales inequívocas. El movimiento pendular constante de la poesía de Girondo adquiere filo y desnudez trágicos: es la batalla vida-muerte que se libra en capas muy hondas de esta conciencia solidaria del mundo. Al rechazo de la muerte, al arma poderosa del vuelo, se han adosado ahora connotaciones agónicas: «Un resplandor desnudo, / una luz calcinante / se interpuso en mi ruta, / me fascinó de muerte, / pero logré evadirme / de su letal influjo, / para seguir volando, / desesperadamente. / Todavía el destino / de mundos fenecidos, / desorientó mi vuelo / -de sideral constancia- / con sus vanas parábolas / y sus aureolas falsas; / pero seguí volando / desesperadamente». (Vuelo sin orillas). La adoración sin tregua por todo lo que vive, aquel impulso que lo hacía prosternarse ante las cosas y “salir corriendo -¡desnudo!- por los alrededores para hacerles cosquillas a los gasómetros… a los cementerios…”, se le revela insuficiente: «Aquí estoy, / ¡Azotadme! / Merezco que me azoten. / No lamí la rompiente, / la sombra de las vacas, / las espinas, / la lluvia; / con fervor, / durante años; / descalzo, / estremecido, / absorto, / iluminado» (¡Azotadme!). Y hasta el deseo de adorar –terriblemente vivo en su impotencia- se expresa ahora desde un pasado irredimible: «¡Cómo hubiera deseado!» (Id.). La violencia de la lucha trastorna la identidad; el ser se desdobla y se descentra, anticipándose a sí mismo: “Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano que se mezcla a la mía / y forman una mano. / Cuando voy a sentarme advierto que mi cuerpo / se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse / adonde yo me siento. / Y en el preciso instante / de entrar en una casa, / descubro que ya estaba / antes de haber llegado” (Dicotomía incruenta). Esto lleva a dudar de la propia existencia, prohíbe toda afirmación vital: «Me parece que vivo, / ... / He dicho “me parece”. / Yo no aseguro nada” (Escrúpulos); «No estaba. / ¡Estoy seguro! / No estaba. / Me he perdido» (¿Dónde?); «No soy yo quien escribe estas palabras huérfanas» (Nocturnos, I).

Vértigo, duda y orfandad están cercados por la certeza progresiva de la muerte y la nada. La asfixia, el hedor y la angustia adquieren sombra y volumen; todo lo que hace al mundo irrespirable (el hombre incluido) se ubica en planos de exaltación creciente; Girondo rastrea hasta el final estos itinerarios de la corrosión y la náusea: «Cúbrete el rostro / y llora... / pero no te contengas. / Vomita. / ¡Sí! / Vomita, / ante esta paranoica estupidez macabra, / sobre este delirante cretinismo estentóreo / y esta senil orgía de egoísmo prostático: / lacios coágulos de asco, / macerada impotencia, / rancios jugos de hastío, / trozos de amarga espera... / horas entrecortadas por relinchos de angustia» (Invitación al vómito); «Este clima de asfixia que impregna los pulmones / de una anhelante angustia de pez recién pescado. / Este hedor adhesivo y errabundo, / que intoxica la vida / y nos hunde en viscosas pesadillas de lodo» (Ejecutoria del miasma). La necesidad de algunos críticos ha rebajado a estos poemas al nivel de un simple “feísmo”, les ha restado su dimensión trágica. No ven -no pueden ver- el impulso de piedad desgarrada que preside cada palabra y estalla incontenible: «No saben. / ¡Perdonadlos! / No saben lo que han hecho, / lo que hacen, / por qué matan, / por qué hieren las piedras, / masacran los paisajes… / No saben. / No lo saben… / No saben por qué mueren. / ... / Son ferozmente crueles. / Son ferozmente estúpidos... / pero son inocentes. / ¡Hay que compadecerlos!».

Al crecimiento desmesurado del horror se opone con todas las fuerzas un amor primitivo e indomable: «Hay que agarrar la tierra, / calentita o helada, / y comerla / ¡comerla!» (Dietética). El prodigio de todo lo que existe es aún fuente de asombro: «Este perro. / Este perro, / cotidiano, / inaudito, / que demuestra el milagro, / que me acerca al misterio... / que da ganas de hincarse, / de romper una silla» (Inagotable asombro). Nada expresa mejor esta lucha de fuerzas contrarias que dos versos del mismo Girondo: «¡Qué motivo de asombro! … / ¡Cuánta monotonía!» (Nocturnos, 7). Aun en medio de este doble universo en rebeldía, busca una nueva dimensión, alimenta una súbita esperanza, vencida de antemano: «¿Si intentara una nube... / una pequeña nube, / modesta, / cotidiana, / transportable, / privada» (Nubífero anhelo). Pero el péndulo se apega lentamente al lado de la sombra, donde fermentan el furor y la muerte. Y el último poema es un adiós agradecido a todo lo que ha hecho posible su palabra, como si ya supiera que no volverá a encontrarlo: «Muchas gracias gusano. / Gracias huevo. / Gracias fango, / sonido. / Gracias piedra. / Muchas gracias por todo. / Muchas gracias. / Oliverio Girondo, / agradecido» (Gratitud). Sigue una obra de carácter muy distinto, Campo nuestro, que por su misma diferencia nos convence de la inutilidad de encasillar a Girondo en otro “ismo” que no sea el de su propia libertad.

Su último libro, En la masmédula, es un universo autónomo, irreductible a toda manera usual de captación. La palabra, liberada por fin de sus últimas trabas, se desborda a sí misma, irrumpe y se despliega en espirales de amplitud progresiva; estamos en pleno nudo genésico, centro que irradia luz y sombra en una mezcla inseparable que es la del caos original: fin y principio de este viaje. Quien habla aquí es la voz desgarrada de un yo que ha devorado al mundo y se recorre a solas, gigantesco en su infierno y para siempre: «Con mi yo / y mil un yo y un yo / con mi yo en mí / yo mínimo / larva llama lacra ávida / alga de algo / mi yo antropoco solo / y mi yo tumbo a yumbo canto rodado en sangre / yo abismillo / yo tantan yo / panyo» (Tantan yo); «y solo erecto espeso mascaduda insaciado en progresiva resta / ante el incierto ubicuo muy quizás equis deífico se malciña la angustia interrogante aunque el sabor no cambie» (Ante el sabor inmóvil).

Este libro futuro, irrepetible, es algo más que una consecuencia, algo más que una culminación de lo anterior: es el abandono voluntario de la atadura racional, la asunción plena de la feroz batalla cósmica. Todo lo inmediato adquiere dimensiones desorbitadas, como bajo un cristal deformante: «Canes viables apenas dilucido tras la yerta penumbra acribillada por sus arpones rabos al rojo interrogante / cuando el gris hondo enhiedra sus muy amustios huéspedes en subpisos estrábicos» (Canes más que finales). Y esta distorsión trae a su vez un repliegue del ser hasta sus fuentes primeras: «aunque retorne al árbol del primo / simio me sacaré yo sin tino la maraña / demasiadísimo humana / y mil y miles vueltas y revueltas y contras y recontras / y sus colas /.../ de cuajo me sacaré el obtuso yo zurdo absurdo burdo que aún busca ser herido aunque sonría / entre otros obvios sordos escombros naturales / y restos casi muertos de algún yo otro propio que todavía ulula / porque me cree su perro».


Sería un error pensar que En la masmédula cierra un ciclo: en la poesía de Girondo nada termina. Aun en estas profundidades apocalípticas, en pleno «soplosorbo del cero / vacío ya vaciado en apócrifos moldes sin acople», canta la voz en delirio: «un mero medio huevo al menos de algo nuevo / e inmerso en el subyo intimísimo / volver a ver reverdecer la fe de ser / y creer en crear / y croar y croar / ante todo ende o duende visiblemente real o inexistente /... / y darle con la proa de la lengua / y darle con las olas de la lengua / y furias y reflujos y mareas / al todo cráter cosmos / sin cráter / de la nada» (Habría). Así también, tras la convicción angustiosa de una nada sin escapatoria, se alza la duda indomable: «el ´to be´a qué / o el ´not to be´a qué / la suma lenta merma / la recontra / los avernitos íntimos / el ascopez paqué / cualquier a qué cualquiera / el pluriaqué / a qué / el pentonal a qué / a qué / a qué / a qué /  y sin embargo» (El pentotal a qué).


La palabra, protagonista final, ha abandonado sus funciones pasivas para volverse foco de irradiación, que a la manera de un primer motor (mágico y móvil) crea e impulsa sus objetos. Reconocemos aquí al daimon que anima los textos augurales, con su estremecimiento y su misterio deslumbrante. En la masmédula -que, como afirma Enrique Molina, «quedará siempre único, pues es imposible continuarlo»- marca el punto culminante de esta historia del fervor: prodigio aislado que no admite explicaciones; que ha reunido en un haz, intactos e intangibles, los hilos más secretos de la creación pura.




Publicado originalmente en SUR, nro. 315, Buenos Aires, noviembre-diciembre de 1968, pp. 82-87.



SUSANA THÉNON, fue una poeta, traductora y fotógrafa argentina, nacida en Buenos Aires en 1935. Escribió cinco libros de poemas: Edad sin tregua (1958), Habitante de la nada (1959), De lugares extraños (1967), Distancias (1984) y  Ova completa (1987) reunidos en La morada imposible (2001). Falleció en Buenos Aires a los 56 años en 1991.


Calzadilla: El más joven de nuestros poetas mayores por César Seco

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En un instante de su condición de joven aspirante a poeta se dio vuelta ante el espejo y pudo intuir una realidad más allá de sí. No ya la de quien puede reconocerse idéntico a los rasgos que lo reflejan y sonreír o hacer una mueca, sino la de quien, apartándose del azogue, dándose la vuelta y quedando a espalda sin poder mirarse, como el personaje del cuadro de Magritte, se percata del otro que también es, se entera como por súbito que es tras si donde ocurre todo, porque el ego miente y no lo que traemos detrás.  

No basta con decir que su poesía es lo más parecido a ese alud de miradas, de gestos que se tropiezan, de cuerpos metidos en sus trajes, de seres que se esquivan saliendo como roedores de sus madrigueras al despuntar el sol, desplazándose por la ciudad, buscando hacerse un lugar, perdiendo su faz entre los muchos que van a asumirse como funcionarios o simplemente pululan por la selva de cemento a punto de ser borrados por el smog o devorados por la noche. De cierto lo es, pero también es una aventura poética que no se agota en si misma. Su personaje hablante es un ciudadano sin fin que pasa a ser un animal, alguien que se arrastra a duras penas en su condición alienante, hasta derivar en ese que se va transfigurando hasta alcanzar la invisibilidad, dejando tras si la imbecilidad de creerse alguien, es decir, deja de ser sujeto para sumirse en el no yo.

Antes debe estar consciente de cuantas máscaras tuvo que llevar para que lo reconocieran entre la multitud que habita el vientre urbano. Esas máscaras, cual suele ocurrir en el escenario citadino, (y en Calzadilla éste escenario será siempre escritural, de génesis gráfica), cubrirán la faz de quien cree ser alguien entre los muchos; al que no también, al que se busca sin llegar a precisar bien de qué se trata esa búsqueda interior que casi siempre naufraga en lo colectivo; al que lo sabe pero cede ante los ritos cívicos para hacerse notar; en fin, al que ha perdido su identidad o al que no la tuvo nunca y sólo fue objeto de uso de la demoledora y condicionante realidad  que fija el poder, sea cual sea su rostro siempre oculto o velado por su apariencia, sean cual sean sus manos que sólo saben moverse en la sombra.  

Vemos al polemista que por un lado está denunciando la rienda opresiva de ese poder, tan invisible como avasallante, o bien está cuestionando su propia condición de poeta que puede equivocadamente creer que todo lo que imagina ha de ser correspondencia fiel a lo que vive. Está consciente de que todo poder persigue el sometimiento del ciudadano a sus designios operativos ideológicos, pero a su vez puede hacer ver que éstos, como trágica bufonada, representan o calcan sobre el papel de los acontecimientos que devienen de esta relación (poder-sujeto/sujeto-poder) los deseos reprimidos del ciudadano, deseos estos  que sostienen a su vez el discurso mismo del poder que los oprime. ¿Qué quiero decir con esto? Que es en esto que aflora la veta magnífica de arte y la poesía de Juan Calzadilla que, en nuestro caso, más apreciamos: su teatralidad y puesta en escena gráfica, aunque sólo aparentemente se trate de un texto escrito. 



En su poesía, donde él mismo nos invita a descreer de todo,  hemos llegado a creer en estas aristas confesionales, de las muy pocas que ofrece,  pertenecientes a su poema DOSIS LÍQUIDAS DE AZAR: “En poesía he tenido presente, básicamente, la idea de expresar tensiones de la vida interior mediante las pulsiones de la tinta y la línea. A esto lo he llamado gestualismo, aun cuando, por tratarse de una expulsión, de una violenta evacuación de signo orgánico, la operación cae dentro de la pura operación excretora. Esta gestualidad simplemente expele. Se entrega por chorros. Se sustancia y prodiga en dosis líquidas de azar que mojan la página en blanco, sin prórroga, como el meado. // Y que pueda llegar a decir “Aquí se sabe de derrames pero no de la forma de controlarlos”. No soy un poeta puro.

El efecto de esta escritura no es monolítico. Extrema la comprensión o no del lector y a ella se expone sin concesiones. La realidad puede parecernos que se queda afuera o que es puramente escritural, pero no, no es así, incluso frente al propósito del poeta de evidenciar uno de los rasgos que lo distinguen, la realidad es contundente; me refiero eso sí,  a esa realidad que sólo el artista, el poeta posibilita, más elástica, menos susceptible a las nociones habituales de tiempo y espacio, menos complaciente a lo inteligible, a lo demostrable, es decir, menos agustiniana.  Un crítico puro, lo afirmo sin broma alguna, alguien cuyo basamento interpretativo es sólido, basado en fuentes bibliográficas históricas y literarias confiables, podría  discernir que cuando el poeta se refiere a: “Aquí se sabe de derrames pero no de la forma de controlarlos”,  habla del lirismo verboso de una porción de nuestra poesía y a la que el poeta fue proclive en sus inicios, o bien a nuestra condición de sociedad que no ha sabido qué hacer con su riqueza.  Pero otro, el lector desocupado de fichas, fechas y fachas, tal vez llegue a la puerta de esta especie de grand jeu presente en la poesía de Calzadilla a partir de Dictado por la jauría (1962), y preguntarle a quien sale a recibirlo entre las líneas de su lectura, ¿dónde está el poeta?, ¿qué se ha hecho?, ¿puede serlo quien está desprovisto de metáforas, quien no apela a imaginería alguna? Ese cuyas imágenes parecieran carecer de elaboración, pero la tienen y mucha.  Flaco de adjetivos y ajeno a símiles gastados ya por el telurismo o el panfleto. Sordo a toda estridencia. Es entonces cuando tendrá al frente a un sujeto que ha estado en fuga de esa condición que su oficio, que su nimio lugar en la sociedad le confiere, condición que es como un estigma al que se niega para recuperar su condición de simple ciudadano;  por ello el incesante cambio, transformación y revisión de su expresividad. Pero, tal vez este sea solo un presentimiento de lector ante una poesía cuyos contenidos son imposibles de reducir y un poeta cuya mayor condición, deja entrever, es la de mutante.               



¿Cómo ubicarlo? ¿Surrealista? ¿Parasurrealista? ¿Expresionista? ¿Absurdo? ¿Minimalista? De todo ello algo, nos respondemos pero sin prisa, porque somos de los que creemos que Calzadilla siempre nos va a asombrar. Sí, de todo ello algo, pero a su manera, sin cartillas ni manuales, no cesando de confrontar sus móviles. Debo decir que me costó llegar a esta lectura de quien es hoy uno de nuestros poetas mayores y a quien consideramos, por el carácter rebelde y revelador de su arte, un joven dispuesto siempre a dinamitar sus propios basamentos.  De él sabíamos por sus libros y por lo que Dámaso Ogaz nos había hablado  cuando ambos compartieron la experiencia vanguardista de los años 60; pero fue en Mérida hacia 1993 en una Bienal Picón Salas, en compañía del poeta  Hermes Vargas, cuando le conocí en persona. Al verlo a distancia, de pie, recostado pero sin hacer peso alguno sobre una columna del lobby del Hotel Chama, tan delgado como el silbido de la brisa que la tupida arboleda filtraba, viendo él hacia un lugar fijo o a hacia parte ninguna, distraído o atento, lo cual viene a ser lo mismo para un artista, no sabíamos distinguir por la espesura de la niebla si era él o la imagen que una fotografía de Vasco Szinetar nos había fijado en la memoria. Por supuesto que era él nos dijimos en un instante y acercándonos lo saludamos con respeto. Nos dijo que estuvo una vez en Coro catalogando las obras de la colección de Alberto Henríquez y que en la ciudad de arena y apacible soledumbre trabó amistad con el poeta Rafael José Álvarez y con Faridy, su esposa, quien fue quien se encargó de pasar sus notas a limpio en una vieja remintong negra en la oficina de prensa de la universidad. Que le gustaría volver nos dijo, esto como un susurro antes de borrarse al final de un pasillo como evitando que otro invitado importunara sus indagaciones silenciosas. Tan cierto como su palabra, tiempo después volvió a Coro y nos acompañó durante un tiempo en la Casa de la Poesía, dictando talleres para jóvenes. Allí, más que al reconocido poeta, conocimos, significativamente para nosotros, al maestro.         

Llegaba cada tarde como arrastrando sus pasos y cuando atravesaba la puerta parecía colarse por ella cual un pájaro por la ventana con entera libertad. Su compañera, alta y delgada como si Modigliani la fuera instalado ahí, disponía en una mesita café y galletas y se sentaba a su lado en completa mudez. Los participantes eran pocos, no más de ocho, todos jovencitos, se dispersaban de manera tal que aquello fuera lo menos parecido a un salón de clase. No era parte del taller pero a veces me acercaba porque allí estaba mi pareja. Frente a la blanca pared colocaba el proyector de imágenes que se iban sucediendo: un huevo, un paraguas, una media luna, unos zapatos y así… hasta que por fin dejaba oír su voz: «Escriban sobre lo visto lo que les venga». Entonces abandonaba su posición de instructor y buscaba sitio entre los participantes y hacía lo mismo que les había pedido. Esto no tenía una medida de tiempo, al parecer él notaba cuando nadie escribía ya y elegía al azar a cualquiera para leer y así los otros se iban alternando. Los mismos participantes iban emitiendo sus opiniones al respecto y de igual manera se daban las críticas y autocríticas, se borraba, se suprimía lo que se consideraba innecesario en cada texto, incluido el de él. Luego, ya en su propia voz, leía uno solo que era la suma de todos los escritos y pedía a los participantes que lo “fusilaran”, es decir que lo reescribieran, lo comentaban de nuevo y de ahí salía un “artefacto”, digámoslo así,  que nada tenía que ver con la vieja practica del “cadáver exquisito” y que incluso parecía borrar las imágenes que le dieron curso.    

Después de cierto tiempo, una vez terminado el taller, lo frecuentamos en La Vela de Coro y comprobamos que a su edad y como cualquier ciudadano salía bien de mañana a hacer sus diligencias hogareñas. En una oportunidad nos pidió que le acompañáramos a comprar un pescado y en un instante nos habló de cómo había sido posible para que ese pescado estuviera en sus manos y ocurriese el hecho de pagarlo y comérselo unos instantes después. El hecho común cobraba otra posibilidad menos advertible, más profunda, más interesante en su casi inaudible voz. Cuando nos abandonó y regresó a Caracas siempre quise preguntarle a Argelia que había significado para ella la experiencia de tener trato con el poeta Juan Calzadilla. Nunca lo hice, hasta que mi pregunta se vio respondida por un breve poema que ella incluyó en su libro inicial:”. “Eres tan real/ como la vida que llena el vacío/ de las calles”.

Leopoldo Lugones | La Fuerza Omega

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No éramos sino tres amigos. Los dos de la confidencia, en cuyo par me contaba, y el descubridor de espantosa fuerza que, sin embargo del secreto, preocupaba ya a la gente. 

El sencillo sabio ante quien nos hallábamos, no procedía de ninguna academia y estaba asaz distante de la celebridad. Había pasado la vida concertando al azar de la pobreza pequeños inventos industriales, desde tintas baratas y molinillos de café, hasta máquinas controladoras para boletos de tranvía.

Nunca quiso patentar sus descubrimientos, muy ingeniosos algunos, vendiéndolos por poco menos que nada a comerciantes de segundo orden. Presintiéndose quizá algo de genial, que disimulaba con modestia casi fosca, tenía el más profundo desdén por aquellos pequeños triunfos. Si se le hablaba de ellos, concomíase con displicencia o sonreía con amargura.

—Eso es para comer —decía sencillamente.

Me había hecho su amigo por la casualidad de cierta conversación en que se trató de ciencias ocultas; pues mereciendo el tema la aflictiva piedad del público, aquellos a quienes interesa suelen disimular su predilección, no hablando de ella sino con sus semejantes.

Fue precisamente lo que pasó; y mi despreocupación por el qué dirán debió de agradar a aquel desdeñoso, pues desde entonces intimamos. Nuestras pláticas sobre el asunto favorito fueron largas. Mi amigo se inspiraba al tratarlo, con aquel silencioso ardor que caracterizaba su entusiasmo y que sólo se traslucía en el brillo de sus ojos.

Todavía lo veo pasearse por su cuarto, recio, casi cuadrado, con su carota pálida y lampiña, sus ojos pardos de mirada tan singular, sus manos callosas de gañán y de químico a la vez.

—Anda por ahí a flor de tierra —solía decirme— más de una fuerza tremenda cuyo descubrimiento se aproxima. De esas fuerzas interetéreas que acaban de modificar los más sólidos conceptos de la ciencia, y que justificando las afirmaciones de la sabiduría oculta, dependen cada vez más del intelecto humano. 

La identidad de la mente con las fuerzas directrices del cosmos —concluía en ocasiones, filosofando — es cada vez más clara; y día llegará en que aquella sabrá regirlas sin las máquinas intermediarias, que en realidad deben de ser un estorbo. Cuando uno piensa que las máquinas no son sino aditamentos con que el ser humano se completa, llevándolas potencialmente en sí, según lo prueba al concebirlas y ejecutarlas, los tales aparatos resultan en substancia simples modificaciones de la caña con que se prolonga el brazo para alcanzar un fruto. Ya la memoria suprime los dos conceptos fundamentales, los más fundamentales como realidad y como obstáculo —el espacio y el tiempo, al evocar instantáneamente un lugar que se vio hace diez años y que se encuentra a mil leguas; para no hablar de ciertos casos de bilocación telepática, que demuestran mejor la teoría. Si estuviera en ésta la verdad, el esfuerzo humano debería tender a la abolición de todo intermediario entre la mente y las fuerzas originales, a suprimir en lo posible la materia otro axioma de filosofía oculta; mas, para esto, hay que poner el organismo en condiciones especiales, activar la mente, acostumbrarla a la comunicación directa con dichas fuerzas. Caso de magia. Caso que solamente los miopes no perciben en toda su luminosa sencillez. Habíamos hablado de la memoria. El cálculo demuestra también una relación directa; pues si calculando se llega a determinar la posición de un astro desconocido, en un punto del espacio, es porque hay identidad entre las leyes que rigen al pensamiento humano y al universo.  Hay más todavía: es la determinación de un hecho material por medio de una ley intelectual. El astro tiene que estar ahí, porque así lo determina mi razón matemática, y esta sanción imperativa equivale casi a una creación.


Sospecho, Dios me perdone, que mi amigo no se limitaba a teorizar el ocultismo, y que su régimen alimenticio, tanto como su severa continencia, implicaban un entrenamiento; pero nunca se franqueó sobre este punto y yo fui discreto a mi vez.

Habíase relacionado con nosotros, poco antes de los sucesos que voy a narrar, un joven médico a quien sólo faltan sus exámenes generales, que quizá nunca llegue a dar pues se ha dedicado a la filosofía; y éste era el otro confidente que debía escuchar la revelación.

Fue a la vuelta de unas largas vacaciones que nos habían separado del descubridor. Encontrámoslo algo más nervioso, pero radiante con una singular inspiración, y su primera frase fue para invitarnos a una especie de tertulia filosófica —tales sus palabras— donde debía exponernos el descubrimiento.

En el laboratorio habitual, que presentaba al mismo tiempo un vago aspecto de cerrajería, y en cuya atmósfera flotaba un dejo de cloro, empezó la conferencia.

Con su voz clara de siempre, su aspecto negligente, sus manos extendidas sobre la mesa como durante los discursos psíquicos, nuestro amigo enunció esta cosa sorprendente:

—He descubierto la potencia mecánica del sonido. 

Saben ustedes —agregó, sin preocuparse mayormente del efecto causado por su revelación—, saben ustedes bastante de estas cosas para comprender que no se trata de nada sobrenatural. Es un gran hallazgo, ciertamente, pero no superior a la onda hertziana o al rayo Roentgen. A propósito, yo he puesto también un nombre a mi fuerza. Y como ella es la última en la síntesis vibratoria cuyos otros componentes son el calor, la luz y la electricidad, la he llamado la fuerza Omega.

—Pero ¿el sonido no es cosa distinta?… —preguntó el médico.

—No, desde que la electricidad y la luz están consideradas ahora como materia. Falta todavía el calor; pero la analogía nos lleva rápidamente a conjeturar la identidad de su naturaleza, y veo cercano el día en que se demuestre este postulado para mí evidente: que si los cuerpos se dilatan al calentarse, o en otros términos, si sus espacios intermoleculares aumentan, es porque entre ellos se ha introducido algo y que este algo es el calor. De lo contrario, habría que recurrir al vacío aborrecido por la naturaleza y por la razón. 

El sonido es materia para mí; pero esto resultará mejor de la propia exposición de mi descubrimiento. 

La idea, vaga aunque intensa hasta el deslumbramiento, me vino —cosa singular— la primera vez que vi afinar una campana. Claro es que no se puede determinar de antemano la nota precisa de una campana, pues la fundición cambiaría el tono. Una vez fundida, es menester recortarla al torno, para lo cual hay dos reglas; si se quiere bajar el tono, hay que disminuir la línea media llamada “falseadura”; si subirlo, es menester recortar la “pata”, o sea el reborde, y la afinación se practica al oído como la de un piano. Puede bajarse hasta un tono, pero no subirse sino medio; pues cortando mucho la pata, el instrumento pierde su sonoridad.

Al pensar que si la pierde no es porque deje de vibrar, me vino esta idea, base de todo el invento: la vibración sonora se vuelve fuerza mecánica y por esto deja de ser sonido; pero la cosa se precisó durante las vacaciones, mientras ustedes veraneaban, lo cual aumentó, con la soledad, mi concentración. 

Ocupábame en modificar discos de fonógrafo y aquello me traía involuntariamente al tema. Había pensado construir una especie de diapasón para destacar, y percibir directamente por lo tanto, las armónicas de la voz humana, lo que no es posible sino por medio de un piano, y siempre con gran imperfección; cuando de repente, con claridad tal que en dos noches de trabajo concebí toda la teoría, el hecho se produjo.

Cuando se hace vibrar un diapasón que está al mismo tono con otro, éste vibra también por influencia al cabo de poco tiempo, lo que prueba que la onda sonora, o en otros términos, el aire agitado, tiene fuerza suficiente para poner en movimiento el metal. Dada la relación que existe entre el peso, densidad y tenacidad de éste con los del aire, esa fuerza tiene que ser enorme; y sin embargo, no es capaz de mover una hebra de paja que un soplo humano aventaría, siendo a su vez impotente para hacer vibrar en forma perceptible el metal. La onda sonora es, pues, más o menos poderosa que el soplo de nuestro ejemplo. Esto depende de las circunstancias; y en el caso de los diapasones, la circunstancia debe ser una relación molecular, puesto que si ellos no están al unísono, el fenómeno marra. Había, pues, que aplicar la fuerza sonora a fenómenos intermoleculares.

No creo que la concepción de la fuerza sonora necesite mucho ingenio. Cualquiera ha sentido las pulsaciones del aire en los sonidos muy bajos, los que produce el nasardo de un órgano, por ejemplo. Parece que las dieciséis vibraciones por segundo que engendra un tubo de treinta y dos pies marcan el límite inferior del sonido perceptible, que no es ya sino un zumbido. Con menos vibraciones, el movimiento se vuelve un soplo de aire; el soplo que movería la brizna, pero que no afectaría al diapasón. Esas vibraciones bajas, verdadero viento melodioso, son las que hacen trepidar las vidrieras de las catedrales; pero no forman ya notas, propiamente hablando, y sólo sirven para reforzar las octavas inmediatamente superiores.

Cuanto más alto es el sonido, más se aleja de su semejanza con el viento y más disminuye la longitud de su onda; pero si ha de considerársela como fuerza intermolecular, ella es enorme todavía en los sonidos más altos de los instrumentos; pues el del piano con el do séptimo, que corresponde a un máximum de 4.200 vibraciones por segundo, tiene una onda de tres pulgadas. La flauta, que llega a 4.700 vibraciones, da una onda gigantesca todavía. 

La longitud de la onda depende, pues, de la altura del sonido, que deja ya de ser musical poco más allá de las 4.700 vibraciones mencionadas. Despretz ha podido percibir un do, que vendría a ser el décimo, con 32.770 vibraciones producidas por el frote de un arco sobre un pequeñísimo diapasón. Yo percibo sonido aún, pero sin determinación musical posible, en las 45.000 vibraciones del diapasón que he inventado.

—¡45.000 vibraciones! —dije—: ¡Eso es prodigioso!

Pronto vas a verlo —prosiguió el inventor—. Ten paciencia un instante todavía.

Y después de ofrecernos té, que rehusamos:

—La vibración sonora se vuelve casi recta con estas altísimas frecuencias, y tiende igualmente a perder su forma curvilínea, tornándose más bien un zigzag a medida que el sonido se exaspera. Esto se ha experimentado prácticamente cerdeando un violín. Hasta aquí no salimos de lo conocido, bien en que no sea vulgar.

Pero ya he dicho que me proponía estudiar el sonido como fuerza. He aquí mi teoría, que la experiencia ha confirmado:

Cuanto más bajo es el sonido, más superficiales son sus efectos sobre los cuerpos. Después de lo que sabemos, esto es bien sencillo. La fuerza penetrante del sonido depende, pues, de su altura; y como a ésta corresponde, según dije, una menor ondulación, resulta que mi onda sonora de 45.000 vibraciones por segundo es casi una flecha ligerísimamente ondulada. Por pequeña que sea esta ondulación, siempre es excesiva molecularmente hablando; y como mis diapasones no pueden reducirse más, era menester ingeniarse de otro modo.

Había, además, otro inconveniente. Las curvas de la onda sonora están relacionadas con su propagación, de tal modo que su ampliación progresa con gran velocidad hasta anularla como sonido, imposibilitando a la vez su desarrollo como fuerza; pero tanto este inconveniente, como el que resulta de la ondulación en sí, desaparecerían multiplicando la velocidad de traslación. De ésta depende que la onda no pierda la rectitud, que como toda curva tiene al comenzar, y al logro de semejante propósito concurrió una ley científica.

Fourier, el célebre matemático francés, ha enunciado un principio aplicable a las ondas simples —las de mi problema— que puede traducirse vulgarmente así:

Cualquier forma de onda puede estar compuesta por cierto número de onda simples de longitudes diferentes. 

Siendo ello así, si yo pudiera lanzar sucesivamente un número cualquiera de ondas en progresión proporcional, la velocidad de la primera sería la suma de las velocidades de todas juntas; la proporción entre las ondulaciones de aquélla y su  traslación quedaba rota con ventaja, y libertada por lo tanto la potencia mecánica del sonido.

Mi aparato va a demostrarles que todo esto se puede; pero aún no les he dicho lo que me proponía hacer.

Yo considero que el sonido es materia, desprendida en partículas infinitesimales del cuerpo sonoro, y dinamizada en tal forma, que da la sensación de sonido, como las partículas odoríferas dan la sensación del olor. Esa materia se desprende en la forma ondulatoria comprobada por la ciencia y que yo me proponía modificar, engendrando la onda aérea conocida por nosotros; del propio modo que la ondulación de una anguila bajo el agua es repetida por ésta en su superficie.

Cuando la doble onda choca con un cuerpo, la parte aérea se refleja contra su superficie; la aérea penetra, produciendo la vibración del cuerpo y sin ninguna otra consecuencia, pues el éter del cuerpo supuesto se dinamiza armónicamente con el de la onda, difundido en él; y ésta es la explicación, que se da por primera vez, de las vibraciones al unísono.

Una vez rota la relación entre las ondulaciones y su propagación, el éter sonoro no se difunde en la masa del cuerpo, sino que la perfora, ya completamente, ya hasta cierta profundidad. Y aquí viene la explicación misma de los fenómenos que produzco.

Todo cuerpo tiene un centro formado por la gravitación de moléculas que constituye su cohesión, y que representa el peso total de dichas moléculas. No necesito advertir que ese centro puede encontrarse en cualquier punto del cuerpo. Las moléculas representan aquí lo que las masas planetarias en el espacio.

Claro es que el más mínimo desplazamiento del centro en cuestión ocasionará instantáneamente la desintegración del cuerpo; pero no es menos cierto que para efectuarlo, venciendo la cohesión molecular, se necesitaría una fuerza enorme, algo de que la mecánica actual no tiene idea, y que yo he descubierto, sin embargo.

Tyndall ha dicho en un ejemplo gráfico que la fuerza del puñado de nieve contenido en la mano de un niño bastaría para hacer volar en pedazos una montaña. Calculen ustedes lo que se necesitará para vencer esa fuerza. Y yo desintegro bloques de granito de un metro cúbico…

Decía aquello sencillamente, como la cosa más natural, sin ocuparse de nuestra aquiescencia. Nosotros, aunque vagamente, íbamonos turbando con la inminencia de una gran revelación; pero acostumbrados al tono autoritario de nuestro amigo, nada replicábamos. Nuestros ojos, eso sí, buscaban al descuido por el taller los misteriosos aparatos. A no ser un volante de eje solidísimo, nada había que no nos fuese familiar.

—Llegamos —prosiguió el descubridor— al final de la exposición. Había dicho que necesitaba ondas sonoras susceptibles de ser lanzadas en progresión proporcional, y a vuelta de muchos tanteos, que no es menester describirlos, di con ellas.

Eran el do, fa, sol, do, que según la tradición antigua constituían la lira de Orfeo y que contienen los intervalos más importantes de la declamación, es decir, el secreto musical de la voz humana. La relación de estas ondas es matemáticamente 1, 4/3, 3/2, 2; y arrancadas de la naturaleza, sin un agregado o deformación que las altere, son también una fuerza original. Ya ven ustedes que la lógica de los hechos iba paralela con la de la teoría.

Procedí entonces a construir mi aparato; mas, para llegar al que ustedes ven aquí —dijo sacando de su bolsillo un disco harto semejante a un reloj de níquel—, ensayé diversas máquinas.

Confieso que el aparato nos defraudó. La relación de magnitudes forma de tal modo la esencia del criterio humano, que al oír hablar de fuerzas enormes habíamos presentido máquinas grandiosas. Aquella cajita redonda, con un botón saliente en su borde, parecía cualquier cosa menos un generador de éter vibratorio. 

—Primero —continuó el otro, sonriendo ante nuestra perplejidad— pensé en cosas complicadas, análogas a las sirenas de Koenig. Luego fui simplificando de acuerdo con mis ideas sobre la deficiencia de las máquinas, hasta llegar a esto, que no es sino una solución transitoria. 

La delicadeza del aparato no permite abrirlo a cada momento; pero ustedes deben conocerlo —añadió, destornillando su tapa.

Contenía cuatro diapasoncillos, poco menos finos que cerdas, implantados a intervalos desiguales sobre un diafragma de madera que constituía el fondo de la caja. Un sutilísimo alambre se tendía y distendía rozándolos, bajo la acción del botón que sobresalía; y la boquilla de que antes hablé era una bocina microfónica.

—Los intervalos entre diapasón y diapasón, tanto como el espacio necesario para el juego de la cuerda que los roza, imponían al aparato este tamaño mínimo. Cuando ellos suenan, la cuádruple onda transformada en una sale por la bocina microfónica como un verdadero proyectil etéreo. La descarga se repite cuantas veces aprieto el botón, pudiendo salir las ondas sin solución de continuidad apreciable, es decir, mucho más próximas que las balas de una ametralladora, y formar un verdadero chorro de éter dinámico cuya potencia es incalculable.

Si la onda va al centro molecular del cuerpo, éste se desintegra en partículas impalpables. Si no, lo perfora con un agujerillo enteramente imperceptible. En cuantoal roce tangencial, van a ver ustedes sus efectos sobre aquel volante…

—… ¿Qué pesa…? —interrumpí.

—Trescientos kilogramos.

El botón comenzó a actuar con ruidecito intermitente y seco, ante nuestra curiosidad todavía incrédula; y como el silencio era grande, percibimos apenas una aguda estridencia, análoga al zumbido de un insecto.

No tardó mucho en ponerse en movimiento la mole, y aquél fue acelerándose de tal modo, que pronto vibró la casa entera como al empuje de un huracán. La maciza rueda no era más que una sombra vaga, semejante al ala de un colibrí en suspensión, y el aire desplazado por ella provocaba un torbellino dentro del cuarto.

El descubridor suspendió muy luego los efectos de su aparato, pues ningún eje habría aguantado mucho tiempo semejante trabajo. Mirábamos suspensos, con una mezcla de admiración y pavor, trocada muy luego en desmedida curiosidad.

El médico quiso repetir el experimento; pero por más que abocó la cajita hacia el volante, nada consiguió. Yo intenté lo propio con igual desventura.

Creíamos ya en una broma de nuestro amigo, cuando éste dijo, poniéndose tan grave que casi daba en siniestro:

—Es que aquí está el misterio de mi fuerza. Nadie, sino yo, puede usarla. Y yo
mismo no sé cómo sucede. 

Defino, sí, lo que pasa por mí como una facultad análoga a la puntería. Sin verlo, sin percibirlo en ninguna forma material yo sé dónde está el centro del cuerpo que deseo desintegrar y en la misma forma proyecto mi éter contra el volante ante.

Prueben ustedes cuanto quieran. Quizá al fin…

Todo fue en vano. La onda etérea se dispersaba inútil. En cambio, bajo la dirección de su amo, llamémosle así, ejecutó prodigios.

Un adoquín que calzaba la puerta rebelde se desintegró a nuestra vista, convirtiéndose con leve sacudida en un montón de polvo impalpable. Varios trozos de hierro sufrieron la misma suerte. Y resultaba en verdad de un efecto mágico aquella transformación de la materia, sin un esfuerzo perceptible, sin un ruido, como no fuera la leve estridencia que cualquier rumor ahogaba.

El médico, entusiasmado, quería escribir un artículo.

—No —dijo nuestro amigo—; detesto la notoriedad, aunque no he podido evitarla del todo, pues los vecinos comienzan a enterarse. Además, temo los daños que puede causar esto…

—En efecto —dije—; como arma sería espantoso.

—¿No lo has ensayado sobre algún animal? —preguntó el médico.

—Ya sabes —respondió nuestro amigo con grave mansedumbre— que jamás causo dolor a ningún ser viviente.

Y con esto terminó la sesión.

Los días siguientes trascurrieron entre maravillas; y recuerdo como particularmente notable la desintegración de un vaso de agua, que desapareció de súbito cubriendo de rocío toda la habitación.

—El vaso permanece —explicaba el sabio— porque no forma un bloque con el agua, a causa de que no hay entre ésta y el cristal adherencia perfecta. Lo mismo sucedería si estuviera herméticamente cerrado. El líquido, convertido en partículas etéreas, sería proyectado a través de los poros del cristal…

Así marchamos de asombro en asombro; mas el secreto no podía prolongarse, y es imposible valorar lo que se perdió en el triste suceso cuyo relato finalizará esta historia.

Lo cierto es —para qué entretenerse en cosas tristes— que una de esas mañanas encontramos a nuestro amigo, muerto, con la cabeza recostada en el respaldo de su silla.

Fácil es imaginar nuestra consternación. El aparato maravilloso estaba ante él y nada anormal se notaba en el laboratorio. 

Mirábamos sorprendidos, sin conjeturar ni lejanamente la causa de aquel desastre, cuando noté de pronto que la pared a la cual casi tocaba la cabeza del muerto se hallaba cubierta de una capa grasosa, una especie de manteca.

Casi al mismo tiempo mi compañero lo advirtió también, y raspando con su dedo sobre aquella mixtura, exclamó sorprendido:

— ¡Esto es sustancia cerebral!

La autopsia confirmó su dicho, certificando una nueva maravilla del portentoso aparato. Efectivamente, la cabeza de nuestro pobre amigo estaba vacía, sin un átomo de sesos, El proyectil etéreo, quién sabe por qué rareza de dirección o por qué descuido, habíale desintegrado el cerebro, proyectándolo en explosión atómica a través de los poros de su cráneo. Ni un rastro exterior denunciaba la catástrofe, y aquel fenómeno, con todo su horror, era, a fe mía, el más estupendo de cuantos habíamos presenciado.

Sobre mi mesa de trabajo, aquí mismo, en tanto que finalizo esta historia, el aparato en cuestión brilla, diríase siniestramente, al alcance de mi mano. Funciona perfectamente; pero el éter formidable, la sustancia prodigiosa y homicida de la cual tengo, ¡ay!, tan desgraciada prueba, se pierde sin rumbo en el espacio, a pesar de todas mis vanas tentativas. En el instituto Lutz y Schultz han ensayado también sin éxito.


*  El cuento «La Fuerza Omega» fue tomado del libro de Leopoldo Lugones, Las Fuerzas Extrañas, Arnoldo Moen y hermano Editores, Buenos Aires : 1906; pp. 7-25.

Alina Diaconú | Dos ensayos

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1.- EN EL NOMBRE DE BORGES 



Si como dijo Nietzsche, toda actividad humana está complicada con el milagro, el arte podría constituirse en el principal paradigma de tal aseveración y, en este aspecto, la figura de Borges merece un capítulo aparte. 

Tildado casi hasta el ocaso de su existencia de “escritor elitista”; acusado de no representar una literatura argentina, sino europeizante; combatido, por estas razones, por la intelligentzia de distinto signo ideológico, pero sustentada en una misma raigambre popular; manoseado , en los últimos diez años de su vida, en reportajes periodísticos, las más de las veces, no sólo triviales, sino mal intencionados, dedicados al escándalo y hasta a ridiculizar al interlocutor ante la opinión pública, hoy, y a dos años de su muerte, el burlado no es sino el Gran Burlador.

Porque ha llegado al punto más excelso que una persona puede alcanzar en su país: la categoría de mito. 

Así, al hablar de Borges, tenemos que referirnos al fenómeno Borges, que va mucho más allá de la singularidad de su literatura, y que reviste características de índole sociológica, en el ámbito de la Argentina. 

Ese “personaje” extraliterario, convivió con el escritor durante algo más de una década. Y conoció -me parece- la mayor popularidad que haya conocido un autor nacional. Vaya ironía. Fue él… y fue el Otro. 

Uno, dictando páginas que han sido, son y serán siempre leídas por minorías. 

El otro, ciego, anciano, apoyado en un bastón, tartamudeando frases entrecortadas y apenas audibles, ha sido, es y será recordado por multitudes. El primero, será eterno. 

El otro, durará lo que dure nuestra memoria, lo que duremos nosotros.

Ambos fueron, hasta el último suspiro en Ginebra, motivo de polémica. 

Durante la primera presidencia de Perón, Borges fue “trasladado” de su cargo de empleado en la Biblioteca Municipal Miguel Cané y se lo nombró inspector de ferias, hecho que provocó la instantánea y buscada renuncia.

Discutido por sus opiniones sobre temas que tocaban, supuestamente, a la nacionalidad (el tango, el gaucho, el fútbol, Gardel); ajeno por tradición familiar, formación y convicción a lo popular, cumplió -a pesar de él- el más sarcástico de los designios: convertirse, justamente, en una figura popular. 

Tan popular, que supo reírse del personaje que Sapag caricaturizara en un medio tan masivo como la televisión. 

Tan popular, que desde hace poco y en el mismo medio, una película comercial, en un ambiente tanguero, vende -invocando, entre otros, el nombre de Borges- una marca de licor. 

Tan popular, que oí a más de un comentador deportivo, describir ciertos barrios aledaños a las canchas de fútbol, antes del comienzo de los partidos, mencionando los arrabales de los cuentos de Borges. 

Tan popular que, difícilmente, haya un programa de música ciudadana, donde no se cante alguna de sus milongas. 

Tan, pero tan popular, que es casi imposible leer hoy un artículo sobre cualquier cuestión (desde lo gastronómico hasta lo económico, desde lo turístico hasta lo turfístico, desde lo mítico hasta lo místico) que no cite alguna de sus frases. 

Y es que su cosmovisión ha trascendido lo literario. 

Borges se ha transformado en sinónimo de determinadas atmósferas, de determinadas paradojas y metáforas acerca del tiempo, del espacio, de la identidad.

El término borgeano es hoy moneda corriente, utilizado por muchos que, seguramente, ni lo leyeron, como sucede con los calificativos dantesco o kafkiano, raras veces en boca de los lectores apasionados de Dante o de Kafka. 

En cuanto a la repercusión literaria de Borges, ¿qué puedo yo agregar que no se sepa? 

Un simple hecho anecdótico: gracias a Sara del Carril estoy leyendo, en estos días, El libro arena, en rumano, uno de los 33 idiomas a los cuales ha sido traducida su obra. 

Permanentemente, aparecen aquí y en el mundo entero, nuevos libros de entrevistas, testimonios, compendios de citas, sin contar la constante inclusión de sus textos en antologías que se van editando en los cinco continentes. Y, excluidos los trabajos de interpretación literaria, que se multiplican en todas partes. 

Es interesante destacar cómo la obra de Borges ha atrapado también la atención de estudiosos de otras disciplinas. A título de ejemplo, puedo recordar que en estos dos años que se cumplieron desde su muerte, aparecieron en la Argentina, varios ensayos sobre Borges, desde perspectivas extraliterarias. Estoy pensando en el libro de A. Palacios y J.M. Ferrero (las matemáticas), en el de J. Woscoboinik (la indagación psicoanalítica), en el estudio de G.L. Porrini (lo filosófico). 

Seguramente, la lista es incompleta.

De todos modos, estos ejemplos hablan de una presencia que no cesa y cuya tendencia pareciera ser ascendente, tanto en nuestro país, como en el extranjero.
  
La Fundación Internacional Jorge Luis Borges, que se está organizando en estos meses, dará un mayor impulso a su pervivencia. 
En la Argentina, el mito ya existe. 

El aparente antihéroe, que era la figura de Borges en vida, es el héroe indiscutido de nuestra historieta -o historia- cotidiana. 

En su nombre se afirma, se niega, se duda, se ironiza.
  
En su nombre, se canta, se baila, se pinta y se escribe. 

En su nombre, la Argentina encuentra puntos de referencia propios. 


Diario LA NACION, 
Buenos Aires, 10 de Diciembre de 1988 



  






2.- BORGES Y LAS MUÑECAS RUSAS 




Dice la leyenda que en el siglo XIX un poderoso señor ruso llamado Alexei Manontov hizo llevar a Moscú una figura de porcelana, proveniente de la isla de Honshú, Japón, para regalársela a su amada. 

La figura que representaba a un monje budista, se abría y adentro había otra figura idéntica, más pequeña. 

Tanto gustó esa pieza, que Manontov se la mostró a un artesano ruso y éste, inspirado por la porcelana japonesa, talló en madera de tilo la figura de una aldeana rusa, más ocho figuras idénticas, cada vez más pequeñas, que cabían una dentro de la otra, al abrirse todas por la mitad.

Estamos hablando del artesano Vasili Zvezdochkin y de lo que luego serían mundialmente conocidas como las “Matrioshkas”, las muñecas rusas. Ellas representan una suerte de maternidad folklórica rusa, donde estas mujeres-caja, vestidas con el famoso “sarafan” están pintadas con brillantes colores y adornadas con flores, pájaros y estrellas. Cada “matrioshka” es original e irrepetible. Ellas circulan hoy por el planeta, talladas en madera de tilo o abedul, con sus diseños aggiornados, llevando siempre esa singularidad de forma y contenido, esos múltiples “secretos” que albergan.

¿Por qué hablamos de la “matrioshka”? Porque al cumplirse 60 años de la aparición del célebre libro Ficciones, se nos hace imperioso asociar la obra de Borges en general, y esas historias en particular, en su construcción literaria, a estas muñecas que se abren a otras muñecas, como los cuentos que contienen otros cuentos, como los poemas que contienen otros poemas. 

Así están estructuradas muchas, muchísimas piezas literarias de Borges. Son cuentos de otros cuentos, que a su vez se derivan en otros, voces que se multiplican a medida que uno se adentra en el texto. 

En Borges es muy frecuente la alusión de un narrador a otras narraciones, de un nombre a otros nombres, de una acción a otra acción. Secretamente se va abriendo su texto, como una “Matrioshka”. Secretamente vamos entrando en el interior y allí se generan cada vez más implicancias, más espejos, más laberintos, más sueños, más desdoblamientos, más juegos con el infinito, uno dentro del otro, hasta llegar a la síntesis, a la muñeca más pequeña, tan pequeña que quizás ya sea invisible: nuestra esencia. 

El pensamiento de Borges es un pensamiento metafísico. 

La Metafísica fue definida por primera vez por Andrónico de Rodas. Y la conocemos fundamentalmente por Aristóteles, que la consideró “la ciencia primera” y le dedicó un libro, donde dividió a la Metafísica en tres partes: la Ontología que estudia el ser, la Teología que estudia a Dios y la Gnoseología que estudia el conocimiento. 

Sabemos, entonces, que la Metafísica es esa parte de la Filosofía que se ocupa del ser. Que estudia el ser como tal, sus causas, sus principios, que contempla sus propiedades. 

Se denomina “meta-física”, porque va más allá de lo que puede percibirse con nuestros cinco sentidos. Se ocupa de lo que está más allá de lo que experimentamos en los planos sólido, líquido y gaseoso que conforman el mundo físico. 
La Metafísica, según Santo Tomás contempla las causas primeras. 

Para Kant ella es el estudio del Todo y, en su opinión, se confunde con la Ontología.

La Metafísica es el fundamento de prácticamente todas las filosofías, de todas las religiones y de todas las corrientes de pensamiento. 

En gran parte de los planteos de Borges, para no decir en casi todos, aparece el interrogante metafísico, acorde a su agnosticismo. Son preguntas, perplejidades, que aceptan el ingrediente mágico, considerándolo real, pero incognoscible por parte del ser humano y de las limitaciones de su mente.

Por eso, Borges es tan complejo.
  
Porque, como decía Vladimir Nabokov, “ningún escritor de talla es sencillo”. 

Vemos entonces que igual que en las muñecas rusas, Borges abre y se abre al misterio, más y más y cada vez se encuentra con más misterio, que a su vez engendra otro misterio. Pero al introducirse más y más en el enigma, se dirige hacia el núcleo de la existencia, hacia la semilla, que es el ser en sí. 

Cuenta Borges en “El jardín de senderos que se bifurcan” del libro Ficciones: “Ts’ui Pen creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos;- sigue Borges- en algunos, existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mí casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma”. 

Esta es la red creciente o decreciente de las Matrioshkas, según se las vaya abriendo o cerrando, según se las haga aparecer o desaparecer una dentro de la otra. 

Y vamos a concluir este paralelo entre el mecanismo ficcional borgeano y la subdivisión o progresión de las muñecas rusas, con la estrofa primera y la última de ese poema tan conocido, y sumamente paradigmático de Borges en este sentido, que se llama “Ajedrez”, y que dice: 

En su grave rincón, los jugadores 
Rigen las lentas piezas. El tablero 
Los demora hasta el alba en su severo 
Ambito en que se odian dos colores. 
(...) 

También el jugador es prisionero (La sentencia es de Omar) de otro tablero De negras noches y de blancos días. 

Dios mueve al jugador y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza De polvo y tiempo y sueño y agonías? 

En la idea de Borges, como en el juego de las muñecas rusas, siempre hay algo detrás, algo o alguien detrás de la pieza de ajedrez, de la mano del jugador, del jugador y de Dios mismo. 

Ese es el misterio, la pregunta que Borges formula en este poema y en prácticamente toda su obra. Y este es el interrogante mayúsculo, el que quizás todos nos formulemos. Y que se llama Metafísica. 

Diario LA NACION, 
Buenos Aires, 17 de Septiembre de 2004 


  
Textos extraídos de Alina Diaconú, Gritos y Susurros 30 años de Argentinidad,  Moglia Ediciones, Buenos Aires 2017. Analecta Literaria agradece a la autora y a Moglia Ediciones la correspondiente autorización para publicarlos


ALINA DIACONÚ, Nació en Bucarest, Rumania. Vive en Buenos Aires desde 1959, siendo ciudadana argentina y residió un tiempo en París. Es colaboradora de varios diarios y revistas y actualmente escribe en la Página de Opinión del diario “La Nación” y es columnista del diario “Perfil” y del diario La Gaceta de Tucumán. Algunos de sus libros fueron  traducidos al inglés, al francés y al rumano. Recibió la beca Fulbright, la Faja de Honor de la SADE, el Meridiano de Plata y otros premios y distinciones. Es autora de nueve novelas, entre ellas: La Señora (1975), Buenas noches profesor (1978), Enamorada del muro (1981), Cama de Angeles (1983), Los ojos azules (1986), El penúltimo viaje (1989), Los devorados (1992), Una mujer secreta (2002), Avatar (2009). Publicó: Calidoscopio, un libro de cuentos, otro de notas y reflexiones, el libro Preguntas con Respuestas (reportajes a Borges, Cioran, Ionesco, Girri y Sarduy); en 2005, Intimidades del Ser (Poesía) y en el 2007, Poemas del Silencio. Sus libro más recientes son Ensayo General (Reflexiones sobre la Literatura, Borges, los Mitos, los Maestros, las Pioneras, el Más allá) editado en 2010 por la Fundación Internacional Jorge Luis Borges y Buda (2014); el libro de poemas Albatros (2015) y el de aforismos Relámpagos (2016).     

   


Argelia Malaver | Poemas éditos e inéditos

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de:  Piel Lacerada (2013)




UNA MUJER ES


Una mujer se hace de los detalles de ella.

Una mujer aprende amar jugando al amor,
anudando sus sueños a la cola del papagayo.

Una mujer comienza a ser montada en el columpio
queriendo atrapar estrellas,
queriendo atraparlo todo.

Una mujer es
cuando se encuentra con la rosa
y se desnuda
para descifrar,
su belleza.




MI CASA Y YO


Miro mi casa y me siento,
me toc, me respiro.
Ela soy yo.
La quiero, la amo.
Cada rincón es uno de los míos.
Me desnuda ante mis ojos.
Ella está llena de lo que fuí y sigon siendo.
Ella me arropa, me besa,
me acaricia.
Ella huele a canela y a miel.
Ella tiene un pañuelo de seda
que seca mi llanto.
Ella me hace soñar,
guarda mis cajones,
celebra mi risa,
peina mi cabello.
Ella y yo somos una.
Mi casa y yo.




ALMA


Brota en mí una necesidad de extirpar el cóncavo de mi ser
para saber si el alma pesa lo que el espíritu le da 
para su existencia.




PIEL LACERADA


Látigo que lacera
a la espera de una respuesta
que no existencia

Dulce niña
que contempla al pájaro cantar
mientras el látigo descansa

Sólo espera que comience el día
para soñar con lo que hoy es

Unturas en el cuerpo
que callan la culpa y mitigan el dolor
de ser sólo una niña
despierta al eco de la vida

Ella busca en los cajones
su mundo encantado,
su refugio de una verdaderaque la asombra,
la despierta
y la hace volar
volar
hasta borrarse en el aire




POEMAS RECIENTES



Piel que respira toda la inmundicia
contenida en la brújula de tu abismo.
No te asomes más por mi ventana,
me quemas, me asfixias.
Vete, vete, mariposa
de venenos ínfimos.





Entre el principio y el final está la permanencia.
En ella me sostengo, en ella creo. 
Sólo por lo que Dios me dice existo.
Sólo vale lo que pesa y pesa lo que soy.
Soy lo que merezco.
Vengo de donde todo es absoluto
y permanente.





Entre la multitud la soledad se hace presente.
Ella llena el vacío y rebosa la copa del más exquisito elixir.





ARGELIA MALAVER, Poeta venezolana nacida en Cabimas, 1960. Con más de veinte años de residencia en Punto Fijo. Ha publicado dos libros de poesía: Rosa Diligente (2006), y Piel Lacerada,  (2013). Así mismo, poemas suyos han aparecido en importantes publicaciones literarias, entre las que destaca: El Corazón de Venezuela: Patria y Poesía, libro antológico que recoge poemas de 147 poetas venezolanos contemporáneos, dedicados a Venezuela, publicación con dos ediciones, la primera por Petróleos de Venezuela S.A  (2008) y la segunda por la Presidencia de la República (2009). El día 12 de Agosto de 2011, el suplemento literario LETRA VIVA del diario Nuevo Día le dedico un número completo (Año 4 Nº 237), con una entrevista sobre su experiencia poética y comentarios críticos de Miguel Antonio Guevara y César Seco. Ha participado en importantes encuentros de poesía, entre los que cabe mencionar, bienales de literatura, ferias del libro y recitales en distintos lugares del país. En el año 2006 fue invitada a leer en el XVI Festival Internacional de Poesía de Medellín, Colombia, en recital realizado en la Biblioteca Fernando Gómez Martínez, junto a los poetas (Diana Berrío (Colombia), Franco Buffon (Italia), Néstor Francia (Venezuela) y Spiros Vergos (Grecia).  Ha laborado en el campo gerencial de la organización y producción de eventos para empresas públicas y privadas a nivel regional y nacional. Fue Coordinadora de Eventos Especiales (2001-2005) y Jefe de Producción de Eventos del Instituto de Cultura del Estado Falcón (2006). Productora de la Bienal de Literatura Elías David Curiel (1999-2006). 




Irma Verolín | Árbol de Mis Ancestros

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NACER OTRA VEZ

Anoche soñé que yo nacía
del cuerpo de mi abuela
en el instante en que nacía mi madre, entonces
ahí mismo
di a luz a mi hija.
Y salimos a la intemperie
del mundo
desnudas
sin orfandades
con los ojos abiertos
salimos
a una claridad que nos enceguecía
todas juntas
amaradas
al cordón
de la memoria
de los huesos.



ABUELAS

Todas mis abuelas están metidas
en una cajita que yo misma cubrí con cabellos
uñas
babas
insectos soñados en pesadillas.
Mis abuelas
llevan su corazón como estandarte,
lo pasean por el quiebre de las siestas
y lo esconden en las noches
lujuriosas
de fulgurantes dientes apretados.
Ellas tienen hambre
tienen sed
y me piden a mí
una infinita cantidad de alimentos,
ya se han bebido
completamente
el jugo de sus propias palabras.
Les muestro mis manos vacías
pero ellas no entienden
y siguen pidiendo.
Sus bocas desdentadas me hablan
con voces extranjeras.
Ayer intentamos armar una ronda y bailar,
no pudimos
se nos caían los bazos
y el aire no colaboraba.
Sí, intentamos bailar ayer
bajo la sombra de un árbol
que no tenía tronco
que no tenía ramas,
intentamos bailar
ayer
cobijadas por el sonido
de la palabra porvenir.


NEGRA MÁQUINA DE COSER

Máquina de coser negra.
Negra como la vida de mi abuela,
negra pero lustrosa.
La máquina y yo hemos sobrevivido
a mi pobre abuela
que persistió
en su propio cuerpo
encumbrando los cien años.
Y aquí estamos
en la sorda lucha
de enhebrar y ser enhebradas.
Mi espalda traza una curva
bajo la lamparita
de luz amarillenta
que no deja ver con claridad
el orificio de la aguja.
El color negro tampoco ayuda demasiado
a mejorar el entuerto
de que el hilo atraviese
de una buena vez
esa nada de aire y miedo.

Me gustaría ver
como un hecho de magia
los dos trozos de tela unidos
bajo mis ojos
en el hueco enorme que se abre
sobre mi pecho.
Pedaleo con vigor
como si corriese una carrera
hacia el infinito
y por desgracia
el hilo se tensa
se corta
nada queda unido, vuelvo a mirar
y repito los gestos de mi abuela
uno por uno:
el linaje de los genes me auxilia
con una perfección
capaz de aterrar a cualquiera, repito
los gestos que pueden asegurarme
el mismo resultado
al mover palancas
al girar tuercas, pero no.

Tal vez la máquina está de duelo
y se resiste.
Mi abuela me vistió desde niña
con ropa surgida de esta máquina
y ahora, nada. Miro las telas sueltas
sobre las sillas,
rectangulares
chatas
y ese color negro
lustroso y negro
que refleja mi sombra
cuando me doblo para enhebrar la aguja
una vez más.


MI MADRE

Mi madre está en mi boca.
Es una pequeña mujer
que navega por el empeine de mis pies
hasta perderse en el filo de mis vértebras.
Mi madre está en mi boca
deletreando su abecedario
en voz muy baja, la mastico
con mis ojos que se cierran
y se abren, la respiro
con mis dientes.
Sí, mi madre está en mi boca,
hace un momento
la vi repartiendo
cruces negras
sobre esas almohadas
que no la dejan dormir,
ha parido en mí
su propia imagen,
la talló
en el armazón de las palabras.

Mi madre está en mi boca,
su cuerpo hecho un ovillo
quedó encerrado
como presidiario
dentro de la palabra yo.


GARDENIA EN EL CABELLO

Si imagino a mi hermana
la veo con una gardenia prendida a su cabello,
una gardenia blanca, por supuesto, y
cuando giro alrededor de su cuerpo vibrante
se transforma en una flor de esas que no se pueden nombrar,
una flor mágica.
Sigo dando vueltas, es necesario
–la imaginación pide contribuciones,
exige al menos el ademán
de un conquistador que arriba a tierra ignota–,
de un modo que mi cuerpo gira
en torno al cuerpo de mi hermana
y la flor se convierte en una excusa para huir.
Su blancura me estría los ojos
su blancura pone luciérnagas en mi estómago
su blancura desfallece en mi propia blancura.
Somos dos fantasmas mi hermana y yo
es inútil que gire alrededor de su cuerpo:
no habrá apropiaciones
no habrá contacto.
Yo soy la usurpadora
y esa flor en su cabeza
es la prueba del delito.

Tendría que dar innumerables vueltas
para que la flor no se desprenda
de sus cabellos rubios
para que no se desplome
ni se haga añicos esta invención unida con alfileres.
Hasta aquí he llegado,
mi imaginación es pobre,
mi hermana lo sospecha y
en cualquier momento
va a salir de la escena
con su flor a cuestas.
Quizá yo la persiga
y entonces
quién sabe qué nos ocurrirá.




Estos poemas forman parte del libro «Árbol de mis ancestros». Textos de Irma Verolín y fotografías de Paola Leiva (Santa Fe: 2018). Una reseña bibliográfica de Diego E. Suárez a este libro puede leerse Aquí

Jorge Carrera Andrade | Poemas Escogidos

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BIOGRAFÍA PARA USO DE LOS PÁJAROS

Nací en el siglo de la defunción de la rosa
cuando el motor ya había ahuyentado a los ángeles.
Quito veía andar la última diligencia
y a su paso corrían en buen orden los árboles,
las cercas y las casas de las nuevas parroquias,
en el umbral del campo
donde las lentas vacas rumiaban el silencio
y el viento espoleaba sus ligeros caballos.

Mi madre, revestida de poniente,
guardó su juventud en una honda guitarra
y sólo algunas tardes la mostraba a sus hijos
envuelta entre la música, la luz y las palabras.
Yo amaba la hidrografía de la lluvia,
las amarillas pulgas del manzano
y los sapos que hacían sonar dos o tres veces
su gordo cascabel de palo.

Sin cesar maniobraba la gran vela del aire.
Era la cordillera un litoral del cielo.
La tempestad venía, y al batir del tambor
cargaban sus mojados regimientos;
mas, luego el sol con sus patrullas de oro
restauraba la paz agraria y transparente.
Yo veía a los hombres abrazar la cebada,
sumergirse en el cielo unos jinetes
y bajar a la costa olorosa de mangos
los vagones cargados de mugidores bueyes.

El valle estaba allá con sus haciendas 
donde prendía el alba su reguero de gallos
y al oeste la tierra donde ondeaba la caña
de azúcar su pacífico banderín, y el cacao
guardaba en un estuche su fortuna secreta,
y ceñían, la piña su coraza de olor,
la banana desnuda su túnica de seda.

Todo ha pasado ya, en sucesivo oleaje,
como las vanas cifras de la espuma.
Los años van sin prisa enredando sus líquenes
y el recuerdo es apenas un nenúfar
que asoma entre dos aguas
su rostro de ahogado.
La guitarra es tan sólo ataúd de canciones
y se lamenta herid en la cabeza el gallo.
Han emigrado todos los ángeles terrestres,
hasta el ángel moreno del cacao.


AMIGO DE LAS NUBES

Forastero perdido en el planeta
entre piedras ilustres, entre máquinas
reparto el sol del trópico en monedas.               

Ciudadanos de niebla, hombres del viento
y del disfraz azul, de la alcancía
y del dios de los números:
Yo leo en vuestras máscaras floridas.               

Manjar de espinas con sazón de hielo
me brindáis cada día. Nada os pido
cínicos hospederos de este mundo,
guardianes de un incierto paraíso.               

Mercaderes de avispas:
Soy hombre de los trópicos azules.
Os espío por cuenta de la luna.
Soy agente secreto de las nubes.


LUGAR DE ORIGEN


Yo vengo de la tierra donde la chirimoya,
talega de brocado, con su envoltura impide
que gotee el dulzor de su nieve redonda,

y donde el aguacate de verde piel pulida
en su clausura oval, en secreto elabora
su sustancia de flores, de venas y de climas.

Tierra que nutre pájaros aprendices de idiomas,
plantas que dan, cocidas, la muerte o el amor
o la magia del sueño, o la fuerza dichosa,

animalitos tiernos de alimento y pereza,
insectillos de carne vegetal y de música
o de luz mineral o pétalos que vuelan.

Capulí, la cereza del indio interandino,
codorniz, armadillo cazador, dura penca
al fuego condenada o a ser red o vestido,

eucalipto de ramas como sartas de peces
—soldado de salud con su armadura de hojas,
que despliega en el aire su batallar celeste—

son los mansos aliados del hombre de la tierra
de donde vengo, libre, con mi lección de vientos
y mi carga de pájaros de universales lenguas.



VENDRÁ UN DÍA MÁS PURO QUE LOS OTROS


Vendrá un día más puro que los otros:
estallará la paz sobre la tierra
como un sol de cristal. Un fulgor nuevo
envolverá las cosas.
Los hombres cantarán en los caminos,
libres ya de la muerte solapada.
El trigo crecerá sobre los restos 
de las armas destruidas
y nadie verterá
la sangre de su hermano,
El mundo será entonces de las fuentes
y las espigas, que impondrán su imperio
de abundancia y frescura sin fronteras.
Los ancianos tan sólo, en el domingo
de su vida apacible,
esperarán la muerte,
la muerte natural, fin de jornada,
paisaje más hermoso que el poniente.


NUEVA ORACIÓN POR EL EBANISTA


Tú, que ibas con tu padre carpintero
a la altura, Señor, a cortar abedules
y hacías con tus ojos
parpadear los mil ojos diminutos del hacha
y con tus tiernas manos llorar a las cortezas,
ten piedad por este hombre que hizo plana su vida
como una mesa humilde de madera olorosa.

No conoció del mundo
más que su casa, pobre barco en tierra,
y dio a su corazón la actitud de una silla
en espera de todos los cansancios.

Guía, Señor, sus pies por los bosques del cielo
y hazle encontrar sus muebles de madera
más adictos que perros que no enseñan los dientes
y olfatean los seres de la noche...
En tu celeste fábrica dale para sus manos
la garlopa del tiempo
y virtudes de nubes con aserrín de estrellas.



VERSIÓN DE LA TIERRA

Bienvenido, nuevo día: 
Los colores, las formas 
vuelven al taller de la retina. 

He aquí el vasto mundo 
Con su envoltura de maravilla: 
La virilidad del árbol. 
La condescendencia de la brisa. 

El mecanismo de la rosa. 
La arquitectura de la espiga. 

Su vello verde la tierra 
sin cesar cría 

la savia, invisible constructora, 
en andamios de aire edifica 
y sube los peldaños de la luz 
en volúmenes verdes convertida. 

El río agrimensor hace 
el inventario de la campiña. 
Sus lomos oscuros lava en el cielo 
La orografía. 

He aquí el mundo de pilares vegetales 
y de rutas líquidas, 
de mecanismos y arquitecturas 
que un soplo misterioso anima. 

Luego, las formas y los colores amaestrados, 
el aire y la luz viva 
sumados en la Obra del Hombre, 
vertical en el día


EL HOMBRE DEL ECUADOR BAJO LA TORRE EIFFEL


Te vuelves vegetal a la orilla del tiempo. 
Con tu copa de cielo redondo 
y abierta por los túneles del tráfico, 
eres la ceiba máxima del Globo. 

Suben los ojos pintores 
por tu escalera de tijera hasta el azul. 

Alargas sobre una tropa de tejados 
tu cuello de llama del Perú. 
Arropada en los pliegues de los vientos, 
con tu peineta de constelaciones 
te asomas al circo 
de los horizontes. 

Mástil de una aventura sobre el tiempo. 
Orgullo de quinientos treinta codos. 
Pértiga de la tienda que han alzado los hombres 
en una esquina de la historia. 
Con sus luces gaseosas, 
copia la vía láctea tu dibujo en la noche. 

Primera letra de un abecedario cósmico, 
apuntada en la dirección del cielo; 
esperanza para da en zancos; 
glorificación del esqueleto. 

Hierro para marcar el rebaño de nubes 
o mundo centinela de la edad industrial. 
La marea del cielo 
mina en silencio tu pilar. 


MADEMOISELLE SATÁN


Mademoiselle Satán, rara orquídea del vicio.

¿Por qué me hiciste di, de tu cuerpo regalo?

La señal de tus dientes llevo como un silicio

y en mi carne posesa del enemigo malo.

¿Por qué probó mi lengua el sabor de tu sexo

y el vino que la noche destilan tus pezones?

¿Por qué el vello que nace de tu vientre convexo

se erizó para mí con nuevas tentaciones?

¿Por qué se ha hundido en mis labios tu lengua venenosa

y se hollaron tus ojos con lúbrico signo?

Y cuando haces vibrar tu desnudez lechosa

pienso que debes ser la hembra del maligno.

Yo la he visto desnuda Señor, sí, yo la he visto.

Tembló y quedóse el alma eternamente muda;

prefiero a ese recuerdo los tres clavos de Cristo,

a la Cruz, antes que verla en mis noches, desnuda.

Señorita Satán, tú que todo lo puedes,

tus hombros, tu cadera que reclama el incienso,

tus suaves pies, tus brazos, son otras redes,

tendidas hacia el pobre corazón indefenso.

Me diste el dulce zumo de tu boca, el turbante

martirio de tus muslos, ceñiste mi cintura

y cuando fuimos presos del espasmo extenuante

tu enorme beso fue como una quemadura.

Eres la hembra única, lo mismo en el reposo

que en el sensual combate. Santa orquídea del vicio

hasta cuando torturas con tu cuerpo oloroso,

no hay placer en el mundo que iguale a aquel suplicio.

Satán, mujer que tienes un rubí en cada pecho,

tus verdes ojos lúbricos son siempre una asechanza,

tu desnudez que viene las noches a mi lecho,

para mi ciego olvido es tu mejor venganza.



JORGE CARRERA ANDRADE, (n. 18 de septiembre de 1903 en Quito, Ecuador - f. 7 de noviembre de 1978 en Quito), Uno de los poetas ecuatorianos más conocidos y celebrados de Latinoamérica. Gran cultivador de la metáfora, se caracterizó por la constante combinación de lo universal y lo local. Su obra se considera la superación del modernismo y la iniciación de las vanguardias en su país. Traductor, ensayista, político y diplomático. Estudió Jurisprudencia en Quito; y Letras, en Barcelona. Fue secretario general del partido socialista ecuatoriano, secretario del Senado y del Congreso, Ministro de Relaciones Exteriores. Recibió el Premio Nacional de Cultura en 1977. Escritor prolífico y viajero incansable. Gustaba mucho de la poesía vanguardista, así como de la literatura japonesa. Pero nunca olvidó sus raíces ecuatorianas: en su vasta obra siempre están presentes Ecuador y América. Es patrono de uno de los premios nacionales de poesía más importantes de Ecuador. Obras:Amigo de las nubes (S/F); Estanque Inefable, 1922; La guirnalda del silencio, 1926; Canto a Rusia, 1926; Lenín ha muerto, 1926; Mademoiselle Satán, 1927; Boletines de mar y tierra (mit einem Vorwort von Gabriela Mistral), 1930; Latitudes, 1934; El tiempo manual, 1935; Biografía para uso de los pájaros, 1937; Microgramas, 1940; Mirador Terrestre; La República del Ecuador, encrucijada de América; Lugar de Origen; El visitante de niebla y otros poemas; Registro del mundo. 1945; Antología poética, 1922-1939; Rostros y climas, 1948; Familia de la Noche; La Tierra Siempre Verde, 1955; Viajes por países y libros, 1961 (Quito, 1903-1978).


Ruth Patricia Rodríguez Serrano

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Poemas Éditos e Inéditos
Selección Poética 1993 - 2014
© Analecta Literaria 2014





A LA IZQUIERDA DEL POEMA

Aquí, a la izquierda del poema
Comienza la noche
Apenas intuimos el sonido
Con el que nos llevará el mar




De: Lengua de Siervo (1993)



LENGUA DE SIERVO
(a la poesía)

Enrédame por los ojos
Que siempre amanecen
Nútreme de la sangre
Que anochece inquieta
Encapríchate con mi cuerpo
Y súrcalo una vez más
Con tu lengua de siervo
Danza de culebra
Amaestrada por la soledad
Y la ternura

Desátate de tu bosque
Y entra al mío
Invade el trágico destino de los pájaros
Y perennízalo en mis huesos

Vuelve a mezclar mis recuerdos
Con el bulto diario de la risa
Ante la consumación de cualquier muerte
Y hazme girar
En el aire lima que padeces
Al igual que en la libertad que conoces
Porque la tienes
Viste mi desnudez
Con la desnudez del mundo
Y si puedes
Hazme aromar a desnudo

Devuélveme la quietud del silencio
Para estar y ser
Llévame hacia mis ocultos lugares
Y con tu helechado esqueleto
Acaricia mis maldades
Y azótame niña otra vez
Hasta traspasar la culpa y sus fantasmas

Lengua lienzo
Lengua palpitación
Lengua minuto diario
Lengua dominante
Lengua de muerto azul
Lengua lenta
Lengua de roble
Y de inexistencia viva
Lengua de siervo salvaje
Que atraviesa
Los arados de mi poesía



ÓLEO EN MOVIMIENTO

Candela neón del río
Que a todas horas
Trastorna el cauce de mi cuerpo
Y se lo sueña
Caldera que no me quema
Pero de mí me distrae
Y retiene en espera
Este frío de leña
Que en la soledad
Llora su musgo
Su temblorcillo verde
Sus ganas de tostarse

Caldera infiel
Brasa prohibida
Que paseas tu baile brujo por mis ojos
Y me dejas mirada azul
De una llama que no se apaga




De: Impúdica  (2007)


LA MUJER INTERIOR

Transcurres
Crepitada de sangre
Por mis venas

Eres fácil
Pasas sin ruido
Con tu corazón virgen en la mano

Riegas mis hojas
Curas la carne viva de mis ramas tronchadas

Te olvidas de la que recuerda
Y la bañas con su espuma

Libre de mí
Cantas mi cuerpo insubsistente
Lo respiras y bogas
Con tu pájaro de agua

Me revives
Más allá de esta miserable voluntad
De estar dormida


EN EL FONDO

Dibujamos nuestra casa
Su césped y su gato
Exprimimos la lluvia de la niñez
Sobre el tejado
Nos vemos adentro
Trazando la tarde mojada
Hasta que el lápiz toca fondo
Y nos pregunta
Qué más
Entonces derribamos los ojos
Y el invento se convierte en mineral
Que roe la sangre
Y se instala en la morada de los huesos


De: El mar en mí (2012)


ESPINA MENGUANTE


Era tu voz antigua que brillaba en la callecita de piedra
Era tu amor sin rostro que se dejaba andar
Era el sol carbonizado de la soledad que queda
En la concavidad de la roca como un golpe negro
Te vi mientras mis zapatos me llevaban
Rodándote fui por tu camino
No era de noche y sin embargo la noche
Se había baldeado en ti con su lengua marina
La luna a pleno sol sobre tu pecho en roca
Era una espina menguante, un recuerdo
Del amor que se lleva sin cantarse en la garganta
Del amor enredadera de azules trompetas
Que  colgaban solas desde las barandas
De pronto un colibrí, una iglesia amarilla
Una puerta abierta hacia un patio mojado
La ropa puesta a secar, un gato en fuga
Un zapato perdido a los pies de un geranio
De pronto tú, Mar obscuro, venido a luminoso
Por los recovecos  de la dulce callejuela
Me dejas achicada, sedienta
Al saber que de ti sólo bebí un tramo


IMPACIENCIA

Pasa seguido que  somos lo que no queremos
Pasa que  cuando lo que deseamos no se alcanza
Sembramos en el patio árboles ajenos al alma
Para decir que los tenemos simplemente
Para decir que lo importante era sembrar

Pasa seguido  que  pintamos la casa de verde
Por no encontrar  el turquesa  en la ferretería  más cercana
Pasa que al quererlo todo tan rápido,  se pierde
Y se gana lo que  parecía  ser

Pasa  también que la suma de  silencios
Es la suma de los deseos irrealizados
Y dejamos de escribir

Fuera de los fracasos por encontrar lo buscado
Nos  abismamos  en la negación de la palabra
Nos adelantamos al tiempo de recibir
Nos convertimos en cobardes



NUESTRO OXÍMORON

Chao, me voy con el Mar
Se va conmigo todo lo que llevo dentro
Esta mentira de creer que estoy cuando me pierdo
Esta comodidad de tener el día bajo control
De escribir sin estremecimiento
De enviarte cartas falsas para que veas que te pienso

Chao, me llevo estas ganas de pensarte simplemente
Y  de escribirte cuando ya no pueda más de tanto llevarte
Me voy, en medio del desorden que quita la cadena
Al borde de la ignorancia que me libra de importarme

Puede ser que el Mar me regrese lavada por su espuma
Y me ponga a secar luego entre las rocas
Entre los acantilados que cortan mi contradicción
Quizá para entonces me ría y me entristezca
Por esa cualidad tan cambiante que me vive
Y que nos muere


AGUA Y FUEGO

Que tú siempre estuviste en soledad
Recogido en tus acuarios abisales
Y que no por eso dejaste de temblar
Al resumirte en el tejido de las algas
Hoja, filamento, membrana, célula, colonia
Planeta vino,  arena, oxígeno
Luz intrépida
Sobreviviente de la muerte y la memoria
Hablas dentro
Empujas barcas, acercas horizontes
Sostienes la botella
Embrujas su mensaje
Oyes, sepultas a los náufragos

Te endioso y sucumbo
Te llamo hasta el fin
Con mis ecos ahogados

Sé casi todo sobre ti
Y tú de mí tan poco
Porque soy fuego y también humo
Porque solo soy  a veces
Cuando me quemo en  tus entrañas
No me conoces, Mar
No me apagas
Porque contigo realizo mi utopía
Cuando te alzas y exhibes
Tus glorias o vergüenzas
No me apagas
Porque en tu espuma se enciende mi ceniza
Porque voy por el filo de tu estrella
Porque estás en mi saliva
Porque chocas minúsculo y completo
En el paladar
Y luego pasas a mi sangre


SER Y NO SER

Esto de bajar y subir las escaleras
Como si hubiésemos olvidado la llave otra vez
En el cuartito del fondo donde se va y se nostalgia
Ir por un disfraz y no escogerlo
Salir vestido de uno mismo siendo otro
Extrañados de nuestra inconstancia

Esto de querer retenerse
Y luego buscarse en la palabra ajena
Aquella que nos devuelva
El sentido de estar pertenecidos
Aunque sea a algo transitorio

Esto de saber que se está solo y desestimarlo
Y esconderlo tras el ruido de la radio
Decir sí quiero y luego no
Sufrir de amnesia por lo que se ha querido
No llorar cuando se pudo
Y hacerlo de repente sin saber por qué

Esto de declararnos cuerdos  a la entrada  del hospicio
Asir una bandera
Cantar el himno sintiendo un corazón avergonzado
Por la patria hipotecada

Esta bipolaridad de los días del siglo último
Nos tiene a todos apostando
Perdemos cuando creemos ganar
Nos acostumbramos a pensar que todo vale
Que incluso hay que matar para vivir
Pero en la noche, cuando buscamos el pijama
Oímos gritos, intuimos despojos  en el interior del closet
Y no lo abrimos por temor a que reboce y nos aplaste
Dormimos con jean


ALQUIMIA

Una flor, pero no una flor cualquiera
Sino aquella de ecos encerrados bajo su cristal
Yo la tuve flotándome en la mano y vi a mis muertos
Como si fuera ayer,  paseaban por los callejones
Llevaban luces encendidas hacia el fondo
Se perdían, se enterraban en la arena

Una flor, que parecía estar a punto de quebrarse
Una amenaza del sueño que a sí mismo se presagia
Yo la tuve inundándome la palma y me vi
Temerosa de perder a mis vivos
Como si alguna vez hubieran estado
Como si hubieran sido míos
O me hubieran soñado solo para ellos

Una flor de mar
Cuarzo y  granizo de un cielo invertido
Yo la llevé lejos por toda una noche
Hacia el naufragio de mi séptima estrella
Allí nos vaciamos, nos supimos inasibles
Sin dolor ni pertenencias
Fuimos Otra


EL MAR EN MÍ

El mar me esculpe con su ola negra
En el filo de su hoja
La noche multiplica su mágica borrasca
Y estalla bajo mis párpados cerrados

Luminosas filas de arenques fosforecen
En el lecho en que me abismo
Será que quieren olvidar en mí
Su soledad acorazada
Será que me dejan su estela como guía
Y se pierden lejos de mi hemisferio izquierdo

Penetro en mi vastedad, el mar es tibio y quieto
De tiniebla perturbada sólo por relámpagos
De peces transparentes

Así debía ser tu muerte apresada en la marea
Devuelta de olvidos, perfumada de sal
Yo debía así sentirte en tu silencio
Y debía recordar que vendrías
Trocando tu fantasma oceánico en azufre encendido
Ahora que estás ya para siempre
No temo despertar en tu negrura:
Infinita galaxia de mi cuerpo sin sombra



EN CUERPO Y ALMA

En la mano temblorosa
La pluma pelea por ajustarse a una sílaba puntual
Los pies pegados al mundo
Son cristales que podrían romperse al despegar
Los dientes son pocos para una fotografía
La opacidad de la mirada
Se queja de que el espejo esté empañado
Para ocultar que es ella la que no puede más
El cuerpo mira de soslayo
Y se pregunta por qué me preguntas a mí
Mientras el alma canturrea bajito:
“échame a mí la culpa de lo que pasa
Cúbrete tú la espalda con mi dolor”
Y la risa, siempre joven la risa
Apunta con el índice la nariz fugaz
De un rostro fugaz
Sabe que no se puede querer en cuerpo y alma
La perfecta alegría
De sus senos


MERIENDA DE POBRE


Te guardé una piedrita del río
Una mirada larga al campo de girasoles
La voz alta que en medio de la desdicha de no tener
Dice que está llena de vacíos de ti
Yo albergaba la esperanza
De ponerlas en tu mano temblorosa
De que el alma del colibrí se dejara ver
Cuando ellas murieran hacia el fondo de tus ojos

Tienes razón al decir que podemos llevarnos a casa
Algo para dar aunque no tengamos nada
Después de una dura jornada se aprende a descansar
A llegar más pertenecidos con lo simplemente mirado
A buscar en  los bolsillos la piedrita
A recordar el mirasol
A escribirte estas palabras


HILO Y URDIMBRE

De mi parte,  los silencios  de la palabra
Serán todo menos distancia
Siempre serán algo menos olvido
Serán la presencia  recorrida
Entre mi casa y la tienda  de hilos

Cuando más,  será que me he quedado embelesada
Dudando en elegir el color que más me vaya
Con el estado de ánimo siempre cambiante
O con aquel  tono que más me hable de tu vida
De lo que hay más allá de tu vida
De tu trama y mi revés

Con frecuencia será que estoy ensartando el hilo en la aguja
Y  será la eterna duda de si el zurcido va bien o podría estar mejor
Y al pensar que bien podría estar mejor, será que empiezo a destejer
A atrasarme en la respuesta de un sí
Que lance la red por fin tejida  y  recoja las frases hilvanadas
Con todos los sentidos que ha tocado deshacer
Para lograr ese peso en la palabra
Que te toque


¿QUIÉN CANTA DENTRO?

Por qué vine a despertar  en medio del libreto
De este final de noche con la copa quebrada.
Regado está el mar tinto sobre la palabra
Y es rondador el muro que cuida hacia adentro
Los astros menores que rigen mis reflujos
Canto y  canta la tuberculosa sirena

Había previsto quedarme dormida
Más allá de las tres campanadas de la torre
Lejos de este yo que tanto me empalaga
Pero desperté rendida de nuevo ante mi cuerpo
Que aprisiona niños, gaviotas, marineros
Y quise abrir el pecho, torcer una baranda
Escribiendo un poema que me diera al traste
Pero la poesía no es servil, apenas habla si la fuerzo
Y aquí está con sus ojeras de insomnio
Mordiéndome la uñas, susurrando alevosa frases inconexas
Sin decirme quién soy


RESACA

Quería morderte, fruta azul
Quería habitarte, pueblo fantasma
Quería escucharte, ronco torbellino
Quería hundirme, abismo
Para hacerlo me senté en tus orillas
Te miró el único ojo de la frente
Y me apareé diluida y absoluta
Disfruté de tu fiesta pagana
Imploré tu misma suerte
Me arrepentí ante ti de mis delitos
Ahora que he probado a lo que sabes
Que he sido huésped de tu profunda torre
Sin que haya podido nombrarte una palabra
Un cataclismo me expulsa de tu centro
Un sabor a petróleo y pesticida me quema las papilas
Una visión de muerte me horroriza
Ya no eres memoria de la luna
Tu superficie es mortaja de peces y moluscos
Tu bramido es eco, un golpear de tarros de basura
Y aunque en el fondo te habites, afuera no reflejas
Ya no eres el sueño diluido
Hace tiempo que dejaste de ser mar


De: Poesía evidente (libro inédito)



METAMORFOSIS

Si de repente se cortaran todos los lazos
Y me viera desprovista del  camino
En mitad de la noche repleta de lluvia
Sanada de llagas
Parida quién sabe por qué otra madre
Abandonada a mi suerte
Con el frío amistándose de a poco
Mientras vago por calles nuevas
Bajo el rojo de dos lunas
Yo, recién nacida para hacer lo que quiera
Para llamarme como siempre quise
Y entregarme a seres inocentes
Con quien aullar y remontarme en leguas
Yo, bello animal al fin
Abierta panza arriba sobre el mundo
Oliendo los sobacos del cielo
Floreciendo por los lacrimales
Ebria de libertad y de violetas
Sin edad y sin memoria


CRONÓMETRO

Nunca el tiempo fue suficiente para ser
Porque el tiempo siempre fue idea
Y ritmo y acorde y pretexto
Fue entonces, fue ojalá
Principio y fin

Cuando ves tu reloj y me dices
Tenemos quince minutos para sernos
El amor se chorrea por los engranajes
Se quema en su aceite
Y apenas advertimos que está
Permitiéndose contar

Cuando hemos terminado de llegar sin ser
Yo me pregunto en qué parte de este cuarto de hora estuviste
Que no nos encontramos
Porque si bien recuerdo yo busqué tus ojos
Y en ellos estaba la distancia
Vestida  de dulcísima melancolía
Pero, ¿en qué punto de ese abismo estuvimos  juntos?
No lo sabes
Yo, tampoco
Solo que algo me dice que caí contigo
Hacia el fondo


NADA PASA

Después de subrayar este momento
Habrá siempre la posibilidad de quien recuerde
Sea yo o mis tantas
Las que me digan que estamos
Ubicadas, sentidas, reconocidas
Después de dejar este poema
La verdad se habrá escapado para burlarnos
Se habrá envenenado de bosque
Y andará perdida
Después de que nada haya pasado en realidad
Existirá la palabra vertida en la garganta
Para ser otra y nueva
O no ser
Como nos pasa a todos


CABALLITO TROTADOR

Un alambre, un mullo, un pedazo de tela
Pasan por las puntas de tus dedos rugosos
Creas la magia de un muñeco que salta los tiempos
Tú misma te saltas tan velozmente
Que para mí es imposible detenerte
Mientras tú brincas a caballo los linderos de violetas
Tus manos cosen la infancia que se queda
Prendida a la almohada, volando bajito
Soñando un poco la hija que no está

Paso por el mismo corredor
Varias veces miro hacia la izquierda
Una cama azul
Una ventana demasiado abierta
Un piso limpio sin papeles ni calcetines ni intentos
De ser otra cosa más que soledad
Ahora
Cuando vienes de repente
Y traes tu risa
Qué tanto olor a ti y música de ti tiene esta casa
Porque hasta parece que despierta
Y vive, y se encuentra como yo


DESAYUNO

La mañana viene abierta
en la mitad de una naranja
jugo de mar, zumo del sol
alegría de poder probarte con los ojos
de saber que estás aquí
en el pan con mermelada
y apretarte con mi lengua
y asirte al paladar

Hay una pequeña fiesta sobre el mantel
donde mis manos vuelan
en busca del azúcar de tu risa

En esta sinfonía de cucharas y platillos
escapo con el humo del café
bailo contigo en la curva del cometa
que roza mi oído y me estremece

El cielo más allá de la ventana
me recuerda que estás lejos
pero, no sé, algo me dice que es mentira
deben ser estas manos mías que te toman
y que juegan a estar contigo
en cada mordisco que llevan a la boca


DESCUBRIMIENTO

Me enseñaste a reír de todo
Solo que fui mala alumna
Y no supe qué hacer frente al temor
Que tenía la costumbre de espesarse
De ser lento al pasar

Cuando apenas yo esbozaba una sonrisa
Él ya la veía venir y me lidiaba desde lejos
Entonces recordaba lo que me habías dicho:
Que me atreva a ser irracional
Que lo vea venir y me destape
Eso fue lo que hice
Pero es que al cubrirme a carcajadas
El temor me quitó las ropas
Se rio de mi cuerpo tembloroso
Me escupió la noche en el pezón

Nunca hasta entonces
Había sentido esa parte erógena de mi cuerpo


MORDAZA

Al final llego a quedarme
Solo y conmigo
Porque no hay mejor estrategia  que saltar hacia adentro
Si llueve demasiado o el sol revienta el pavimento da igual
Los límites llegan a juntarse en las orillas
Mi cuerpo está rodando en el termómetro
Se quema y hiela por tocar la vida
Él muere, vive, fuera de mí, no lo sabe
No hay nadie más en el desierto
Golpeo el cristal de la ventana
Mi cuerpo me mira y sigue trabajando
Golpeo la puerta
Él la abre y vuelve a trabajar
Golpeo su corazón
Él se enfada y pide silencio
Golpeo el silencio
Y me encuentro
Simplemente conmigo
La casa es demasiado grande
Para entender que no se llena con muebles
Ni con perros ni con cinco flores de plástico en el jarrón
La casa no es casa si no se habita
La casa no es casa si el piso se desmorona en el abrazo
¿Qué entender  si no hay voces ni ecos?
Solo rutinas vacías, robóticas.


FALSAS COORDENADAS

Observo  que soy yo
Me abismo
La tarde dentro de mí es verde botella
Adentro está muerto el pez con quien jugaba
Vago en el desierto de agua de mi vientre
Te espero
Tardas
Quizá hayas llegado
Pero ya no espero
No, no es cierto, quiero regresar
¿Estás?
Quizá yo haya regresado
Y tú no esperas
No esperas


LUNA DE ALAMBRES

Cuando quiero y luego me arrepiento
cuando voy por un cigarro
y solo tomo el aire
cuando me enveneno de negativas
y el deseo se empecina
cuando en lugar de las teclas del teléfono
quisiera tocar el timbre de tu puerta
cuando todos los tiempos me empujan al ahora
diciembre apunta a ser un solitario
a salpicar su alegría tras el cristal de tus cartas
a avivar sus luces en tu estela perdida

¿Ves esa luna nómada?
Está en mi patio alambrado
Está en el tuyo sin barreras
Es ella la que me habla
Y me silencia
La que  me alumbra
Y me esconde
La que acaricia
y comparte esta insípida
felicidad de casi ser


MIRIAM

Ella tomó en sus manos negras
El vuelo detenido de un gorrión
Dijo: lo llevaré al jardín para que esté a salvo
Ella siempre salva el tiempo de las criaturas indefensas
La veo cocinar, lavar,  planchar, sonreírme, salvarme
Se queda mirándome con todo el cuerpo
Me adivina
Estira su brazo enredadera de moras
Aunque sabe que me hieren las espinas
En la punta de las hojas se suspende
La conciencia agridulce
Estamos hechas de lo mismo me dice riéndose
Y yo pregunto de qué
Será de cenizas húmedas
De voces que se fueron
De ganas de barrer
Del silencio que está para escucharnos
Pero póngase bonita, salga a la calle,
Que la quiero ver alegre, me provoca
Y el pájaro del jardín
Comienza  inmediatamente a cantar


AVE TURCA

Rápido
Esdrújulo
El halcón de fuego
Derrama su lluvia en mis oídos
Arrasa mi pasado
Y lo vierte en su pluma de color
Soporta el peso de mis leguas
Me viaja hasta el principio
Voy tan lenta en su día fugaz
Sintiendo los pasos
Hacia el fondo de sus ojos
Quemándome
Haciéndome suya


VOZ DE MENDIGO

La voz brotó difícil del acantilado
Como si desde el fondo la retuvieran
Manos y brazos sin cuerpo
Como si por escaparse
Sus ángeles cercenados
Fueran a quedarse sin aliento
O  incluso a estar más solos

Yo la escuché abrirse paso en la faringe
Pedirme dinero para calmar el hambre
La escuché mientras ardía en su fiebre de papel
En la mitad del atrio vacío

¿Será que pude observar la voz
Verla consumirse en sus pupilas
Verla regresar al origen de todos los sonidos
Mientras caía mi moneda al final del tarro?


NOCHE HABITADA

Por la inocencia de tocarnos
sin defensas
y dejar que mi yo más cercano
se sienta descubierto
en mitad de la escritura

Por el juego de simplemente ser
lo que ha despertado
casi sin darse cuenta que ha venido
desde tan lejos
soñándose
creo que puedo abandonarme
y ser forma que se lee

Por esta libertad
Que es aceptarnos
Que es seguir nuestro curso
Sin curso en la eternidad de los ojos
Sé que hay un lugar para habitarnos:
Es el punto nocturno
De este telón de vidrio
En que nos confiamos
En la sed taquigrafiada
Que tienen las palabras




RUTH PATRICIA RODRÍGUEZ SERRANO, Poeta, escritora, docente e investigadora universitaria ecuatoriana, nacida en 1966.  Su obra ha sido  valorada en los estudios de Miguel Donoso Pareja, Antología de narradoras ecuatorianas (Quito, 1997), y de Raúl Pérez Torres, Índice de la narrativa ecuatoriana (Quito, Editora Nacional). Ganadora de concursos nacionales de cuento infantil (Círculo de Lectores) y de cuento juvenil (Pablo Palacio). Representante del Ecuador ante la Asamblea Mundial de Artistas por la Paz, en la República de Bulgaria. En 2005 obtuvo la Condecoración Pablo Palacio al Mérito Literario, otorgada por el Consejo Provincial de Loja. Galardonada como Embajadora Cultural en el Encuentro Internacional de Mujeres Escritoras, Poetas y Narradoras en Neuquén, Argentina (2012).  Entre sus obras se cuentan: Algo más que un sueño (1978, cuento), Desde el barro azul (1988, prosa poética y cuento). El balcón de los colores (1990, cuento), Lengua de siervo (1993, poesía). Al filo de Clepsidra (1995, novela).  Deseábulos (1998, libro colectivo de la Red Cultural Imaginar). Impúdica (2007, poesía). Escribir es Formidable (2008, texto de estudio). Putas de Cristal (2010, novela). La Certeza de los presagios; cinco narradoras ecuatorianas (2011, libro colectivo de cuentos).  Actualmente trabaja como docente en el área de composición escrita y en la materia socrática de Autoconocimiento en la Universidad San Francisco de Quito

Elsy Santillán Flor | Tres Poemas

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Una mujer me tiene maniatada
mientras otra salpica su sangre en mis vasijas.
La una es una perra de hortelano,
la otra una puta de juzgados.

A ninguna la conozco frente a frente
pero han sabido exasperar a los demonios
que pululan en las sombras de la mente.

Las dos
amasijo de execrables decisiones,
estampida de satanes,
pariendo un hijo bastardo cada día.

Ambas
dos piedras en el monte oscuro,
dos flechas incrustadas en la carne,
dos brujas con grilletes
bailando en aquelarre.








La zarpa habilidosa del destino 
Me llevó a un lugar extraviado en el olvido.
                             Jamás imaginé que esto pasara,
                                                           mas pasó,
                                                               y sé,
                                                       no hay vueltas,
                                         mucho menos retornos prometidos.
Estuve en medio de lo que otra hora fue vorágine,
                                       sombras, dolor y mortecino miedo,
                                      evocación de recuerdos, y las voces
                                      saliendo de  rendijas y oquedades.
                                        Miedo atroz y rayo estremecido.
Más todo pasa,
como pasan las corrientes
                          de ríos y de mares,
   como siguen los años y los siglos.
Todo pasa…,
               pero queda el alarido
oculto entre los pliegues de la falda
o rozando el cabello cualquier tarde.
Queda ahí
Cual monstruo que acecha entre las sombras,
cual sombra que acecha entre los monstruos.




Doce niñas jugaban a la ronda,
el sol de aquel verano
resplandecía caluroso entre la fronda.
Unas cuantas eran primas,
                            hermanas varias de ellas,
                            las demás amigas.
Unas eran morenas, rubias, pelirrojas,
delgadas, gordezuelas,
de rizado pelo
                   o lacia cabellera.
Todas reían y cantaban una estrofa
(con manos enlazadas
(serpenteando en vueltas)

En su canto todas eran
mariposas,
                ninfas,
                          reinas.
Hadas,
          princesas
                       y deidades.

Felices, daban vueltas en la ronda
sin saber que el futuro
-como en suerte de ruleta-
cambiaría advenedizo.
 
 Para esas pequeñas
el destino les tenía deparado
                                        sombra y tristeza,
                                 amargo trago de desdicha,
                              insomnes tinieblas de tragedia.

                           Y el monstruo perpetuo
                                   que es el tiempo
                en voraz remolino y en furioso viento
                              se tragó sus historias
                                  y sus sueños.

Ninguna de ellas jamás recordó ese canto,
                                                ese día,
                                    mucho menos esa hora.

                 Y aquella ronda
–como las simples cosas de la vida-
         fue olvidada para siempre.





ELSY  SANTILLAN  FLOR, poeta, narradora , dramaturga y abogada nacida en Quito, Ecuador, en 1957.  Es Doctora en Jurisprudencia y Abogado de los Tribunales del Ecuador. Ha escrito obras en narrativa, poesía, narrativa infantil y teatro. En 2014 fue invitada al XXVII Encuentro Iberoamericano de Poesía en Salamanca, España y en ese marco se presentó también en:   Aula Magna de la Universidad de Salamanca, Palacio De los Serrano, en Ávila y Casa de América en Madrid, con recitales poéticos. Ha sido incluida en diversas antologías del país y extranjeras de cuento y poesía. Traducida parcialmente al Húngaro, Francés y Yugoslavo.


OBRA PUBLICADA

Narrativa 

- De mariposas, espejos y sueños Cuentos.  
- De espantos y minucias.  Cuentos.  
- Furtivas vibraciones olvidadas.  Cuentos.  
- Gotas de cera en la ceniza.  Cuentos.  
- Los miedos Juntos.   Cuentos.
- Las ficciones de la soledad, Cuentos, 
- Algaradas.  Cuentos

Narrativa Infantil
- Las doce habitaciones de la magia.  Narrativa infantil
- Maravilloso Agustín.  Narrativa infantil.
- Tiniebla 13 Cuentos fantásticos.

Teatro

- Danza imperfecta
- Cena para estúpidos

Poesía

- En las cuevas ajenas de la noche 
- Aristas en el tiempo nuevo
- Proscritas Nimiedades

En colectivo es coautora de los libros:

- Deseabuios 1.  Quito, Ecuador
- Desabuios  2.   Ibiza, España, 
- La certeza de los presagios.  Cinco narradoras  ecuatorianas.


Premios

-Premio Nacional “Jorge Luis Borges”.  1995
-Premio Nacional “Pablo Palacio”.  1998
-Mención de Honor del Premio “Joaquín Gallegos Lara” a la mejor obra publicada en Teatro. Consejo Metropolitano de Quito, 2011
-Premio en colectivo de La Casa Internacional de Escritores y poetas de Bretaña, París, 2012 - 2013





Edwin Madrid | Poemas Inéditos

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De: Al Sur del Ecuador


LAS ENCANTADAS

Son erupciones volcánicas aparecidas en el mar. 
Superficies rugosas, calcáreas y negras, cicatrices del tiempo. 
Al principio no existía vida, entonces llegaron las aves y 
depositaron semillas incluidas en su excremento o en el fango 
adherido a sus patas, otras pepitas resistentes al agua llegaron
por el mar desde el continente suramericano, troncos flotantes 
que transportan iguanas, tortugas que emergieron del mar 
y se convirtieron en gigantes terrestres, animales habituándose
al alimento hallado en las islas. La ley del más fuerte. 
Fue la selección natural.
Galápagos está a mil kilómetros de mí, pero a los dos 
nos atraviesa la línea equinoccial. He escuchado relatos 
de bucaneros y filibusteros atracando en ellas, 
mas no conozco Galápagos. 
Sitio de naturalistas, alemanes locos, que se refugiaron 
y pelearon contra la naturaleza y contra sus almas. 

No conozco pero imagino si Gauguin, en vez de Tahití, 
llegaba a Galápagos: la vida reptil y el siseo retratados
con retorcida, doblada y petrificada lava negra 
dando lugar a saurios antediluvianos y prisioneros 
calcinados en medio de una rala y esquelética maleza 
como si hubiesen sido quemados por un rayo.
Todo bajo un cielo bochornoso y encapotado en el que
despuntan conos volcánicos, entre los que se deslizan 
tortugas gigantes resoplando, o iguanas cruzándose
torpemente como diablillos de las tinieblas.
Pinturas dignas de todos los diablos pero no de Gauguin.
Darwin se sintió atrapado por estos retratos de las Galápagos  
Y se adentró en el misterio de los misterios.
No conozco Galápagos, he leído la prosa amenazante 
de Melville con grandes cactos, lastre negro poblado 
de monstruos y aves color tierra posando sobre su cabeza;
para él los marinos malvados eran convertidos en tortugas,
un archipiélago maldito salido después del final del mundo.

No conozco Galápagos y soy suelo calcinado, lengua partida y escarceada por sol, la sal corroyendo huesos, roca áspera que repta y atrapa los colores quietos del monótono horizonte azul, descubrimiento, escondite, agua chocando contra la creación divina, vida rota, detenida a ristre para adaptarse a los tiempos. No conozco Galápagos, lenta tortuga contra los rayos del cielo y las corrientes del mar. Soy roca áspera que repta el suelo calcinado, corroído descubrimiento de los colores quietos, creación divina chocando contra la vida, horizonte azul monótono de huesos en las corrientes adaptándose al sol, escondite detenido al cielo y a sus rayos calcinados. No conozco Galápagos, soy vida del cielo y del mar, creación del tiempo, colores ásperos, agua que corroe a los tiempos, divina roca, lengua de hueso escarceada, descubrimiento de las corrientes que reptan en horizonte, suelo en ristre calcinado, a los dos nos atraviesa la línea equinoccial.


ARRIB-A-BAJO


Mi novia tiró todo por la ventana.
Vi cómo fue a dar a la calle el cariño, 
mi lealtad y nuestra última noche.
Mujer que cuando dice NO,  ningún poder 
en el mundo la hace retroceder.
Me he quedado a la intemperie, 
¿Deberé ir hacia arriba o hacia abajo? 
Tal vez, arriba solo es arriba y abajo, abajo. 
Si arriba fuera
abajo y 
abajo arriba 
el mundo sería diferente.
Yo estoy 
abajo.    Arriba ella tan linda, tan fuerte, 
tan decidida. Arriba ella, yo abajo. 
Nunca volveremos a estar juntos. 
Juntos no es arriba de mí ni yo debajo de ella.
Juntos: los dos arriba o los dos abajo. 
Arriba y abajo. Norte-Sur, no diálogo. 
Me he quedado en el Sur, no sé qué rumbo tomar.


QUE OTROS SE JACTEN DE BAJAR ESTRELLAS
YO MUEVO MONTAÑAS

Cómo atraer a la montaña. Qué palabras solfear
para tenerla tras de mí. No puedo decir: ¡Ven! 
Y que la montaña esté a mi lado. 

Mi novia se fue al norte, eso es pura llanura
con dunas, cactus y unas cuantas lagartijas. 

Ella siempre dijo que soy capaz de seducir
a cualquier cosa con faldas.

Solo que ésta
es una montaña de palabras,
y el peso de una palabra 
es mayor al de una montaña.

En mi empeño la reescribo, 
la tacho y la vuelvo a pensar.

Aunque esto de mover montañas 
es tarea ardua, penosa, desoladora.

A punto de quebrar, suelto:
si la montaña no la llevo a ti, 
será mejor que tú vuelvas a la montaña. 

Pero de inmediato estoy en sus faldas, con
el firme propósito de trasladar la montaña 
hacia el desierto de Tucson-Arizona, donde 
se dirigió mi novia para intentar vida mejor. 


AL SUR DE NUESTRA CASA

Como si a lo lejos se escuchara a los perros: 
sonidos agudos, graves, arremolinándose
y chocando del centro hacia afuera que 
cada vez se van convirtiendo en voces. 

Al despertar me percato que salen del 4B. 
Ella grita, él también grita y solloza. 
El bullicio te despierta:
—¿Qué pasa?
—Nada. Duerme –digo–.
Me abrazas buscando protección.
—¿Escuchas? –Dices–.
—Sí.
—No, ¡Escucha cómo ladran los perros!

Con parsimonia acaricio tus cabellos
e imagino un mundo sin perros.



LA ENCENDIDA


Doblar el lomo. Ir contra el viento. Moverse de aquí 
para allá. Y desde allá llegar aquí. Cocinar-lavar-planchar 
será poco. Fregar pisos y el trasero de cinco mocosos. Meter 
las manos en la vida. Pisar fuerte la vida. Moverse incluso 
debajo del agua. Seguir, siempre seguir. Convertirse en ola, 
en vendaval. Sudar, sudar mucho. Vida áspera, vida que no es 
pero no claudicar. Conseguir el pan, sacudirse las pulgas. 
No ganarse la contemplación de nadie. Caminar al filo de 
todo. Caer y levantarse. Ir de frente descubriendo sabores 
ácidos y fragantes. Tomar un hombre, luego otro para 
desecharlos cuando quisiera. Estar sola, vivir sola con 
el bullicio de sus hijos. Darse la vuelta envuelta en las 
aguas del mismo río y nunca tropezar con la misma piedra 
dos veces. Esquivar las piedras del mundo sin trastrabillar 
por la precariedad. Conocer hambre y alegría, reñida con 
el circulante. Solo circular de sol a sol, máquina, irrumpiendo 
el cielo nítido y la tierra árida para conseguir la vida. Seguir, 
proseguir, perseguir, ningún desmayo, ningún arrepentimiento. 
Seguir, seguir descubriendo las mil y una formas de mantenerse 
a flote. Sobre el nivel del mar, jamás hundirse, subir con 
los hijos como una orangután en defensa del tigre de la vida. 
Llegar a la cima del Cotopaxi y abandonar el pueblo para 
patear la ciudad, Quito, fría y sucia, pero suya, no la venció 
ni hoy ni nunca y le puso hijos para que brinquen y pataleen 
por sus entrañas, incendiando, rayando las montañas 
hasta que se acostumbró o se acostumbraron al movimiento, 
a la oscilación, un continuo en el tiempo. 
Estar y no estar, pero siempre ser, ser combustión que 
rebasa todo. Convertir el aire en poesía, dar de comer uno 
por uno sin guardar nada hasta no tener dónde caerse muerta. 
Mujer macho, mujer de cojones como tantas que nos han 
enseñado a movernos, agitarnos, sacudirnos, reclamar, remover, 
vibrar, hormiguear. Por todos los cielos: ¡indignarse!




MAROSA DI GIORGIO LEE EN UN BAR DE MEDELLÍN

Era una mariposa con  sus poemas en un bar. Llevaba
vestido ancho de tafetán fucsia con tules negros y azules,
el sitio estaba oscuro, solo una lámpara echaba luz refulgente
sobre su libro. No leía, oficiaba misa llena de feligreses 
que hacían mutis hipnotizados por su voz saltarina y grave.
Misales de corte erótico con pedrería de huertos y jardines 
salían de su boca, palabras llenas de ramas, frondosas, 
cargadas de espinas, bromelias, trepadoras, madreselvas, 
enroscándose en las vigas del tumbado. 
Por el piso se extendía kikuyo, subía por las patas 
de las mesas y las de las muchachas que tenían 
los ojos llenos de lágrimas a punto de reventar, 
mientras la voz saltarina y grave celebraba 
su canto número tres, un rizoma de palabras esdrújulas 
enmarañadas en la maleza selvática de la noche. 
Nadie decía nada, solo ella nombraba cosas oscuras, 
retorcidas como alambres metiéndose por las orejas, 
tocando las fibras del deseo y la cobardía. 
El público se contenía, era como si algo malo 
se estuviera anunciando, como si aquellos 
que habían llegado a la misa, luego saldrían desesperados 
a abrazar a sus seres muertos y olvidados. 
Un olor a naftalina se esparcía en el medio, 
daban ganas de arrodillarse, llorar sin compostura. 
Pero llegó un perro, negro, turbio, que mostraba los dientes, 
escurriéndose entre las mesas y  los zapatos de la gente, 
fue a subirse a la mesa, a lado de lámpara. 
Tenía los ojos desorbitados y vidriosos, 
se agazapo como si fuese a saltar sobre alguien, 
ella empezó a acariciarle mientras leía, 
el perro negro y erizo se puso manso sobre la mesa.
Nadie se movió, solo escuchaban y miraban al perro 
de lana espinosa acomodarse para dormir. 
Un niño, un niñito de esos que todavía no entienden el mundo 
o el mundo no les entiende a ellos, señaló con su dedo acusador 
al perro, su madre, al percatarse, dobló el brazo del niño, que 
nuevamente señaló hacia el perro, de nuevo su madre lo dobló;
el niño hizo un gesto rotundo y volvió a levantar su mano con el 
dedo apuntando al perro; entonces, su madre le dio un golpe 
y se produjo un sonido impreciso y sordo, 
como un ahogado susurro de conversación, 
en el mismo instante en que el perro se encabritó 
y salió del recinto con el rabo encogido, 
dando pequeños saltos como un conejo de fieltro percudido, 
al niñito le brillaron los ojos y fue tras él, 
dejando la sala con la voz sonando más fuerte, 
para que le escucharan hasta los que estaban afuera del bar. 
Mencionaba la historia de un pájaro de cuatro pies 
que no podía volar, caminaba dando doble zancadas en una jaula; 
tan pronto llegaba a un extremo, emprendía el retorno, 
sus patas se habían convertido en pilares musculosos, 
fuertes, anchas como las de un toro de lidia, 
daba brincos y aleteaba sin poder elevarse. La voz, 
cada que el pájaro de cuatro pies daba un petite salto, 
se elevaba como si por fin volara. 
Era un poema que lo tejía y destejía, 
resultaba gracioso ver a los pies de la lectora, 
en una canastilla el montón de páginas encrespada 
resistiéndose a perder la forma de minutos antes. 
El bar estaba lleno de niebla, cuando terminó ese poema, 
al fondo se escuchó que alguien bufaba y aplaudía 
con entusiasmo, pero pronto uno de sus vecinos le tapó la boca 
como si hubiera sido un asalto, aquel volvió a sentarse derechito 
al auditorio, allí se estuvo como una gallina. 
Las palabras volvieron a ser un gran manto de organdí 
asentándose sobre los rostros húmedos y lóbregos esperando
redimirse escuchando textos celebérrimos, como aquel de la monja
que mostraba su seno derecho a cuanto hombre deambulaba; 
uno dijo no señora monja tengo el mío en casa y apresuro el paso; 
otro chistó, es un seno color azul-celeste, no me atreveré a tocarlo, 
estoy en veda, no sucumbiré y corrió por un laberinto hasta 
desaparecer en los cuatro muros del deseo. 
Luego la monja sacó su seno izquierdo, con los senos al aire 
fue a parase en las puertas de la universidad, 
cuando salieron los estudiantes de botánica, 
pasaron sin decir una palabra, 
frente a la monja que mostraba sus membrillos. 
Más tarde salieron los de ciencias del derecho, que al ver 
a la monja establecieron puro conjeturas sobre senos expuestos, 
monjas locas bastardos que se aporrean mujeres. 
Se entabló una discusión infinita, aprovechada por la monja 
para desvanecerse en el acto. 
El texto seguía con una vecina cariacontecida llena de humo; 
el auditorio no respiraba, solo seguía la lectura y contemplaba 
el perfil aguileño de la autora como una mariposa posada 
en la rama del membrillo. Leyó que la vecina 
fue hallada en un bosque de amaranto con la falda 
subida hasta la cintura, las piernas abiertas como una muñeca, 
con su calzoncito rosa tirado cerca de los árboles, 
así recibió a cuanto transeúnte se atrevía a detenerse 
y depositar su liquido rojísimo con el que se preñaría. 
La vecina contaba: uno, diecisiete, veinte y tres…y en eso 
apareció, en el recinto, ese niñito que salió atrás del perro, 
ahora todos le vieron convertido en hombre, 
había pasado tanto tiempo, su madre le reconoció de inmediato 
e hizo un espacio a su lado, 
el niñito-hombre grueso, tosco como tendero de pueblo, 
levantó la mano, apuntó con el índice hacia su madre 
y fue y se sentó a su lado, no hubo ni murmullos ni susurros, 
tampoco el vaho de hipocresía se  impregnó; 
la lectura seguía  su ruta rauda, la voz grave y saltarina, 
cantaba como un salmo: que alguien vestido de novio 
quería casarse con Nubia, la hija del carnicero, 
que él vestido con traje blanco y camisa gris, 
se había apostado en la esquina a esperar por ella 
para abordarla y casarse, pero ella no salía porque 
despostaba reses, metía el cuchillo en las carnes del vacuno, 
salpicándose de sangre, como si un animal negro, 
se hubiera resistido a su muerte y hubiera relinchado 
con la aorta abierta. 
Nubia caminaba a la puerta de la carnicería, 
con los cuchillos en las manos, una y otra vez; 
miraba al novio en la esquina, musitaba frases inentendibles,
sus ojos se agrandaban, se ponían saltones viendo al novio 
en la esquina con su traje blanco, camisa gris. 
Ella lequeríanolequeríaquerianolequerianooooolequerisiiilanolonq, 
no sabía lo que pasaba por su corazón, 
solo destripaba vacunos y colgaba la carne 
en los ganchos como le enseñó su padre. 
Tenía enredado su corazón con una gaza, 
era como si su corazón estuviera nublado, 
no lograba dilucidar si quería casarse o no quería casarse: 
El novio en la esquina pateaba pedrezuelas para distraerse;
una de ellas fue a dar contra un coche rompiendo sus cristales, 
el chofer bajo del auto, puso cara de criminal y corrió donde 
el novio, quien ni tonto ni lento fue a refugiarse en la tercena; 
Nubia le recibió definitivamente con los cuchillos en sus manos.
La lectura concluyó y un hilillo de líquido escarlata escapaba 
por el piso mientras una mariposa negra y grande ascendía.


AMOrOMA 

Juan entra en un bar y descubre a María,
vamos a Roma –le dice–. Antes 
de que responda, saca de la manga 
un frondoso ramo de rosas frescas. María
sonríe y amanece en su cama junto a Juan.
Cuando él sale del departamento
va pensando en que ella lo ama. Llega a su casa 
y su casa no existe,
su mujer no existe, ni sus amigos ni sus padres.
Desesperado corre nuevamente al bar,
allí divisa a María, se acerca y le dice
–vamos amoR–. Ella extiende la mano y
le muestra el un lado y el otro, la cierra; 
sopla tres veces sobre la mano cerrada y 
al abrirla alegres mariposas
revolotean ante los ojos de Juan 
mientras María desaparece.
Juan queda con un ramo 
de rosas marchitas en el pecho y mariposas
amarillas danzando sobre su cabeza.
Roma, el amoR, María, las rosas, el bar,
su cabeza marchita con alegres mariposas,
su novia no existe, María está en el bar,
su padre amanece, nadie llega a casa,
corre cama de la manga la casa pensando
ramo de rosas cierra al uno y otro lado
amigos tres veces sopla sopla.



EDWIN MADRID (Quito, 1961). Publicó los libros: Pavo muerto para el amor (Argentina, 2012), Lactitud cero° (Colombia, 2005),  Mordiendo el frío (España, 2004), Puertas abiertas (Ecuador, 2001), Open Doors (U.S.A., 2000), Tentación del otro (Ecuador, 1995), Tambor sagrado y otros poemas (Ecuador, 1995), Caballos e iguanas (Ecuador, 1993), Celebriedad (Ecuador, 1992), Enamorado de un fantasma (Ecuador, 1990), ¡OH! Muerte de pequeños senos de oro (Ecuador, 1987). En el 2004, en Madrid, recibió el Premio Casa de América de Poesía Americana, también alcanzó el Premio Único de Poesía Ministerio de Cultura y Patrimonio 2013, por su libro Al Sur del ecuador, Tiene traducciones al árabe, inglés, portugués, alemán e italiano. Ha sido invitado por las universidades de Cincinnati, Zurich, Viena, Granada y realizado lecturas de poesía en Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. En el 2011 fue escritor residente en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire, Francia. Editor de Poesía completa, español/ inglés, de Jorge Carrera Andrade (2003), compiló la Antología poesía ecuatoriana del Siglo XX (Visor, 2007) y Línea Imaginaria, antología de la poesía ecuatoriana (LOM, 2015).  Se desempeña como director del Taller de Escritura Creativa de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en Quito. Dirige la colección de poesía de la editorial Ediciones de la Línea Imaginaria. Al Sur del ecuador es su libro más reciente.

César Seco | Poemas 2013-2015

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ÉL

Hay un pez en su lengua nadando profundo hacia afuera.
Hay un pájaro volando hacia donde la luz insiste, adentro.
Nunca ha actuado en perjuicio ajeno; aprendió a ver,
a decir o callar, según fuera el momento.
Un afable río su rostro. Una hendidura su ceño.
En el aire que escurre su camisa
escuchas el organillo dócil de su alma escribiendo esto.

*

Prefiere apartarlos, prefiere no causarles eso
de tener ahí al lado lo que sacude el suelo;
envuelto en sábanas pulcras como quiso su madre
antes que bajara de no sé donde la bestia y le asestara
el hacha en el medio y un sol otro lo llevara oscuro lejos
y fuera el niño que despierta en otra parte del sueño,
desnudo.

*

Busca que sus pies no estén uno sin el otro.
Lo desvela la canción muda de los astros.
La vida lo hiere y lo compensa de esta manera.
Prefiere que nada interfiera entre Dios y él.
Aprendió a callar, aprendió a oír a las piedras.


VOZ


Permíteme unas palabras ahora cuando callas
y te demoras en venir.
Entre tú y yo hay un pacto de oído y boca.
Debo silenciarme cuando hablas y ser tu escucha.
Es el temblor de estas manos lo que te anuncian.
Esta sed irrecusable de verdad lo que te atiende.
Dime si me he desentendido de tu  eco.
Si por serte fiel te he faltado.
Callarme en lo que callas. Decir lo que dices.
No es a mí solo a quien te diriges
y la verdad que me obsequias incluye al Otro.
El fogón donde mi madre tuvo lumbre de brasa
cuando el mirar de sus ojos nos dejó.
O bien, el árbol que plantó mi padre con sus manos
y el polvo del camino por donde un día se borró.
Tú te dices en las cosas, muda. Tú me dices.
Volvamos al principio, cuando yo no existía
y tú sólo eras el rumor de los astros lejos.
El fuego que el tiempo escindió.
Déjame seguir escuchándote. Déjame.
Sólo tú dirás hasta cuando.
Y yo callaré contigo, sin afán, sin asombro ya.
Agradecido.


INVISIBLE

                                 
Hube estado en la calle de no sé donde.
Me había bajado entre las esquinas
de nunca supe y no sé si estaba.
Había llegado de un viaje que no precisé
si a la salida partió o regreso no tuvo.
Acaso anduve caminando la ciudad de nadie
o ninguno vino con mi paso o detrás
no hubo sombra alguna que me cubriera.
Si era ese o no. Si poseía un rostro
que diera a la luz mi identidad.
Cómo saber si llego de donde no sé.
Si voy a ninguna parte. Si ya acontecí.
Si volví siempre a donde estuve.
Sólo el gong mudo de otra pregunta
despierta mi voz. ¿Qué hago aquí?
Estoy parado delante de nada y mis pies
no encuentran pavimento por donde ir.
Mis pasos se han ido en dirección que no veo.
Estoy a un segundo de la desesperación.
Sólo me contiene el que nadie me ve.


de: Cuaderno Blanco, (2013)


JAZZ DE NADIE

Nada. ofrece la arena al sediento
Sólo espinas y la promesa del oasis
entre su ir y la incierta llegada.
Alta nota que la noche esgrime
cual borrón en la piel.
Algo más que su duda
es su sombra calcinada por el sol.
No es menos lo que el mar le niega
y siempre más lo que le quita.
Su brazada alienta el desespero.
Si ha de recalar en algo
será en una isla de encanto
donde pierda la razón,
si es que la tuvo alguna vez.
Todo esto es previsible
y lo que no, milagro es.
Volver a casa,
irreconocible para los suyos,
un muerto que no ha debido volver.
Para quien fue su mujer
es un rezago del olvido.
Para su hijo, eso de que
tuvo necesidad pero no estuvo,
repentino soplo aparecido.


JAZZ DE LAS GANDOLAS


Las gandolas atraviesan la noche
llevando la necesidad  puntual
o las más onerosa de las futilezas.
Las he visto partir haciendo sonar
la orquesta de sus motores.
Pasan al lado de somnolientos autobuses
acelerando el saxo de sus bujías,
el clarinete de sus radiadores,
el trombón de toda su pesada carrocería.
A sus conductores se les conoce el ángel
por la abismada pupila de sus ojos,
por sus ropas impregnadas de gasolina,
por cierto desdén en el trato
con los que les son indiferentes
en desveladas estaciones
que los esperan en el camino.
Hablan una jerga de tildantes palabras.
Silban canciones cuando el destino se alarga
y el bostezo monótono de la brisa
los inunda de sueño.
Llevan por valija recuerdos idénticos
de cuando no eran tránsito y era grato
el calor de los hijos y la mujer.
Pernoctan donde la noche los venza,
en colgaduras de chasis, entre cauchos
y remolques. Antiguos guerreros despeñados,
gente que habita un solo lugar: la carretera.
Habrá fiesta cuando regresen, si regresan,
si la promesa de Ulises era cierta.



JAZZ DE ÍTACA


Cuando la niebla azul de Ítaca aparezca
me daré a tocar mi saxo.
Cuidaré colocar la boquilla de aquel
con el que dije a mis sentidos
los acordes que me dejaban en suspenso
y que les haría oír mientras los otros
naufragaban en sexo y engañosas
substancias de elevación.
No volveré a mirarme en un espejo.
No tiene más sentido un espejo
que el que el ciego de Buenos Aires
le dio. Ah! Saxo en la vieja historia eres
el arco; nadie podrá tocarte como yo.
En la estación del metro, vueltos boñiga
mis amigos por maldición de Calipso,
me di a tocar Summertime;
la detención de algunos entre la multitud
y las monedas que arrojaron nos sirvió
para ir al mercado por nutrientes
antes de volver a embarcarnos.
Dados a la mala unos y otros esperando
encontrar el Espíritu; si era que éste
no los había abandonado ya o ninguna
esperanza podía servirles de ambición.
La música del mar, intimidante y lenta
nos fue cubriendo de olvido
como a un boxeador su muñeca y antebrazo
en palanca le sirven para botar el uppercaut
del contendor que lo aventaja.
La gracia era eso que de entre todos podía
librarme. Era de ella y sólo de ella
lo que me valía para creer que Ítaca estaba
ante mis ojos aunque estos no la vieran:


de: Jazz de Ítaca, (2014)


NADIE 


Volveré por esa calle donde nadie
me recuerda y todos me conocen.
Caminaré por esta otra donde me
ignoran y ninguno sabe nada de mí.
Atravesaré aquel callejón oscuro y
tal vez el ojo que me sigue sólo vea
la sombra que la escasa luz de ese
poste fija en la esquina pensando
a dónde ir. Estaré allí esperando
nada o esperando todo. Acaso sea
la calle contigua la que me lleve a
ese otro lugar distinto a donde iba
y no llegué. La vida no se detiene
a esperar a nadie. Sólo puede mirarme
de reojo mientras paso, pero no es
su ojo lo que anhelo, lo que persigo
es el olvido que no aparece mientras
sigo, aunque lo presienta caminando
adelante distraído o sospeche ya que
no existe porque no me ha visto.



EL SUEÑO


Nunca se escribe el sueño tal como se tuvo.
Se escribe lo que se cree fue el sueño.
No hay sueño escrito a la medida del sueño.
Al despertar el sueño es un resto de sombra.
De pronto se alumbra una esquina del sueño,
pero no es la calle donde la claridad sobaba
la oscuridad. Es su penumbra la que sale
a despertarnos.Nos perdemos en un vuelo
desnudo o una suave música nos regresa
por donde entramos a una habitación que
no conocemos. Y se ha ido la luz o la hay
en demasía como para distinguir rostros
y cuerpos que nos son familiares pero se
alejan y sus pasos no dejan huellas que ver.
Un incierto lugar sin techo o cueva sin
piso debajo. Saltamos una pared sostenida
a nada. O bien, la sombra de uno nos siguió
o la de otro nos estuvo esperando y está ahí.
El trozo que olvidamos vuelve aparecer
desfasado del principio y con éste se borra
lo que pudo ser su final. ¿Lo hubo como
para que digamos es esto y no hay más?
El sueño nos devuelve al lugar donde nunca
estuvimos. El sueño se apaga como una vela
al fondo de nuestros ojos.



RAYO


El niño que quiso ser no será jamás
el que quiso ser. De la nube lo bajó
el rayo súbito que raudo atravesó
su cabeza. El niño no será más que
un tímido rostro ahogando un grito
en la aprehensiva mudez del entorno
de sus sentidos. Subirá a lo alto una
piedra y volverá a descender con
ella atada al cuello, queriendo dar
voz a esa boca cerrada donde todo
enmudece en la sospecha de nada.
El niño fulminado en la camilla se
tiene ahora en este otro ya mayor
con la vida goteando en un suero en
la habitación fría de un hospital.
¿Alguien pudo halar la nube?
¿Por que estuvo él en la trayectoria
de la piedra encendida? No. Otra
vez la mudez. El rayo sólo vino y
lo abrió.



NINGUNO


Me han dicho, pájaro qué haces
de nuevo aquí dónde no estás.
Cuántas veces el engranaje se
atascó para que dieras la vuelta
sobre tus pies y lo imposible
vieras sin moverte mientras ibas
adelante. Espaciosa se abría
la calle en medio de ti,
te engullía ella con sus fauces
de asfalto y latón, en bajada y en
subida por igual; su respiración
de fiera apacentada en la acera;
su puñalada de seda siguiéndote
detrás, loca carrera contra la
pared aruñada por gato gimoso
con voz de mujer, allá, donde un
perro latía, en ese su acariciar
la luz que tan sólo dejaba ver
tu sombra al lado de él. Juntos.
Una cruz en lo alto y  aquél hombre,
desnudo, acostado en el piso,
abriendo los ojos en los de quien
lo soñaba y vio que no era él.


de: Nadie y Ninguno, (2015)





CÉSAR SECO, nació en Venezuela, en 1959. Poeta, ensayista y editor. Presencia ineludible de la poesía venezolana actual. Fundador de la Casa de la Poesía Rafael José Álvarez  y  de la Bienal Internacional de Literatura Elías David Curiel.  Director de la revista Oikos, en Coro, su ciudad natal. Su obra ha merecido varias distinciones  y  reconocimiento.  Invitado  a encuentros  literarios  dentro y fuera de su país, entre los que destacan la Feria Internacional del Libro de La Habana (2005), el Festival Internacional de Poesía de Medellín (2006), la Fiesta Literaria Internacional de Porto de Galinhas (2007). Ha publicado: El laurel y la piedra (1991), Árbol Sorprendido (1995), Oscuro Ilumina (1999), Mantis (2004), El viaje de los Argonautas (2005), La playa de los ciegos (2014) y  El poeta de hoy día (2014). En 2007, Monte Ávila Editores Latinoamericana publica Lámpara y silencio, antología poética que reúne sus libros hasta 2005. Autor de Transpoética (2008), libro de ensayos editado por la Fundación Editorial El perro y la rana. Traducido al inglés, portugués, italiano y al árabe sirio.










Arturo Maccanti Rodrigues | Poemas Escogidos Selecciòn de textos de Luis Alberto Vittor

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De: Poemas para un niño que murió en noviembre (1958)


                     [IV]

Mi infancia —que noviembre configura—
tuvo el juguete roto de mi risa,
un barro cotidiano en la camisa
y flotando en los ojos la amargura.

mi infancia fue el país de la sonrisa,
con trompos en la tarde dulce y pura,
y una cometa verde que en la altura
era un sueño feliz lleno de prisa.

Tuvo un niño perdido y encontrado,
y un noviembre lentísimo y mojado,
que de todos los meses fue el más triste.

un niño como yo llamado Arturo...
—¡oh, niño del recuerdo, que te fuiste
entre juegos y nubes al futuro!—.



                      [V]

Hoy te vengo a llorar, niño que he sido
y que ya no seré. Traigo la pena
más profunda del Hombre: la serena
tristeza de vivir hacia un olvido.

Está la vida en flor. Cuanto he vivido
el mar se lo llevó como la arena.
Fuimos sólo eslabón de una cadena,
que dios por un instante ha interrumpido.

Tu tumba no está aquí, sobre la Tierra.
¡está en mi corazón! en él se encierra
tu cadáver de niño tan hermoso.

Y a través de mi vida puedo verte,
dentro de mí —incorrupto y silencioso—
con el sereno amor que da la muerte.


A TUS MANOS 


Tu mano es una nave de promesa,
donde la nieve pura se deshoja,
con un caer lentísimo de hoja
del árbol de tu cuerpo, porque pesa.

Tiene tu mano sonreír de fresa
si por el aire va, cuando se aloja
en los pliegues aéreos, si se moja
sabe tu mano a mar que llora y cesa.

Suspendida al amor que se avecina
tu tenue blanca mano descamina
todo lo que en el viento se te enreda.

Y más que mano tuya, es ave en vuelo
erguida y suplicante cuando queda
tu mano pentapétala hacia el cielo.




De: Poemas (1959)


EN EL QUE EL POETA RECUERDA

Como quien gira en torno de una noria,
me pongo a darle vueltas a la vida,
pero el olvido todo me lo olvida
y ya recuerdo mal aquella historia.

Historia de una luna migratoria
con la alondra del alma estremecida
y el eco de una voz casi perdida
en el blanco país de la memoria.

Y recordando dejo tristemente
al niño corazón entre tus brazos
y así no vea alborear el día

de saber que la vida es solamente
pedazos de recuerdos y pedazos
de sueños y pedazos de alegría...




De:  El corazón del tiempo (1963)


EL TIEMPO Y UNA CIUDAD

Tantos días pasando por aquí,
triste o alegre, con la vida
pasando por aquí, o con la costumbre
de la vida —es igual— pero pasando
siempre por esta calle y esta plaza
con árboles; y siempre el oro viejo
del otoño dorándome la pena,
y siempre yo pasando,
pasando y despidiéndome de todos,
aunque nadie perciba en el adiós
que me voy alejando con la vida.

Tantos días pasando por aquí.
Tantos días, y un día sin quererlo,
al doblar una esquina, al ver al pobre
en su sitio de siempre, al cielo igual
con sus nubes dispersas me descubro
de pronto el alma envejecida o un hilo
de purísima plata.

Tantos días pasando por aquí.
Pasando a diluirme sin ruidos
en el ruidoso río de la vida,
que prolonga la lluvia cuando cae
de las oscuras gárgolas sin tiempo,
y yo pasando siempre,
pasando lentamente
o con prisa —es igual— no sé a qué parte,
si ya todo mi mundo es un pañuelo,
si ya eché la llave al horizonte,
si ya puse mi sueño a ras de tierra
por donde voy pasando con la vida
o su mansa costumbre.

Tantos años pasando por aquí.
de pronto, sí, los años, y el adiós
que hasta ayer fue esperanza,
santo y seña del hombre,
se me muestra al decirlo con un sabor amargo
de desnuda palabra,
de trágica verdad.

Tantos años pasando por aquí.

Los árboles y el viento.
La tarde con campanas.
el amor encontrado, los rumores
de la marea humana y entrañable,
por donde, alegre o triste, estuve yo
tantos días pasando,
viviendo tantos años
—es igual—, y muriendo...


TEMBLANDO ENTRE MI SANGRE

Todo fue necesario. Estoy de acuerdo
en vivir y morir. Nada se vuelve
atrás, nada se vuelve, ni nosotros;
y me queda tan poco de aquel tiempo,
cavó tanto el olvido en la memoria,
que apenas unas tardes amarillas,
ciertas piedras oscuras, mi tristeza,
el desvaído azul de un sueño niño,
he podido salvar de mi pasado.
Rostros que me borraron de los ojos
los lentos y sombríos pleamares,
y algunos pormenores de septiembre
junto con otras nubes que no digo,
por no tocar la herida todavía
viva de aquella edad maravillosa.
Edad en que lo mismo fue nacer
y ver el mar allí como esperando
el borbotón de vida que era uno
sobre la arena intacta de la orilla.
Por eso, si me pongo a recordarme,
oigo llorar a un niño silencioso
y un vuelo de gaviotas mañaneras,
cuando niño y gaviotas asistieron
al milagro inefable de la luz.
Y comprendo que nada ocurrió en vano
si un ala del recuerdo se me entra
de rondón en la vida alguna vez
por los callados túneles del alma
levantando un rumor de soledad,
hojas caídas, penas, días felices,
para marcharse luego como vino...
Por eso, si me pongo a recordarme,
oigo un lejano temporal de rosas
asolando los huertos de mi infancia.
Y aunque llore por todo lo que ha muerto,
comprendo que también fue necesario
que todo se perdiese, para un día
—distante de aquel tiempo irrepetible—
recogerlo temblando entre mi sangre.




De: En el tiempo que falta de aquí al día (1967)


A LA LUZ DE ESTE DÍA

Tendré una vez mi tallo prisionero
Y enmudecido eternamente el canto,
Y seco el corazón que amaba tanto
Deshilará su sueño verdadero.

Y, a pesar de ser triste lo que espero,
A la luz de este día me levanto,
Y recojo el amor, un cielo, cuanto
De hermoso existe para el alma. Pero

Es terrible tener un breve día,
Apenas unas horas de alegría,
Este mísero instante cotidiano.

Sólo una vez tenemos los racimos
De la vida al alcance de la mano.
Sólo una vez vivimos y morimos.


PÓVERO GINO
[Bjëlo Pölje, Montenegro, 1941. Marti, Italia, 1964].

Para Berta y Eugenio Padorno


Póvero Gino, al fin,
has cruzado el Adriático y has vuelto
a nuestra pobre tierra...

Muchos años se fueron,
muchos años se han ido
en súplicas y lágrimas,
pero ni el desaliento
ni el olvido pudieron
acallar el inmenso deseo de traerte
junto a tantas reliquias veneradas,
cenizas de mi raza bajo la paz del viento.

Ahora duerme tu sueño
largamente, hasta el fondo
de la muerte infinita.


UNAS MANOS

Dijera yo: «Tus manos
me recuerdan palomas lejanísimas»,
pero no sabrías nunca
la pasión con que digo
«tus manos», «el recuerdo»,
«las palomas aquellas»
o «aquel tiempo sin vuelta».

Exacerbadamente
araño las palabras,
nombro la nieve,
pero qué gran pobreza
la de mi lengua que no llega
jamás a detener el ala tenue,
su vuelo, la nostalgia
de la blancura a que se igualan,
cuando digo «tus manos...»
y me asalta ese mundo de voces imposibles.


NIÑO HACIA EL MAR 
(Elegía de 1960)

Palabras y palabras. era —y era
inútil aquel llanto— todo en vano.
de la mano de dios va nuestra mano
y la mano de dios nos asendera.
Hoy tiene el campo, niño castellano,
un nuevo surco y otra sementera,
y el Tormes, que soñaba en la ribera,
sigue llorando para el mar lejano.
vo
lverán como antaño los gorriones,
y de nuevo el arado y las canciones
y el alegre verdor por el otero.
Y como tú te fuiste, yertos, fríos,
nos iremos también al mar postrero,
de la mano de dios, como los ríos...




De: De una fiesta oscura (1977)


COLUMPIO SOLO
(A mi hijo, 1964-1968. Parque Municipal de Santa Cruz. Anochece.)


¿A quién meces, columpio solo? ¿Al viento
ruidoso y ciudadano?

Al pasar, te descubro en la tardía
luz del verano, como en sueños,
con tu vaivén donde un fantasma
que golpea en el fondo de mi pecho,
todavía sonríe sin saber...

Cerca, un reloj de flores marca el tiempo
urbano, indiferente, entre risas de niños
áureos de sol atardecido, mientras
cruzo fugaz por la penumbra
de los árboles,
ya perseguido siempre
por mí, por el recuerdo
vagabundo de un sueño que fue vida.

Al pasar, se levanta la bandada
de palomas que vimos por costumbre
otros días con sol, bóvedas altas
sobre las que ha caído un mundo de silencio.

Aunque el amor no acabe,
aunque acabe el amor, columpio solo,
tú permanece fiel meciendo al aire, 
meciendo al niño aquel que apenas pudo
llegar a ser mañana, 
que se quedó en ayer,
y hoy cruza finalmente,
a pecho descubierto,
el vasto imperio de la sombra,
el hondísimo nihil...



ESTE VACÍO QUE YACE JUNTO A MÍ

¿No es el recuerdo 
la impotencia del deseo? 
L. CERNUDA

Tu cuerpo como un fruto,
quién me lo diera en esta
noche de otoño
en que la soledad llega a su límite
quemándome la vida...

Nunca toqué esa luz que da tu cuerpo,
y acaso así mejor ha sido,
porque el recuerdo de su gozo ilimitado
no tengo y es tan sólo el deseo
el que me asfixia en estas horas.

Mas, si no alcancé tu cuerpo,
¿puedo decir, de verdad, que he ganado
algo en la vida?
Lo que gané y perdí queda en el fiel,
sin gloria ni derrota,
neutro entre lo posible y lo imposible,
como un tesoro de dolencias
que legaré, después de mí, a la nada,
a este vacío que yace
junto a mí, sin tu cuerpo
rodante por el mundo,
mientras la sombra va venciéndome
con un puñal de sombra de sí misma,
hundida en esta carne que aún desea,
aunque no te recuerda
por no haberte alcanzado.

No otra libertad quisiera hoy
que navegar tu cuerpo y serle siervo
desde la luz vencida de la noche,
con sus trémulas músicas,
hasta el amanecer, ese terco peligro...


PASTO DE UN FUEGO

Nadie vuelva a cantar la belleza de Italia,
oh Percy Bysshe Shelley.

Posa per sempre. Assai palpitasti.

El mar que hasta nosotros te devuelve
no perdona a los hombres,
aunque te llore Roma sobre el halda de Atenas,
y de las viejas islas esparcidas
en este mar doméstico se alcen
aves mediterráneas piando tristemente.

Olvida, olvida.

No esperaremos más a que lleguen los príncipes.
Alrededor del túmulo está el pueblo
puntual y silencioso,
y en la bóveda clara de la mañana el viento
venido de muy lejos barre limpios celajes
de este pesado agosto de Viareggio.

Olvida.

Patria ciega de nieblas,
Inglaterra demora tus laureles.
(«¿No aprenden a nadar los alumnos de Eton?»,
murmuró, continuando su partida de cricket.)

Olvida, Percy, olvida.

Ya estás cumplido para la gran sombra
de rosas inhallables.
de rosas inhallables.Arropado
en el caliente aire de Toscana,
tu derramado corazón se entrega
a un oficio secreto.
Sobre la arena todo se consuma,
y tú, pobre despojo mordido por los peces,
ya eres pasto de un fuego.

Amaro e noia la vita, altro mai nulla.

Ardes ya frente al mar, bajo el cielo italiano,
águila derribada, cerca de un bosque umbrío,
de eucaliptos y pinos.

Olvida.

Sueña así para siempre.
Peri l’inganno estremo, oh Percy Bysshe Shelley...


LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO
(Madrid, 19…)


Tras la ventana crece el frío,
aire de todos, sortilegios
de la luz, enhebrándose
en los ojos, las ramas
desnudas, y se aferra
a un instante la vida,
pidiendo un día donde prolongarse,
desde donde saltar hacia el futuro
y no acabarse nunca, nunca.


Tras la ventana crece el frío,
se hace más alto el mundo,
y más allá, sobre los mares grises,
humea una patria de islas
que recuerdo y olvido.


Y yo caído en este lecho,
de la obra parte del cristal
ya perdido en las sombras
conscientemente retenidas
de este cuarto, en silencio
asisto a la caída
del Imperio Romano,
Fumo, releo un libro,
abro cartas antiguas,
rememoro a mis muertos…




De: Cantar en el ansia (1982)



LEJOS DE LA CIUDAD CONDESCENDIENTE
(Las Palmas, 1944)

De niño, entre las charcas
dulces, cacé la rana, el pájaro feliz.

Por el aire y el agua, la niñez
fue pura y triste, pero libre y sola,
hollando las orillas como láminas
infinitas, las blanquísimas nubes
cruzadas por las aves.

                      Con los otros
por las colinas solitarias fui,
lejos de la ciudad condescendiente,
a reinventar un paraíso:

                        cuevas,
senderos, caseríos, los rebaños
de cabras a lo lejos, los estanques
verdes con todo el cielo reflejado.

Y saltaban las ranas a los gritos
salvajes, jubilosos. venían círculos
a morir a los pies. Limpios diamantes
bullían en el iris. Las camisas
llenas del viento azul de la mañana
y el mar abajo como un padre...

                               Todo
sucedió en otra vida.


OTRA TARDE

Otra tarde diluida
en mil nostalgias pequeñas.

Invierno fuera.
¿Qué sueñas
entre la muerte y la vida?

Mi imagen estremecida
contra la luz del poniente.

Tallo, raíz y simiente
donde vuelco mis aromas.

(La tarde llora palomas
en la tierra de mi frente...)


DE SERES QUE VIVIERON  EN UN TIEMPO FLORIDO


Ha llamado esta noche inmensa el viento
en los naranjos de la huerta, al claro
de la luna helada, rota entre
las cañas amarillas.

El viento,
una vez más, fantasma asiduo
de mis miedos nocturnos, puso un grito
de presagios: la ronda de lamentos
de seres que vivieron en un tiempo florido
en esta casa donde yo desgrano
las horas lentas aguardando la luz.

Desde el fondo sombrío
de la arboleda, la espiral de viento
azota la hierba alucinada y viene
avanzando despacio hacia la casa.

Tiempo de soledad y tiempo de memoria,
sueña la mente su país, proyecta
el plano futuro de la vida.
el plano futuro de la vida.Así,
desde la garganta oscurísima
del aire que aúlla en el recodo
de la huerta de plata, las amargas
naranjas, la zarza retorcida, los almendros
que crecen en los límites
me hablan en baja voz, conciertan
su música. Me indican
su crecimiento al alba, su insistente
latido de savia paralelo
al latido consciente de mi sangre...


EMERGERÉ NO INDEMNE DEL DOLOR

Todos se fueron lejos, entre muertes
o músicas dispersas, a sus hondos
destinos.
         Sus sombras me dejaron
al corazón atadas, como rama aterida
en el invierno solo del presente.

Hicieron mucho ruido con sus alas
en el aire ahora quieto, ayer de fiesta,
cuando el jardín tan húmedo cantaba
con la gloria del sol en los naranjos
y el cerezo del muro...
                        Días y días,
plenos de luz y alma, buscan hoy,
por el iris solar de la memoria,
con su buceo indicios de la vida.

Pero vida no hay y yo estoy solo,
emergiendo no indemne del dolor.



DE SU SER PRETÉRITO

Recuérdalos también cuando a la tarde,
en la penumbra del jardín, te sientas
más solo que otras veces.
                         La piedad
de la memoria humana obra el prodigio
de rescatarlos con su luz corpórea
al centro de la vida y por ti vuelven
a la armonía de su ser pretérito.

Investidos de luz, en ti se hacen
dueños de nuevo, y sin dolor, del reino
de la tierra y del mar, y te confortan
en tus días de total desamparo.
Recuérdalos un día.

                     La memoria
es otra forma del amor humano.


CORONACIÓN Y EXILIO

Si alguna vez fui príncipe
de la luz fue en tu reino...

Me coronaste con tu risa
en la tibia arboleda de tus brazos.
Hiciste para mí rosa la rosa,
pájaro el pájaro y cetro mi alegría.

Agotaste los ojos mirándome dormir.
Por esto acaso fueron tan hermosos mis sueños.

A manos llenas me trajiste el mar,
ya para siempre compañero mío.

Fue mi primer paisaje el color de tu falda
y tu voz la primera canción de mi existencia.

La huella de mi pie cupo en la tuya.
Tú eras la dicha y yo te perseguía
con mi pequeño corazón de niño
por las orillas de los mares.

Durante mi reinado
el son nunca se puso
y el mundo estuvo acorde.

... y un día te perdí sin saber cómo,
sin saber dónde, sin saber por qué.

Luego fui destronado.

Me golpeó el dolor con guantelete
de acero en pleno rostro.

Fui conducido al mundo, encadenado,
humillado y cegado, hambriento y mudo,
en la anónima noria de la vida.

No se me ahorró miseria ni desdicha.

Me encontré solo y escribí poemas.

Abdiqué de la luz.
                  Ahora soy viejo
y estoy perdido entre las sombras,
enredado en el tiempo y en la muerte,
como tú, madre mía...


UNA NUBE DURANTE LA GRAN GUERRA

(En vida)

Hubo una vez una nube que cansada de serlo,
cansada de montañas y aires sin rumbo,
de los ríos inmensos de la tierra,
cansada de la sangre y la metralla,
descendió silenciosa y se posó en tus ojos.

Era el tiempo de la escarcha y de la nieve. Hacía frío.
Mucho frío, padre. Entonces tú, con tu infancia aterida
bajo el brazo,
cruzabas los caminos inclementes.

Eras pequeño a la salida de la escuela. Maestra Giulia
te daba dulces y lápices de colores, y en tus manos tristes,
más tristes que todo el universo,
mirabas aquellos tesoros incrédulo, asombrado.

En casa te llamaban con nombres de ciruela y almendra,
con nombres de manzanas y uvas moscateles,
y desde aquella época te entristeció el helecho,
porque un amigo tuyo, niño también, se murió alguna tarde
y con él adornaron las estancias dolientes.

En casa te llamaban con nombres olvidados,
con nombres que sabían a olorosas mañanas...
Florecía el cerezo, los olivos gozaban su verdor incipiente
en el cercano bosque de Varrámista,
el arroyo cantaba y andaban las muchachas de aquel tiempo
llenas, como la tierra, de sueños y esperanzas,
cuando en la fragua del destino aprendías el hierro
con tus pequeñas manos de universo tristísimo, 
y un instante, lo que tarda una vida en nacer o en morir,
saltó una chispa clara para encenderte el alma.

Y encendida la tienes, padre mío sereno,
aunque una nube oculte su esplendor en tus ojos,
como al cielo de abril
celajes repentinos le ocultan su belleza sin término...


SARA NÓBREGA

Antes de despedirte para siempre,
me dejaste un libro y una estrella en la sangre.

Uno y otra venían de muy lejos,
llegaban de lo hondo
de una estirpe maldita.

Leí el destino. Era verdad
que estaba escrito. Comprobé
mis azares, por qué mi pie pequeño,
mi infatigable sensualidad,
mi fe monoteísta.

Extiendo la mano
para alcanzar los días aquellos
de tu infancia en Lisboa, en la trastienda
de un bazar, con espejos,
porcelanas azules, esmaltes y muñecas,
reposo de tus místicas saudades,
pequeña abuela hebrea.
                      En el espacio
breve de un llanto,
miraste un día el sol poniéndose sobre los viejos libros.
Dijiste adiós, quién sabe qué dijiste,
y otro día de otoño de principios de siglo
a las islas llegaste con un bolso, una maleta y un libro.

Primera fundación,
limpio el aire donde alzar los altares,
jerusalem sin mancha
de las viejas creencias que heredé, que he olvidado.

Oh nunca Sara Nóbrega.



De: No es más que sombra (1995)


CANCELACIÓN

Ante el mar otro día. Es poco el tiempo.
Y se repite el sol que ya no me deslumbra.

Parece que te alejas, tarajal de salitres.
¿O no es tuyo el rumor de sangre de agua muerta
entre dunas de mar y oleajes de arena?

Si estuviera desnudo o si viviera,
Casi me rozaría la luz de este lunes atlántico.

Pero pasa la hora y ya me voy,
nómada de estas islas sedentarias,
a costas de flagelo y jables de intemperie:

mundo que asiste a mi cancelación.


ESTACIÒN DE MILAGROS

Te miramos nosotros, de la raza 
de quien se queda en tierra
EUGENIO MONTALE

Presentimos que llegas, primavera celeste,
sobre las islas, complacencia exaltada
del mar, bajo las nubes, golpeando
con tu ariete de luz estas rocas desiertas.

Tu tiempo de embriagarnos
breve será, pues los días resbalan:
apenas un erial de tabaibas, el viento
siroco y la desazón de vivir
a la deriva en naves
batidas por oleajes incansables.

Siempre supimos que vendrías,
gozosa de aliviar nuestra pobreza,
y que te irás cantando el esplendor,
fuertemente abrazada
a la brisa del mar, siempre conformes
con tu llegada por el vilo del agua,
con tu extinción después,como sol,en los párpados.

Pero ahora tu pie, estación de milagros,
toque fugaz la orilla de esta tierra,
su parvedad de mundo.


PARA MÚSICA

Si tuvieras un rostro
como el agua,
cuerpo como la tierra,
raíces como el árbol.

Si tuvieras
sangre como la vida,
alas como los pájaros,
o un corazón que fuese
compasivo.

Si tuvieras el peso
de la nube,
o pudiera apresarte
entre las manos
y ponerle fronteras
a tu reino,
vasta muerte sin forma.


PLAYA DEL SUR CON NIÑO

¡Velero en el mar!
Estelas
por los azules sin olas.

Gaviotas lentas y solas
del cielo.
En el mar, las velas.

En mi sueño, tú —que vuelas,
herido, mi firmamento.

Se abarloa el pensamiento,
como una nave, a la pena.

Y, amedanando la arena,
gira en soledad el viento...


ME MIRAS

Ceniza de mi sangre,
padre de ayer, quién sabe
si, entre las nuevas sombras
de la flor hecha piedra
de tus ojos cerrados
y la piedra hecha flor
de tus ojos abiertos,
en el tiempo me miras.


VAHO

Un ramaje desnudo. Una fuente de mármol.
una ciudad sin nadie en el invierno.

Guerea solitaria.
dGuerea solitaria. Me he perdido en la plaza,
donde dejó la lluvia ilusorios espejos.

Aguardaré a que el alba con ellos me evapore,
me arrastre con su vaho a lo puro invisible...


EL AMOR TODAVÍA

(Por la luz de Guayonje)

Encenderíamos juntos
cigarrillos y sueños,
volutas con los labios
de amaneceres turbios,
ironías, volúmenes
de dos cuerpos con alas.

Y en la resaca
del mar de leva del ocaso,
confundiríamos
nuestras penumbras,
cuanto dijiste y dije,
cuanto amaste y amé,
olvido con olvido
y dolor con dolor,
en una misma hoguera.


LA TIERRA SOLA
Que tiene el mayor mar como camino
ALONSO QUESADA


Mi pequeño país de inmenso cielo,
de inmenso mar,
he caminado por tu piel de tierra,
tu arboleda de alisios, tus litorales solos,
aspirando el olor, la savia de tus lavas,
en el aire que cumple mi edad y mi memoria.


Por la luz de tus cumbres descubrí el universo
la mañana primera, con otra luz ahora
que empiezo a desnudarme de sustancia,
que amo más tu hermosura a medida que avanzo
por las selvas del tiempo.


Me he desangrado sobre ti.
Tú siempre me has devuelto duplicada la sangre
Y más claro mi sueño.


Si he sido un hijo de tus soledades,
si sufrí como míos tus yugos y abandonos,
si amparaste a mis muertos, si das luz a mis vivos,
si nada te pedía a cambio del amor, mira, al menos,
cuando sea ceniza
que no me esparza el viento más allá de tu orilla



De: Cuadernos del Ateneo de La Laguna Nº 1 (1996) 


EL POEMA SOBRE LA MESA

Con las primeras luces
del alba de mi insomnio,
te acercas y me pones
una mano en el hombro.

Entonces yo levanto
a tus ojos mis ojos
desde la blanca página
del poema.
Qué hondo
el instante.
Quisiera
asirlo, dejarlo todo
como está, para siempre,
y, libre del acoso
de mi cuerpo y del mundo,
desvanecerme al fondo
del pasillo, saliendo
por el balcón al gozo
de ese momento eterno.

Como una luminaria,
se quedaría solo
el poema en la mesa,
para que lo leyesen,
algún día radioso,
nuestra hija y sus hijos
ramajes de nosotros,
los hijos de los hijos
del futuro remoto,
pobladores del mundo
los hijos de los otros,
nuestra familia humana,
que no sabrán el rostro
de la clara ceniza
que seremos nosotros,
ni la fuerza del sueño
que bullía, recóndito,
en los dos.
Ni el amor
que lo impulsaba todo,
desde el sueño a la luz
de este poema solo
sobre la mesa.
Mientras,
viajeros del anónimo
navío de la muerte,
tú y yo nos alejamos
por el silencio cósmico.



De: Viajero insomne (2000)


DE LA SED

Montes más altos que el deseo
no hallaré, ni frutos
que me sacien.

Dónde el agua,
dónde su manantial para la sed
de lo otro sin nombre.


LUNA 

Ahora que empieza el año,
Sobre Guerea cruzas
El firmamento, sola
Y libre,
Acicalada,
Con tu digno decoro
De vieja dama, y
Tu rostro
Es
Una hoz
Que corta
Sin fin el universo,
Ilumina y refleja
El camino del tiempo,
Del tiempo que va haciéndose distancia,
Polvo solar y ausencia, luna sobre
Guerea.


AULAGAS

Cierta brisa de mar, fresca, de acantilados,
sopla contra la roca, esparce por la arena,
ardida de espejismos y sirocos,
las hojas manuscritas.

Se van lejos,
vívidas ramas de mi árbol insomne,
a teñir las aulagas con mi sangre
antes de enmudecerse en la ceniza.


OCTUBRE

¡En esta
luz de octubre,
ya girando
en la danza en que oírse podría
apenas el impacto
de la hojarasca
contra la tierra,
en esta luz en la que nos desvanecemos,
padre,
supieras mi deseo
de compartir contigo
los azares del tiempo
que te he sobrevivido,
esta ebriedad de ave
que aún hiende,
empecinada,
la vacuidad del cielo!


CONOCIMIENTO DE LA LUZ

Por la arena impalpable cruzamos la mañana
hacia un fosco horizonte.
                         Las pisadas,
¿quién las ocupa cuando empieza la ausencia?
¿Se reconstruye el mundo tras nosotros
o queda sólo el vacío de un espacio usurpado?

¿Somos llamas sombrías, sombras fosforescentes?

Conocimiento de la luz, ¿se llega
a ti por la ceguera, y toda
nuestra ignorancia es ver?



De: Óxidos (2003)


EL POEMA

Enséñame palabras acuciantes
que vadeen el río de los otros.

Enséñame tú, vida, el paraíso
de la sola verdad sin rostro:
el poema.


AIRE

La celda que me cierra es invisible.

Dependiente del tiempo,
porque es de aire móvil y huidizo,
de helada urdimbre y de luz repentina,
y al extender la mano nada toco.

No se me concedió romper el aire.


PASEO POR LA TARDE DE INVIERNO

Nubes ya no se ven, al menos hasta donde
su discreto poder ejercitan los ojos;
se podría decir que la tarde está quieta,
que el perfil de los montes —San Roque, Mesa Mota —
es más preciso ahora con el sol morituro;
que brillan los tejados bajo el aire ya frío
y que sueña Guerea, donde el tiempo me vive.


RAÍCES

De las raíces de mi ser secreto,
en el lugar del tiempo,
vida vivaz florece y yo la siento
libando sangre y linfa
como el obsequio de una primavera.

Y más se aja mi rostro y más mis miembros
se cansan, más me veo igual
a flor y a fronda de una vida nueva.


ALTA NOCHE

Las ventanas cerradas
de mis noches insomnes,
heraldos de otro eclipse,
custodian a los vivos y a los muertos,
y los reflejos de la luz nocturna
brillan en el asfalto,
aunque el asfalto ignore a las estrellas
que nacen y que mueren allá lejos.

Guerea es un desierto en la alta noche
y un dios pasa invisible.



ESCRITO PARA MÚSICA  [KINDERTOTENLIEDER. Gustav Mahler]

Nos quemaba su cuerpo
apretado en los brazos.

Pesó un mundo su cuerpo
de rígido muñeco.

La eternidad sentimos,
pero no su latido.

Al alba lo lloramos
por las calles con nieve
lejos de nuestro mar.

Cuanto fue resplandece,
mientras la hiedra cubre
nuestras estatuas.



ESTACIONES

In memoriam 
María Rodrigues

Llovizna, gloria leve
de la estación ventosa,
derrámate también sobre este mármol
y, en espirales grises,
haz florecer los nudos
de la madera sorda y quebradiza.

Perfuma lo que aún quede.

Demórate en su pelo desasido.

Vívida primavera,
cuando pases,
inúndala de luz como si nada
se hubiese consumado.

Y que en la noche eterna
este aliento sin sueño
entibie su silencio inmóvil constelado de soles.


DEL LABERINTO

Para Lidia y Alberto Pizarro

Salgo de un laberinto
y me acojo a la luz.

Explotan los prodigios
de invisibles raíces.

Soles y cielos iluminan la tierra.

Casi nazco a la vida y nazco al mundo,
y al borde de mis párpados, por fin,
los días no amontonan sus escombros.

Y como una flor abierta entre las piedras
de un valle solitario
emerge en mi alegría la memoria.

Y vuelvo por la memoria al laberinto.






De: El Mar (Una Elegía) (2003)

Ego, le tengo
miedo a todo mar
Ovidio
PÓNTICAS, II


                     —I—

un hombre pasa por el mar se aleja
roe la sal su piel contempla atónito
la raya que no acaba ni la orilla
que acaba en horizonte y sí la vida
que se le acaba caminando el mar
y siempre el mar y siempre el mar el mar
sorda prisión de espumas áspid
que al cuello se le enrosca al hombre
que pasa por el mar y allí se queda
mientras se hunde lejos de la tierra
natal de la Fortuna cordilleras
de candente grosor y acantilados
y es una larga caminata que hace
nadador solitario por el mar
sin hallar el azul ni su milagro
ni al menos la mentira que ya ve
dormida en la ribera de las algas
entre erizos y anémonas y olor
acre de bajamares y crepúsculos
y sólo el mar es todo su camino
para ahondarse en la áspera morada
de la muerte que canta en cada ola
que en cada ola espera en cada estrella
vacía como un cielo de tormenta
y el hombre que camina por el mar
sabe de qué cavernas abisales
sopla la nada hacia la luz, y quema
su propia luz su escasa claridad
humana, como un sol que no naciera
de la vida su breve duración
sobre la sal del mar y así camina
sin saberlo muy bien hacia qué Circe
de arenas infinitas van sus pasos
y mientras más se aleja por el mar
y mientras más se acerca al horizonte
más se le desvanecen las orillas
al hombre solo su carnal volumen
su rojo corazón su pobre sueño
su eternidad efímera las nubes
los soles cegadores a lo lejos
y la naturaleza de la tierra
su diminuto amado continente
todo lo engulle el mar todo se traga
el mar si pasa el hombre el mar
que se alimenta siempre de los hombres
como el que pasa ahora y ya se aleja
y soy yo y eres tú todos nosotros
pasando por el mar hacia qué isla
nadando hacia qué nada por el mar
hacia qué inexistente nuevo mundo


                     —II—

hacia qué inexistente nuevo mundo
arrastra el mar al hombre a qué desierto
de sal de azufre de imprevisto fuego
empuja al hombre el mar a qué sepulcro
bellamente tallado de tristezas
por manos de penumbra con cinceles
y mazas de miserias y de olvidos
a qué sitio infecundo el hombre va
con su pobreza y su grandeza a qué
rincón de púas llagas llantos
cuando camina por el mar y siente
que el mar es un imperio sin clemencia
como un abismo nunca imaginado
por qué camina el hombre sobre el mar
con su despierta inteligencia en contra
de la superchería y los engaños
de los usufructuarios de verdades
y cuantos leviatanes y sortílegos
le han puesto tan arriba la sortija
de otros Campos Elíseos otros cielos
a cambio de este mundo de verdad
regido por los ojos y los números
por qué se deja así traer el hombre
a este reino ilusorio de las aguas
como si fuese un niño o torpe bestia
pez en la red o pájaro en la trampa
él sabedor de trampas redes cepos
con su discernimiento soberano
y su privilegiado raciocinio
por qué fatalidad ajena a él
va por el mar hacia el ocaso último
sin rebelarse al negro señorío
de la sombra que sueña con su sueño
con la aniquilación total del sueño
del hombre por el mar que bebe ávido
la pócima del mar desde que nace
hasta que muere en el profundo azul
y de nada le sirven los naufragios
porque el mar no hace expertos
y entre Escila y Caribdis sigiloso
pone el escollo justo roba el pecio
a la deriva sobre enormes olas
entre fieros ciclones y tornados
y esto lo sabe el hombre y va con todo
lo que él es lo que ha sido y pudo ser
ciego sobre este mar como el cometa
ciego por la región innumerable
él va a perderse en la doliente sombra
y pasa por el mar hacia otro mar
el otro mar sin islas de su muerte

[...]




De: Helor (2005)


RIADA DE LOS DÍAS

(En las afueras)

Todo me sobrevive.
La luz
del campo solo,
el oro de las tapias de la tarde;
para otro tiempo vuelven
verano en flor y mares relucientes,
la solidez del mundo, el oleaje
continuo en las arenas,
el momento en que canto
sobre la tierra
donde me apago en la riada
de los días.

Sólo yo no perduro.


TENTATIVA

¿No habéis visto en la noche
una estrella fugaz?
JUAN PÉREZ DELGADO (1898-1973)

Se duerme la alta noche de la isla
en el silencio de los arenales.

Entre tantas estrellas, solo hay una
que parece tocar el horizonte.

Y extendemos los brazos exhaustos hacia ella
—despojados de todo y colmados de todo
lo que ya hemos vivido —
con hambre de su luz que no se alcanza.



EL LOCO

En la orilla del mar,
del mar que ciñe...
IGNACIO DE NEGRÍN ÑÚÑEZ (1830-1885)

En este rincón de una costa lejana
de una isla lejana,
nada pienso ni espero.

Sólo recojo a puñados la arena
para arrojarla contra el mar.


CEREZO PÚRPURA

Para mi hermano Julio (1936-2005)

Si el viento sopla, si la campana suena,
yo sé cómo llamar a este momento.

Cuando el sol aparezca en el balcón,
me sentiré golpeado por millones de soles.

Ya las lágrimas saltan de hoja en hoja.

Yo permanezco mudo frente al cerezo púrpura.


HALO

¿Qué hombre
no lleva siempre de la mano
a un niño eterno
en un halo de niebla?


NIÑO EN LA ORILLA

Cavas a fondo pozos
o abres galerías
o levantas volcanes:
oh, niño, eres feliz.

Dichoso tú que todo te entretiene.
Dichoso tú que no sabes aún
que en las playas el mar
sus arenas alisa por la noche.



INSCRIPCIONES

Para L. F. H., 
Para M. P. N.

Que la piedra repose
herida de memorias de otros cielos.

Que recuerde ella sola.


PLENA DE GRACIA

Me dejará la luz
—del día, no del alba—
con pájaros de hondo,
definitivo canto.

Se cerrará el balcón
alto sobre la acacia,
la ruidosa campana
vasta sobre la noche.

Te dejaré, Guerea,
ciudad del alma, un día.




JÚBILO
(Venusberg)

Salgamos.
         Pronto amanecerá.

Estamos bajo el cielo constelado.
Te ilumina la luna.

Correremos entre gritos de júbilo,
con todo el corazón que aún nos quede,
llevando la guirnalda de los sueños.

Nos nutrirán las últimas estrellas.

Habitaremos un bosque sin dolor.






ARTURO MACCANTI RODRIGUES, nació en Las Palmas de Gran Canaria en 1934, hijo de padre italiano y madre de familia portuguesa, llegados a la isla pocos años antes. Era nieto de una hebrea, a la que dedica el poema «Sara Nóbrega». En 1951 se trasladó tempranamente a Tenerife, donde terminó la carrera de Derecho en La Laguna. No fue sin embargo la carrera de jurista, sino la vocación poética la que habría de marcar su vida. Se casó en Tenerife y fijó su residencia en esta isla.  En 1955 renunció a la nacionalidad italiana y obtuvo la española.  Fue amigo desde la adolescencia del grupo formado por Martín Chirino, Manolo Millares, Manuel Padorno, Felo Monzón, Toni Gallardo y otros. Ese mismo año publicó sus primeros poemas en la revista universitaria Nosotros. En los años siguientes aparecieron nuevas muestras de su escritura en la revista Gánigo (desde 1957), en los pliegos de San Borondón (1958), en el suplemento Gaceta semanal de las artes del diario La Tarde, de Santa Cruz de Tenerife (desde 1958), y en el suplemento Cartel de Diario de Las Palmas (desde 1963). En 1959 la colección «Poesía» de la revista universitaria Nosotros publicó su plaquette Poemas, que recogía seis sonetos. Una nueva entrega, también muy breve, titulada El corazón en el tiempo, vio la luz en 1963 en la colección «La fuente que mana y corre», de Las Palmas, colección en cuya edición colaboró Maccanti con Manuel González Sosa y Antonio García Ysábal. En 1964 participó en el Recital de Poesía Canaria realizado en el Colegio Mayor Universitario San Agustín, en La Laguna. En 1967 publicó su primer libro. En 1968 falleció en Madrid su hijo Hugo. En los años de 1972 a 1974 residió en Madrid, donde colaboró con Taller de Ediciones JB, empresa dirigida por Manuel Padorno, amigo desde su adolescencia en Gran Canaria. Esta editorial jugó un papel fundamental en la cultura canaria durante la década de los setenta, publicando textos importantes que, en muchos casos, hoy son considerados clásicos de la poesía y la narrativa isleña. Regresó luego a Tenerife.  En 1977 publicó De una fiesta oscura, en la colección «Paloma atlántica» de Taller Ediciones JB. En 1985 fue incluido en la antología «Chile en el corazón», editada en Barcelona. Por su ascendencia paterna, profundizó en el estudio de la lengua y literatura italianas, de la que tradujo y publicó a grandes autores como Ungaretti, Montale, Pavese, Saba, Cardarelli y Quasimodo. También ha traducido a los poetas griegos Cavafis, Palamas y Sikelianos. En 2003 fue distinguido con el premio Canarias de Literatura e ingresa en la Academia Canaria de la Lengua. El poeta falleció en La Laguna en el 11 Septiembre de 2014, a los 80 años. 

Obras:

1958  Poemas para un niño que murió en noviembre 
1959  Poemas 
1963  El corazón del tiempo 
1967  En el tiempo que falta de aquí al día  
1977  De una fiesta oscura
1982  Cantar en el ansia
1989  El eco de un eco de un eco del resplandor 
1995  No es más que sombra
2000  Viajero insomne
2002  Óxidos 
2003  Libro del sur, obra en colaboración con el fotógrafo y arquitecto Carlos A. Schwartz.
2003  El mar  (Una Elegía)
2005  Helor

Jonio González: Poemas éditos e inéditos | Textos seleccionados y organizados por Luis Alberto Vittor y revisados por Jonio González

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De: El oro de la república (1982)


NACHT UND NEBEL

I

pura bestia
se desangra
a fuerza de golpes
que le han dado
duros palos
cierta noche
por ayeres
pregunta no obstante
se responde
difícil lugar para vivir
y sin embargo


II

la araña recuerda
lo que en distracción
perdió de vista
calcula el lugar
en que destellará
su tela
no abre las manos
no reposa
recorre el árbol
de rama a rama
atravesando el aire
conoce el rostro
del que se echa a morir
entre sus hilos


ERDOSAIN

hiere a dios
con el filo
de su propia
moneda



EPIGRAMAS

I

de tus palabras no nació la libertad
amor mío
de la contemplación de tu cuerpo
no extraje pepitas de oro
ni violencia de perros que se muerden
a la sombra de los ministerios
me obligaron a amarte
a la luz de las conspiraciones
y de los decretos


II

me animaría a mirar tus ojos
de aquí hasta roma
a aprenderme de memoria tus cartas
y la música de tu silencio
me animaría a pecar por vos
y cargar bolsas de sal
hasta lo alto de los barcos
como mi padre al finalizar la guerra
puerto de barcelona
año mil novecientos treinta y nueve





De: Muro de máscaras (1987)


JOHN CAGE: PALABRAS PARA MARCEL DUCHAMP


Parece que hubiera avanzado
mucho, pensó, pero no puedo
haber llegado lejos porque
aún estoy con vida.
                Ambrose Bierce

hazte a la medida
de tu incertidumbre




JUGUETE RABIOSO


Acaba de comprenderlo todo.  
Jules Verne

¿No era ésa la ley de la vida?  
                    Jack London

dispón las redes
y husmea

la losa arde
el vientre del comercio humano




15 AVENUE JUNOT, DE TRISTAN TZARA A ADOLF LOOS


yo descubrí que mi casa se hallaba 
ubicada precisamente en una parte así
del universo, retirada y siempre nueva y sin mácula.
Henry David Thoreau

querido amigo:
este palacio
es un árbol para mí
en cada rincón aún perdura
el esfuerzo de un hombre

tengo a bien gozarlo
como una presa fugaz
un artefacto de mi organismo

cuando abandone
la clandestinidad de mi negocio
prometo visitarlo
con los ojos inesperados
de la tierra



De:  Últimos poemas de Eunice Cohen (1999)


VIRAGO

I

los niños caminan delante
de algún lugar llega
la voz del que iba a ser mi esposo

sus alas se cierran como la noche
y sólo permanece el brillo de la perla
en mi cuello

hay un animal extraviado
en cada hombre
en cada mujer
una roca tallada por el agua

II

la próxima palabra
será incomprensible

ah corazón deja de hablar
no me aturdas una y otra vez

con tu mirada decente
con tu camisa limpia

se sienta a la mesa
bruñido por el sol de mis batallas

III

era su consuelo
su predilección
el aliento de su vida

una eternidad

mira al cielo
cada estrella zigzaguea
en busca de su lugar

y ahora cierra la casa
vete



RABINO

si todo peso es ligero
con respecto a otro
y la moneda en la mesa
es un signo del hambre

si una vara de oro
mide igual
que una vara de sueño

¿por qué apoyar la frente
en la luz
a la hora doméstica
en que la verdad se revela?

sólo el hombre justo
sabe que no lo es


ALIBI

no estaba lejos
aquel resplandor alado
aquel susurro de luz
que ponía fin a todo
(avísame cuando se hayan ido)

y yo
aferrada al pasamanos
como el liquen
que muerde las rocas
me apartaba del silencio
para regresar al silencio
me desvanecía como la hierba
en el estrépito del fuego


ATROPOS

si enciende la luz
estas flores pierden su color
indiferente
la penumbra esparcía
su aroma por la casa
estoy de pie frente al espejo
y oigo sus pasos en la sala
también en la penumbra
se marchitan


TIGRESA

una mirada
dos miradas
su respiración apenas si se agita

este mesías
yace mudo a mi lado

inválido
en su inteligencia



VERÓNICA


el párpado es un grito
la boca apesta
y hay espinas
donde la llama desciende
nublando la vista

mírate
despojo con tu nombre
al margen del camino
hacia tu cuerpo verdadero

en cada llaga la promesa
que simule el silencio



PERRO NEGRO


el hacha de los actos
semeja el pensamiento
una palabra es una palabra
yo disipaba tu realidad
te esperaba cada tarde
eufórica
doméstica

una palabra es una palabra
y la cuerda que te até al cuello
fue la cuerda que me até al cuello
un señuelo

una palabra es una palabra
no deja deuda sin cobrar



RETRATO DE ANNIE


algunos conocen la aventura
están sujetos a la tierra
como a un espanto

yo no soy mía
más que de esta mano
que recorre mi cuerpo
frente al espejo

ah oscura luna desheredada
desazón del oro en la moneda



FESTÍN SALVAJE


sobre el plato una batalla
en que no alcanzas a oírte
los labios se cansan de reír

hay un cadáver dispuesto
que no profetiza su belleza
le hincas el diente y sabe a tierra
le hablas pero no responde

y el sendero se arrastra bajo tus pies
buscando otra mesa
donde justificar el hambre


PENTIMENTO

junto a los poemas de Eliot
la foto de Annie
—imposible no recordar
el Retrato de una dama
especialmente ahora
que "el último polaco! suena en la radio
y he quitado las flores marchitas
del jarrón—

hay una evanescencia
diríase que voluntaria
en el aire
todo lo que ha desaparecido
se concentra en una idea
que desaparece
—también ella—
antes de que logre tomar forma

en la reluciente superficie
del espejo
me aliso el vestido
su rostro asoma por detrás de mi hombro

viene en busca de mí
como de la muerte


FOTOS

la primera vez la última
de pie sentada
sangre y huesos
la piel flexible
¿de qué reíamos?
¿por qué esa mirada absorta?
¿en qué?
aquel vestido
la brisa despeinándonos
en una calle
un brazo alrededor de mi cintura
ven y mira
aquel verano
la vida era
esas risas
ese vestido
esa corrupción detenida



De: El puente (2001)



a cielo abierto se hundían los barcos
en el limo verde y espeso los veíamos desaparecer
—el agua hervía en torno a ellos—
y creíamos que sus viajes los habían justificado
jamás nos preguntamos si semejante pensamiento
respondía a alguna clase de ignorancia




el encuentro de los náufragos
suele ser silencioso
explican su participación en la tragedia
con frases intercambiables
pasado el tiempo pretenden olvidar
o no pueden olvidar
o no se permiten olvidar
viven sedientos del agua
que les llega al cuello



¿con los ojos de quién me miro
cuando me miro en el espejo
quién lee las palabras que leo
me roza al pasar
toma mi muñeca por un fugaz instante
y se pierde
en el recuerdo del deseo

cuando llaman a otro 
es a mí a quien llaman





mientras esperábamos que el enemigo temblase
él iba haciendo el recuento de nuestros rostros
sin separar un día de otro
un acto de otro
una mirada

todos éramos uno
al fin



En: Venecia negra, de Javier Cófreces y Alberto Muñoz (2003)

LA LAGUNA

no busco mi sombra
en las sombras que proyectan los palacios
sin embargo
mi silencio apenas se distingue del rumor de las islas

con cada palada se precipita una estrella
entre la oscuridad y el abismo



De: Ganar el desierto (2009)


UN NIÑO JUEGA...

un niño juega
entre las piedras
que de mayor arrojará
a la frente del recuerdo
no sabe nada
del ligustro
y los horneros
de la sombra que proyecta
sobre las roderas
no interroga la hierba
ni a las avispas que liban
el agua de la bomba
despierta una mañana
y está en otro tiempo
le dicen que es el mismo
que si mira hacia atrás
verá el camino
se detiene
y mira
lo enceguece el brillo del sol
en la moneda


HAS VISTO EL FUEGO...

¿has visto el fuego
entre la nieve
los pájaros
en los ladridos
del humo?
venían
hacia nosotros
enviaban sicarios
éramos
el nido que se escarba
la ventana que se ciega
el paso perdido
más allá del cerro

las balas
olían a huerto
tras la lluvia


De: La invención de los venenos (2015)


CONOCIMIENTO

I   

¿Cómo brutalizas  
a un hombre?  

¿Cómo le tiendes la mano  
para que te la corte?  

¿Cómo haces descender  
la niebla  
sobre la montaña  
hasta cubrirla toda?  


II
    

El agua del deshielo  
arrastra hojas.  

El hombre que ha perdido  
la mano  
se detiene para hundir  
en ella  
aquello que le falta.  

No distingue lo distinto  
de lo semejante,  
la ausencia  
de lo que se tiene.  

Echa de menos  
cuanto sujetaba  
cuanto perdía  
las formas de lo innecesario  
de lo inevitable.  


III    


Ahora esperas un viento de tormenta  
el artífice de la furia que desencadenaste  
lo que hizo que perdieras  
el volumen de los cuerpos  
y las cosas  
los cuerpos  
y las cosas  
el tiempo que es el tiempo  
que se tarda en poseerlas.



DEUDA

imagina
la hoja que el viento
arranca arroja
arrastra
recoge
para arrojarla
de nuevo

puedes escribir
acerca de ello
hasta llenar bibliotecas
crear dioses
escuelas filosóficas

seguirán arrancándote
lo que tienes  



COMO UN CRISTAL ES EL SECRETO

I


debajo del pan
el aire
la espera del destino


en el último rincón
al amparo
de la transparencia
de las maneras de la sed


haz memoria
¿cuál era el nombre?
¿en qué línea deslizó la tinta
el eco de la hierba que arde?


II

no subes a respirar
ni abres la puerta

apoyo
cansado
la cabeza
en el vientre del error

la ganancia
es arena
en la tormenta


III

sabes que una imagen
es la mera
obstinación
de su pasado

y como el proverbio
de un necio
la huella
de una piedra
en el agua

traficas con el oro
de los muertos
escupes la pena
de sus faltas.



Poemas Inéditos (2016)


PRECIO  

anegado el páramo
el nombrado paga

cansado de cada palabra
de cada silencio
con cada silencio paga
con cada palabra

paga el desterrado
el olvidado
el que se aleja

paga por la distancia
por extraño
paga por la sed y por el agua.



SUEÑOS EN CUBIERTA


I

tienes que conducir
este barco y a esta gente
adonde han de ir
tienes que abrir las puertas
que ellos y tú desconocéis

se abrirán hacia este barco
y esta gente
e ignorarás cuanto veas
e ignorarán cuanto vean
y esa será la señal
de que habéis llegado


II


¿qué vendrá después?
¿qué esperas que venga?
¿el retrato de ella
las huellas de tus hijos en el barro?
¿reflejos que son como el reflejo
de un cuerpo a punto
de desvanecerse?
¿y si ese cuerpo fuese el tuyo?
¿y si te condujera a otra puerta?
¿y si esa puerta no se abriese
aunque te pasaras llamando
el resto de tu vida?


III


harás un pacto
apoyarás la mano 
sobre la losa helada
no será frío lo que sientas
sino el rumor
de voces que te llaman
y cada recuerdo
sellará la boca 
del que miente



JONIO GONZÁLEZ nació en Buenos Aires en 1954 y vive en Barcelona desde 1983. Junto con Javier Cófreces fundó, en 1981, la revista de poesía La Danza del Ratón. Ha sido traducido a varias lenguas e incluido en diversas antologías, entre ellas Una antología de la poesía argentina (Santiago de Chile, 2008), Doscientos años de poesía argentina (Buenos Aires, 2010), Antología de la poesía argentina de hoy (Barcelona, 2010), Poésie récente d’Argentine: Une anthologie possible (París, 2013) y La doble sombra: Poesía argentina contemporánea (Madrid, 2014). Ha publicado los siguientes poemarios: Onofrio. Grupo de Poesía Descarnada (con Javier Cófreces y Miguel Gaya, Buenos Aires, 1978, reeditado en 2008), El oro de la república (Buenos Aires, 1982), Muro de máscaras (Buenos Aires, 1987), Cecil (Buenos Aires, 1991), Últimos poemas de Eunice Cohen (Barcelona, 1999), El puente (Vic, 2001; Buenos Aires, 2002), Ganar el desierto (Buenos Aires, 2009) y La invención de los venenos (Buenos Aires, 2015). Como crítico musical ha sido responsable de la sección de jazz de la revista Lateral y miembro del consejo de redacción de Cuadernos de Jazz.

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